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– Tus entretenimientos cuestan muy poco, ¿verdad?
Seth estaba tumbado sobre el césped y observaba a Daisy mientras ella saboreaba un helado. Su expresión era indulgente y divertida, pero su voz sonó extraña.
– Un par de horas con Astra me cuesta mucho más.
Daisy miró su perfil y luego, el helado.
– No siempre la diversión es cara -dijo ella.
– No me diste esa impresión al conocerte -señaló Seth.
Daisy sintió su mirada gris e incisiva.
– En ese momento, me dijiste que solamente te interesaba el dinero -añadió Seth.
– No niego que, a veces, sirva de ayuda -admitió ella con un suspiro y recordó los problemas que habían tenido desde que Jim enfermó-. Necesitar el dinero no es lo mismo que estar interesado en él. Se puede ser feliz sin tenerlo.
Daisy terminó su helado y se lamió los dedos. Miró en derredor.
– Cuando murió mi padre, la situación se tornó muy complicada para mi madre y para mí, pero ella se aseguró de que yo tuviera una infancia feliz. No teníamos jardín en casa. Me encantaba ir al parque y dar de comer a los patos y corretear por allí. En ocasiones especiales, ella me compraba un helado. Nos sentábamos en el césped, como ahora.
A Daisy se le suavizaron los ojos a causa de los recuerdos. Sonrió al darse cuenta de lo aburrido que le parecería todo eso a alguien como Seth.
– Supongo que todo te suena muy aburrido si lo comparas con las cosas a las que estás habituado -añadió ella.
Él no le respondió inmediatamente.
– Un helado no es algo tan estimulante si puedes comprarlo cada vez que te apetezca -indicó finalmente-. Nada lo es. De niño tenía todo lo que el dinero puede conseguir, pero creo que mi infancia fue menos excitante que la tuya.
– ¡Pero habrás tenido tantas oportunidades! -protestó ella al incorporarse-. ¡Seguramente conociste lugares maravillosos e hiciste cosas apasionantes!
– Bueno, solía viajar mucho, es verdad -Seth se encogió de hombros-. Mis padres me llevaban con uno o con el otro al sitio donde se iban a encontrar con sus amantes. Siempre vivían de la misma manera, sin importar el lugar donde se encontraran… aislados del mundo, con sus playas privadas y sus piscinas propias. Solamente salían para visitar a sus amigos, quienes vivían de la misma forma.
La voz de Seth tenía un dejo de amargura.
– ¿Y no podías salir cuando querías? -inquirió Daisy.
– Me secuestraron cuando tenía tres años -dijo él tan displicentemente como si hablara de algo que sucedía todos los días-. Después de eso, se volvieron paranoicos con respecto a mi seguridad. Nunca me permitían salir solo. Por supuesto que, cuando fui lo suficientemente mayor, me rebelé. Solía escaparme con regularidad.
Seth hizo una pausa.
– Mis padres enviaban guardias de seguridad a buscarme y luego me castigaban -añadió-, pero valía la pena hacerlo.
Se apoyó hacia atrás sobre las manos y observó a dos niños que jugaban con un barquito en el borde del agua.
– Mi vida puede parecerle apasionante a mucha gente, pero solía envidiar a los niños cuyo único placer era ir al parque de vez en cuando.
Daisy escudriñó el rostro sombrío de Seth. Se sintió acongojada por lo que acababa de contarle.
– Entonces, ¿esto es un placer para ti? -preguntó ella.
– Es un placer recién descubierto -admitió Seth-. Vine a Londres innumerables veces pero nunca me tumbé en un parque -de pronto, hizo una mueca-. Me pregunto si, después de todo, soy como mis padres. Sólo espero ser un mejor padre cuando tenga ocasión.
Entonces, él y Astra se proponían tener hijos. El pensamiento hizo que Daisy sintiera un escalofrío. Era Astra la que sería la madre de sus hijos y la que se aseguraría de que tuvieran una infancia más feliz que la que Seth había tenido.
Ella inclinó su cabeza y fijó la vista ausente en el césped. Tenía miedo de que él se diera cuenta de lo que le sucedía.
– Eso dependerá de ti y de Astra -le dijo a Seth en un tono exento de emoción.
Siguió un breve silencio. Seth todavía miraba a los niños, quienes habían logrado echar el barco al agua.
– Sí, lo supongo -manifestó sin convencimiento.
Daisy se imaginó que George los llevaría a Gloucestershire al día siguiente, pero se merecía un fin de semana libre. Finalmente, fue a solas con Seth. Un elegante y bonito coche deportivo apareció como por arte de magia a la puerta del hotel en el momento de salir. Olía a cuero y madera.
Era una agradable mañana de junio. Parecía que todos los habitantes de Londres habían decidido pasar el fin de semana en el oeste. Seth maldijo entre dientes mientras conducía su coche en medio del embotellamiento de la autopista.
Después de un rato, el atasco comenzó a mejorar y pudo adquirir velocidad. El vehículo iba rápido, pero avanzaba con tanta suavidad y era tan silencioso que casi parecía que no se movían.
Daisy se alegró cuando abandonaron la autopista y se introdujeron por los estrechos caminos de Costwold. Había setos de césped y pastos para las vacas. Los pueblecitos reposaban tranquilamente al sol. Era un día tan maravilloso que era imposible no sentirse alegre.
En realidad, ella no era infeliz. No tenía razones para serlo. La cena de la noche anterior había sido placentera y nadie pareció sospechar que ella y Seth no eran una pareja verdadera, a pesar de que Seth no la había acariciado en toda la velada.
Claro que no hubiera sido adecuado estar el uno encima del otro en una cena pero, sin embargo, él podría haberse mostrado más afectuoso. Casi no se le había acercado en toda la noche. Para que no la acusara de descuidar su papel de enamorada, Daisy le había asido la mano al finalizar la velada y se habían despedido. Seth no había pronunciado palabra pero, en cuanto estuvieron fuera, le había soltado la mano deliberadamente.
Daisy le echó un vistazo. Seth sujetaba el volante con firmeza y soltura. Su rostro evidenciaba una expresión de cautela desde que habían vuelto del parque la tarde anterior. Ella no pudo evitar sentirse algo molesta.
Durante el rato que pasaron tumbados en el césped, Daisy se había convencido de que empezaba a gustarle pero, en ese momento, ya no estaba segura. Seth no se mostraba desagradable, sólo reservado.
Daisy exhaló un suspiro. Pensó que prefería a Seth cuando era hostil. Al menos, de esa manera sabía cuál era su sitio.
No obstante, el sol brillaba y el campo se veía precioso. Además, Jim había mejorado de su enfermedad. Daisy asomó la cabeza por la ventana y aspiró el olor reconfortante de la vegetación. Se dijo que no necesitaba más que eso para estar bien.
Su buen humor duró hasta que llegaron a Croston Park. Era una hermosa casa solariega del siglo diecisiete. La habían construido con la piedra característica de Costwold, de color amarillo grisáceo.
Les enseñaron su habitación. A Daisy no se le había ocurrido que tendría que dormir junto a Seth en la misma cama. Era obvio que Henry le había indicado a Elizabeth que los pusiera en el mismo cuarto. Y ella había sido lo suficientemente considerada para darles una cama de matrimonio.
– Me gusta la habitación -dijo Daisy abatida.
No se atrevía a mirar a Seth. No tuvo oportunidad de hablar con él hasta que bajaron para encontrarse con los demás invitados que estaban reunidos en la terraza. Daisy estuvo a punto de no darse cuenta de que, entre ellos, estaba James Giffbrd-Gould. James sonrió distraídamente cuando le presentaron a las demás personas y, luego, se sentó en una silla.
Seth tomó asiento al lado de Daisy. ¿Cómo podía mostrarse tan sereno e imperturbable? ¡La perspectiva de compartir la cama con ella no parecía alterarlo en lo más mínimo!
Daisy aceptó una bebida e intentó concentrarse en la conversación, pero no podía dejar de pensar en que dormiría junto a Seth. Se esforzó por convencerse de que no le importaba, pero el pensamiento de siquiera rozarlo en la cama era profundamente turbador.
Ella deseaba olvidar la sensación que había experimentado al tocar ese cuerpo recio y vigoroso en el momento de besarlo. No quería imaginarse de manera tan precisa qué sentiría al acariciarlo. ¡Tenía que dejar de pensar en todo eso!
Si lo hacía, podría disfrutar de la idílica situación en la terraza, que daba a un bonito jardín. Más allá, se extendían los prados. Además de las risas de la gente sentada en torno a la mesa, se oía el rumor de las gaviotas.
Daisy tragó saliva. Tenía que recobrarse. Seth estaba relajado y sonriente. Había inclinado la cabeza hacia una hermosa pelirroja que se sentó a su otro lado. Daisy pensó, angustiada, que parecían salidos de un anuncio. Eran elegantes, sofisticados y se veían seguros de su poder y de sus privilegios.
Todas las personas sentadas a la mesa daban esa impresión. Parecía como si nunca dudaran. Daisy se sintió repentinamente aturdida. Se dio cuenta que no pertenecía a ese ambiente. James pareció percibir algo en su rostro porque le sonrió de forma alentadora. Ella le devolvió la sonrisa con gratitud.
Inmediatamente, Seth volvió la cabeza hacia ella.
– ¿Todo va bien, cariño? -inquirió él.
Le acarició la mejilla a Daisy, pero ella advirtió una mirada amenazadora. Se esforzó por sonreír.
– Por supuesto -respondió.
El almuerzo se hizo interminable. Todos hacían comentarios sobre gente famosa con la que estaban relacionados. Seth era el centro de la atención. Las mujeres lo observaban subrepticiamente. Era evidente que trataban de adivinar hasta qué punto estaba enamorado de ella.
Daisy se dio cuenta de que Seth no se mostraba reservado con esas mujeres. Pudo comprobar lo encantador que era y pensó que, con ella, no tenía la misma actitud. Seguramente, no dudarían en sentirse afortunadas si hubieran tenido que compartir su cama con él esa noche.
Daisy volvió a sentirse nerviosa y se movió incómoda en la silla. Hacía algunas horas que habían terminado de almorzar. Henry abrió unas botellas de vino. Parecía que no pensaban moverse de ese sitio en toda la tarde.
Ella inventó una excusa para levantarse. Los invitados estaban demasiado absortos en sus charlas como para darse cuenta de que pretendía marcharse. Fue un alivio poder alejarse sola de allí.
Dio un rodeo a la casa y desapareció por los prados. Un arroyo serpenteaba entre los árboles. Los pastos altos le rozaban las piernas desnudas. Trató de no pisar las flores.
Daisy se había puesto un vestido de verano. Se sentía fresca y cómoda. Se quitó los zapatos para sentarse al borde del arroyo y balancear los pies en el agua. La quietud de la cálida tarde ejercía un efecto sedante.
A lo lejos, algunas vacas pastaban en el prado y un par de caballos descansaban a la sombra de los árboles. Solamente se oía el rumor del agua mezclado con el dulce canto de algún pajarillo. Poco a poco, fue desapareciendo su estado de malestar.
Era una tontería agobiarse por tener que compartir el lecho con Seth. Si a él la perspectiva no parecía importarle, ¿por qué tendría que importarle a ella? Sería sólo por una noche, después de todo.
Seth había dejado bien claro durante las últimas veinticuatro horas que estaba interesado en ella como medio para desviar la atención de la gente de su romance verdadero con Astra.
Daisy reflexionó sobre lo bien que Seth se desenvolvía en ese ambiente. Era parte de un impenetrable círculo formado por personas sofisticadas y ricas. Pertenecía a ese mundo y no al de la gente que se sentaba a comer helados en el parque. Era hora de que ella aceptara los hechos.
Pero una cosa era aceptarlos y otra muy diferente era pasar una cálida tarde sintiéndose fuera de lugar y muy abatida. Supuso que el exclusivo grupo reunido en la terraza no la echaría de menos. Se puso en pie y se esforzó por disfrutar de su soledad. El sol acariciaba sus hombros y el césped era suave bajo sus pies.
Llevaba los zapatos colgando de una mano al deambular sin rumbo a lo largo del borde del arroyo. Llegó a un campo de heno donde seis niños de diferentes edades jugaban al béisbol. Estaban discutiendo en voz alta de quién era el siguiente turno para batear.
Daisy los observó durante un rato. No pudo evitar la comparación del entusiasmo de esos niños con la lánguida sofisticación del grupo de gente que estaba en la terraza. De pronto, la pelota vino hacia ella por el aire.
Arrojó los zapatos y la atajó. Un niño de unos doce años había dejado el bate y corría por las improvisadas bases con expresión de furia por haber sido sorprendido. Los demás niños estaban obviamente encantados y pronto reclutaron a Daisy para el juego.
No pasó mucho tiempo antes de que se hicieran amigos. A Daisy se le daba peor el lanzamiento de la pelota y los niños le ofrecieron el bate. Estaba a punto de completar una ronda después de un golpe perfecto pero, antes de poder agarrarla, la pelota fue a alojarse dentro de una gorra de béisbol que hacía las veces de base.
– ¡Quedas eliminada! ¡Quedas eliminada!
Los niños gesticulaban excitados. Daisy tuvo la intención de fingir una queja amarga por su derrota y desvió su mirada sonriente hacia otra parte. En ese momento, divisó a Seth que la observaba divertido desde el extremo del campo.
Bruscamente, ella dejó de sonreír. Al verlo, su corazón latió apresuradamente. Durante unos segundos se quedó como petrificada mientras lo contemplaba. El efecto de su presencia era innegable, aun cuando estaba a la distancia.
Seth comenzó a andar hacia ella. Su figura se veía realzada por el azul del cielo. Los rasgos de su rostro, el perfil de su cuerpo musculoso y la forma en que se movía, todo resultaba más atractivo. Llevaba unos pantalones color crema y una camisa azul oscuro.
De alguna manera, parecía como si también perteneciera a ese entorno, rodeado por los niños y la naturaleza, al igual que pertenecía al mundo de los privilegiados. De pronto, Daisy tomó consciencia de que iba descalza, que estaba despeinada y que tendría el semblante arrebolado.
– Hola -dijo ella con un dejo de fatiga.
Esperaba que Seth atribuyera su falta de respiración al ejercicio realizado durante el juego con los niños.
– ¿Qué haces por aquí? -añadió luego Daisy.
– Te buscaba -explicó él-. Me preguntaba adonde te habías metido.
– Sentí ganas de dar un paseo.
Daisy sabía que sonaba como si estuviera a la defensiva, pero no pudo evitarlo. Los niños se estaban impacientando por la interrupción del juego.
– Estamos jugando al béisbol -le informó una niña a Seth-. ¿Quieres participar?
Para sorpresa de Daisy, Seth sonrió a la pequeña y aceptó.
– ¿Y cómo se juega a esto? -preguntó.
Probablemente él ya sabía cómo se jugaba, pensó Daisy. Se sintió absurdamente conmovida al observar la forma en que dejaba que los niños le explicaran las reglas del juego. Ella estaba habituada a ese tipo de experiencias, pero no esperaba que él se mostrara tan natural con los niños.
En ese momento, todos lo habían rodeado y le contaban lo mala que era Daisy para lanzar la pelota.
– ¿Puedo probar si soy mejor que ella? -preguntó Seth.
Sonrió ligeramente hacia donde estaba Daisy. Ella deseó que no la confundiera por mostrarse agradable justo cuando había decidido que no perdería más tiempo en pensar en él.
Con paciencia, Seth lanzó la pelota a los niños. Se aseguró de que tuvieran oportunidad de correr. A Daisy le asignaron el bate, pero fallaba continuamente porque la presencia de Seth la distraía. Sólo esperaba que él creyera que lo hacía deliberadamente para dar una oportunidad a los niños.
Los niños habían decidido que al más pequeño, que no tendría más de cinco años y se llamaba Rory, le correspondería el último turno. Seth le lanzaba las pelotas con suavidad hasta que consiguió agarrar una.
Daisy pretendía asegurarse de que el pequeño tuviera suficiente tiempo para correr e intentó retrasar el juego, por lo que los niños protestaron disgustados. Finalmente, Rory alcanzó la meta jadeando, pero radiante de felicidad.
Seth y Daisy sonrieron con complicidad. Los niños no se percataron porque ya habían comenzado a discutir sobre quién era el próximo. La sonrisa de Seth provocó una extraña sensación en Daisy. Era tierna y cálida e infinitamente turbadora. Después de unos segundos, ella desvió la vista hacia otra parte y dejó de sonreír.
Regresaron en silencio a través de los prados. Los niños se habían disgustado por su partida pero todavía podían oírse sus chillidos a la distancia.
– Buenos chicos -dijo Seth después de un rato.
– Sí.
La presencia de Seth la turbaba enormemente. Daisy se había calzado y llevaba las manos vacías que, al balancearse, casi rozaban el cuerpo de él. Acto seguido, cruzó sus brazos sobre el pecho para impedir esa proximidad peligrosa.
Siguió otro largo silencio.
– ¿Por qué no me contaste adonde ibas? -preguntó Seth finalmente.
Daisy se encogió de hombros.
– No creí que notaras si estaba o no contigo.
– Siempre lo noto.
– Habría estropeado la fiesta si hubiese anunciado que me iba a caminar -dijo ella de mal humor.
– Se estropeó de todas formas -manifestó él con mordacidad-. Cuando fue evidente que te habías marchado, James Gifford-Gould también se fue a caminar. Luego, lo tuve que hacer yo para asegurarme de que no fuera tras de ti.
– No he tenido oportunidad de concertar una cita con James -protestó Daisy-. ¡No nos hemos visto a solas!
– Es mejor que no tengas oportunidad de hacerlo -le dijo Seth con frialdad-. Desde este momento, deseo que permanezcas donde pueda vigilarte.
Seth parecía más interesado en vigilar a Miranda, según pensó Daisy con amargura esa noche, mientras estaban en el baile. Seth bailaba con la preciosa pelirroja.
No le había quitado los ojos de encima durante toda la noche. Había decidido que Daisy no podía moverse de allí, pero daba la impresión de que la ignoraba por completo.
Daisy no dejaba de sonreír. La mandíbula comenzaba a dolerle. La tranquilidad de aquella tarde se había evaporado. Era fácil llegar a tomar decisiones para no verse implicada sentimentalmente con ese hombre, pero le resultaba complicado cumplirlas cuando estaba cerca de ella.
Antes de la cena, Daisy y Seth fueron a cambiarse a su cuarto. En ese momento, ella pudo comprobar la intimidad de la situación. Ninguno de los dos mencionó el hecho de que iban a tener que compartir la misma cama.
Ella se había sentado frente al tocador. Intentó concentrarse en su maquillaje, pero la imagen de Seth en el espejo al moverse por la habitación, la distraía continuamente. Seth salió del cuarto de baño en pantalones. Al ver su torso estilizado, fuerte y moreno, Daisy dejó caer el bote de maquillaje.
Su corazón comenzó a latir desesperadamente. Agarró el maquillaje y trató de ponérselo adecuadamente. ¡Cualquiera hubiera pensado que nunca había visto un torso masculino!
Seth pareció no darse cuenta de que ella lo espiaba por el espejo. Él le dio la espalda para sacar una camisa del armario. Durante un momento, Daisy se dejó llevar por la imaginación. Pensaba qué habría sucedido si ella se hubiera levantado para acercarse a Seth y le hubiera acariciado la espalda desnuda con sensualidad. Se imaginó que Seth se habría vuelto y le habría sonreído. Luego, la habría abrazado…
Daisy depositó el maquillaje en el tocador con decisión. ¿Por qué diablos se permitiría pensar esas cosas? Nerviosa, comenzó a cepillarse el cabello. Era imposible evitar mirar los movimientos de Seth. Él se abrochó la camisa y enderezó su corbata.
De pronto, su imagen apareció justo detrás de ella mientras se ponía la chaqueta. Daisy habría dado lo que fuera por poder seguir peinándose el cabello de manera despreocupada pero, en contra de su voluntad, sus ojos se cruzaron con los de él en el espejo y le tembló el pulso.
Durante un largo instante, sólo se miraron en silencio y creció la tensión. A Seth le habría resultado sencillo ponerle las manos sobre los hombros y, a ella, reclinarse sobre él y levantar la cara para que la besara.
Daisy dejó el cepillo con suavidad. Sus dedos aferraban fuertemente el mango, debido al esfuerzo que estaba haciendo de no dejarse llevar por sus instintos. Estaba claro que a él no le agradaría que lo hiciera.
La expresión de Seth volvía a ser precavida. No hizo ademán de tocarla. Solamente le preguntó si estaba lista para salir.
– ¿No lo parezco? -inquirió Daisy en un tono agresivo.
Se resistía a admitir que estaba decepcionada. Se levantó del taburete. Llevaba un elegante traje de baile de amplio escote que dejaba al descubierto sus hombros desnudos. El color del traje era un profundo azul que hacía juego con el de sus ojos y ponía de relieve su frágil figura y la pálida luminosidad de su piel.
– Estás muy bien -dijo Seth después de unos segundos.
Su expresión era inescrutable, pero ella percibió un extraño tono en su voz. ¿Bien? ¿Eso era todo lo que Seth podía comentarle? Daisy se sintió ofendida. Introdujo el lápiz de labios en su bolso con grandes aspavientos y lo cerró de golpe.
No iba a permitir que Seth se diera cuenta de la irritación que le había provocado su falta de entusiasmo.
– Siento no estar a la altura de la pareja que necesitas que te acompañe, pero tendrás que conformarte. Espero que esto no dure mucho tiempo, de todas formas -indicó ella.
– Quizás no -admitió Seth al sostener la puerta con una irónica cortesía-, pero hasta que yo no decida lo contrario, nuestro trato sigue en pie. Entonces, espero que no olvides lo que te advertí antes. No quiero que coquetees con James Gifford-Gould en cuanto te vuelva la espalda.
– No olvido quién es el que me paga, si es eso lo que te preocupa -dijo ella exasperada-. Seré la perfecta enamorada y me aseguraré de que todos se enteren de que solamente tengo ojos para ti.
– Me parece bien -indicó él.
Y ya en el baile, Daisy observaba a Seth y Miranda con indignación. ¿Cómo podía pretender que ella actuara como si estuviera perdidamente enamorada de él si él la ignoraba completamente? Después de todo, el interesado en que los demás creyeran que la amaba era Seth. Lo menos que podía hacer era invitarla a bailar, tal como hacía con Miranda. No tenía necesidad de estrecharla tanto. Si había alguien que iba a abrazarse a Seth con adoración, esa sería ella.
Las personas que allí había comenzaron a echarle miradas de compasión. Era evidente para todos que Seth tenía interés en Miranda. Esa mujer era más adecuada para él. Daisy tenía los nervios de punta. Cuando Seth y Miranda volvieron a la mesa, Daisy decidió que era suficiente.
Si Seth deseaba que actuara como una novia enamorada, eso es lo que iba a hacer. Se aseguraría de que Miranda tomara consciencia de quién era ese hombre. Se dirigió hacia la silla de Seth y, por detrás, le pasó los brazos por el cuello y se inclinó para besarle la oreja.
– Ya cumpliste con los bailes de compromiso -murmuró con suavidad, pero lo suficientemente alto como para que Miranda la oyera-. Ahora es mi turno.
Al besarlo, Seth se había puesto tenso. Daisy percibió la rigidez de su rostro mientras lo besaba lenta y seductoramente en las mejillas.
– Has bailado mucho -objetó él con voz imperturbable-. ¿No estás cansada?
Se sintió enfurecida por su falta de entusiasmo.
– No necesitamos bailar -comentó con una voz sensualmente tentadora, aunque sus ojos azules brillaban desafiantes-. Sólo puedes abrazarme.
– ¿Quién podría resistirse a esa invitación? -preguntó Miranda con ironía.
Seth empujó su silla hacia atrás.
– Es verdad -admitió él y asió la mano de Daisy para llevarla a la pista de baile.
Allí, la tomó en sus brazos.
– ¿A qué te crees que estás jugando? -añadió Seth entre dientes e inclinó la cabeza como para reposar su mejilla sobre la de ella.
– Me estoy ganando el dinero -explicó Daisy al pasarle los brazos por el cuello, con una sonrisa peligrosa en los labios-. Insististe en que debía comportarme como una novia.
– ¿Y no podías hacerlo sin ese escándalo público? ¡Prácticamente tuve que separarte de mí!
Daisy permaneció obcecada.
– Era la única forma de atraer tu atención -señaló-. ¿O preferirías que te hubiese enviado una nota?
– No seas ridícula -dijo él con irritación-. Si querías bailar conmigo, lo único que tenías que hacer era decirlo.
– ¿Y cómo se supone que iba a hacerlo, si me has ignorado durante todo el tiempo?
– ¡No te ignoré! -exclamó él.
– Entonces, ¿cómo es que casi tuve que seducirte para que bailaras conmigo? -preguntó ella.
A lo lejos, Daisy podía ver a Miranda que los observaba con expresión resentida. Eso la animó a esbozar una alegre sonrisa.
– Porque cada vez que te buscaba, parecías muy feliz de que te rodearan otros hombres -dijo él con frialdad.
– ¿Por qué crees eso? -inquirió exasperada Daisy-. Has estado junto a Miranda durante toda la noche. Si vamos a hablar de escándalo público es mejor…
– No estuve todo el tiempo junto a Miranda -comenzó a decir Seth con furia.
Daisy lo interrumpió al atraer su cabeza hacia ella.
– Sonríe, querido -le recordó ella provocativamente y lo besó-. ¡No te olvides que estamos perdidamente enamorados!
Seth se contuvo y contó mentalmente hasta diez.
– ¿Por qué siempre tienes que exagerar? -le preguntó entre dientes después de unos segundos-. O desapareces o me avasallas. ¿Por qué no te comportas normalmente?
– ¡Porque no tengo idea de lo que es normal para ti! ¡Me agobias pidiéndome que actúe como si estuviera perdidamente enamorada y, luego, te quejas de que me comporte como cualquier chica que se pondría celosa al ver la forma en que te acercaste a Miranda!
Daisy estaba encendida por las injustas acusaciones de Seth, pero también por permitir que la proximidad de su cuerpo la turbara enormemente. Sus labios sabían a la piel de él. Sintió una irresistible tentación de apoyar su rostro en el cuello de Seth y besarlo apasionadamente.
– Me sería mucho más fácil si te aclararas un poco sobre lo que quieres -continuó ella.
Aun tenía la sonrisa tonta pegada a sus labios.
– Dices que quieres convencerlos de que estamos enamorados pero, si no lo creen, no será por mi culpa. Entonces, ¡no me acuses de nada cuando tu contrato prenupcial se rompa!
Seth abrió la boca para replicar pero, en ese momento, el baile terminó y Henry les hacía señas. Parecía que todos estaban listos para marcharse a Croston Park. Frustrados por haber sido interrumpidos en la mitad de la discusión, Seth y Daisy tuvieron que dominarse hasta que estuvieron solos en su cuarto.
Estaban tan irritados que no pensaron en la perspectiva inmediata de tener que compartir la cama.
– ¡Espero que te sientas satisfecha! -le espetó Seth tan pronto como hubo cerrado la puerta-. ¡Si alguien creyó que estábamos enamorados, ya habrá cambiado de parecer después de tu pequeña actuación!
– ¿Qué pequeña actuación? -inquirió ella peligrosamente.
– Casi no pronunciaste una palabra en el viaje de vuelta -la acusó.
– ¿Y qué pretendías que dijese si Bill y Sarah venían con nosotros en el coche?
– ¡Podrías haber intentado disimular que fuimos interrumpidos en medio de una disputa!
– ¡No tenía mucho sentido que hiciera eso, dado que tu cara parecía de piedra! -exclamó Daisy enfadada al quitarse los pendientes-. Estoy harta de tener que hacer todo el trabajo. ¿Cómo puedo fingir que estoy enamorada si me tratas como si fuera una asistenta? Haz esto, haz lo otro… No sé por qué te molestas en llevar a cabo esta estúpida comedia, de todas formas. Nadie que esté en su sano juicio sospecharía que alguien tan rudo y arrogante como tú puede ser capaz de amar. ¡Y para persuadir a la gente que posees algún atractivo, bueno… la persona que pueda lograrlo es merecedora de un Oscar!
Seth se mostró crispado.
– Prácticamente, podrías comprar un Oscar con lo que te pago -le dijo-. ¿O ya te olvidaste del dinero que ansias ganar?
– Difícilmente podría hacerlo -replicó ella-. ¿Puedes pensar en otra razón por la que acepte compartir la cama contigo?
Antes de que Seth pudiera contestarle, Daisy se había introducido en el cuarto de baño. Al salir, llevaba puesto un camisón de satén y en sus manos blandía el traje de baile como si fuera un escudo. Con la barbilla elevada, ignoró a Seth completamente y se dirigió al armario para colgar el traje.
Seth profirió una exclamación de disgusto y luego, se encerró en el baño. Daisy apagó la luz y se metió en la cama. Estiró el edredón hasta que le tapó la barbilla. Quizás, en la oscuridad, podría fingir que él no estaba allí.
Por supuesto que, al salir del baño, Seth encendió una de las lámparas que había en la mesilla y una tenue luz iluminó la habitación. Daisy frunció los ojos.
– ¡Estoy intentando dormir! -protestó ella.
– Cierra los ojos -le sugirió Seth-. No veo por qué tengo que andar a tientas en la oscuridad -Seth se calló de improviso al ver el sitio que había escogido Daisy-. ¡Ése es mi lugar!
A Daisy no le importaba en qué lado de la cama iba a dormir, pero no estaba de humor para aguantar esas tonterías.
– ¡Grosero! -exclamó-. Lo elegí primero.
– ¿Nunca dejas de discutir? -suspiró él exasperado al desabotonarse la camisa.
– ¿Nunca dejas de insistir para conseguir lo que quieres?
– No -admitió Seth-. Siempre lo consigo.
Arrojó la camisa sobre una silla y se sentó en el borde la cama, muy cerca de Daisy. Con serenidad, comenzó a quitarse los zapatos y los calcetines.
– Deberías saberlo -añadió.
Estaba intentando intimidarla. Daisy percibió los músculos de sus hombros y experimentó la calidez y fuerza de su cuerpo a través del edredón. Rápidamente, desvió la mirada hacia el techo. No era el momento para pensar en esas cosas. Se presentaba una batalla, pero no entre sus cuerpos.
Seth la observó. Ella se aferraba con obstinación al edredón. A causa de la tenue luz, sus ojos se veían grandes y oscuros.
– ¿Te vas a mover o tengo que considerar tu presencia en mi lado de la cama como una invitación?