142534.fb2 CASTILLA PARA ISABEL - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

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-¡Abrid! ¡Abrid, que venimos en nombre del rey Juan de Aragón!

No quedaba otra salida que franquearles la entrada. El hombre que encabezaba la partida llevado a presencia de Blanca se inclinó profundamente ante ella, con una deferencia que apenas disimulaba la ostentación de autoridad.

-Os ruego humildemente que me perdonéis, Alteza, pero el rey os envía órdenes de que os preparéis para salir inmediatamente de Olíte.

-¿Con qué destino? -quiso saber Blanca.

-Rumbo a Bearne, señora, donde vuestra noble hermana os espera ansiosamente.

Conque Leonor la esperaba ansiosamente... sí, ¡con una abrasadora ambición para su hijo Gastón que sólo tenía paralelo con la de Juana Enríquez para su Fernando!

-He decidido que me quedaré en Olite -declaró Blanca.

-Lamento oíros decir eso -fue la respuesta-, pues las órdenes del rey son, Alteza, que si no consentís en venir, debemos llevaros a la fuerza.

-¡A eso hemos llegado! -gimió Blanca.

-Son las órdenes del rey.

-Permitidme que me retire con mis damas para hacer mis preparativos.

«Santa Madre de Dios», volvió a rogar «¿por qué este deseo de aferrarse a una vida que apenas si vale la pena vivir'»

Pero el deseo persistía.

-Preparaos -dijo Blanca a sus camareras de más confianza-. Tenemos que dejar Olite. Debemos escapar. Es indispensable que no nos lleven a Bearne.

Pero, ¿adonde podía ir?, se preguntaba Blanca. ¿A Castilla? Enrique la apoyaría. Aunque la hubiera repudiado, jamás se había mostrado cruel con ella. Con todos los defectos que tenía, Blanca no creía que Enrique se hiciera cómplice de asesinato. Le explicaría las sospechas que abrigaba respecto de la muerte de Carlos, y le rogaría que la salvara de un destino similar.

A Castilla... y a Enrique. Ya tenía la respuesta.

Si pudiera evadirse del palacio por algún pasadizo secreto... si pudiera tener un caballo esperándola...

En un susurro dio sus instrucciones.

-Debemos darnos prisa. Los hombres de mi padre ya están en el palacio. Tened dispuestos los caballos. Yo me escaparé, acompañada por mi paje principal y una de mis damas. Apresuraos, que no hay tiempo que perder.

Mientras la vestían para el viaje, Blanca oía rumor de voces detrás de su puerta, y los pasos de los soldados de su padre por el palacio.

Mientras el corazón le latía tumultuosamente salió del palacio por una puerta secreta. El paje la esperaba y silenciosamente la ayudó a montar a caballo. Su doncella favorita estaba con ella.

-Vamos -exclamó Blanca y tocó levemente el flanco de su caballo, pero antes de que el animal pudiera ponerse en movimiento un par de fuertes manos se apoderaron de las riendas.

-Os lo agradecemos muchísimo, Alteza -dijo junto a ella una voz triunfante-. Os habéis vestido con gran presteza. Ahora ya no demoraremos. Nos encaminaremos inmediatamente hacia la frontera.

Después fue la cabalgata a través de la noche, oscura, pero menos oscura que el sombrío presentimiento que encogía el corazón de Blanca mientras cabalgaban hacia Bearne.

En la corte de Castilla se había producido un gran acontecimiento. Lo que la mayoría de los castellanos empezaban ya a creer que jamás sucedería, estaba en vías de producirse. La reina estaba encinta.

-No puede ser del rey -era el comentario general-. Eso es imposible.

-Entonces, ¿de quién?

No había más que una respuesta. El fiel amante de Juana era Beltrán de la Cueva, que era además amigo del rey.

Era astuto, ese hombre joven, brillante y apuesto. Sabía cómo complacer al rey, cómo ser para él un compañero ingenioso y entretenido, al mismo tiempo que era el amante devoto y apasionado de la reina.

Eran muchos los que se reían de la audacia del hombre y algunos lo admiraban; pero también estaban aquellos a quienes la situación indignaba y que se sentían postergados.

Entre estos últimos estaban el marqués de Villena y su tío, Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo.

-Es una situación ridícula -decía Villena a su tío-. Si la reina está encinta es evidente que el hijo no es de Enrique. ¿Qué haremos? ¿Permitiremos que un bastardo sea el heredero del trono?

-Debemos hacer todo lo que esté en nuestras manos para impedirlo -respondió virtuosamente el arzobispo.

Ambos estaban decididos a provocar la caída de Beltrán de la Cueva, quien gradualmente iba desplazándolos de la situación de autoridad en que durante tanto tiempo se habían mantenido respecto del rey.

-Si la criatura nace y sobrevive -dijo Villena a su tío-, ya sabremos qué hacer.

-Entretanto -agregó el arzobispo-, debemos asegurarnos de que todo el mundo tenga presente que es imposible que el niño sea hijo del rey, y que su padre es, sin sombra de duda, Beltrán de la Cueva.

Enrique estaba encantado de que finalmente, después de ocho años de matrimonio, la reina hubiera quedado encinta.

Estaba al tanto de los rumores, referentes no solamente a su esterilidad, sino a su impotencia. Se decía que esa era la razón de que se dispusieran para él orgías donde imperaban prácticas antinaturales y lascivas. Por eso le alegraba el embarazo de Juana; Enrique abrigaba la esperanza de que sofocara los rumores.

Y en cuanto a él mismo, ¿se consideraba causante del emba-

razo de su mujer? El rey era muy capaz de engañarse; había llegado a creer cada vez más en sus propios engaños.

De modo que se ofrecieron bailes y banquetes en honor del niño por nacer. El rey se dejó ver públicamente en compañía de la reina, más de lo que era su costumbre. Naturalmente, Beltrán de la Cueva, dilecto amigo de la regia pareja, estaba presente en muchas de tales ocasiones.

Cuando Enrique elevó a Beltrán a la dignidad de conde de Le-desma, en la corte hubo cejas que se arquearon cínicamente.

-¿Es que ahora han de concederse honores a los amantes serviciales que se encargan de lo que no pueden conseguir los maridos impotentes?

A Enrique no le interesaban las murmuraciones y fingía no enterarse de ellas.

En cuanto a Juana, se burlaba de las habladurías, pero constantemente se refería al niño como hijo de ella y del rey y, pese a los comentarios malignos, había quienes le daban crédito.

En la corte se percibía la tensión, en espera del nacimiento. ¿Sería un varón? ¿Una niña?

¿Se parecería el niño a la madre o al padre?

-Esperemos -decían los cínicos cortesanos- que se parezca a alguien a quien de alguna manera podamos reconocer. Los misterios que no se pueden aclarar resultan fastidiosos.

Hubo un día de marzo en que se produjeron grandes cambios en Arévalo, cambios tan importantes que Isabel jamás los olvidaría, porque ellos señalaron el fin de su infancia.

La niña había vivido en medio de la euforia desde que se había enterado de la muerte de Carlos. Le pareció en ese momento que sus plegarias habían sido escuchadas; ella había rogado que sucediera un milagro que le permitiera guardarse para Fernando, y he aquí que el hombre que debía haber ocupado el lugar de él había sido eliminado de este mundo.