142534.fb2 CASTILLA PARA ISABEL - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

CASTILLA PARA ISABEL - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

Habría sido mejor, solía pensar Blanca, que su madre jamás hubiera heredado Navarra de su padre, Carlos III.

Con frecuencia la prisionera soñaba que Carlos venía a advertirle que huyera de ese castillo sombrío. A la mañana siguiente, Blanca jamás sabía con seguridad si había soñado que lo veía o si realmente su hermano había estado con ella. Decíase que su fantasma se paseaba por las calles de Barcelona. Tal vez las almas de quienes morían asesinados anduvieran efectivamente por la tierra, advirtiendo a los que amaban que corrían un peligro similar, o tal vez procurando vengarse de sus asesinos. Pero Carlos jamás había sido vengativo. Siempre fue demasiado pacífico; de haberlo sido menos, sin duda habría conseguido agrupar eficazmente al pueblo en contra de su padre y de su madrastra, y en ese momento sería él -y no el pequeño Fernando- el heredero de la corona de Aragón. Pero los sacrificados eran siempre los pacíficos.

Blanca se estremeció. Su carácter era muy semejante al de Carlos, y se sentía como rodeaba de advertencias: como a Carlos, a ella también le llegaría el momento.

Había ocasiones en que se sentía impulsada a viajar a Aragón y hacer el intento de razonar con su padre y su madrastra, o en que pensaba en acudir a su hermana Leonor y a Gastón de Foix, el marido de ésta, para hablarles de sus sospechas.

¿Qué os ha traído ese espantoso crimen?, diría a su padre y a su madrastra. Habéis hecho de Fernando, y no de Carlos, el heredero de la corona de Aragón, pero ¿qué ha sucedido con Aragón? El pueblo murmura continuamente en contra de vosotros. No han olvidado a Carlos, y la pugna continúa. Y un día, cuando estéis próximos al fin de vuestras vidas, recordaréis al hombre que murió por orden vuestra y os acometerá un remordimiento tal que preferiríais haber muerto antes que haber cometido semejante crimen.

Y a Leonor y su marido:

Queréis quitarme del medio para que Navarra pase a vuestras manos. Vuestro deseo es que vuestro hijo Gastón sea soberano de Navarra. Oh, Leonor, escucha a tiempo mi advertencia. Recuerda lo que sucedió con Carlos. Que no sea la tierra, ni las riquezas, ni la ambición, aunque la hayáis centrado en vuestro hijo, motivo para que mancilléis vuestra alma con el asesinato de vuestra hermana.

No se podía culpar al joven Gastón como tampoco al pe-

queño Fernando. Ellos no participaban de los crímenes, aunque por ellos estuvieran sus padres dispuestos a cometerlos. Y sin embargo, ¿qué clase de hombres llegarían a ser, puesto que finalmente habrían de saber que lo que para ellos se ambicionaba había constituido motivo de crímenes? ¿No harían también ellos, como sus padres, de la ambición el rasgo dominante de su vida?

«Soy una mujer solitaria y asustada», decíase Blanca.

Sí, estaba asustada. Hacía ya dos años que vivía atemorizada. Cada día, al despertarse, se preguntaba si sería el último, cada noche dudaba de volver a ver la mañana.

Cuando llegó a Bearne, Blanca estaba frenética, buscando desesperadamente una forma de escapar.

Había tenido la sensación de no contar con ayuda alguna... hasta que recordó a Enrique, el marido que la había repudiado. Era extraño haberse acordado de él, pero... ¿en realidad lo era? Enrique tenía una ternura que en otros no se encontraba. Era un libertino, era el hombre que engañosamente le había hecho creer que se proponía conservarla en Castilla, en el momento mismo en que hacía planes para deshacerse de ella y, sin embargo, hacia él se había vuelto Blanca en su desamparo.

En aquel momento le había escrito recordándole que ambos no eran solamente ex esposos, sino también primos. ¿Recordaba él alguna vez lo felices que habían sido cuando Blanca llegó a Castilla? Ahora estaban separados y ella era una mujer solitaria, obligada a exiliarse de su hogar.

Al recordar aquella carta la prisionera vertió algunas lágrimas. Durante aquellos primeros días de su matrimonio había sido feliz. Entonces no conocía a Enrique; era demasiado joven, demasiado inexperta para creer que un hombre tan afectuoso, tan decidido a complacerla como parecía su marido, pudiera ser tan superficial, tan poco sincero, tan incapaz de sentir en realidad las profundas emociones que falsamente había expresado.

¿Cómo podría haberse imaginado, en aquella época, la tragedia que la esperaba? ¿Qué imagen podía haberse hecho de los largos años de esterilidad, cuya conclusión inevitable había sido verse desterrada a ese castillo sombrío donde la muerte acechaba, en espera del momento de descuido en que pudiera abalanzarse sobre ella?

-Hace dos años que estoy aquí -murmuró-. Dos años... espe-

rando... percibiendo la maldad... sabiendo que me han traído aquí para acabar con mi vida.

En aquella última carta frenética dirigida a Enrique, Blanca había renunciado a sus derechos sobre Navarra en favor del marido que la había repudiado, pues le pareció entonces que, desaparecida la causa de la envidia, tal vez la dejaran vivir.

Aquella carta, ¿había sido un enjuiciamiento de Enrique? ¿Blanca estaba diciéndole que si le cedía Navarra era porque estaba en Bearne, porque era una prisionera solitaria y asustada? ¿Creía aún que Enrique era un noble caballero, capaz de acudir en rescate de una mujer amenazada, por más que hubiera dejado de amarla?

-Siempre fui una estúpida -murmuró tristemente Blanca.

En Castilla, Enrique llevaba su vida alegre y voluptuosa, rodeado de sus amantes y de su mujer que, al parecer, compartía sus gustos. Qué tonta había sido Blanca al imaginar que pudiera pensar, aunque fuera fugazmente, en el peligro que corría una mujer que había dejado de interesarle desde el momento en que estuvo satisfactoriamente (desde su punto de vista) divorciado de ella, y pudo alejarla de su lado. Ninguna ayuda le llegó de Enrique. Habría sido lo mismo que no le hubiera ofrecido Navarra: él era demasiado indolente para aceptarla.

Navarra siguió, pues, siendo su herencia, la tierra codiciada por cuya causa la muerte se paseaba por el castillo de Ortes, en espera del momento propicio para asestar el golpe.

Al llegar la noche, los temores de Blanca aumentaban.

Sus doncellas la ayudaban a acostarse y dormían en el mismo aposento de ella, porque así la prisionera se sentía más tranquila.

Era imposible que no percibieran la intensidad del miedo que penetraba el lugar; Blanca sentía cómo se sobresaltaban al oír un paso, las veía levantarse de un salto cuando oían voces o pasos de alguien que llamaba a la puerta.

A Ortes llegó un mensajero, portador de una carta de la condesa de Foix a su hermana Blanca. La carta era afectuosa y hablaba de un matrimonio que la condesa procuraba arreglar

para su hermana. El desdichado episodio de Castilla no debía ser motivo para que Blanca pensara que su familia la dejaría seguir en esa vida de ermitaña.

«No me importa llevar esta vida de ermitaña», pensó Blanca. «Lo único que me importa es vivir.»

El mensajero de la condesa de Foix estaba en una de las cocinas, bebiendo un vaso de vino.

El sirviente que se lo había llevado se demoró en retirarse, hasta que llegó el momento en que quedaron a solas. Entonces el mensajero abandonó la sonrisa placentera con que había estado bebiendo su vino, para dirigirse al sirviente con el ceño fruncido en un gesto de cólera:

-¿A qué se debe esta demora? Si esto continúa tendrás que darme explicaciones.

-Señor, es que no es fácil.

-No comprendo esas dificultades, ni las comprenden otros.

-Señor, lo he intentado... una o dos veces.

-Entonces eres un chapucero y no tendremos paciencia contigo. ¿No te imaginas cuál puede ser tu destino? A ver, saca la lengua. ¡Bien! La tienes bien rosada y creo que eso es signo de salud. Y juraría que te sirve. Juraría que ha desempeñado su buen papel para atraer a las doncellas a tu cama, ¿eh? Sí, ya lo sé. Por prestarles demasiada atención has descuidado tu deber. Pero te diré una cosa: podrías quedarte sin lengua y serías muy desdichado sin ella. Y esa, amigo mío, no es más que una de las desdichas que podrían acaecerte.

-Señor, necesito tiempo.

-Has estado perdiéndolo. Te daré otra oportunidad. Debe suceder antes de las veinticuatro horas de mi partida. Me quedaré en la posada cercana, y si en veinticuatro horas no me llevan la noticia...

-No... no tendréis de qué quejaros, señor.

-Así está bien. Lléname el vaso ahora... y recuerda.

El mensajero había partido y Blanca se sintió más tranquila al ver que se alejaba.

Siempre pensaba que su hermana o su padre enviarían a alguno de sus servidores para ocuparse de ella.

Llamó a sus damas para pedirles que le trajeran su bordado. Podían trabajar un rato, les dijo.

La labor de aguja era un consuelo; le permitía creer que estaba de vuelta al pasado, cuando había sido miembro de una familia feliz: en su hogar de Aragón, cuando su madre vivía, antes de que siniestros designios cundieran en su casa, o tal vez en Castilla, en los primeros días de su matrimonio.

Durante esas horas que siguieron a la partida del mensajero sus temores fueron menos apremiantes.

Cenó en compañía de sus damas, como era su costumbre, y poco después de la comida empezó a quejarse de dolores y mareos.

Las camareras la ayudaron a acostarse y, al sentir que los dolores se hacían más violentos, Blanca comprendió.

Conque era eso. No un cuchillo en la oscuridad, ni un par de manos asesinas en torno de la garganta. Qué tontería, una vez más, haber pensado que podría ser eso, cuando había una forma más segura... la misma que había servido para Carlos. Dirían que había muerto de un cólico, o de una fiebre. Y los que dudaran de que su muerte hubiera sido natural no se molestarían en dudar del veredicto... o no se atreverían.

«Qué sea rápido, imploró. Oh, Carlos... ahora me encontraré contigo».

A la posada llegó un mensaje y, cuando fue entregado a su destinatario, éste lo leyó con calma, sin dar señal alguna de sorpresa ni de emoción.