142403.fb2 Amar sin reglas - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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Capítulo 3

El incómodo silencio, al menos para Daisy, fue interrumpido por el camarero. Traía unos platos presentados de manera exquisita.

Ella se alegró de tener una excusa para hacer algo y se concentró en la comida. No le gustaba la idea de que Seth discutiera sobre ella con Astra. ¡Tendría que soportarlo! ¡Estaba claro que Astra estaría satisfecha por la forma en que él se había referido a Daisy!

Hasta una mujer de sus características podría experimentar ciertos temores al saber que su amado fingía estar enamorado de otra. Era obvio que Daisy no podía ser considerada como una rival peligrosa.

Su ensalada de langosta con espárragos estaba deliciosa, pero no le supo nada bien hasta que logró recuperarse. No le importaba lo que Seth y Astra opinaran sobre ella. Solamente deseaba encontrar a Tom. Pensó que le resultaría mucho más fácil si consiguiera tener siempre presente que estaba allí para llevar a cabo un trabajo.

Contempló a Seth. A él no parecía importunarle el molesto silencio de Daisy. Era más fácil observarlo cuando se concentraba en la comida que tenía en el plato. Por primera vez, ella notó que unas arrugas se insinuaban en sus ojos y algunas canas que tenía en las sienes.

Daisy estaba estudiando la forma angulosa de las mejillas de Seth y el arrogante perfil de su nariz cuando, de improviso, él levantó la vista y la sorprendió observándolo.

Su corazón le dio un vuelco al cruzar su mirada con los ojos fríos y maliciosos de Seth. Casi quedó sin respiración.

– Yo… supongo que debería saber algo sobre tu vida -tartamudeó ella, sin saber exactamente la causa por la que necesitaba explicarse-. Una verdadera novia debería saber otras cosas, además de que eres norteamericano y muy rico.

– ¿Qué más quieres saber? -preguntó él irónicamente.

– Bueno… algo sobre tu familia por ejemplo -sugirió Daisy-. Dónde vives, a qué te dedicas… esa clase cosas.

– Nunca hablo sobre mi familia -respondió con sequedad-. Nadie va a esperar que sepas algo sobre ellos.

Daisy estaba ansiosa por preguntarle si Astra los conocía, pero el tono cortante de Seth la disuadió de hacerlo.

– ¿Dónde vives? -inquirió ella en cambio-. ¿O eso es también un secreto de estado?

– Tengo varios sitios -le dijo él con indiferencia-. Manhattan, Malibú, Cape Cod, una cabaña en Utah… y Cutlass Cay en el Caribe.

– Pero, ¿cuál de esos sitios es tu verdadero hogar?

Daisy habría jurado que a Seth nunca se le había planteado esa cuestión. Él se mostró sorprendido y luego, se encogió de hombros.

– Mi hogar está en el lugar donde me encuentre.

– ¡Qué triste! -exclamó ella sin pensar lo que decía.

Seth frunció el ceño de manera arrogante.

– La mayoría de la gente no describiría la oportunidad de poder elegir entre cuatro lujosas residencias como una situación particularmente triste, ¿no crees? -manifestó Seth inflexiblemente.

Daisy pensó en la modesta casa de Battersea donde se había criado. Los papeles que cubrían las paredes estaban desteñidos y sus habitaciones, algo deterioradas y caóticas, pero era un hogar acogedor.

– Sólo creo que es triste no tener un lugar al que puedas llamar hogar -señaló Daisy con ojos serios-. Un lugar al que pertenezcas… donde haya gente a la que ames y que te corresponda.

– No creo en el amor -dijo Seth con algo de sarcasmo.

Daisy lo miró con curiosidad.

– Si piensas así, ¿por qué quieres casarte?

Él no le respondió inmediatamente. En cambio, contempló su copa con el ceño fruncido y jugueteó con ella mientras reflexionaba.

– Astra y yo formamos un buen equipo -dijo finalmente-. Es una hermosa mujer con una aguda mentalidad de empresaria. Más que nada, seremos socios. Y nos entendemos bien. Astra no es una persona sentimental, no más que yo. No podemos permitírnoslo.

– Resulta extraño que no puedas hacerlo cuando, en realidad, te puedes permitir absolutamente todo -señaló ella.

Seth la observó con exasperación, pero ella no se dio cuenta. Estaba entretenida en quitar migas a su panecillo. Se preguntaba cómo era posible que un hombre que besaba de la forma apasionada en que Seth lo hacía, aceptara una vida tan desprovista de alegrías.

Su rechazo a la familia le resultaba escalofriante. Además, el matrimonio con Astra parecía estar encarado desde un punto de vista profesional. Daisy siempre se había burlado de la gente que declaraba que no deseaba ser rica, pero estaba comenzando a cambiar de opinión.

– ¿Y qué me cuentas sobre ti? -Seth interrumpió sus pensamientos bruscamente.

Su voz era ronca. Daisy lo miró, sorprendida.

– ¿Sobre mí?

– Debería enterarme de cómo era tu vida antes de conocerte -le dijo él, pero sonaba como si fuera una excusa.

– Creo que nadie mostrará interés por mi vida -protestó Daisy.

No podía imaginarse que la gente reparara en ella.

– Nunca se sabe -contestó él lentamente-. Si te vistieras de otra forma, resultarías bastante atractiva.

La posibilidad de resultar bastante atractiva no podía compararse con el ser descrita como hermosa y con aguda mentalidad de empresaria. Daisy se molestó por la observación.

– Hubiera pensado que, en lo que a la gente respecta, lo único interesante de mi vida es el hecho de que saldré contigo -le dijo malhumorada.

– Quizás -aceptó Seth-, pero es mejor que estemos preparados. Entonces, continúa. Cuéntame algo sobre ti.

– Bueno… -dudó Daisy.

Sabía que su vida le iba a parecer tremendamente aburrida, pero estaba decidida a no disculparse por eso. No era ella la que se mostraba insensible al mencionar la familia, después de todo.

– Mi padre murió cuando era pequeña. Mi madre volvió a casarse hace algunos años. Mi padrastro es adorable.

Su voz tembló al pensar en Jim. Él había sido siempre muy cariñoso y las había hecho felices. Tenía que encontrar a Tom.

– Somos una familia muy unida -continuó con voz más firme-, pero no podría afirmar que mi vida ha sido muy excitante.

– ¿Por eso decidiste ser actriz?

– ¿Qué? -de pronto Daisy recordó su papel-. Ah… sí -dijo rápidamente-. Supongo que esperaba… no sé… algo diferente. Amo a mi familia, pero a veces siento la necesidad de algo más de aventura.

Daisy se detuvo. Era consciente de que estaba inventando demasiado, aunque lo que decía era verdad. Le encantaba diseñar bonitos escaparates de flores, pero a veces anhelaba huir de los problemas de la tienda de Battersea.

Por esa razón había roto con Robert. Él era meticuloso y amable pero no podía comprender que Daisy deseara vivir otras experiencias antes de casarse.

Jim había enfermado y, durante un tiempo, ella había olvidado sus deseos de experiencias más excitantes. Y finalmente, allí estaba, cenando con uno de los más codiciados hombres del mundo. Un hombre que la iba a llevar al Caribe a su propia isla.

Seth la observaba con atención.

– Entonces, ¿estás esperando algún papel principal?

Daisy pensó en la hermosa Astra, quien era la estrella principal de esa historia. Ella era solamente una actriz secundaria.

– Algo así -dijo con un suspiro inconsciente.

Siguió un breve instante de silencio, mientras sus miradas se cruzaban.

– Daisy… -comenzó a decir Seth de pronto, pero no terminó de hablar.

Una pareja se les había acercado. El hombre le dio a Seth una palmadita en el hombro.

– ¡Seth Carrington! ¿Qué haces aquí?

Sin saber si sentirse aliviada o decepcionada por dicha interrupción, Daisy miró a la pareja. Abrió los ojos desmesuradamente al reconocer a James Gifford-Gould, uno de los playboys más conocidos de las columnas de cotilleos. Había heredado una inmensa fortuna.

Lo acompañaba una rubia lánguida con sonrisa gatuna. La chica ofreció una de sus mejillas para que Seth la besara al ponerse en pie.

– Ésta es Daisy -señaló Seth.

Acto seguido, presentó a James y la rubia, cuyo nombre era Eva.

– Hola -dijo Daisy.

Esperaba demostrar seguridad en su tono de voz. Eva hizo un ligero gesto de saludo. Había recorrido a Daisy con su mirada y se había detenido en el vestido para luego dejar de prestarle atención. Era evidente que no la consideraba digna de interés.

James era del tipo de hombres que desnudan mentalmente a las mujeres, por lo que tardó más tiempo en escudriñarla.

– ¡Hola! -exclamó James, sin dejar de mirar a Daisy-. Pareces demasiado tierna como para estar con un tipo tan rudo como Seth. No sabía que todavía existían chicas como tú -y contempló a Seth-. Ella no es de la clase de mujer que suele salir contigo. ¿Dónde la encontraste? -bromeó-. ¡Yo también quiero una!

Sorprendentemente, Seth se mostró turbado.

– Me temo que es la única -contestó con sequedad-, y es para mí.

– Te entiendo -indicó James a continuación-. Yo actuaría de igual forma.

Eva estaba comenzando a irritarse.

– Vamos, James -le dijo al tirar de él.

Después de sonreír a Daisy, James le permitió que lo alejara de allí. Seth volvió a sentarse.

– ¡Ese hombre es el más chismoso de Londres!

– ¿No es eso lo que querías? -inquirió Daisy perpleja-. Imaginé que deseabas que la gente comenzara a hablar sobre nosotros.

– No de la forma en que James Gifford-Gould lo hará -explicó Seth sombríamente.

Y echó un vistazo a la mesa donde se habían sentado James y Eva. Habían elegido el otro extremo del restaurante, pero tenían una perfecta visión de ellos.

– Pasarán todo el tiempo observándonos -protestó Seth-. Tendré que actuar como si estuviera celoso de las miradas que te echa.

– Creí que ya lo estabas haciendo -señaló Daisy.

¡Estaba muy confundida acerca de lo que Seth pretendía! Seth endureció su expresión durante un momento.

– ¿Por qué iba a estar celoso? -preguntó fríamente.

– No lo sé -contestó Daisy con franqueza-, pero lo parecías hace un instante.

– No lo estaba… -Seth se calló e intentó controlar su temperamento-. Se supone que somos amantes, no debemos discutir. ¡James no perderá ningún detalle!

Seth le tomó la mano y se esforzó en esbozar una sonrisa.

– Será mejor que hablemos como si fuésemos amantes -añadió-. ¿De qué hablan los amantes?

– No tengo idea -respondió Daisy.

Era muy consciente de esa mano sobre la suya. Era cálida y fuerte. Hubiera casi jurado que se estremecía al contacto con su piel.

– Vamos Daisy, ¡inténtalo! ¿De qué hablas cuando estás con Robert?

Daisy tuvo la repentina visión de la última vez que había cedido a los ruegos de Robert y habían ido a cenar juntos. Robert se había tomado en serio una de sus preguntas jocosas y había pasado el resto de la noche intentando explicarle en qué consistían las acciones ordinarias.

De todas maneras, no haría mal si trataba de que Seth pensara que alguien la amaba. ¡Aun cuando solamente fuera bastante atractiva!

– Robert y yo hablamos de un montón de cosas -le aseguró sin atreverse a observar esos ojos grises y punzantes.

– ¿De qué clase de cosas?

– De todo -insistió ella con firmeza.

Daisy intentó retirar su mano, pero Seth la sujetó más fuerte.

– ¡No hagas eso! Se supone que estás enamorada de mí, ¿recuerdas? Si estuvieras enamorada, no intentarías quitar tu mano y charlarías conmigo sobre un montón de cosas -Seth esbozó una forzada sonrisa-. Entonces, ya puedes comenzar a actuar de manera tan convincente como lo hiciste esta tarde.

Daisy lo contempló con hostilidad, pero consiguió sonreír de forma poco convincente para que James y Eva la vieran. De hecho, los observaban ávidamente desde el otro extremo de la sala.

– Estoy segura de que tus experiencias amorosas son más numerosas que las mías -dijo ella entre dientes, sin dejar de sonreír-. ¿De qué hablarías tú?

– ¿Si estuviera enamorado de ti? -Seth consideró la pregunta-. Bueno, veamos…

Agarró la mano de Daisy entre las suyas y la acarició.

– Probablemente te diría lo que más me gusta de ti -añadió luego.

– ¡Eso pondrá a prueba tu imaginación! -exclamó Daisy.

Intentaba sonar insolente, pero estaba horriblemente distraída por el jugueteo de Seth con su mano.

– Oh, no lo sé. Espero ser capaz de pensar en algo. Podría decirte lo profundos y azules que son tus ojos, por ejemplo, o lo largas y bonitas que son tus pestañas.

Seth hizo una pausa. Reflexionó un instante.

– Podría contarte -añadió -que me encanta la forma en que tu sonrisa ilumina este lugar o incluso, la manera obstinada en que levantas el mentón cuando estás molesta.

Daisy tragó saliva.

– Eso… eso está muy bien -dijo ella balbuceante.

Le parecía como si la voz grave de Seth hiciera eco por todo su cuerpo. El tacto cálido de sus manos la hacían estremecer.

«Solamente está actuando», se recordó con desesperación.

Y ella también debería hacerlo. Pero tenía la garganta seca y se le había agarrotado la lengua. Solamente pudo devolverle la mirada con expresión indecisa.

– Y después -continuó diciendo Seth con su profunda voz-, probablemente te contaría que no pude dejar de pensar en la forma que me besaste ni pude olvidar el tacto de tu piel y la suavidad de tus labios. Y te besaría la mano, así…

Seth acercó la mano de Daisy a sus labios y la besó con dulzura. Daisy se estremeció completamente y, de manera instintiva, le acarició la mejilla.

El corazón le latía apresuradamente, con insistencia. Contempló la cabeza inclinada sobre su mano y se sintió tan perturbada que no podía respirar.

Seth levantó la vista. A Daisy le pareció que él podía leer sus pensamientos.

– ¿Te gustaría saber lo que haría después?

– ¿Qué… qué harías?

– Llamaría al camarero y le diría que se olvidara del próximo plato. Así, no tendríamos que esperar y te podría llevar al hotel para hacer el amor durante toda la noche.

Daisy sintió un escalofrío. Le resultaba difícil poder respirar. Con lentitud, Seth apoyó la mano de ella sobre la mesa. Ella se dio cuenta de que había entrelazado sus dedos con los de Seth.

– ¿Vendrías? -preguntó Seth con suavidad.

Ella se humedeció los labios.

– Si estuviera enamorada, sí -susurró.

La horrorizó su voz ronca.

– ¿Y qué dirías si lo estuvieras?

– Creo… creo que diría que nunca antes alguien me había hecho sentir lo que siento ahora -dijo balbuceante-. Diría que es algo que produce temor.

Siguió un largo silencio. Seth fijó la mirada en los ojos de ella y no dejaba de acariciarle la mano. Finalmente, apareció el camarero con el segundo plato. Les sirvió más vino.

Seth se mostró desconcertado, como si hubiera olvidado dónde estaban. Pasaron unos segundos antes de que soltara la mano de Daisy. Se inclinó sobre el respaldo de la silla y recuperó su típica expresión inescrutable.

Daisy sintió su mano fría y perdida sobre la mesa hasta que la puso sobre su falda. Se encontraba desorientada y miró la comida sin ningún entusiasmo.

– Pensé que tenías hambre -manifestó Seth al verla juguetear con la comida en el plato.

– Lo tenía -admitió ella, pero su apetito había desaparecido completamente-. Creo que el primer plato me ha dejado satisfecha.

Él la observó con perplejidad pero, para alivio de Daisy, no siguió hablando del tema. Parecía que había olvidado la necesidad de impresionar a James y Eva. Hubo un terrible silencio.

Daisy notó que su corazón seguía latiendo con fuerza. Miró la copa de vino, los brillantes cubiertos y la cera de la vela que se derretía. No quería cruzar su mirada con la del enigmático Seth.

¿Qué habría pasado si hubieran estado realmente enamorados? ¿Cómo habría sido la situación si, después de que él pidiera la cuenta, la hubiera llevado a su suite y la hubiera desvestido lentamente? ¿Qué habría sentido ella al acariciar el cuerpo de Seth?

Recordó el beso que le había dado, la sensación de aquellos labios sobre la palma de su mano. El recuerdo la hizo temblar y se movió con incomodidad sobre la silla. Supuso que debería estar pensando en Tom y en Astra, no en lo que había experimentado al sentir su mano entre las de él.

– ¿Quieres algo de postre? -inquirió Seth después de que el camarero hubo retirado los platos.

– No. Gracias.

– ¿Café?

Ella negó con un gesto de la cabeza.

– En ese caso, ¿nos marchamos?

Todo sucedió como Daisy había imaginado. Seth hizo señas al camarero para que le trajeran la cuenta. Después de pagar, se levantaron. Fueron hacia la puerta. Él la tomó por la cintura.

Pero no iban a ir al hotel y no harían el amor porque todo era una representación. No habría necesidad de actuar cuando estuvieran solos.

– Llamaré a un taxi -dijo Daisy cuando estuvieron fuera.

Seth pareció irritado.

– Te llevaré a tu casa -comenzó a decir, pero Daisy ya estaba en el bordillo de la acera.

– Prefiero irme sola -indicó con desesperación, mientras le hacía señas a un taxi negro que apagó la luz verde y se aproximó a ellos. Se detuvo junto a Daisy y esperó con el motor en marcha.

Contrariado, Seth estiró el brazo y tomó a Daisy por la cintura antes de que ella pudiera entrar en el vehículo.

– Al menos, podías despedirte cariñosamente -gruñó él.

– Buenas… noches -dijo Daisy nerviosa.

Pero Seth tiró de ella.

– Daisy, eso no es suficiente -objetó-. No deberíamos decepcionar a todos los que nos están mirando por la ventana, ¿no te parece? Están esperando que te bese y eso es lo que voy a hacer.

Con una de sus manos la sujetó firmemente y con la otra, le acarició los rizos. Se inclinó y la besó. Daisy trató de mantenerse rígida y puso sus manos sobre el pecho de Seth. No pudo evitar que un sentimiento de inmenso placer la recorriera.

Había estado pensando en eso durante toda la noche. No le importaba nada más que la sensación de ese cuerpo musculoso y el tacto de esos labios firmes que exploraban los suyos con excitación.

Daisy susurró una débil protesta. Seth levantó la cabeza finalmente y ella se aferró de forma instintiva a él. Luego, abrió los ojos y pudo percibir la sonrisa de Seth.

Daisy volvió a la realidad. Se apartó de él.

– Tengo… tengo que marcharme -murmuró al volverse para subir al taxi.

Seth sostuvo la puerta para que entrara.

– Buenas noches, Daisy Deare -le dijo con ironía-. No te olvides que mañana debes traer tu cepillo de dientes porque te quedarás en mi suite.

– No, ése no -Seth apartó el teléfono móvil irritado y señaló otro vestido que estaba colgado en la tienda-. Pruébate el amarillo -le ordenó a Daisy antes de continuar con su conversación telefónica.

Con los labios apretados, Daisy se dirigió al probador. Le resultaba difícil creer que había pasado toda la noche intentando negar el traicionero deseo que la dominaba cada vez que pensaba en los besos de Seth.

¡En ese momento, el deseo era lo último que le sugería ese hombre!

Cuando Daisy se había presentado en la suite esa mañana, Seth se había mostrado profundamente desagradable. Se sentía herida en su orgullo.

Él estaba dictando algunas cosas a la discreta María y apenas le había hecho caso al llegar. Solamente había hecho un gesto con la cabeza para indicarle una de las habitaciones.

– Puedes dejar tus cosas allí -le había dicho a manera de saludo.

A continuación, volvió a concentrarse en su dictado sin volver a dirigirle la palabra. Más tarde, había ido al cuarto de Daisy para examinar su vestuario y había hecho observaciones sarcásticas.

– Puedes dejarlo todo en la maleta -había comentado-. Te compraré un nuevo vestuario antes de que aparezcamos en público.

Y allí se encontraban, en esa exclusiva tienda de ropa, atendida por unas intimidantes dependientas que no dejaban de enseñarle prendas para que se probara.

Seth estaba ocupado al teléfono con algunos negocios pero, cada vez que Daisy aparecía con un nuevo vestido, hacía un gesto de aprobación o rechazo antes de seguir hablando. En caso de que fuera aprobación, las dependientas añadían esa prenda al montón que habían apartado.

Daisy se sentía como si fuera uno de los maniquíes que estaban en el escaparate, como si la colocaran en la correcta posición sin preguntarle cuál era su opinión. Sus ojos azules centelleaban por el esfuerzo que hacía para lograr dominar su profunda furia.

Seth, al menos, podría demostrar algún interés. Después de todo, él fue quien había tenido la idea de que ella desfilara por la tienda como si fuera un colgador de ropa. Solamente le dedicaba miradas precipitadas, al tiempo que daba órdenes por teléfono.

Era muy probable que la persona que estaba al otro lado de la línea disfrutara de esa situación tanto como ella. Malhumorada, Daisy se probó el vestido amarillo. ¡Les estaba bien empleado a los dos por tener tratos con alguien tan falto de escrúpulos y delicadeza como Seth Carrington!

Al final, Seth colgó su teléfono y decidió que la ropa que había elegido era suficiente. Las dependientas se frotaron las manos al pensar en la cuenta. Daisy se sintió invadida por el resentimiento y la humillación.

Ese hombre no podía haber dejado más claro lo insignificante que ella era para él. El recuerdo de su apasionada reacción de la noche anterior, la enfadó todavía más. Si a Seth no lo había afectado como a ella, desde luego que no iba a dejar que creyera que la había impresionado.

Salieron de la tienda. Una limusina los esperaba con arrogancia aparcada en la zona prohibida.

«Típico de Seth», pensó Daisy enfurecida.

¡No le importaba saltarse las reglas cuando obstaculizaban su camino! George, el chofer, ayudó a las dependientas a colocar las bolsas en la parte trasera del vehículo.

Seth permaneció de pie, con expresión impasible. Comprobó la hora.

– Vamos, tenemos que volver al hotel. Tengo una reunión dentro de veinte minutos.

– Prefiero caminar -dijo Daisy obstinada.

Él frunció el ceño con exasperación.

– ¿Qué quieres decir?

– Oh, ¿nunca lo has hecho? Es sumamente fácil cuando te acostumbras. Tienes que poner un pie delante del otro.

Seth se puso tenso.

– No me provoques, Daisy. No estoy de humor para eso.

– ¡Y yo no estaba de humor para que me manejaras y estudiaras como si fuera una vaca en el mercado! -espetó ella-. Entonces, he decidido que volveré al hotel caminando.

Seth miró a George en señal de advertencia. El chofer sujetaba la puerta de la limusina con el rostro imperturbable.

– No voy a discutir en público contigo -la amenazó Seth en voz baja.

Se volvió ligeramente de forma que George no pudiera oír lo que decía.

– ¿Debo recordarte que llegamos a un acuerdo? -inquirió a continuación-. Estás aquí para llevar a cabo un trabajo. Deja ya de comportarte como si fueras una niña malcriada y sube al coche.

Daisy había tenido suficiente. Con una sonrisa peligrosa en los labios, ella se inclinó como si lo fuera a besar en la mejilla. Puso la boca cerca del oído de Seth y le dijo de forma grosera lo que podía hacer con su acuerdo.

– Te veré en el hotel, cariño -añadió luego con dulzura.

Retrocedió y decidió emprender el camino, mientras Seth la observaba atónito. Daisy hizo un provocativo gesto de despedida.

– ¡Adiós!

Se volvió y empezó a alejarse. Sus ojos todavía brillaban por la ira, pero alentada por la satisfacción de haber ganado la partida, al menos por esa vez.

Estaba segura de que Seth no se habría atrevido a hacer una escena en público, pero se mostraría profundamente enfadado cuando ella llegara al hotel.

«Peor para él», pensó desafiante.

No le haría ningún mal saber que Daisy no se dejaría vapulear como los demás. Aun así, se sintió bastante aliviada al volver la cabeza y comprobar que la limusina se movía en dirección contraria.

– Esta vez te gané, señor Carrington -murmuró con satisfacción.

No pasó mucho tiempo antes de que se reprochara lo lista que había sido al salir sin dinero. Ni siquiera llevaba su chaqueta. En el momento que abandonaron el hotel, el sol brillaba y Seth le había recomendado dejar su viejo bolso.

Pero en ese instante, unas nubes negras tapaban la luz del sol. Una ráfaga de viento la hizo temblar pues llevaba una camisa sin mangas. Se frotó las manos y aceleró el paso. De pronto, un trueno anunció la lluvia y Daisy comenzó a correr.

Durante un rato se refugió en unos grandes almacenes, pero el aire acondicionado la hizo sentir más frío. La lluvia caía sin parar. Entonces, decidió que lo único que podía hacer era dirigirse al hotel lo más rápido posible.

Le llevó una hora llegar allí. Estaba empapada y le dolían los pies cuando entró en el vestíbulo y se aproximó al ascensor. Estaba agotada. Los desordenados mechones de sus cabellos se veían mojados y en el extremo de sus pestañas tenía gotas de agua.

Daisy hizo caso omiso de las miradas que le dirigía la gente. Todo lo que deseaba en ese momento era cambiarse de ropa y poner los pies en alto.

Seth estaba reunido cuando, por fin, llegó a la suite. Las personas que estaban con él observaron con perplejidad la desgreñada apariencia de Daisy.

– ¿Ya estás de vuelta, Daisy? -la voz de Seth era suave pero sus ojos prometían venganza-. ¿Disfrutaste de la caminata?

– Fue muy refrescante -le contestó ella con una mirada desafiante.

Y fue cojeando hacia su habitación para derrumbarse sobre la cama. Después de descansar lo suficiente, se quitó la ropa mojada. Se estaba secando el pelo con una toalla cuando apareció Seth.

Ella había oído que sus invitados se marchaban e intentó no ponerse nerviosa al intuir que Seth no tardaría en aparecer.

– Espero que se te haya pasado el mal humor -manifestó él en un tono cortante.

Estaba apoyado en el marco de la puerta. Su presencia era intimidante. Daisy deseó que su corazón no latiera de la forma apresurada en que lo hacía cada vez que él aparecía.

– No tenías necesidad de comportarte como una niña malcriada -añadió Seth.

Daisy había tenido suficiente tiempo para arrepentirse de sus muestras de desafío. De hecho, en ese instante le parecían algo infantiles, pero la actitud de Seth volvió a acalorarla.

– ¡Tampoco tú tenías necesidad de comportarte como un cerdo arrogante! -le espetó ella.

Y enseguida se secó el pelo con tanto ahínco que la toalla quedó de punta.

– ¿Así me agradeces el nuevo vestuario que te compré? -inquirió él sarcásticamente.

– Estaba muy contenta con el antiguo -replicó Daisy-. Preferiría parecer barata, según tus palabras, que volver a pasar por esa experiencia. ¡Si quieres un maniquí al que poder vestir y enseñar a decir: «Sí, Seth. No, Seth. Eres maravilloso, Seth» cada vez que tires de la cuerda, deberías haber sacado uno del escaparate de la tienda!

– Por supuesto que habría sido mejor para mi estado de ánimo -le soltó él, mientras un músculo se movía en su mandíbula.

Daisy se sentía agraviada. Era inconsciente del ridículo contraste que había entre su expresión de enfado y el desorden de sus cabellos al quitarse la toalla.

– Me sorprende que hayas podido hacer tanto dinero por la forma en que pisoteas a la gente que te rodea -gruñó Daisy-. ¿Nunca aprendiste cómo se debe tratar a la gente? Si los trataras como seres humanos, obtendrías lo mejor de cada uno.

– No necesito que me des lecciones para tratar a mis empleados -le dijo él con los labios apretados-. Nunca recibí quejas del personal.

– ¡Probablemente porque están aterrorizados!

Seth estaba completamente exasperado.

– En ese caso, es una pena que tú no lo estés. De esa forma, ¡viviría en paz!

– No te temo -arremetió Daisy con su típico gesto con el mentón en alto-. Estoy harta de que me trates como si fuera una chiquilla en lugar de una mujer madura.

– Bueno, deberías saber la respuesta a eso, Daisy -Seth asió el picaporte de la puerta y se dispuso a marcharse-. Si quieres que te trate como a una mujer, tendrías que comenzar a comportarte como si lo fueras.