142534.fb2 CASTILLA PARA ISABEL - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 24

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Con la sensación de verse obligada a jugar un juego disparatado, en desacuerdo con su dignidad que se había acrecentado desde su llegada a la corte, Isabel se dejó conducir detrás de los cortinajes.

Minutos después, don Pedro era introducido en las habitaciones de la reina viuda.

-Alteza -saludó, arrodillándose-, me hacéis un honor al recibirme.

-Para mí es un placer -fue la respuesta.

-Tenía la sensación, Alteza, de que no os ofendería al acercarme así a vos.

-Claro que no, don Pedro. Estoy dispuesta a oír vuestra proposición.

-Alteza, ¿me autorizáis a sentarme?

-Ciertamente.

Isabel oyó el roce de las patas de las sillas, mientras ambos se sentaban.

-Alteza.

-Os escucho, don Pedro.

-Hace mucho tiempo que me he fijado en vos. En las felices ocasiones en que he presenciado alguna ceremonia donde Vuestra Alteza estaba presente, no he tenido ojos más que para vos.

En la habitación se produjo un silencio extraño, que Isabel no dejó de percibir.

-Confío, Alteza, en no haber pasado del todo inadvertido para vos.

-No podría pasar inadvertido el hermano de un personaje como el marqués de Villena -respondió la reina, con voz que revelaba su perplejidad.

-Ah, mi hermano. Quisiera haceros saber, Alteza, que los intereses de él son los míos. Somos uno los dos, en nuestro deseo de ver en paz el reino.

-Es lo que yo imaginaba, don Pedro -la voz de la reina traducía su alivio.

-¿Os sorprendería, Alteza, que os dijera que ocasiones ha habido en que mi hermano, el marqués, me ha confiado sus proyectos y ha escuchado mi consejo?

-En modo alguno. Sois el Gran Maestre de una orden sagrada, y sin duda debéis ser capaz de aconsejar... espiritualmente... a vuestro hermano.

-Alteza, hay una causa por la que yo trabajaría... en cuerpo y alma... porque vuestro hijo, el infante Alfonso, sea aceptado como heredero del trono de Castilla. Quisiera ver a la pequeña

bastarda, que ahora pasa por heredera, denunciada como lo que es. No pasará mucho tiempo sin que esto suceda, si...

-¿Si qué, don Pedro?

-Ya he hablado a Vuestra Alteza de la influencia que tengo ante mi hermano, y bien conocéis vos el poder que él tiene en el país. Si vos y yo fuéramos amigos, no hay nada que yo no hiciera... no solamente hacer proclamar heredero al niño, sino... pero esto ha de decirse en un susurro. Venid, dulce señora, permitid que os lo diga al oído... sino deponer a Enrique en favor de vuestro hijo Alfonso.

-¡Don Pedro!

-Si fuéramos amigos, dije, queridísima señora.

-No os entiendo. Vuestro hablar es enigmático.

-Oh, no sois tan ciega como queréis hacerme creer. Todavía sois una hermosa mujer, señora. Vamos... vamos... sé que vivisteis muy piadosamente en ese mortífero lugar, Arévalo... pero ahora estáis en la corte. No sois vieja... ni lo soy yo. Y creo que cada uno podría aportar gran placer a la vida del otro.

-Me parece, don Pedro -interrumpió la reina viuda-, que debéis estar padeciendo un pasajero ataque de locura.

-Qué esperanza, señora, qué esperanza. También vos os sentiríais mejor si llevarais una vida más natural. Vamos, no seáis tan gazmoña, y seguid la moda. Os juro por los santos que jamás lamentaréis el día en que lleguemos a ser amantes.

La reina viuda se había puesto en pie de un salto; Isabel oyó el áspero chirrido de la silla, y no se le escapó tampoco la nota de alarma en la voz de su madre. Al mirar por entre los pliegues del brocado, vio a un hombre de rostro purpúreo que le pareció el símbolo de lo que hay de más bestial en la naturaleza humana, y vio a su madre, perdida ya la calma, con una expresión de horror y miedo que ella no alcanzaba a comprender del todo.

Isabel adivinó que, a menos que el hombre se retirara, su madre empezaría a gritar y a agitar los brazos y él sería testigo de una de esas angustiosas escenas que ansiaba que nadie viera, salvo aquellos en quienes podía tener absoluta confianza.

Olvidando la orden de mantenerse oculta, la infanta salió de su escondite y volvió a la habitación.

El hombre de rostro purpúreo y expresión maligna se le quedó mirando como si estuviera viendo un fantasma. Cierta-

mente, debía de parecerle extraño verla de pronto ahí, como si se hubiera materializado de la nada.

Isabel se irguió en toda su estatura; jamás había tenido a tal punto el porte de una princesa de Castilla.

-Señor -dijo con frialdad-, os ruego que os retiréis... inmediatamente.

Don Pedro la miraba, incrédulo.

-¿Será necesario que os haga expulsar por la fuerza? -continuó la joven Isabel.

Tras un momento de vacilación, don Pedro hizo una reverencia y salió.

La infanta se volvió hacia su madre, que temblaba de tal manera que le era imposible hablar.

La acompañó hasta una silla y se quedó junto a ella, rodeándola con sus brazos en un gesto de protección.

-Alteza, ya se ha ido -le susurró dulcemente-. Es malo, pero se ha ido, no volveremos a verlo. No tembléis así. Dejadme que os lleve a vuestro lecho para que podáis descansar. Ese hombre maligno ya se ha ido.

La reina viuda se levantó y dejó que su hija la tomara del brazo.

Desde ese momento Isabel sintió que era ella quien debía cuidar de su madre, que en ella residía la fuerza que debía proteger a su madre y a su hermano de las perversidades de esa corte, de ese remolino de intrigas que amenazaba con arrastrarlos hacia... ¿dónde? La joven no podía imaginarlo.

Lo único que sabía era que se sentía capaz de defenderse sola, de sortear los años de peligro que la esperaban antes de alcanzar la seguridad de estar junto a Fernando.

La reina viuda mandó llamar a Isabel. Tras haberse recuperado del impacto producido por las proposiciones de Girón, ya no estaba atónita, sino muy enojada.

-Lamento, hija mía -se disculpó-, que hayáis debido presenciar tan desagradable escena. Ese hombre debe ser severamente castigado. No tardará en lamentar el día en que me sometió a semejante humillación. Vendíais conmigo ante el rey, a dar testimonio de lo que habéis oído.

Isabel se sintió alarmada. Se daba perfecta cuenta de lo lamentable que había sido la conducta del Gran Maestre de la Orden de Calatrava, pero había abrigado la esperanza de que, una vez desaparecido éste de la presencia de su madre, el incidente quedara olvidado, ya que recordarlo no podía servir para otra cosa que para excitar en demasía a la reina.

-Ahora iremos a presencia de Enrique -continuó su madre-. Le he hecho decir que debo verlo por un asunto de gran importancia, y se ha mostrado dispuesto a recibirnos -la reina viuda miró a su hija y los ojos se le llenaron de lágrimas-. Mi querida Isabel -continuó-, me temo que muy rápidamente estáis dejando atrás la infancia. Y eso es inevitable, si debéis vivir en esta corte. Desearía, hija querida, que vos y yo y vuestro hermano pudiéramos regresar a Arévalo. Pienso que allí seríamos mucho más felices. Venid.

Enrique las recibió con muestras de afecto, haciendo cumplidos a Isabel por su apariencia.