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Casi podía percibir las oleadas de euforia que emanaban de él.
Beltrán de la Cueva estaba satisfecho de sí, pero era demasiado avisado para no advertir que la nueva senda en que se embarcaba estaba erizada de peligros.
La reina lo había atraído inequívocamente desde la primera vez que la viera, y desde entonces había sido su ambición convertirse en su amante; pero sabía que la venia debía recibirla del rey, y ahora calculaba de qué manera podría seguir contando con la gracia de éste, al tiempo que disfrutaba también de su intimidad con la reina.
Era una situación extraña, pues lo que esperaba era gozar del favor del rey en tanto que era el amante de la reina. Pero Enrique era un marido blando, un hombre que, dedicado a los placeres de la carne, quería ver actuar de igual manera a quienes lo rodeaban. No sería él quien apreciara a los virtuosos; la virtud
lo irritaba, porque en él había una conciencia que el rey trataba de ignorar, y que la virtud movilizaba.
El futuro estaba lleno de esperanzas, pensaba Beltrán de la Cueva. Realmente, no veía por qué no aprovechar doblemente su nueva relación con la reina.
Mantenerla secreta era imposible.
La reina le había dado acceso a sus habitaciones y era inevitable que alguna de las damas de honor descubriera esas visitas nocturnas; y una de las doncellas se lo comentaría a otra y tarde o temprano el episodio sería motivo de habladurías en la corte.
Ante la reina, ocultaba su ansiedad.
-Si el rey descubriera lo que ha sucedido entre nosotros -le dijo en la quietud del dormitorio-, no creo que mi vida valiera un ardite.
Con un gesto de terror fingido, Juana se abrazó a él. Fingir que era peligroso daba un encanto adicional al amor de ambos.
-Entonces, no debéis volver -le susurró.
-¿Creéis que el temor de la muerte me apartaría de vos?
-Sé que sois valiente, mi amor, tanto que no pensáis en el riesgo que vos mismo corréis. Pero yo lo tengo continuamente presente. Os prohíbo que volváis aquí.
-Es la única orden que podéis darme que yo no podría obedecer.
Esa clase de conversaciones eran estimulantes para ambos. De la Cueva disfrutaba al verse como el amante invencible; en el caso de Juana, su autoestima se fortalecía. Ser de esa manera amada por quien era considerado el hombre más atractivo de la corte podía provocar en ella una total indiferencia hacia el enredo amoroso entre su marido y su dama de honor.
Además, había oído decir que Enrique estaba ya dividiendo sus atenciones entre Alegre y otra cortesana, y eso le resultaba gratificante.
Enrique debía estar al tanto del vínculo entre Juana y Beltrán pero no daba muestras del menor rencor; más aún, hasta parecía complacido. Juana estaba encantada con el giro que tomaban los acontecimientos. Eso demostraba que había tenido razón al decidir que, si ella dejaba que Enrique tuviera amantes sin hacerle reproches, tampoco su marido le plantearía objeciones si alguna vez ella se entretenía con un amante.
Una situación muy satisfactoria, pensaba la reina de Castilla.
Beltrán de la Cueva también se sentía aliviado; Enrique le demostraba mayor amistad que nunca. Fascinantes circunstancias, pensaba, en las que podía esperar tanto el apoyo de la reina como el del rey.
Entretanto, en el palacio de Arévalo, la niñita crecía.
Al evocar su pasado, recordaba con piedad a aquella Isabel que no había tenido a su Fernando, porque para ella Fernando se había vuelto tan real como su hermano, su madre o cualquiera de los que vivían en el palacio. En ocasiones, le llegaba alguna noticia referente a él. Que era muy apuesto; que toda la corte de Aragón lo adoraba; que la rencilla entre su padre y el medio hermano de Fernando era por causa de Fernando. En la Casa Real de Aragón no terminaban de lamentar que Fernando no hubiera nacido antes que Carlos.
Con frecuencia, al encontrarse ante un dilema, Isabel se preguntaba: «¿Qué haría Fernando?»
Tanto era lo que hablaba de él con Alfonso, que su hermano menor le decía:
-Se diría que Fernando estuviera realmente aquí con nosotros. Nadie creería que tú no lo has visto jamás.
Esas palabras afectaban a Isabel, ya que para ella era casi una ofensa que le recordaran que jamás había visto a Fernando. A veces pensaba también que había infringido su habitual decoro, al hablar tanto de él, y que era algo que debía evitar.
Pero aunque no lo hablara con su hermano, eso no le impedía seguir pensando en Fernando. Le era imposible imaginarse la vida sin él.
Por él y para él estaba decidida a ser una perfecta esposa, una reina perfecta, pues creía que, pese a su hermano Carlos, Fernando sería algún día rey de Aragón. Isabel ya era experta en labores de aguja y no sólo quería ser maestra en el bordado, sino también en la costura.
-Cuando esté casada con Fernando -dijo en una ocasión a su hermano-, yo le haré todas las camisas. No le dejaré usar ninguna cosida por otras manos.
También se interesaba por los asuntos de estado.
Sabía que ya no era una niña y pensaba que tal vez al cumplir los quince o dieciséis años se casaría. Fernando era un año menor y tal vez eso fuera causa de alguna demora, ya que sería ella quien tendría que esperar a que él llegara a la edad casadera.
-Pero no importa -se consolaba-. Así tendré más tiempo para perfeccionarme.
De vez en cuando le llegaban noticias de la corte de su medio hermano. Al parecer, Enrique era muy mal rey y la niña comprendía que, indudablemente, su madre había tenido razón al insistir en que ella y su hermano debían vivir retirados, como ermitaños. Esa era la mejor manera de prepararse para su matrimonio con Fernando.
Como lo había hecho desde que era muy pequeña, Isabel escuchaba las conversaciones de los mayores y rara vez las interrumpía; procuraba disimular su interés, que era la forma más segura de conseguir que todos se olvidaran de su presencia.
Un día oyó muchos susurros y murmuraciones.
-¡Qué escándalo!
-¡Cuándo se oyó que un arzobispo se condujera de ese modo!
-¡Y el arzobispo de San Jaime, además!
Finalmente Isabel consiguió descubrir en qué había consistido el delito del arzobispo. Aparentemente éste se había quedado tan impresionado por los encantos de una joven novia que había intentado secuestrarla y violarla cuando ella salía de la iglesia después de la boda.
Los comentarios sobre el escándalo eran muy esclarecedores.
-Pues, ¿qué se puede esperar? No es más que un reflejo de lo que sucede en la corte. ¿Cómo puede el rey censurar al arzobispo cuando él se conduce de manera no menos escandalosa? Habéis oído decir, me imagino, que la principal de sus amantes es una dama de honor de la propia reina. Dicen que ha dispuesto para ella aposentos tan espléndidos como los de la reina, y que personas de la importancia del arzobispo de Sevilla intentan conseguir su favor.
-Pero es que además no es la única amante del rey. ¡Si el último escándalo es que una de sus damas quería hacerse abadesa, imaginaos! Y ¿qué hace nuestro enamorado rey? Pues destituye a la piadosa y noble abadesa de un convento de Toledo para poner en lugar de ella a su querida. No es de asombrarse que haya es-
cándalos fuera de la corte cuando los que hay en ella son tan sonados.
Por su madre y sus maestros, Isabel empezó a saber lo mal gobernada que estaba Castilla; le hicieron tomar conciencia de los terribles errores que insistía en cometer su medio hermano.
-Hija mía -le decía su confesor-, toma como una lección las acciones del rey y, si alguna vez te lleva el destino a colaborar en el gobierno de un reino, asegúrate de no caer en trampas semejantes. Se están exigiendo impuestos al pueblo y ¿con qué fin? Pues para que el rey pueda mantener a sus favoritas. Los mercaderes, que son uno de los medios de que el país se haga de riquezas, se ven sometidos a tan pesados gravámenes que no pueden dedicar lo mejor de sus esfuerzos al país. Y lo peor de todo es que se ha adulterado la moneda. Debes tratar de entender la importancia que esto tiene. Donde teníamos antes cinco casas de moneda hay ahora ciento cincuenta; eso significa que el valor del dinero ha descendido a un sexto de su valor anterior. Trata de comprender, hija mía, el caos que esta situación puede provocar. Si las cosas no se arreglan, el país entero estará al borde de la insolvencia.
-Decidme -preguntó con seriedad Isabel-, ¿mi hermano Enrique es el culpable de todo eso?
-Es frecuente que los gobernantes de un país sean los culpables de que éste pase por épocas difíciles. Deber del gobernante es postergarse por el amor a su país. El deber de reyes y reinas para con su pueblo debería estar antes que el placer. Si alguna vez fuera tu destino gobernar...
-Mi país sería lo primero en mi consideración -terminó Isabel, uniendo las manos. Y lo decía con la voz con que podría hablar una novicia refiriéndose al momento de hacer sus votos.
En tales ocasiones se imaginaba siempre gobernando junto a Fernando; empezó a darse cuenta de que ese novio que le estaba destinado, que tan real era para ella aunque jamás lo hubiera visto, se había constituido en la fuerza dominante en su vida.