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-Eso poco importa, hijo mío. Las mismas palabras se dicen en toda la corte. Dicen que la niña es hija bastarda de Beltrán de la Cueva, y ¿quién puede dudarlo? Dímelo... ¡dímelo, si puedes! Pero, ¿por qué has de decirme tal cosa, si tú estarás dispuesto para aceptar el poder y la gloria cuando te sean concedidos? Tal es el día que ansío ver. ¡El día en que vea a mi Alfonso como rey de Castilla!
-Alfonso -ordenó Isabel, con voz calma y autoritaria-, ve a llamar a las damas de la reina. Ve enseguida.
-No pasará mucho tiempo -prosiguió la reina viuda, sin haber oído las palabras de su hija, ni darse cuenta de que Alfonso había salido de la habitación-. El pueblo no tardará en sublevarse. ¿No lo percibisteis en la capilla? ¡El sentimiento... la cólera! No me habría sorprendido que alguien arrebatara a la bastarda de bajo el palio de seda. Nada... nada me habría sorprendido.
«Madre Santa...», rogaba Isabel, «haced que vengan pronto. Que la lleven a su habitación. Que la tranquilicen sin que tengamos que ver cómo los médicos la sujetan y la obligan a aceptar las drogas».
-Esto no puede seguir -vociferaba la reina-. Yo he de ver coronado a mi Alfonso. Enrique no hará nada, no tendrá poder alguno. Su destino al cubrir de honores al padre de la bastarda lo llevará a la ruina. ¿No visteis las miradas? ¿No oísteis los comentarios?
Con los puños cerrados, la reina había empezado a golpearse el pecho.
«Por favor, que vengan pronto», rogaba Isabel.
Después que se llevaron a su madre, la infanta se sintió agotada, Alfonso se demoraba, deseoso de hablar con ella, pero Isabel tenía miedo de hablar con su hermano. Tenía la certeza de que eran muchos los riesgos inminentes y en el gran palacio uno nunca podía estar seguro de que no hubiera alguien escondido en algún lugar secreto para escuchar lo que se decía.
Era sumamente peligroso, bien lo sabía Isabel, hablar de cambios de reyes mientras el rey aún vivía; y si fuera verdad -como naturalmente lo era- que a ella y a Alfonso los habían llevado a la corte para que su hermano Enrique pudiera estar seguro de que no se convertirían en foco de rebelión, entonces era indudable que los vigilaban de cerca.
Isabel se envolvió en una capa para salir al jardín. Las ocasiones en que podía estar sola eran raras y la infanta no ignoraba que se harían más raras aún, ya que no debía esperar que en la corte pudiera disfrutar de la misma libertad de que gozaba mientras se encontraban en Arévalo.
Sin embargo todavía la consideraban apenas una niña y la infanta abrigaba la esperanza de que la situación se mantuviera durante algún tiempo. No quería verse complicada en los proyectos de rebelión que atormentaban el ya sobrecargado cerebro de su madre.
Isabel creía firmemente en la ley y el orden. Enrique era rey porque era el hijo mayor del padre de ambos y a la infanta le parecía mal que cualquier otro pudiera ocupar su lugar mientras él viviera.
Se quedó mirando la corriente del Manzanares y más allá la llanura que se extendía hasta las montañas lejanas; entretanto, advirtió el rumor de pasos que se acercaban a ella y, al darse vuelta, vio a una muchacha que venía a su encuentro.
-¿Deseas hablar conmigo? -le preguntó Isabel.
-Si estáis dispuesta a hacerme la gracia de escucharme, princesa.
Era una hermosa muchacha, de rasgos acusados. Debía tener unos cuatro años más que Isabel y, por ende, a los ojos de ésta, con sus once años, parecía casi una adulta.
-Sin duda alguna -accedió Isabel.
La joven se arrodilló a besarle la mano, pero la infanta no se lo permitió.
-Levántate, por favor, y ahora dime lo que tengas que decirme.
-Señora, me llamo Beatriz Fernández de Bobadilla y es un gran atrevimiento de mi parte darme a conocer con tan poca ceremonia; pero os vi caminar aquí a solas y pensé que si mi señora podía conducirse de manera no convencional, también a mí me estaría pemitido.
-Es grato eludir las convenciones de vez en cuando -coincidió Isabel.
-Tengo una noticia, señora, que me llena de alegría. Pronto he de seros presentada como vuestra dama de honor. Desde que lo supe espero ansiosa el momento de veros y cuando lo conseguí, en la ceremonia que se realizó en la capilla, me di cuenta de que mi deseo es serviros. Cuando os sea presentada formalmente tendré que pronunciar las palabras acostumbradas, que nada significan... que nada dirán de mis verdaderos sentimientos. Por eso, princesa Isabel, quería que supierais la verdad de mi sentir.
Isabel luchó contra la desaprobación que semejantes palabras despertaban en ella. La habían educado en la creencia de que la etiqueta cortesana era lo único importante, pero cuando la muchacha levantó los ojos, la infanta vio que los tenía llenos de lágrimas, e Isabel no estaba inmunizada contra la emoción.
Se dio cuenta de lo sola que estaba. No tenía con quién hablar de las cosas que más le interesaban. Alfonso era, sin duda, su compañero más próximo, pero era aún muy pequeño, además de no pertenecer a su sexo. Isabel jamás había podido ser realmente compañera de su madre y la idea de tener una doncella de honor que fuera al mismo tiempo su amiga se le hacía muy atrayente.
Además, y bien a pesar de sí, no podía dejar de admirar la osadía de Beatriz Fernández de Bobadilla.
-Deberías haber esperado a que nos presentaran formalmente -se oyó decir-, pero ya que nadie nos ve... ya que nadie sabrá qué es lo que hemos hecho...
Naturalmente, no era esa la forma en que debía conducirse una princesa, pero Isabel estaba ávida de la amistad que se le ofrecía.
-Sabía que diríais eso, princesa -susurró Beatriz-, y por eso me he atrevido.
Cuando se levantó, le brillaban los ojos.
-Apenas si podía esperar a veros, señora -repitió-. Y sois exactamente como yo os imaginaba. Jamás tendréis razón alguna para lamentar que me hayan designado para vuestro servicio. Cuando nos hayamos casado, os ruego que no establezcáis diferencia y me permitáis seguir a vuestro servicio.
-¿Cuando nos hayamos casado? -interrogó Isabel.
-Pues sí, casado. Así como vos sois la prometida del príncipe Fernando de Aragón, yo estoy prometida a Andrés de Cabrera.
Al oír mencionar a Fernando, Isabel se ruborizó levemente, pero Beatriz ya seguía hablando:
-Sigo con gran interés las aventuras del príncipe Fernando, porque sé que está comprometido con vos.
-¿Podríamos caminar un poco? -preguntó en voz baja Isabel, conteniendo el aliento.
-Sí, princesa, pero debemos tener cuidado de que no nos vean. Si alguien nos viera, me reñirían por haber tenido la osadía de aproximarme a vos.
Por una vez a Isabel no le importó la posibilidad de que las descubrieran, a tal punto estaba deseosa de hablar de Fernando.
-¿A qué te referías cuando dijiste que habías seguido las aventuras del príncipe Fernando?
-A que siempre que puedo intento saber algo de él, princesa. He tenido noticias del inquietante estado de cosas en Aragón y de los peligros que acechan a Fernando.
-¿Peligros? ¿Qué peligros?
-Como sabéis, en Aragón hay guerra civil y esa es una situación peligrosa. Dicen que se debe a que la reina de Aragón, la madre de Fernando, es capaz de arriesgar todo lo que tiene con tal de asegurar las ventajas de su hijo.
-Pues debe amarlo tiernamente -dijo Isabel, cavilosa.
-Princesa, no hay ser viviente que sea más amado que el joven Fernando.
-Porque es digno de serlo.
-Y porque es hijo único de la mujer más ambiciosa que existe. Es un milagro que haya salido vivo de Gerona.
-¿A qué te refieres? No he oído nada de eso.
-Pero, princesa, ya sabéis que los catalanes se levantaron contra el padre de Fernando por causa de Carlos, el hermano mayor de Fernando, a quien tanto amaban. Carlos murió súbitamente y se difundieron rumores. Se dijo que su muerte había sido provocada con la intención de que Fernando heredara los dominios de su padre.
-¡Fernando no participaría en un asesinato!
-Claro que no. Ni podría, puesto que no es más que un niño. Pero su madre, y también su padre, que está completamente dominado por ella, son presa de una desmesurada ambición por él. Cuando su madre llevó a Fernando a Cataluña para recibir el juramento de fidelidad, el pueblo se levantó furioso. Dijeron que el fantasma de Carlos, el medio hermano de Fernando, andaba por las calles de Barcelona, clamando que había sido víctima de un asesinato y que el pueblo debía vengarlo. Dicen que en su tumba han sucedido milagros y que Carlos era un santo.