142534.fb2 CASTILLA PARA ISABEL - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 27

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-Volveremos al castillo -dijo a su palafrenero y ambos partieron inmediatamente hacia Ortes tan rápido como se lo permitían sus cabalgaduras.

Al llegar, hizo reunir a los sirvientes para hablar con ellos.

-Os hablo en nombre del conde y de la condesa de Foix -les dijo-. Debéis seguir con vuestras ocupaciones como si nada hubiera sucedido. Vuestra señora será sepultada sin ruido alguno y la noticia de su muerte no debe salir de estas murallas.

Una de las mujeres se adelantó para hablar.

-Quisiera deciros, señor, que temo que mi señora haya sido víctima de un cruel asesino. Estaba bien cuando nos sentamos a

comer, pero inmediatamente después se descompuso. No sé si estáis de acuerdo en que debería hacerse una investigación.

El mensajero la miró fijamente, con los pesados párpados entrecerrados. En su mirada había algo tan frío, tan amenazante, que la mujer empezó a temblar.

-¿Quién es esta? -preguntó el hombre.

-Señor, estaba al servicio de la reina Blanca, que la amaba mucho.

-Tal vez eso explique su desvarío -el tono frío e implacable transmitía una advertencia que todos los presentes percibieron-. Pobre mujer-prosiguió el mensajero-, si es víctima de alucinaciones debemos ocuparnos de que esté bien atendida.

-Señor, es histérica y no sabe lo que dice -intervino otra de las mujeres-. Sentía mucho afecto por la reina Blanca.

-Sea como fuere, habrá que atenderla... a menos que recupere la cordura. En cuanto a vosotros, no olvidéis las órdenes del conde y de la condesa. Esta lamentable noticia debe mantenerse secreta mientras no se den órdenes en sentido contrario. Si alguien las desobedece será necesario castigarlo. Ocupaos de la pobre amiga de la difunta reina y haced que entienda bien los deseos del conde y de la condesa.

Un escalofrío casi palpable recorrió a quienes lo escuchaban.

Todos comprendieron. Entre ellos se había cometido un asesinato. Su dulce señora, que a nadie había dañado y había hecho tanto bien a muchos, había sido eliminada y a ellos se les advertía que una dolorosa muerte sería la recompensa para quien se atreviera a levantar la voz en contra de sus asesinos.

ALFONSO DE PORTUGAL, UN

PRETENDIENTE PARA ISABEL

Los dedos de la reina Juana jugueteaban con el pelo oscuro y brillante de su amante. Beltrán se inclinó sobre ella y, mientras se besaban, Juana advirtió que no era ella el centro de sus pensamientos, sino la brillante materialización de sus sueños.

-Amado Beltrán -le preguntó- ¿estáis contento?

-Creo, amor mío, que la vida nos trata bien.

-Qué largo camino habéis recorrido, Beltrán, desde aquel día que os miré por mi ventana y os abrí las puertas de mi alcoba. Pues bien, hay un camino a la gloria que pasa por las alcobas de los reyes. Y de las reinas, como vos muy bien habéis descubierto.

Él la besó con pasión.

-¡Combinar el deseo con la ambición, el amor con el poder! ¡Qué singular fortuna he tenido!

-También yo. Me debéis vuestra buena fortuna, Beltrán, y yo debo la mía a mi buen sentido. De modo que ya veis que puedo felicitarme más de lo que vos mismo os felicitáis.

-Tenemos la suerte de tenernos el uno al otro.

-Y de tener al rey, mi marido. ¡Pobre Enrique! Con los años va haciéndose más áspero. A veces me lo figuro como un buen perro viejo, que se va poniendo un poco obeso, un poco ciego, un poco sordo... en sentido figurado, claro... pero que sigue teniendo tan buen carácter que nunca gruñe, aunque lo descuiden o lo insulten, y siempre está dispuesto a ladrar amistosamente o a menear el rabo si se tiene una pequeña atención con él.

-Es que comprende su buena suerte, al tener una reina como vos. Sois incomparable.

Ella soltó la i isa.

-Pues empiezo a creer que lo soy. ¿Quién más habría podido ser la madre de la heredera de Castilla?

-Nuestra queridísima Juanita... ¡qué encantadora es!

-Tanto, que debemos asegurarnos de que nadie le arrebate la corona. Porque lo intentarán, mi amor. Cada vez son más insolentes. Ayer, alguien habló de ella como la Beltraneja, de manera que yo pudiera oírlo.

-¿Y os enojasteis?

-Hice alarde de virtuoso enojo, pero en mi interior estaba un poco orgullosa, sentí cierto placer.

-Se trata de un orgullo y de un placer que debemos dominar, mi muy amada. Debemos planear con miras a ella.

-Es lo que me propongo hacer. Ya me imagino el día en que la veamos ascender al trono. No creo que Enrique llegue a vivir mucho. Se entrega en exceso a un tipo de placeres que, al tiempo que lo entretienen, van privándolo de salud y de fuerza.

Beltrán se quedó pensativo.

-Me pregunto a veces -murmuró- qué pensará para sus adentros cuando oye el mote de nuestra pequeña.

-Es que no lo oye. ¿No sabéis que Enrique tiene los oídos más acomodadizos de Castilla? No conocen más rival que sus ojos, igualmente empeñados en servirle. Cuando Enrique no quiere escuchar, es sordo; cuando no quiere ver, es ciego.

-¡Si pudiéramos dar con alguna fórmula mágica que hiciera igualmente acomodadizos los ojos y los oídos de quienes lo rodean!

Juana se estremeció fingidamente.

-No me gusta ese importantísimo marqués. Demasiadas ideas dan vueltas en esa orgullosa cabeza.

Beltrán hizo un lento gesto afirmativo.

-He visto una expresión alarmante en sus ojos cuando los posa en el pequeño Alfonso y en su hermana.

-¡Oh, esos niños! Y especialmente Isabel. Me temo que los años pasados en Arévalo bajo la extravagante y piadosa tutela de esa madre loca hayan dañado mucho el carácter de la niña.

-Casi se la puede oír murmurar: «Seré una santa entre las mujeres».

-Si eso fuera todo, Beltrán, yo se lo perdonaría. Pero creo que lo que murmura es: < Seré una santa entre las... reinas.»

-Alfonso es, sin embargo, el peligro principal.

-Sí, pero me gustaría que esos dos desaparecieran de la corte. La reina viuda ya no está. ¡Qué bendición, no tener ya que verla! Ojalá se quede mucho tiempo en Arévalo.

-Oí comentar que ha caído en una profunda melancolía y que está resignada a dejar a sus hijos en la corte.

-Pues que se quede allá.

-Os gustaría desterrar a Alfonso e Isabel a Arévalo, con ella.

-Y más lejos aun. Tengo un plan... para Isabel.

-Mi astuta reina -susurró Beltrán. Juana, riendo, apoyó los labios en los de él.