142534.fb2 CASTILLA PARA ISABEL - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 17

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-No vayáis a Lérida, querido Carlos -le había implorado-. Caeréis en una trampa.

El razonamiento de Carlos había sido distinto: «Si no me presto a negociar con mi padre, ¿cómo será posible conseguir la paz?»

Por eso había ido a Lérida, donde su padre inmediatamente lo hizo encarcelar, acusándolo falsamente de conspirar contra el rey.

Pero el pueblo de Cataluña adoraba a su príncipe, y exigió saber por qué lo había enviado a prisión el rey; y murmuraban contra ese comportamiento antinatural de un padre hacia su hijo y acusaban a la reina de ser vengativa y de haber urdido el complot para desposeer de sus derechos al legítimo heredero en favor de su propio hijo.

Llegaron diputaciones de Barcelona y Juan se vio en la necesidad de abandonar Cataluña para volver sin demora al territorio más seguro de Aragón y tuvo que hacerlo de una manera que nada tenía de digna. El resultado fue además la rebelión en Cataluña.

De regreso en Zaragoza, Juan reclinó un ejército, pero entretanto la revuelta se había extendido y Enrique de Castilla, que ahora consideraba a Carlos como el futuro esposo de su hermana, invadió Navarra, poniéndose de parte de Carlos y en contra del rey de Aragón. Hasta ese momento, Carlos seguía prisionero, pero en vista de la situación del país, Juan decidió que no le quedaba otro camino que poner en libertad a su hijo.

El pueblo culpaba a Juana de lo sucedido y, para conseguir que volvieran a aceptar a su amada esposa, Juan declaró que había puesto en libertad a Carlos porque ella le había rogado que así lo hiciera.

En su extrema bondad, Carlos no guardó resentimiento alguno contra su madrastra y se dejó acompañar por ella mientras atravesaba Cataluña, camino de Barcelona, donde el rey esperaba que la presencia de su hijo ayudara a restablecer el orden. Cuando vio al príncipe en compañía de su madrastra, el pueblo

quedó convencido de que el afecto mutuo volvía a reinar en la familia.

Al pensar en los acontecimientos Blanca sacudió la cabeza. En aquellos momentos Carlos debía ser más cauteloso que nunca.

¿Qué habría ido pensando Juana durante aquel viaje a Barcelona, al ver que hombres y mujeres salían por millares a dar vivas a su príncipe y que sólo tenía miradas hoscas para la madrastra de éste?

Pero Carlos parecía incapaz de aprender de la experiencia. Tal vez estuviera cansado de la contienda; tal vez quisiera abandonar el campo de batalla para volver a sus libros, a sus cuadros; tal vez la situación le resultara tan angustiosa que deliberadamente se engañara.

Se negó a prestar oídos a las advertencias y prefirió creer que las seguridades de amistad que le brindaban su padre y su madrastra eran auténticas. Pero la reina estaba advertida de que sería una imprudencia de su parte entrar en Barcelona, donde se estaba preparando una especial bienvenida para Carlos.

Ahora los catalanes cerraban filas detrás de su príncipe. A Blanca le habían llegado nuevas de la gran bienvenida que había recibido Carlos al entrar en Barcelona.

-Hoy es en Cataluña -decía la gente-, y mañana será en Aragón. Carlos es el legítimo heredero del trono, y allí donde va, se hace querer. «Queremos a Carlos», grita el pueblo. «Y el rey de Aragón debe aceptarlo como heredero, o ya nos ocuparemos de que haya nuevo rey en Aragón. ¡El rey Carlos!» ¿Y el rey Juan? Ha herido en lo vivo al pueblo de Cataluña y los catalanes jamás lo dejarán entrar en su tierra a menos que pida humildemente, y obtenga, el permiso de su pueblo.

Que triunfe Carlos, rogaba Blanca. Pero, oh, Carlos, hermano mío, ¡éste es para ti el momento más peligroso!

Así, con esa temerosa premonición de desastre, seguía esperando.

Cuando el mensajero llegó, Blanca estaba en la ventana.

-Traedlo inmediatamente ante mí -ordenó a sus camareras-. Sé que es portador de noticias del príncipe, mi hermano.

Así era; y ya la expresión del mensajero le comunicó la naturaleza de la noticia.

-Alteza -balbuceó el mensajero-, os ruego humildemente que me perdonéis. Soy portador de una mala noticia.

-Decídmela, por favor, sin demora.

-El príncipe de Viana ha caído presa de una fiebre maligna, que según algunos dicen, contrajo mientras estuvo en prisión.

-Debéis decírmelo todo... pronto -susurró Blanca.

-El príncipe ha muerto, Alteza.

Silenciosamente, Blanca se dio vuelta y se dirigió a sus habitaciones; echó llave a la puerta y se tendió en la cama, sin decir nada, sin llorar.

Su dolor era todavía demasiado abrumador, demasiado profundo para hallar cauce en la expresión.

Más tarde, empezó a preguntarse por lo que todo eso significaba. Ahora, el pequeño Fernando era el heredero de Aragón. Su rival había sido eliminado oportunamente. ¿Eliminado? La palabra era desagradable, pero Blanca creía que en ese caso, era también correcta.

La idea era aterradora. Si sus sospechas eran fundadas, ¿era posible que su padre hubiera estado en antecedentes de un complot para asesinar a su propio hijo? Parecía increíble y sin embargo Juan era un ciego esclavo de su mujer, que lo había engatusado hasta llevarlo a adorar, como ella, al pequeño Fernando.

«¡El único amigo que tenía!» gimió. «¿Y qué será ahora de mí?» se preguntó luego.

Cuando empezó a amortiguarse el impacto de la pérdida, Blanca recordó que la muerte de Carlos la convertía en heredera de Navarra y supo que habría manos voraces, ávidas por arrebatarle lo que le pertenecía.

Su hermana, Leonor de Foix, estaría ansiosa de ocupar su lugar, y ¿de qué manera podría hacerlo, a no ser por la muerte de su hermana mayor? Habían eliminado a Carlos. ¿Le esperaría a ella el mismo destino?

«Santa Madre de Dios, rogó, permite que me dejen aquí, donde al menos tengo paz. Aquí, en este rincón de calma, donde puedo cuidar de las pobres gentes del pueblo de Olite, que en mí buscan lo poco que puedo darles, puedo tener paz, ya que no felicidad. Permite que me dejen aquí. Guárdame de ese campo de

batalla de envidia y ambiciones que Ha cosido la vida a mi hermano».

Navarra era una posesión peligrosa. Juana Enríquez querría adueñarse de ella para Fernando; Leonor la querría para su hijo, Gastón, que acababa de casarse con una hermana de Luis XI de Francia.

«Si mi madre hubiera sabido las angustias que me acarrearía esta propiedad», se dijo Blanca, «su testamento habría sido diferente».

En ese ánimo siguió esperando, pero su espera no fue larga.

Le llegó una carta de su padre en que éste le decía que tenía grandes noticias para ella. Hacía ya mucho tiempo que Blanca no tenía marido. Su matrimonio con Enrique de Castilla había sido anulado, es decir que Blanca estaba en libertad de casarse, si así lo deseaba.

Y el rey su padre deseaba que su hija se casara. Más aún, tenía una brillante alianza para ofrecerle. Su hermana Leonor gozaba del favor del rey de Francia, y pensaba que podría combinarse el matrimonio de Blanca con el duque de Berry, hermano del propio rey.

«Mi querida hija», escribía el rey, «es esta una oportunidad con la que no nos habríamos atrevido a soñar.»

Blanca leyó la carta una y otra vez.

Por qué será, se preguntaba, que aunque la vida nos haya maltratado y parezca apenas digna de vivirse, luchamos todavía por conservarla.

No creía en aquel matrimonio con el duque de Berry. Si Carlos había terminado por morir envenenado, ¿por qué no podía sucederle lo mismo a ella, a Blanca? Y si ella muriera, Leonor se quedaría con Navarra. Ese sí que sería un presente digno de su hijo, y como éste se había casado con la hermana del rey de Francia, Blanca no creía que Luis opusiera ninguna objeción si el crimen se cometía en su territorio.

«¡No debes ir a Francia!», le decían, desde su interior, voces de advertencia. También sus servidores, que la amaban, la previnieron sobre el riesgo de ir. Entonces, pensaba Blanca, no soy yo la única a quien le parece sospechosa la forma en que murió Carlos.

«El matrimonio no es para mí», escribió a su padre. «No tengo

deseo alguno de ir a Francia, ni siquiera por tan brillante matrimonio. Me propongo pasar el resto de mi vida aquí, en Olite, donde jamás dejaré de rogar por el alma de mi hermano.»

Tal vez el hecho de que Blanca hubiera mencionado a su hermano fue lo que encolerizó a su padre. ¿Quién podía saber lo que cargaba sobre su conciencia? Sumamente irritado, el rey le escribió diciéndole que era una estúpida si dejaba pasar tan maravillosa oportunidad.

«Sin embargo me quedaré en Olite», respondió Blanca, pero se equivocaba.

A altas horas de la noche se oyó en el patio el ruido de cascos de caballos, seguido de enérgicos golpes en la puerta.

-¿Quién llama? -preguntaron los guardias.