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-¡Comprometida! -exclamó Enrique-. Querida hermana, tienes una visión infantil de estas cosas. Para una princesa se sugieren muchos maridos, pero nada hay que comprometa en tales sugerencias.
-Sin embargo, yo soy la prometida de Fernando de Aragón, y en vista de eso, cualquier otro matrimonio es imposible.
Enrique la miró, exasperado. Su hermana parecía dispuesta a mostrarse terca, y él estaba demasiado cansado de conflictos para soportar esa situación. De haberse hallado a solas con Isabel se habría mostrado de acuerdo con ella en lo referente al compromiso con Fernando y a que debían rechazar el ofrecimiento del rey de Portugal; pero tan pronto como su hermana lo hubiera dejado, él habría seguido adelante con las negociaciones conducentes al matrimonio, dejando que alguien más se encargara de darle la noticia.
Naturalmente, no era algo que se pudiera hacer en presencia de la reina y de sus ministros.
-¡Querida Isabel! -exclamó Juana-. Es que es muy niña todavía y no sabe que no se puede rechazar a un gran rey como mi hermano cuando la pide en matrimonio. Pero tienes suerte, Isabel; serás muy feliz en Lisboa.
Los ojos de Isabel fueron de Villena al arzobispo y después, con una mirada de súplica, volvieron a Enrique, sin que ninguno de los tres le sostuviera la mirada.
-El rey de Portugal vendrá personalmente a Castilla -anunció Enrique, mientras se observaba atentamente los anillos-. Dentro de pocos días estará aquí y debes prepararte para recibirlo, hermana. Quisiera que le demuestres tu placer y tu integridad por este gran honor que te ha conferido.
Isabel se quedó de pie, muy quieta. Quería articular sus protestas, pero tenía la impresión de que la garganta se le hubiera cerrado y no le dejara salir las palabras.
Pese a toda su calma natural, a la extraordinaria dignidad que exhibía allí, en la sala de audiencias, clavados en ella los ojos de los principales ministros de Castilla, la infanta parecía un animal que buscaba desesperadamente algún medio de escapar de la trampa que ve cerrarse a su alrededor.
Isabel estaba tendida en su cama, con las cortinas corridas para poder aislarse completamente. Durante largas horas había estado rogando de rodillas y durante todo el día había repetido su plegaria.
Había hablado con Beatriz, sin que ésta pudiera hacer otra cosa que entristecerse y decirle, a manera de consuelo, que tal era el destino de las princesas.
-Habéis llegado a obsesionaros con Fernando -le señaló-. ¿Cómo podéis estar segura de que no hay otro para vos? Jamás lo habéis visto y nada sabéis de él, más que lo que os ha llegado de oídas. ¿Acaso el rey de Portugal no podría ser buen marido?
-Es que amo a Fernando. Es posible que eso te suene a tontería, pero siento como si hubiera crecido conmigo. Tal vez la primera vez que oí pronunciar su nombre necesitara yo consuelo, tal vez me haya entretenido edificando un ideal... pero dentro de mí hay algo, Beatriz, que me dice que solamente podré ser feliz con Fernando.
-Si hacéis vuestro deber seréis feliz.
-No siento que sea mi deber casarme con el rey de Portugal.
-Es hacer lo que os mande el rey, vuestro hermano.
-Tendré que irme de Castilla... separarme de Alfonso... y de ti, Beatriz. Seré la más desdichada de las mujeres en Castilla y en Portugal. Tiene que haber una salida. Estaban decididos a casarme con el príncipe de Viana, pero se murió, y fue como un milagro. Tal vez si sigo rezando se produzca otro milagro.
Beatriz movió la cabeza; no era mucho el consuelo que podía ofrecerle. Pensaba que ahora Isabel debía dejar atrás los sueños de su infancia; debía aceptar la realidad, como habían tenido que hacerlo, antes que ella, tantas princesas.
Y como Beatriz no podía ayudarla, Isabel quería aislarse y orar, pidiendo que si no era posible que se le ahorrara ese matrimonio desagradable le fueran dadas al menos las fuerzas para sobrellevarlo.
Oyó ruido en su habitación y se enderezó en la cama.
-¿Quién está ahí? -susurró.
-Soy yo, Isabel.
-¡Alfonso!
-Vine sin hacer ruido, porque no quería que nadie nos molestara. Oh, Isabel... estoy asustado.
Las cortinas de la cama se separaron e Isabel vio a su hermano. Parecía tan niño que la infanta se olvidó de su propia pena e intentó consolarlo.
-¿Qué pasa, Alfonso?
-Estamos rodeados de conspiraciones e intrigas, Isabel. Y en el centro de todo eso estoy... estoy yo. Es la sensación que tengo. Y a ti te alejarán, para que no tenga yo el consuelo de tu presencia y de tu consejo. Isabel... tengo miedo.
Ella extendió la mano y su hermano se la tomó; después se arrojó en brazos de la infanta y durante unos segundos los dos se abrazaron.
-Y me harán heredero del trono -continuó Alfonso-. Dirán que la princesita no tiene ningún derecho. Ojalá me dejaran en paz, Isabel. ¿Por qué no pueden dejarnos en paz... a mí para que sea como los demás muchachos, a ti para que te cases con quien quieras?
-Nunca nos dejarán en paz, Alfonso. Nosotros no somos como otros jóvenes. Y la razón es que nuestro medio hermano es el rey de Castilla y que mucha gente cree que la niña a quien se da por su hija no es en realidad de él. Eso significa que nosotros estamos directamente en la línea sucesoria. Hay algunos que sostienen a Enrique y a su reina... y hay otros que quieren valerse de nosotros en su disputa con el rey y la reina.
-Isabel... escapemos. Huyamos a Arévalo, a reunimos con nuestra madre.
-De nada servirá. No nos dejarían que permaneciéramos allá.
-Tal vez pudiéramos todos escaparnos a Aragón... con Fernando.
Isabel se quedó pensativa, imaginándose su llegada a la corte de Juan, el padre de Fernando, en compañía de su madre histérica y de su hermanito. En Aragón reinaba la inquietud. Hasta podría ser que Juan hubiera decidido elegir otra novia para Fernando.
Lentamente, movió la cabeza.
-Nuestros sentimientos, nuestros amores y nuestros odios... no tienen importancia, Alfonso. Debemos tratar de vernos... no como personas, sino como piezas de un juego... piezas que se mueven hacia aquí y hacia allá... según lo que sea más beneficioso para nuestro país.
-Si me dejaran en paz y no trataran de obligar al rey a que haga de mí su heredero, seguramente eso sería beneficioso para el país.
-En Castilla están sucediendo cosas terribles, Alfonso. Los caminos son inseguros; la gente no tiene protección alguna; la pobreza es mucha. Podría ser que fuera beneficioso que te hicieran rey de Castilla y se designara un regente hasta tu mayoría de edad.
-Oh, no quiero, no quiero... -gimió Alfonso-, Quiero que estemos juntos... en paz y tranquilidad. Oh, Isabel, ¿qué podemos hacer? Estoy asustado, te digo.
-No debemos asustarnos, Alfonso. El miedo no es digno de nosotros.
-Pero nosotros no somos diferentes de otras personas -gritó apasionadamente Alfonso.
-Oh, sí, lo somos -insistió Isabel-, y cometemos un error si no lo reconocemos. Nosotros no podemos acariciar sueños de tranquila felicidad; tenemos que encarar el hecho de que somos diferentes.
-Isabel, la gente que se interpone en el camino de otros que desean ascender al trono, con frecuencia muere. Carlos, el príncipe de Viana, murió. Y he oído decir que fue para abrir camino a su hermano menor, Fernando.
-Fernando no tuvo nada que ver en ese asesinato... si es que fue un asesinato -dijo lentamente Isabel.
-Fue un asesinato -aseguró Alfonso, y cruzó las manos sobre el pecho-. Dentro de mí hay algo que me dice que lo fue. Isabel, si me designaran heredero... si me hicieran rey... -furtivamente, miró por encima del hombro, e Isabel pensó en Carlos prisionero de su propio padre, sintiéndose como se sentía ahora Alfonso, mirando por encima del hombro como miraba Alfonso, furtivamente, con miedo de la codicia y de la avidez que sienten los hombres por el poder-. También estuvo la reina Blanca -prosiguió Alfonso-. Me imagino lo que habrá sentido en su último día en la Tierra. Me pregunto como se sentirá uno encerrado en un castillo, sabiendo que tiene algo que los demás desean y que sólo pueden arrebatarle dándole muerte.
-Esas son palabras disparatadas -opuso Isabel.
-Pero a ti te casan y te envían a Portugal; no estarás aquí para
ver lo que suceda. Y sé que están haciendo planes referentes a mí, Isabel. Oh... cómo quisiera no ser hijo de rey. ¿Has pensado alguna vez, Isabel, qué maravilla no ser más que el hijo de un simple campesino?
-¿Y pasar hambre? ¿Tener que trabajar sin descanso para un amo cruel?