142534.fb2 CASTILLA PARA ISABEL - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

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-Eso no sucederá -la tranquilizó el rey-. No os preocupéis, querida mía. Isabel es para Fernando y ya encontraremos algún medio de superar en astucia a Carlos... como lo hemos hecho otras veces.

Afectuosamente, sonrió a su mujer. Juana era mucho menor que él, y desde que se habían casado, el rey estaba cada vez más enamorado de ella, y su mayor deseo era darle todo lo que deseara. Juana era la única, de eso no cabía duda. Hermosa, audaz, astuta... ¿acaso había otra mujer en el mundo que pudiera compararse con ella? Su primera mujer, Blanca de Navarra, era la viuda de Martín de Sicilia cuando Juan se casó con ella. Había sido buena esposa, había aportado una dote de ninguna manera insignificante y el rey había estado satisfecho con su matrimonio. Su mujer le había dado tres hijos, Carlos, Blanca y Leonor y en aquel momento había sido un padre orgulloso. Ahora, casado con la incomparable Juana Enríquez y tras haber tenido de ella al no menos incomparable Fernando, el rey llegaba incluso a desear -porque su mujer lo deseaba- no haber tenido jamás otros hijos para que Fernando pudiera ser el heredero de todas sus posesiones.

No tenía nada de asombroso, se dijo, que estuviera a tal punto embobado con Fernando. ¿Qué pasaba con sus otros hijos? Con Carlos los conflictos eran constantes; Blanca había sido repu-

diada por su marido, Enrique de Castilla, y vivía ahora retirada en sus propiedades de Olite, desde donde (según insistía Juana) apoyaba a su hermano Carlos en sus discordias con el padre; y en cuanto a Leonor, condesa de Foix, hacía ya muchos años que se alejó de ellos, cuando se casó con Gastón de Foix, y era una mujer dominante y de grandes ambiciones.

Por lo tocante a Juana, estaba pendiente de Fernando con toda la fuerza de su enérgica naturaleza y le enojaba cualquier favor que fuera concedido a los hijos del primer matrimonio.

En los primeros días de su unión, su segunda mujer se había mostrado dulce y afectuosa, pero desde el día -el 10 de marzo de 1452, unos ocho años atrás- que nació Fernando, en el pue-blecito de Sos, Juana había cambiado. Se había convertido en una tigresa que defiende a su cachorro, y el rey, totalmente entregado a ella, se había dejado envolver en aquella batalla por los derechos del hijo adorado de su segunda mujer, en contra de los habidos en la primera.

En cualquier caso es triste que haya discordia entre familiares; en una familia real, eso puede ser desastroso.

Sin embargo, Juan de Aragón no podía ver más que por los ojos de la esposa que tan desmedidamente amaba. De ahí que para él su hijo Carlos fuera un bribón, cosa que no era verdad.

Carlos era hombre de mucho encanto y de gran integridad. De buena disposición, cortés y pundonoroso, eran muchos los que lo consideraban el príncipe perfecto. Amante de las artes y las ciencias, era un enamorado de la música, pintaba y era poeta; historiador y filósofo, habría preferido llevar una vida tranquila y consagrada al estudio y la gran tragedia de su vida fue que, en contra de su voluntad, se vio arrastrado a un sangriento conflicto con su propio padre.

El problema se había iniciado cuando Juana pidió compartir con Carlos el gobierno de Navarra, territorio que éste había heredado a la muerte de su madre, hija de Carlos III de Navarra.

La intención de !a reina era desposeer a Carlos de Navarra para que ésta fuera a parar a manos de su amado Fernando, por entonces un niño muy pequeño; pero las ambiciones de su madre para él iban en constante aumento desde el momento mismo de su nacimiento. Juana era arrogante y su política con-

sistía en provocar disturbios, de manera que en el pueblo creciera la insatisfacción con el gobierno de Carlos.

Su deseo de causar problemas se vio considerablemente favorecido por la actitud de dos antiguas familias navarras que desde hacía siglos mantenían un feudo -respecto de cuyo origen ninguna de las dos estaba absolutamente segura- que les servía de recíproca excusa para, de tiempo en tiempo, hacer incursiones y saqueos en sus respectivos territorios.

Ambos rivales, los Beaumont y los Agramont, vieron en el conflicto entre el príncipe y su madrastra un buen pretexto para intensificar su rivalidad. Los Beaumont se aliaron con Carlos, lo que automáticamente significaba que los Agramont se convertían en apoyo de la reina; el resultado había sido la guerra y los Agramont, cuyas fuerzas eran superiores, habían tomado prisionero a Carlos.

Durante vanos meses, éste se vio confinado, prisionero de su padre y de su madrastra, pero finalmente consiguió escapar y buscó refugio en la corte de su tío, Alfonso V de Nápoles. Para desgracia de Carlos, poco después de su arribo a la corte, su tío murió y el príncipe se vio en la necesidad de intentar reconciliarse con su padre.

Como Juana seguía empeñada en mantener en desgracia al heredero del rey, Carlos se demoró en Sicilia, donde llegó a ser muy popular; cuando esto se supo en la corte de Aragón, su madrastra se inquietó mucho al ver la posibilidad de que los sicilianos decidieran hacer de Carlos su gobernante. Naturalmente, Juana ya tenía decidido desde hacía mucho tiempo que Sicilia, lo mismo que Navarra y Aragón, debía integrar los dominios de su querido Fernandito.

Señaló al rey la necesidad de llamar nuevamente a Carlos a Aragón, de modo que ella y Juan se encontraron con Carlos en Igualada. La reunión parecía tan afectuosa que todos los que la presenciaron se sintieron llenos de regocijo, ya que Carlos era popular dondequiera que iba, y el pueblo deseaba que las rencillas familiares terminaran y que el príncipe fuera declarado, de manera inequívoca, el heredero de su padre.

Eso era lo que Juana estaba decidida a evitar, ya que en su opinión no había más que uno que debía ser declarado heredero de Juan II de Aragón y había que obligar al pueblo a que así lo acep-

tara. Se impuso a su marido hasta conseguir que éste convocara a las Cortes y, ante ellas, declarara su mala disposición a nombrar sucesor a Carlos.

Apenado y perplejo, el príncipe prestó oídos a sus consejeros, quienes le aseguraban que el mejor plan, ya que la casa real de Aragón se ponía en contra de él, era aliarse con la de Castilla.

La alianza podía efectuarse mediante el matrimonio con la media hermana de Enrique de Castilla, la pequeña Isabel, a quien tenían cuidadosamente recluida en el palacio de Arévalo.

La infanta era aún muy niña, ya que apenas tenía nueve años; además, había sido prometida a Fernando. Pero era mucho más probable que el rey de Castilla y la madre de la niña viera con buenos ojos una alianza con el hijo mayor de Juan de Aragón que con el más pequeño. Imposible, además, idear algo que pudiera hacer más completa befa de la autoridad de su madrastra que arrebatarle la novia que ella quería para Fernando.

Tal era la trama cuyos detalles habían llegado a oídos de Juana Enríquez, y esa era la razón de que se quejara coléricamente de Carlos ante su marido, y de que estuviera empeñada en provocar la destrucción de su hijastro.

-Esa pobre criatura -se lamentó-. ¡Si tiene nueve años, y Carlos cuarenta! Pasarán por lo menos tres años más antes de que ella tenga edad para consumar el matrimonio, y para entonces, él tendrá cuarenta y tres. En cambio, Fernando tiene ocho. ¡Qué pareja encantadora serían! He oído decir que Isabel es una hermosa niña, y Fernando... nuestro querido Fernando... ¡oh, Juan, seguramente debéis estar de acuerdo en que no hay un niño más perfecto en Aragón, en Castilla, en toda España ni en el mundo entero!

Juan le sonrió afectuosamente. Su amor por su mujer se hacía más profundo en los momentos en que su calma habitual la abandonaba y la reina exhibía en todo lo que tenía de excesivo su amor por Fernando. Entonces se convertía en otra mujer, ya no era la Juana Enríquez que con mano tan firme manejaba los asuntos de Estado; era una especie de madre tigresa. Es indudable, pensaba Juan, que no puede haber en todo Aragón un niño que sea amado con tan profundo orgullo como nuestro Fernando.

Apoyó la mano en el hombro de su mujer.

-Querida esposa, ya encontraremos el medio de evitar tal calamidad. Isabel será para Fernando.

-Pero, señor, ¿qué sucederá si Enrique de Castilla decide aceptar el ofrecimiento de Carlos? ¿Si dice que Carlos es el verdadero heredero de Aragón?

-A mí me corresponde decidir quién me sucederá -declaró Juan.

-Pero, a no ser que elijáis al hijo mayor, habrá problemas. Fernando todavía es un niño, pero cuando crezca, ¡qué guerrero será!

-Pero lamentablemente, no ha crecido aún, querida mía; y si Carlos se casara y tuviera hijos de su matrimonio...

En los ojos de Juana relampagueó la decisión.

-Carlos todavía no se ha casado, y si espera a Isabel, pasarán varios años hasta que pueda casarse. Faltan por lo menos cuatro años para que ella pueda tener hijos, y en cuatro años pueden pasar muchas cosas.

El rey la miró en la cara, y sintió que dentro de él se removían profundas emociones, al influjo de la ardiente pasión que leyó en sus ojos.

Fernando era el fruto de la unión de ambos, y por Fernando su madre estaba dispuesta a dar todo lo que poseía, incluido su honor, incluida su vida misma.

Cuando habló, una nota de euforia vibraba en su voz.

-Creo que me ha sido concedida la bendición de ver más allá que los demás, Juan. Creo que un gran destino espera a nuestro hijo. Creo que será el salvador de nuestro país y que en años por venir su nombre será mencionado junto al del Cid Campeador. Esposo mío, creo que mereceríamos la condenación eterna si no hiciéramos todo lo que esté en nuestras manos para que él alcance su destino.

Juan tomó de la mano a su mujer.

-Os juro, queridísima esposa -le aseguró- que nada... nada se interpondrá en el camino que lleve a Fernando a la grandeza.

En su retiro de Olite, Blanca llevaba una vida tranquila.

Tenía dos deseos: que la dejaran pasar su tiempo en paz en su callado refugio y que su hermano Carlos pudiera triunfar sobre su madrastra y recuperar el favor de su padre.

En ocasiones, le llegaban noticias de Castilla. Enrique no había tenido mejor suerte con su nueva esposa que con Blanca. Todavía no se anunciaba heredero alguno para Castilla y ya habían pasado siete años desde que el rey se casara con la princesa de Portugal. Blanca sabía que la situación de Castilla era poco menos que anárquica; que por los caminos había bandas de salteadores armados y que las violaciones y todo tipo de ultrajes se aceptaban como lo más natural del mundo, cosa que sólo podía significar que el país estaba al borde del caos. Había oído rumores referentes a la vida escandalosa que llevaba el rey y sabía que la reina estaba muy lejos de ser una mujer virtuosa. Por todas partes circulaban las habladurías sobre su relación con Beltrán de la Cueva. Blanca temía que en Castilla la situación fuera tan caótica y tan incierta como en Aragón.

Pero Castilla ya no representaba para ella una gran preocupación; Enrique la había repudiado y ella podía ignorarlo a su vez.

Con Aragón todo era diferente.

En su vida no quedaba ya nadie a quien Blanca pudiera amar, a no ser su hermano Carlos. Carlos era demasiado bondadoso, demasiado afable y tolerante para entender la ambición avasalladora, la frustración y los celos de una mujer como Juana En-ríquez. Y era indudable que el rey, el padre de ambos, estaba completamente sometido a la influencia de Juana.

Blanca estaba ansiosa de ayudar a Carlos, de aconsejarle. Por extraño que pudiera parecer, sentía que estaba en situación de hacerlo; creía que, desde su solitario puesto de observación, alcanzaba a ver con más claridad que su hermano lo que sucedía, y estaba segura de que eran momentos en que él debía mantenerse en guardia.

Cada vez que un mensajero se aproximaba a su palacio, Blanca temía que fuera portador de malas noticias de Carlos. La acosaba la misma premonición de desastre que había tenido durante el período en que Enrique se preparaba para deshacerse de ella.

Cuando fue a Lérida a presidir las Cortes de Cataluña (poco

después de que Carlos hubiera pedido la mano de Isabel de Castilla), su padre pidió a Carlos que se encontrara con él allí.

Blanca lo había puesto en guardia y sabía que lo mismo habían hecho quienes le guardaban fidelidad.