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Daisy nunca olvidó su primera impresión de Cutlass Cay. El hidroavión comenzó el descenso y ella pudo apreciar los destellos plateados sobre las aguas marinas, reflejados por el sol del atardecer. La isla tenía forma de lágrima. Estaba cubierta por una exuberante vegetación que se extendía hasta la costa de arenas blancas.
Había un estrechamiento donde se formaba una bahía, protegida del mar por arrecifes de coral. Un malecón se introducía en la laguna y detrás se levantaba una casa baja de techo rojo, flanqueada por palmeras y buganvillas.
– ¿Qué te parece? -le preguntó Seth más tarde, mientras permanecían de pie en el mirador y disfrutaban de la puesta de sol.
– Es… hermoso -dijo ella.
– Me alegra que te guste -le comentó Seth como si realmente le importara.
El estilo interior de la casa era sencillo, pero estaba decorada con gusto. Había una gran cama rodeada por una tela mosquitera que le daba al dormitorio un aire de ensoñación. A Daisy le habría gustado ver algunas fotos o libros dispersos que rompieran con la serena elegancia del lugar.
El aspecto le recordaba que Seth rechazaba todo tipo de ataduras o compromisos. Después de dejar sus cosas, le pareció que la habitación resultaba más acogedora. Estaba tan cansada del viaje que se quedó dormida casi inmediatamente después de acostarse.
A la mañana siguiente, se despertó con el canto de los pájaros y el rumor del mar. Los rayos de sol penetraban por las persianas y se reflejaban en la cama. Los labios sensuales de Seth estaban apoyados sobre uno de sus senos.
Se estiró perezosamente y lo abrazó sonriente. Él levantó la cabeza para mirarla. Daisy no se había imaginado que el rostro de Seth pudiera expresar tanta calidez y dulzura.
– ¿Te he despertado? -inquirió él.
– Es la mejor manera de despertarme -señaló ella y le acarició los brazos.
Seth se inclinó para darle un beso y se olvidaron del mundo exterior.
Más tarde, se encaminaron de la mano hacia la playa y se introdujeron en la laguna. Daisy se puso de espaldas y flotó. Había visto fotos del Caribe, pero no se había imaginado que el mar podía ser tan azul.
Después de haber hecho el amor se sentía tan relajada y plena que no se dio cuenta de que él fue buceando por debajo de ella hasta que la tomó por la cintura y la hundió. Salieron juntos a la superficie. Daisy se sintió inmensamente feliz y se prometió no olvidar esos instantes. Lo rodeó con sus brazos y lo besó apasionadamente. Luego, desayunaron en el mirador.
– Tengo que hacer unas llamadas -decidió finalmente Seth-. María se estará preguntando qué me ha sucedido. Suelo ponerme en contacto con ella apenas llego a la isla.
Se levantó y le hizo una caricia a Daisy. Cuando se hubo marchado, Daisy permaneció sentada un rato más. Recordó que su prioridad era encontrar a Tom y fue a buscar la fotografía que había llevado. Era una foto donde estaban juntos. Él le pasaba su brazo por los hombros y sonreían afectuosamente.
Podía ser que Tom hubiera rechazado a su madre, pero no a ella. Desde pequeños se habían aliado y se consideraban como verdaderos hermanos. Daisy suspiró al observar la foto.
– ¿Dónde te encontraré? -le preguntó a la fotografía.
No parecía que le fuera a resultar demasiado fácil hallarlo. Tendría que encontrar a alguna persona que supiera algo sobre él. Decidió hablar con la asistenta. Había conocido a Grace la noche anterior. Era una señora tranquila y amable.
La halló en la zona de los huéspedes, al fondo del jardín. Allí había alojamientos individuales unidos por senderos que permitían a las visitas una cierta intimidad. Grace se mostró sorprendida al enterarse de que Daisy necesitaba sus consejos. Volvieron juntas a la casa.
– La verdad es que no sé qué sugerirle -admitió Grace al saber que Daisy buscaba a una persona-. Es mejor que le pregunte al señor.
– ¿Qué tiene que preguntarme? -se oyó la voz de Seth detrás de ellas.
– Cómo encontrar a alguien -explicó Daisy.
Grace le entregó la foto a Seth.
– Creo que Winston sabrá dónde buscar, ¿no le parece? -dijo Grace a Seth-. Conoce a todo el mundo.
– ¿Es esta la razón por la que tenías tanto interés en venir al Caribe? -preguntó Seth.
– Sí -admitió Daisy-. Tengo que encontrarlo lo más pronto posible porque… -ella se calló al ver que Seth levantaba una mano.
– Si tantas ganas tienes de encontrarlo, pondré a uno de mis hombres sobre su pista -manifestó inexpresivamente-. ¿Cómo se llama?
– Tom. Tom Johnson.
Seth volvió a observar la foto de Tom y Daisy con expresión reservada.
– La foto me servirá de ayuda.
– Claro -dijo Daisy.
A Daisy le pareció que le habían quitado un gran peso de encima. ¿Por qué no se lo habría dicho antes?
– La última vez que tuve noticias fue hace un año y él estaba en las Bahamas -señaló ella.
– Si está en el Caribe, Winston lo encontrará -dijo Seth.
Antes de que Daisy pudiera explicarle quién era Tom, Seth se volvió para ir a su despacho. Entonces, ella decidió que lo aclararía más tarde.
Unas horas después, Seth la halló tumbada debajo de las palmeras. Ella tenía los ojos cerrados y una sonrisa de satisfacción en sus labios. No lo oyó aproximarse. Seth se inclinó para besarla y Daisy abrió los ojos.
– ¡Seth! ¡Me has asustado!
– Estabas muy lejos de aquí. ¿Soñabas con Tom Johnson?
– No… -empezó a decir Daisy, pero él la interrumpió.
– No tienes que preocuparte. Winston inició la búsqueda.
– No sé cómo agradecértelo -señaló ella con sinceridad.
– No deseo que me des las gracias -dijo Seth con voz ronca-. Puedes considerar los servicios de Winston como parte de nuestro trato.
– Pero, Seth, tengo que explicarte algo sobre Tom.
– ¡No! -exclamó él agresivamente-. No quiero oír ninguna explicación. Lo que hagas después de marcharte de aquí es asunto tuyo. Así lo hemos acordado.
– Lo sé, pero…
– Pero nada -la interrumpió-. No quiero saber nada. Nuestra relación es temporal… ambos lo sabemos. Astra vendrá dentro de un par de semanas y nosotros tendremos que separamos.
– Está bien -dijo Daisy.
Seth le tomó una mano y se la besó. Luego, le besó la muñeca y el brazo.
– Ese fue nuestro trato -insistió él-. Y también que no íbamos a pensar en el futuro. Ahora estamos juntos, no lo estropeemos al intentar explicar algunas cosas.
– De acuerdo -manifestó ella y le acarició el cabello-. Si eso es lo que deseas.
Los días siguientes fueron idílicos. Daisy decidió no pensar en el futuro y pasaba el tiempo tumbada en la hamaca. A veces, se levantaba para ir a darse un baño en el mar o caminar por los exuberantes jardines que lindaban con la selva.
Seth se dedicaba a hacer llamadas de negocios, pero cada día eran más escasas. Daisy trataba de no habituarse a él, pero no podía evitar que la vida fuera más intensa cuando estaba a su lado. En esos momentos, percibía con vehemencia el sol que brillaba sobre la laguna, las sombras de las palmeras sobre la blanca arena y el canto de los pájaros.
Por la tarde, solían mirar la puesta de sol. Una de las asistentas les servía la cena y más tarde, andaban descalzos por la playa. El único rumor que se podía oír era el de los insectos y las olas del mar. Finalmente, volvían a la cama, donde Daisy olvidaba todo para entregarse a Seth y sus caricias.
Un día, después de una semana de felicidad, Daisy fue en busca de Grace. Necesitaba un florero. Seth estaba en su despacho y ella se había dedicado a recoger flores en el jardín. Encontró a Grace en la cocina.
– Soy florista -le explicó al advertir que la asistenta la observaba con curiosidad-. No pude resistirme a hacer un ramo con unas flores tan bonitas.
Grace continuó con sus preparativos para la cena.
– ¿Está el señor en su despacho? -inquirió.
– Sí, tenía que recibir algunos mensajes -indicó Daisy vagamente, mientras arreglaba el ramo de flores-. Dijo que no tardaría mucho.
– Esta vez no pasa demasiado tiempo trabajando -comentó Grace suavemente-. Está más relajado que nunca.
– Es imposible no relajarse en un sitio como éste -señaló Daisy con un suspiro de felicidad.
– Él no está acostumbrado a descansar. Siempre invita a mucha gente y, a pesar de eso, pasa la mayor parte del día en su oficina -Grace miró a Daisy-. Esta vez es diferente. Lo conozco desde pequeño y, por primera vez, parece disfrutar de este lugar.
– Eso espero -dijo Daisy-. ¿No se aburre usted aquí cuando está sola? No creo que Seth venga a menudo.
– Viene unas tres veces al año. Cuando no está aquí, permite a sus empleados que disfruten de la casa. Y no solamente a los ejecutivos -le confió Grace-. Puede venir la persona encargada de lavarle el coche al igual que un directivo de su empresa.
– Nunca me contó eso -señaló Daisy.
– El señor no alardea de las cosas que hace… no es como otros -comentó Grace-. No es como esa Astra Bentingger por ejemplo. Ella se asegura de que la gente sepa qué cantidades dona a la beneficencia, pero nunca la oí decir una palabra amable. El señor tiene fama de duro, pero sus empleados jamás se quejan de él. Cuando el hijo de Winston enfermó, el señor se ocupó de todo y le pagó el tratamiento necesario.
Daisy seguía arreglando las flores, pero su expresión era pensativa. No conocía ese aspecto de Seth. En los últimos días había tenido la sensación de que conocía todo lo importante que tenía que saber acerca de él, pero estaba equivocada.
– ¿Quién es Winston, Grace?
– En realidad, no sé cómo lo denominaría. Cualquier problema que exista, él lo resuelve. No sé a qué se dedica cuando no está aquí, pero conoce a todo el mundo. ¿Tuvo noticias de su amigo?
Daisy negó con la cabeza.
– Tom no es mi amigo -explicó-. Es mi hermanastro. Tuvo una terrible disputa con mi padrastro y se marchó de casa hace dieciocho meses. No supimos nada de él desde entonces, pero nos hemos enterado de que estaba trabajando en el Caribe. Al principio, mi padrastro estaba furioso, pero luego enfermó gravemente. Desea ver a Tom antes de morir.
Daisy suspiró con expresión sombría.
– Intenté explicarle a Seth -añadió-, pero… no le importa saber quién es Tom.
– ¿No le importa?
– Así es. Nosotros… esta relación es temporal.
– Hmm -Grace no lo creía.
Para alivio de Daisy, ella cambió de tema. Hizo un gesto de desaprobación al observar el cielo a través de la ventana.
– Esta noche habrá tormenta -predijo.
Fuera se veían nubes en el horizonte. Hacía mucho calor y la tarde se presentaba misteriosamente calmada. A las cinco, comenzó a llover. Daisy no esperaba que la tormenta fuese tan enérgica. La casa parecía crujir a causa del viento que también azotaba los árboles frenéticamente. Daisy experimentó una mezcla de temor y excitación. Fue en busca de Seth. Se sentaron en el mirador.
– ¿Puedo agarrarte de la mano? -le preguntó en broma.
– Las tormentas solían gustarme cuando era pequeño -le comentó él-. Son tan salvajes e incontrolables. Cuando se iba la electricidad, me sentaba aquí fuera y fingía estar aislado, como Robinson Crusoe.
– Tiene que haber sido maravilloso poder venir aquí cada vez que querías.
– A mis padres no les gustaba demasiado.
– ¡Qué pena! -exclamó ella-. ¿Y por qué la compraron?
– Fue mi abuelo el que compró Cutlass Cay -señaló Seth-. Era un hombre que se hizo a sí mismo. Para él, esta isla representaba todos sus sueños. En cambio, mis padres no sabían valorar lo afortunados que eran. Para ellos, Cutlass Cay era solamente un símbolo social, algo de lo que alardear.
Estaba completamente oscuro y ella no podía ver los ojos de Seth.
– Después de alguna acalorada discusión, uno de ellos me traía aquí para aislarse, pero solía ser por poco tiempo porque enseguida nos marchábamos a otro sitio.
Su voz era inexpresiva. Daisy se imaginó a un niño perdido y confuso. Durante su infancia, ella había protestado, a veces, por la rutina familiar pero al menos tenía un hogar. Quizás, la posibilidad de jugar a ser Robinson Crusoe en una isla desierta no era tan divertido después de todo.
– Tiene que haber sido muy desestabilizador -dijo ella serenamente.
Él se encogió de hombros.
– Aprendí que era mejor no depender de nadie. Es difícil hacer amigos cuando te mueves de un lugar a otro continuamente. Me acostumbré a estar solo.
– ¿Y quien te cuidaba?
– Bueno… tuve un montón de niñeras. Nunca duraban demasiado. La mayoría acabó teniendo amoríos con mi padre. Luego, mi madre decidía imponerse y las echaba. Cuando al final se divorciaron, me sentí aliviado. Tenía ocho años. Pensé que, al vivir separados, la vida iba a ser más estable.
Seth se mostró acongojado por los recuerdos. Daisy le acarició la mano, pero no dijo nada. Era la primera vez que hablaba de su familia y no deseaba interrumpirlo.
– Un día mi madre me dijo que quería que viviera con ella -continuó Seth-. Yo estaba emocionado.
– ¿Cómo era ella? -inquirió Daisy.
– Muy hermosa -dijo él-. Hermosa y desalmada. Yo la adoraba. A veces, representaba el papel de madre afectuosa, habitualmente delante del público. Se suponía que yo tenía que sentarme y mirarla extasiado hasta que llegaba uno de sus amantes y ordenaba que me marchase. Permanecí junto a ella durante seis semanas. Luego, le pareció que era un estorbo y me envió con mi padre. Así, me habitué a cambiar de residencia cada vez que uno de ellos encontraba una nueva pareja. Tuve tres madrastras y cuatro padrastros, aunque solamente eran los oficiales -de pronto, miró a Daisy-. Por eso tengo una idea amarga del matrimonio.
– Empiezo a entenderlo.
Daisy sintió un odio ciego hacia esos padres tan indiferentes. ¡Era lógico que Seth se hubiera transformado en un hombre duro!
– Siempre me sorprendió que volvieran a casarse una y otra vez -añadió él-. Cualquiera hubiera imaginado que tendrían que haber aprendido que no valía la pena. Las mujeres que conocí solían hablar del amor, pero lo que las atraía era la novedad. Un nuevo amante no significaba mucho más que un nuevo vestido o un nuevo coche. Una vez que se casaban, las cosas se complicaban y el matrimonio terminaba con una discusión.
– No tiene por qué suceder siempre -señaló Daisy con calma.
Finalmente comprendió la relación de Seth y Astra.
– No -admitió él-, pero suele ser así, ¿no crees?
Daisy recordó las palabras de Victoria. Le había comentado que Seth tenía muchas amantes, pero le faltaba el amor. Entonces, no tenía sentido discutir con él o tratar de cambiar sus opiniones. Todo lo que podía hacer era ofrecerle su amor.
La expresión de Seth se endureció cuando Daisy le soltó la mano y se puso de pie, pero ella se sentó en su regazo y le pasó los brazos por el cuello. Seth pareció relajarse y la abrazó.
– No hablemos de matrimonio -murmuró ella al besarlo-. Disfrutemos de este momento.
– No hablemos de nada -indicó él.
Esa noche, el ambiente de tormenta los impulsó a hacer el amor con un nuevo apremio. Fuera, soplaba un fuerte viento que batía las contraventanas. Se oía el rumor de la lluvia sobre el techo metálico de la casa. La pasión que los dominaba hacía que olvidaran la realidad de manera vertiginosa.
Más tarde, Daisy yacía sobre el lecho, mientras sentía la respiración de Seth a su lado. Se dio cuenta de que la tormenta había pasado. Y le pareció que la isla había llegado a un estado de plenitud similar al que ella experimentaba.
Al día siguiente, el cielo estaba despejado y brillante. La única señal de la tormenta era la vegetación húmeda que despedía vapor a causa de las elevadas temperaturas.
– Me gustaría que vieras la isla -le dijo Seth mientras desayunaban-. Podemos ir a visitar las playas que hay al otro lado.
A Daisy se le iluminó el rostro al pensar que iban a pasar el día juntos.
– Pero, ¿no tienes que llamar a María? -le preguntó.
– Si hay algo urgente, ella me enviará un fax -señaló Seth-. Si la llamo yo, siempre habrá algún asunto que me ocupará toda la mañana.
– ¿Y si surgen problemas?
– Pueden esperar -indicó él.
Grace les preparó algo de comer y subieron a la lancha, que se abrió paso entre las centelleantes olas. Las laderas de una elevación volcánica descendían abruptamente hacia el mar, por lo que las playas que había al otro lado de la isla eran inaccesibles por tierra.
Seth paró el motor, saltaron al agua y arrastraron la embarcación hasta la playa. Habían pensado dar una vuelta completa a la isla, pero no se movieron de allí. Estaban a gusto, tumbados a la sombra de las palmeras y rodeados de una inmensa tranquilidad.
– ¡Qué paz! -suspiró Daisy.
– Hmm… -murmuró Seth sin abrir los ojos-. Debería acostumbrarme a hacer esto más veces y dejar a un lado los problemas, las recepciones, los negocios…
– Sin preocuparte por nada -dijo ella.
Seth abrió los ojos. Daisy yacía junto a él. A causa del viaje en lancha, sus rizos estaban más despeinados que nunca, pero el sol le había dejado un tono dorado en la piel que hacía resaltar sus grandes ojos azules.
– Hay algo que podemos hacer -le dijo a Daisy.
– ¿Qué me sugiere, señor Carrington?
– No me gustaría que te aburrieras -manifestó él mientras la acariciaba.
Ella se inclinó sobre Seth.
– Nunca estuve menos aburrida que ahora -comentó.
Lenta, muy lentamente, puso su boca sobre la de él. Seth la abrazó con fuerza. Daisy se entregó totalmente a la enérgica demanda de ese cuerpo masculino. Invadidos por un infinito deseo, se olvidaron del mundo que los rodeaba. De pronto, un chillido rompió la calma y dos papagayos aparecieron entre el follaje de un árbol.
– Me parece que has alarmado a los pájaros -murmuró Daisy.
Seth la volvió y se colocó encima de ella.
– Quizás de esta forma les guste más -bromeó él.
Cuando el sol comenzó su lento descenso hacia el horizonte, ellos empujaron la barca y, de mala gana, emprendieron la vuelta. Al llegar al muelle, Seth ayudó a Daisy a bajar. De pronto, apretó los dedos con que la sujetaba del brazo.
– Daisy -le dijo con apremio.
– ¿Sí?
– Daisy, yo… -pero se detuvo.
Una voz lo llamaba imperativamente desde el mirador. Ambos se volvieron. Una hermosa mujer bajaba por las escaleras hacia el muelle con los brazos abiertos. Daisy supo inmediatamente quién era.
Era Astra y venía a buscar a Seth.