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-¿Quizás esperabas algo? -preguntó ansiosamente su hermana y el infante miró a Beatriz.
-No te preocupes por Beatriz -lo tranquilizó Isabel-. No tengo secretos para ella. Es como si fuera nuestra hermana.
-Sí, lo sé -asintió Alfonso-. Tú me preguntas si esperaba algo y yo te diría que siempre estoy esperando algo. Aquí siempre está sucediendo algo o está a punto de suceder. Me imagino que todas las cortes no serán como esta, ¿no?
-¿En qué sentido? -preguntó Beatriz.
-No creo que en el mundo pueda haber otro rey como Enrique. Ni una reina como Juana... ni una situación como la que se plantea con la pequeña.
-Es posible que situaciones así se hayan producido antes -murmuró Isabel.
-Vamos a tener problemas, estoy seguro -declaró Alfonso.
-Alguien ha estado hablando contigo.
-Sí, fue el arzobispo.
-¿Te refieres al arzobispo de Toledo?
-Sí -respondió Alfonso-. Últimamente, ha estado muy amable conmigo... demasiado amable.
Beatriz e Isabel intercambiaron una mirada de aprensión.
-Me demuestra un respeto que jamás me ha demostrado -continuó Alfonso-. No creo que el arzobispo esté muy satisfecho con nuestro hermano.
-No está entre las atribuciones de un arzobispo estar insatisfecho con un rey -le recordó Isabel.
-Oh, pero con este arzobispo y este rey, podría suceder -la co-rrigió Alfonso.
-He oído decir que Enrique se ha mostrado de acuerdo en una alianza entre la princesita y el hijo de Villena. Así, estaría seguro de que Villena siga siendo su amigo.
-El pueblo jamás aceptará algo así -afirmó Beatriz.
-Además -continuó Alfonso-, se hará una investigación de la legitimidad de la princesita. Si resulta que no puede ser hija del rey, entonces... me proclamarán heredero del trono -Alfonso parecía perplejo-. Oh, Isabel -continuó-, cómo quisiera que no tuviéramos que preocuparnos. ¡Qué fatigoso es! Como cuando estaba con nosotros nuestra madre. ¿Recuerdas que con cualquier motivo nos decía que debíamos tener cuidado, que debíamos hacer esto y no hacer lo otro, porque era posible que algún día heredáramos la corona? ¡Qué cansado estoy de la corona! Cómo me gustaría cabalgar y hacer lo que hacen otros muchachos. Ojalá no me sintiera siempre mirado como una persona a la que hay que vigilar. No quiero que el arzobispo venga a decirme ostentosamente que es mi gran amigo y que siempre estará cerca de mí para protegerme. Quiero elegir mis amigos y no quiero que sean arzobispos.
-Hay alguien en la puerta -advirtió Beatriz.
Cuando fue hacia ella y la abrió rápidamente se encontró con un hombre que esperaba fuera,
-Tengo un mensaje para la infanta Isabel -anunció, y Beatriz se hizo a un lado para dejarlo entrar.
Mientras el mensajero se acercaba a ella, Isabel pensaba cuánto tiempo haría que estaba allí, junto a la puerta. ¿Qué habría oído? ¿Qué era lo que habían dicho ellos?
Alfonso tenía razón. Para ellos no había paz. Vigilaban sus movimientos, espiaban todo lo que hacían. Eran las servidumbres de un candidato al trono.
-¿Queríais hablar conmigo? -preguntó.
-Sí, infanta. Os traigo un mensaje de vuestro noble hermano, el rey, que quiere que vayáis inmediatamente a su presencia.
Isabel inclinó la cabeza.
-Podéis volver donde el rey y decirle que iré sin pérdida de tiempo -respondió.
Al entrar en las habitaciones de su hermano, Isabel comprendió que la ocasión era importante.
Enrique estaba sentado y junto a él estaba la reina. De pie detrás de la silla del rey estaba Beltrán de la Cueva, conde de Le-desma, y también se encontraban presentes el marqués de Vi-llena y su tío, el arzobispo de Toledo.
Isabel se arrodilló ante el rey y le besó la mano.
-Vaya, Isabel -la saludó afectuosamente Enrique-, qué placer me da verte. ¡Con qué rapidez crece! -comentó, volviéndose a la reina Juana, quien dirigió a Isabel una amistosa sonrisa que a la infanta le pareció totalmente falsa.
-Va a ser alta, como sois vos, mi señor -respondió la reina.
-¿Qué edad tienes, hermana? -preguntó Enrique.
-Trece años, Alteza.
-Ya una mujer, entonces. Es hora de dejar los juegos de infancia y pensar en... el matrimonio, ¿verdad?
Isabel sabía que todos la miraban, y se sintió molesta al darse cuenta de que se había ruborizado levemente. ¿Se notaría la alegría que la inundaba?
Por fin llegaría el momento de unirse a Fernando. Tal vez, se conocieran, por fin, dentro de algunos días. La infanta sintió
cierta aprensión. ¿Conseguiría agradar a Fernando tanto como -estaba segura- él habría de agradarle?
Cómo corrían los pensamientos, sin obedecer a la voluntad.
-A todos nos es muy caro tu bienestar... a la reina, a mí, a mis amigos y ministros. Y hemos decidido, hermana, concertar para ti un matrimonio que te encantará por su magnificencia.
Con la cabeza inclinada, Isabel esperaba, deseando ser capaz de contener su alegría y no mostrar un regocijo indecoroso por el hecho de ser la novia de Fernando.
-El hermano de la reina, el rey Alfonso V de Portugal, ha pedido tu mano en matrimonio. Yo y mis consejeros estamos encantados con este ofrecimiento y hemos decidido que no puede menos que traer felicidades y ventajas a todos los interesados.
Isabel creyó que no había oído bien. Percibió la oleada de sangre que le inundaba el rostro y los fuertes latidos de su corazón. Durante unos segundos pensó que iba a desmayarse.
-Bien, hermana, advierto que la magnificencia de este ofrecimiento te abruma. Eres ya una joven bien parecida y digna del buen matrimonio que me complazco en brindarte.
Isabel levantó los ojos para mirar al rey, que sonreía sin mirarla. Enrique estaba al tanto de la obsesión de su hermana con la idea del matrimonio con Fernando y recordaba lo mucho que se había alterado la infanta al saber que se había dispuesto una alianza entre ella y el príncipe de Viana. Por esa razón le había hablado de manera tan formal del proyectado matrimonio con la casa real de Portugal.
En cuanto a la reina, mostraba una amplia sonrisa; ese matrimonio le convenía. Juana quería a Isabel fuera de Castilla, ya que mientras eso no sucediera, la infanta era una amenaza para la hija de la reina... Por cierto que habría preferido sacar del paso al pequeño Alfonso, pero eso habría presentado, por el momento, demasiadas dificultades. Sin embargo, la posición del infante se vería debilitada ahora, al perder el apoyo de su hermana.
De todas maneras, uno de los dos no estorbará ya, pensaba Juana.
Isabel habló lentamente, pero con claridad, y ninguno de los presentes dejó de sentirse impresionado por la calma con que se dirigió a ellos.
-Agradezco a Vuestra Alteza que haya hecho por mí tales esfuerzos, pero me parece que ha dejado de tener en cuenta un he-