142502.fb2 Boda con el pr?ncipe - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 7

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Capítulo 6

Durante una fracción de segundo, la escolta se quedó desconcertada, pero al instante gire bruscamente y los siguió. Jean Dupeaux aceleró hasta ponerse a la altura de la limusina y con gestos de enfado indicó al conductor que se detuviera. Nick se sobresaltó al ver que la motocicleta se adelantaba y trataba de bloquear el paso al vehículo, obligando al conductor a frenar bruscamente y a esquivarla de un volantazo.

Dupeaux volvió a darle alcance. Rose bajó la ventanilla, asomó la cabeza y le gritó:

– El chofer sigue nuestras instrucciones, monsieur Dupeaux. Queremos ir al río.

– Deben detenerse -gritó Dupeaux. Rose se limitó a sonreír y a subir la ventanilla.

Nick pensó que no era lógico que el jefe del estado actuara de aquella manera. En ese momento, Dupeaux volvió a adelantarse. Una vez más, el conductor lo esquivó. Afortunadamente, habían llegado al desvío que conducía hacia los acantilados, donde el banco del río creaba un anfiteatro natural. Los sauces acariciaban el agua de la orilla y en lo alto de unas rocas se veían las ruinas de un castillo. Había algunos coches bajo los árboles, pero sobre todo, se veían carretas tiradas por caballos. Y mucha gente.

La escena hizo pensar a Nick en la pobreza del país. Los carromatos podían resultar pintorescos, pero aquéllos no eran un vehículo de placer sino el único medio de transporte con el que contaban aquellas gentes, que, por otro lado, tenían el aspecto cansado de quien había pasado el día trabajando en los campos.

Todos ellos se volvieron boquiabiertos al ver llegar la limusina seguida de la escolta de motocicletas.

Luego la expresión de sorpresa se tornó en una de enfado. Nick se dio cuenta de que la transformación tuvo lugar en cuanto reconocieron el escudo de armas que decoraba la limusina. Consciente de que habían cometido un error, intentó pensar rápidamente en una salida. Pero antes de que pudiera detenerla, Rose se había bajado del coche y él la siguió.

– Señor -lo llamó el conductor. Nick se volvió y vio que le tendía una vieja cazadora. El hombre explicó-: Estará mejor con esto. Recuerde que la señora ha sugerido que se quite la corbata.

Nick tomó la cazadora, se soltó la corbata y, tras darle las gracias, acudió junto a Rose, que ya estaba entre la gente.

– Hola -saludaba. Y recibía como respuesta miradas de sorpresa.

Las motos se iban acercando al coche y se reunían en torno a él como un enjambre de moscas.

Nick vio que el ruido inquietaba a los caballos y gritó:

– ¡Apaguen los motores!

Pero fue demasiado tarde. Uno de los caballos sacudió la cabeza, pateó y se encabritó. ¡En el carro del que tiraba había un niño! Rose reaccionó al instante. Dejó a Hoppy en el suelo y corrió a sujetar las riendas del animal. En cuanto lo estabilizó, le hizo moverse de lado, sujetándole el hocico para que se asentara sobre los cuartos traseros. Incluso Nicle, que no sabía nada de caballos, reconoció la mano de una experta. Con un solo gesto había desactivado una situación potencialmente peligrosa.

– Tranquilo -susurró al caballo-. Tranquilo -y una vez el caballo se calmó, se volvió hacia la gente para añadir-: Lo siento, debía haber tenido en cuenta que habría caballos y que las motocicletas nos seguirían.

La madre del niño corrió hacia él mientras Rose apaciguaba al caballo, acariciándole detrás de las orejas y susurrándole hasta que el pánico desapareció de su mirada. Finalmente, le pasó las riendas a un hombre que estaba a su lado.

Nick la miraba admirado. Cada cosa que hacía le confirmaba que era una mujer excepcional.

La escena había atraído la atención de todos los congregados.

– Lo siento mucho -repitió Rose-. Nick y yo acabamos de llegar. Soy Rose-Anitra. Me marché a los quince años y antes de irme pasaba todo el tiempo el palacio, así que no tuve oportunidad de conoceros Éste es mi prometido: Nikolai de Montez, el hijo de Zia, la hija del viejo príncipe. Estamos aquí para conoceros, ¿verdad, Nick? -se volvió hacia él y Nick se colocó a su lado tal y como intuyó que ella pretendía.

Se sentía orgulloso de ella y la idea de ser su socio le resultaba cada vez más atractiva.

– Soy veterinaria -continuó Rose, tomando la mano de Nick-, así que debería haber previsto que podían alterar a los caballos, pero la idea de venir se nos ocurrió súbitamente.

– Éste no es su sitio -gritó Dupeaux-. Esta gente no los quiere aquí.

Al ver la cara de la gente, Nick pensó que se equivocaba. Rose, con su vieja trenca y Hoppy en brazos, después de haber demostrado su habilidad con el caballo, parecía pertenecer más a aquel grupo que al de la limusina y los motoristas. Por contraste, Dupeaux, con su uniforme, representaba la autoridad.

– Vuelva al coche, señora -gritó. Y hubo un murmullo de desaprobación entre la gente-. No la quieren aquí.

Dupeaux acababa de cometer un error al tratarla como si pudiera darle órdenes.

– Erhard nos dijo que el pueblo nos necesitaba -dijo Rose con amabilidad pero con firmeza.

– No necesitamos a la familia real -gritó alguien entre la multitud.

Nick decidió que había llegado el momento de intervenir.

– Ni Rose ni yo creíamos que nos necesitarais. Nunca pensamos en heredar el trono. Pero Erhard vino a buscarnos para informarnos de lo que estaba sucediendo en los países vecinos, Alp d'Azur y Alp d'Estella. Según él, aquí podría suceder lo mismo si tuviera la aprobación de la familia real. Erhard tenía la convicción de que, con el apoyo de la realeza, podría sentarse la base de una democracia. Por eso nos convenció para que viniéramos, pero si es verdad que no nos queréis aquí, nos iremos.

Se produjo un profundo silencio. Nadie se movió. A su espalda, los oficiales parecían obviamente incómodos.

Tal y como lo había hecho con los soldados en el aeropuerto, Rose acababa de conquistar a la gente.

– ¿Cómo se llama tu perro? -preguntó un niño que estaba en las primeras filas. Rose sonrió.

– Hoppy. Anda a saltitos porque le falta una pata.

– No parece un perro de la familia real.

– He intentado ponerle una diadema -bromeó Rose-, pero no le gustaba.

La broma arrancó una carcajada de la multitud.

– ¿Le dejas jugar con mi perro? -preguntó el niño, señalando un collie que movía su cola con entusiasmo.

– Claro -dijo Rose, y dejó a Hoppy en el suelo. Los dos perros se olisquearon con curiosidad.

La sorpresa y la desconfianza de la gente se transformaron definitivamente en sonrisas de aceptación.

– ¿De verdad sois una princesa y un príncipe? -preguntó alguien.

– Somos nietos del viejo príncipe -respondió Nick-. Rose-Anitra es la primera en la línea de sucesión, por delante de su hermanastra, Julianna. Y yo sigo a ésta. Si heredáramos el trono, Rose sería la princesa heredera y yo… No sé qué sería.

– ¿El señor príncipe heredero? -bromeó alguien.

– Príncipe consorte -se oyó decir a otro-. Además de conde de Montez.

– ¿Y el marido de Julianna? -preguntó otro más.

– Por muchos aires que se dé, él no es noble, -replicó alguien.

– ¿Quieren meterse en el coche? -gritó Dupeaux, furioso. Dio un paso hacia Rose y al instante, tanto Nick como media docena de hombres se interpusieron en su camino.

– Sois tú y tus matones los que no sois bien recibidos, Dupeaux -se oyó decir a alguien. Y el oficial enrojeció de ira.

– Ésta es una fiesta privada -dijo Nick precipitadamente-. Ni Rose ni yo tenemos derecho a estar aquí sin haber sido invitados. Hemos encargado cerveza y refrescos para vosotros. Llegarán enseguida. Sólo queríamos pasar a saludaros. Lo mejor será que nos vayamos.

– Pero a nosotros nos gustaría que se quedaran y compartan nuestra comida -dijo alguien. Y se oyeron gritos de aprobación.

– Estos hombres son nuestra escolta -dijo Rose apresando la mano de Nick-. ¿También ellos pueden quedarse?

– No -dijo Dupeaux-. Están de servicio.

– ¡Pero nosotros no! -dijo Rose, animada. Y tiró de Nick hacia una mujer madura que abrió su cesta con comida-. ¿Tiene pasteles de chocolate? ¡Me vuelven loca! -se volvió hacia el oficial dedicándole una de sus más dulces sonrisas-. Si nos deja la limusina, iremos al palacio por nuestra cuenta. Gracias por escoltamos hasta aquí.

Dupeaux no tenía salida. Allí había más de doscientas personas, y seguían llegando grupos. Si utilizaba la fuerza, la situación podía escaparse de su control. Así que él y sus hombres se alejaron con un infernal ruido de motores que alteró de nuevo a los caballos. Prácticamente al mismo tiempo, vieron acercarse un viejo camión.

– Traigo cervezas, refrescos y vino -anunció el conductor.

– ¡Fantástico! -exclamó Rose con ojos brillantes. Sólo la presión con la que le apretaba la mano permitió saber a Nick que, tras su aparente seguridad, estaba nerviosa-. ¡Que empiece la fiesta!

Y la fiesta empezó.

Horas más tarde, cuando se ponía el sol, Nick se dijo que había sido una gran fiesta. Todo aquél que tocaba un instrumento formaba parte de una gran banda de música. La comida era sencilla pero abundante. Las bebidas contribuyeron al ambiente festivo.

Y Rose conquistó a la gente.

También él había charlado y reído con ellos. Su experiencia como abogado le había servido para hacer las preguntas precisas sin herir los sentimientos de nadie. Tenía la formación necesaria. Rose, la capacidad innata.

Nick se sentía como si estuviera trabajando, con una diferencia fundamental: la preocupación de aquéllos con quienes hablaba era averiguar si su interés y el de Rose por sus circunstancias era genuino o no. Y Nick confiaba en que, a pesar de haber pasado poco tiempo con Rose, los dos presentaran un frente común. Había tanta gente ansiosa por hablar con ellos que habían tenido que repartirse entre los distintos grupos, pero veía que Rose no tenía ninguna dificultad en relacionarse y que la gente reía y disfrutaba de su presencia.

Como él mismo. Rose tenía la clase de estilo que no podía enseñarse.

– Es una mujer excepcional -comentó un anciano, Y Nick se dio cuenta de que llevaba un rato observándola-. Y mucho más guapa que su hermanastra.

Y esa referencia a Julianna puso a Nick en alerta recordándole que podían estar amenazados. ¿Cómo habrían reaccionado los poderes fácticos a la despedida de su escolta? ¿Qué estarían planeando?

– Por favor… -un joven con una cámara colgada al cuello reclamó su atención. A su lado había una mujer de mirada intensa, con un cuaderno y un bolígrafo en la mano-. Hemos recibido una llamada diciendo que estaban aquí.

– Lew y sus amigos publican un periódico -explicó el viejo.

– Es ilegal -añadió alguien más-, pero el gobierno no puede prohibirlo porque no cobran. Son un par de páginas y sale mensualmente.

– Cuentan lo que el gobierno intenta ocultarnos -oyó decir a alguien.

La periodista, obviamente favorable a la causa del pueblo, entrevistó a Rose y a Nick intentando averiguar sus intenciones para el futuro. A medida que charlaban, se hizo un silencio cada vez más profundo a su alrededor. Todos escuchaban. Nick habló de los cambios que se habían producido en Alp d'Azur y Alp d'Estella, y expresó su confianza en que Alp de Montez pudiera seguir el mismo proceso. Se oyó un murmullo de aprobación. Finalmente la periodista guardó el cuaderno en un bolsillo y sonrió. La entrevista había concluido. Era el momento de las fotografías.

– ¡Que bailen! -gritó alguien-. Sería una buena foto.

La banda empezó a tocar una vals y Rose se encontró una vez más en brazos de Nick.

– Todo va bien -susurró él contra la cabeza de ella. Sólo bailaban ellos. Los demás los miraban.

– Sí -dijo ella, pero sonó tensa.

– ¿Cuál es el problema?

– No sé… Me siento rara.

– ¿Por la situación?

– Bailando contigo.

Nick perdió el paso una fracción de segundo. El fotógrafo disparaba la máquina desde distintos ángulos.

– A mí me gusta -dijo, cauteloso-. Bailas muy bien.

– Gracias -replicó Rose con expresión seria.

– ¿Entonces…?

– Nada -dijo en tono impaciente.

– No sé qué he hecho para enfadarte.

– Nada -dijo ella aún más enfurruñada-. Ése es el problema.

– No entiendo.

– Yo tampoco.

Se produjo un silencio. Giraron por la pista de baile en silencio mientras los fotografiaban.

– Eres muy bueno -dijo ella finalmente.

– ¿Bailando? -preguntó Nick, desconcertado.

– Como diplomático.

– Lo mismo pensaba yo de ti.

– Pero tú actúas como un profesional. No sé si significa algo para ti.

– No te comprendo.

– Me he dado cuenta de que no sé quién eres. Eres como una pieza de madera pulida por fuera, pero no sé qué hay en tu interior.

– ¿Carcoma? -bromeó Nick. Y Rose sonrió.

– No creo. Pero eres tan… encantador.

– ¿Y te parece mal?

– No es eso. Te encuentro extremadamente atractivo -dijo Rose. Y Nick, perdió el compás-. Ten cuidado, están fotografiando cada paso que damos.

– Nunca me habían dicho que…

– ¿Que eres extremadamente atractivo? No te creo.

Nick rió.

– Es algo que suelen decir los hombres.

– Para ligar -confirmó Rose-. Por eso he pensado que mejor te lo decía yo.

– ¿Quieres ligar conmigo?

– Al contrario -Rose sonrió, a la cámara-. Lo he pensado al verte charlar con la gente como si fueras sincero y te preocupara de verdad su situación.

– ¿Y eso te parece mal?

– Sí, porque empiezo a creerte. Y encima, me encanta bailar contigo.

– ¿Quieres que baile mal?

– No sé lo que quiero. Sólo sé que tenemos que pasar tiempo juntos como si fuéramos una pareja y me da miedo. Además, tú estás acostumbrado a salir con mujeres, pero yo…

– No entiendo nada -dijo Nick. Y Rose lo miró con exasperación.

Rose estaba hablando como si estuvieran solos, como si fuera urgente aclarar algo.

– Conocí a Max el segundo año de carrera. Acababa de cumplir veinte años y mi madre había muerto hacía poco. Max era mi segundo novio. El primero se llamaba Robert, y me gustaba porque tenía un coche deportivo. Ahí se acaba mi experiencia con los hombres. Como ves, es tan breve que cabría en un sello.

– Sigo sin comprender -dijo Nick.

Rose suspiró.

– No hay nada que entender. Sólo quiero dejar claro que no tengo ningún interés en mantener una relación, así que, aunque me ría contigo y por más atractivo que te encuentre, tienes que impedir que pase algo entre nosotros.

– Está bien -dijo Nick, perplejo.

– Puede que te parezca una excéntrica, pero por el momento no quiero ninguna relación. Quiero disfrutar de mi libertad.

– Está bien. Pero vamos a casarnos, ¿no?

– Sí, pero eso no tiene nada que ver con lo que estoy diciendo -Rose bajó la mirada-. Estoy segura de que no sientes ningún interés en mí y que debo parecerte engreída y pretenciosa, así que será mejor que me calle.

– Está bien -repitió Nick una vez más.

Aunque no conseguía comprender, intuía que Rose se refería a la increíble química que había entre ellos, a aquella poderosa sensación que casi lo dejaba sin aliento.

Quizá lo mejor era hablar de ello abiertamente, tal y como Rose acababa de hacer. Tampoco él quería ninguna complicación sentimental.

¿O sí?

Continuaron bailando y se unieron a ellos otras parejas. El fotógrafo había concluido su trabajo. El sol se había puesto, decenas de farolillos colgaban de los árboles, soplaba una cálida brisa primaveral, se oía el murmullo del agua y la luna se elevaba por encima de los acantilados. Nick no recordaba haber estado en un escenario tan romántico como aquél. Era consciente de que debía bailar con otras mujeres, pero tener a Rose en sus brazos era… una sensación maravillosa.

Se dijo que tampoco pasaba nada por bailar con ella. Rose no había sugerido cambiar de pareja. Además, puesto que tampoco ella quería una relación duradera, podía relajarse. Se casaría sin temor a que ella quisiera convertir el matrimonio en algo permanente. Y podía estrecharla en sus brazos, tal y como hacía en aquel momento, con la libertad de saber que para ella no significaba nada. Podía sentir la curva de su cintura bajo su mano, oler la fragancia cítrica de su cabello. Podía… ¿dejarse llevar?

Claro que no. No se trataba más que de un paréntesis en medio de la realidad.

Y la realidad los asaltó en aquel mismo momento en forma de sirenas y de decenas de potentes focos de coches y motocicletas que los rodearon.

La música y el baile cesaron bruscamente. Los hombres se acercaron a su caballo y las mujeres reunieron a los niños y los llevaron a los carromatos.

El conductor del coche principal, un magnífico Rolls Royce, bajó y abrió las puertas de atrás. Bajaron un hombre vestido de militar y una mujer.

Julianna. Tenían lo bastante en común como para que Nick la identificara como la hermanastra de Rose. Sus estilos, sin embargo, eran muy distintos. Mientras que Rose proyectaba una imagen sencilla y cercana, Julianna poseía una fría y distante belleza.

Rose se quedó paralizada en brazos de Nick, en medio de la zona de baile. Él la sintió tensarse en cuanto vio a Julianna.

– Es Julianna -confirmó en un susurró-. Y ése debe ser Jacques.

Nick le susurró contra el cabello.

– Actuemos amigablemente en lugar de asumir que habrá conflicto. Dile cuánto te alegras de verla.

Siguiendo su consejo, Rose avanzó hacia su hermanastra con una amplia sonrisa.

Julianna no sonrió. Estaba exquisitamente vestida en tonos crema y llevaba una chaqueta de piel. Al ver a Rose acercarse, alargó los brazos para indicarle que se detuviera.

– No eres bienvenida -dijo. Y Nick pensó que parecía angustiada, incluso asustada.

– Erhard pensaba lo contrario -dijo Rose, esforzándose por mantener un tono animado-. Según él, el país pasa por dificultades y Nick y yo podemos ayudar.

– No tenéis por qué inmiscuiros -replicó Julianna-. Nuestro padre no te quería aquí, y yo tampoco. Según Jacques, habéis entrado en el país ilegalmente.

– Hemos venido en el avión real.

– Del que se han apropiado personas que no tienen el derecho a usarlo -dijo Julianna-. Jacques dice que debes volver a tu país.

– ¿Y yo? -dijo Nick, tomando a Rose del brazo.

Jacques imitó su movimiento. Pero mientras Nick sujetaba a Rose con delicadeza, él asió el brazo de Julianna con fuerza. Era un hombre corpulento con aspecto de salirse siempre con la suya.

– Ya basta -dijo con fiereza-. La sucesión está resuelta, y vuestra amenaza de venir se interpreta come un ataque a la corona. Hemos intentado impedir que llegarais, pero Erhard… -se encogió de hombros-. Di lo mismo. Ya no tiene autoridad. Os mantendremos custodiados hasta que podamos deportaros.

Se produjo un sofocado murmullo y la multitud se aproximó unos pasos como si quisieran ver qué ocurría. No podían ser dos parejas más dispares. Un hombre uniformado y en actitud intimidatorio junto a una hermosa y sofisticada mujer. Y Nick, sin corbata, con la humilde cazadora del chofer y Rose, con vaqueros gastados, una holgada camiseta de algodón y el cabello recogido en una trenza. ¿La princesa?

– No tienes derecho a mantenernos custodiados -dijo Nick tranquilo-. Mis documentos y los de Rose están en orden. No puedes retenernos.

– Quizá es así como mi hermanastra quiere damos la bienvenida -bromeó Rose, apoyándose en él como si temiera que le flaquearan las piernas-. Julianna -dijo, obligándose a mantener el tono alegre-, qué contenta estoy de verte -se volvió hacia la gente y como si se sintiera orgullosa, añadió-: Julianna es mi hermanastra. ¿«Custodia protegida» quiere decir que prometes cuidar de nosotros? -preguntó con fingida inocencia.

Julianna la miró desconcertada.

– Yo… Tú…

– ¿Nos llevas al palacio? -preguntó Rose.

– ¿Tú crees que nos van a custodiar en palacio? -preguntó Nick, imitando la inocencia de Rose.

– Supongo -dijo Rose-. ¡No pensarás que en el palacio hay mazmorras!

– Sí las hay -gritó alguien.

– Pero tu hermanastra no consentiría que nos encerraran en ellas -dijo Nick con sorna-. En una familia no se hacen cosas así. ¿Verdad, Julianna?

– Soy la princesa Julianna -dijo ella, nerviosa.

– Y yo voy a ser tu cuñado -dijo Nick-, así que no querrás que nos tratemos con tanta formalidad. ¿O quieres llamar a Rose, princesa Rose-Anitra? Después de todo, también ella es princesa. Quizá más que tú, puesto que es la heredera.

Evidentemente, Julianna y Jacques no habían contado con que aquella escena fuera presenciada por una multitud. Además, había cámaras y una periodista tomaba notas frenéticamente a la vez que iba retrocediendo entre la gente, que cerraba filas delante de ella para protegerla. Lo quisieran o no, el encuentro estaba siendo documentado. Y Jacques estaba furioso.

– Esto es un engaño -gritó, mirando a su alrededor iracundo.

– No, es un picnic -dijo Rose con sorna, al tiempo que tomaba la mano de Nick con firmeza-. Esta gente ha sido muy amable con nosotros, pero si tenéis otros planes…

– ¡Detenedlos! -ordenó Jacques a sus hombres, que se aproximaron en semicírculo.

– Ya vamos, Julianna -dijo Rose, manteniendo el tono de broma-. No hace falta que tus hombres se molesten. ¿Vamos, Nick? Esperan que subamos al coche.

Y antes de que pudieran detenerla, tiró de Nick y subió al Rolls Royce. Nick se sentó a su lado, divertido y admirado de la inteligencia de Rose. Al tomar la iniciativa, había dejado a Jacques y Julianna una incómoda decisión. O les obligaban a salir del coche y les exigían ocupar uno de los coches que les seguían, tal y como obviamente era su plan inicial; o subían con ellos en el Rolls y proyectaban así la imagen de una familia unida.

Nick se acomodó y vio la expresión de desconcierto de Jacques. Y de rabia.

No se trataba de un juego. Estaba a punto de dirimirse un asunto de estado. Jacques estaba obligado a presentar su caso en aquel instante. ¿Debía tratarles como a indignos prisioneros aunque Rose acaban de recordar a la gente que Julianna y ella eran hermanastras? ¿Debía tratarlos como iguales subiendo en su mismo coche? ¿O debía seguirlos en otro coche?

Parecía a punto de sufrir un ataque al corazón.

– Vamos -dijo Julianna titubeante, tendiéndole una mano al tiempo que indicaba el Rolls con la otra.

– No -dijo Jacques, rechazando la mano de Julianna con desdén-. Que vayan solos a palacio y disfruten de sus delirios de grandeza antes de marcharse para siempre -y cerró la puerta del Rolls con furia.

– Hoppy -exclamó Rose, dándose cuenta demasiado tarde de que el perro no estaba con ella-. Hoppy -gritó, asomándose por la ventanilla.

– Llévenselos -gritó Jacques. Y al ver a Hoppy acercarse, le dio una brutal patada-. ¡Arranque! -ordenó. Y el coche se puso en marcha.

– Supongo que eres consciente de que estamos en una situación delicada -dijo Nick tras varios minutos de silencio.

– Hoppy está en peligro -susurró Rose con lágrimas en los ojos-. Le ha dado una patada.

– Pero está bien -Nick se había vuelto cuando abandonaban la pradera-. He visto al niño del collie recogerlo.

– ¿Y estaba bien?

– Sí -dijo Nick, aunque no estaba seguro.

– Nos odia -dijo Rose con un hilo de voz teñido de tristeza-. Los dos nos odian.

– No estoy tan seguro de Julianna. Pero está claro que Jacques te odia porque representas una amenaza para su futuro.

– ¿Crees que deberíamos marcharnos?

Nick esbozó una sonrisa. En qué lío se habían metido… El chofer que los llevaba mantenía un gesto adusto y despectivo. Llevaba el mismo uniforme que Jacques aunque con menos galones. Los separaba de él una mampara fija, así que era imposible hablar con él.

Nick miró hacia atrás y vio que les seguían varios coches y motocicletas.

– Yorkshire empieza a resultar una opción atractiva -comentó. Pero Rose puso cara de determinación.

– No. En absoluto.

– ¿Tan horroroso es?

– ¿Alguna vez has ayudado a parir a una vaca durante una tormenta de granizo?

– La verdad es que no.

– Las mazmorras deben ser más confortables -dijo Rose, y suspiró profundamente-. Lo que no nos mata nos fortalece -concluyó.

– Mi madre adoptiva solía decir eso del dolor de muelas -masculló Nick-, pero me temo que lo que nos espera es mucho más grave que un dolor de muelas.

– Se supone que debes tranquilizarme, no asustarme -dijo Rose, haciendo un esfuerzo por bromear-. ¿No eres diplomático? Intenta convencerlos.

– Por ahora no creo que sea posible. Ya veremos qué puedo hacer una vez lleguemos a palacio.

Rose se acomodó en el asiento. Nick la miró de reojo. Su actuación en el río había sido magistral, pero la valentía de la que había hecho gala empezaba a pasarle factura. Estaba pálida y se restregaba las manos con nerviosismo. Nick dejó escapar un juramento y, deslizándose sobre el asiento, le pasó un brazo por los hombros y la estrechó contra su costado. Rose se tensó.

– Ahora no hace falta que actuemos -masculló.

– ¿Quieres decir que no tengo que comportarme como tu marido? Ya lo sé -dijo él quedamente-, pero tengo que actuar como si fuéramos dos personas metidas en un lío. Debía haber previsto que habría complicaciones.

– ¿Cómo podías adivinarlo?

– Por experiencia. Pero decidí creer en Erhard cuando dijo que no encontraríamos demasiados obstáculos,

– Es lógico que los haya -dijo ella, pensativa-. Después de todo, pretendemos hacernos con el trono -tras una pausa continuó-. Aunque creo que te refieres a problemas aún más serios. ¿Temes que nos arresten?

– Sí.

Aunque Rose no se relajó, se pegó más a él, como si encontrara consuelo en su proximidad.

– ¿Crees que alguien cuidará de Hoppy?

– Claro que sí. En el río había gente dispuesta a apoyar nuestra causa. Seguro que ellos cuidarán de Hoppy.

– Pero puede que la patada le haya herido.

– Seguro que se recuperará -masculló Nick. Pero cerró los puños con fuerza, indignado con que alguien fuera capaz de maltratar a un animal. Y le sorprendió descubrir que su afecto no fuera sólo dirigido a Rose, sino también a Hoppy.

Había aprendido a ser independiente desde muy pequeño. Sus hermanos adoptivos, como él, habían desarrollado pronto una naturaleza solitaria. Ruby, su madre adoptiva, había hecho todo lo posible por enseñarles a amar, y él había aprendido a amarla. Pero de ahí a extender su afecto a un…

No se había planteado nada igual hasta conocer a Rose. Y en cuestión de horas descubría que habría hecho lo que fuera por asegurarse de que Hoppy estuviera a salvo. Por el perro. Por cómo había agitado la cola cuando, equivocadamente, había creído que la comida de Rose y la suya le pertenecían, y luego se había encogido, cubriéndose los ojos con las zarpas, esperando educadamente a recibir lo que le dieran, demasiado bien educado como para exigir… Hasta que Griswold le había llevado su carne.

– Estás sonriendo -dijo Rose. Y Nick se sobresaltó. No sabía adonde los llevaban y se distraía pensando en un perro…

– Pensaba que Hoppy es capaz de sobrevivir en cualquier circunstancia.

– Sí -dijo ella con una sonrisa melancólica-. Seguro que sí. ¿Crees que nuestra situación es más delicada?

– Me temo que sí.

– ¿Crees que nos espera un batallón de fusilamiento al amanecer? -bromeó Rose.

– Eso es imposible -dijo él con firmeza, reprimiendo las ganas de besarla. Y ella debió intuir lo que pensaba porque, suavemente, se separó de él-. Esta gente está desquiciada, pero no cometerían el error de crear un conflicto internacional. Los miembros del consejo tienen residencias en Francia y en Italia, donde pueden ir a disfrutar del dinero que roban a su país. Si desapareciéramos se convertirían en criminales internacionales. Rose reflexionó,

– ¿Te has informado de todo eso?

– Sí -afirmó él-. Y mis averiguaciones me han llevado a la conclusión de que, en términos generales, estamos a salvo. Así que, relajémonos y veamos adonde nos conducen.

– ¿Al palacio? -preguntó ella, expectante.

– Eso espero. Vamos camino de un hotel de lujo.