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Isabel estaba profundamente conmovida.
-Hermanito -declaró, como si sacara fuerzas y determinación de las melancólicas palabras de Alfonso-, no iré a Portugal. Ya encontraré manera de evitar ese matrimonio.
Al mirarla y ver la resolución pintada en su rostro, Alfonso empezó a creer que cuando Isabel tomaba una decisión, derrotarla era imposible.
Después que su hermano se hubo separado de ella, una inspiración asaltó a Isabel.
Comprendió que necesitaba consejo. Debía descubrir si era inevitable que tuviera que aceptar el matrimonio con alguien de la casa de Portugal o si había alguna manera de salir de esa situación.
Pese a su juventud y a su escaso conocimiento de las leyes del país, la infanta sospechaba que el rey y sus adictos intentaban empujarla precipitadamente a ese matrimonio, y si las cosas eran en verdad así, alguna razón debían de tener para tanta prisa.
Isabel seguía creyendo que su felicidad residía en ese matrimonio que había capturado su imaginación de niña, cuando hizo de Fernando su ideal; pero además el sentido común le decía que una boda para unir Castilla y Aragón podría traer los mayores beneficios a España. Durante la rebelión de Cataluña había habido roces entre Castilla y Aragón, e Isabel empezaba a darse cuenta de que una de las razones de que los moros siguie-
ran gobernando aún gran parte de España eran las rencillas y la desunión entre los españoles.
Si se unían, podrían derrotar a los infieles. La lucha entre ellos los debilitaba. ¡Cuánto más satisfactorio sería que los españoles se unieran para combatir a los moros, en vez de pelear entre ellos!
Por ende, un matrimonio entre príncipes de Castilla y Aragón debía ser una grandísima ventaja para España, e Isabel creía que la unión de ella y de Fernando sería el primer paso conducente a expulsar a los moros del país. Por consiguiente, ese matrimonio debía tener lugar.
Isabel estaba segura de que el príncipe de Viana había encontrado la muerte por decisión divina. Posiblemente el medio habría sido un caldo o un vino envenenado, pero ¿quién osaría poner en duda los designios de la Providencia? Dios había decidido que Aragón fuera para Fernando. ¿Habría decidido también que Isabel fuera para Fernando?
Dios se inclinaba más a tener en cuenta a los que intentaban valerse por sí mismos, porque eran más dignos de Su apoyo, que a quienes aceptaban ociosamente cualquier destino que sobre ellos se abatiera.
Por eso, Isabel tomó la decisión de que se empeñaría con todas sus fuerzas en hacer algo para eludir la boda con Alfonso V de Portugal.
Y no sólo tenía que pensar en sus propios deseos. Su hermano Alfonso la necesitaba. Había quienes lo consideraban como el heredero del trono, pero para Isabel era su hermanito asustado. Su padre había muerto, su pobre madre desequilibrada estaba aislada del mundo. ¿Quién, si no su hermana Isabel, había de cuidar del pequeño Alfonso?
Pero los dos eran niños y estaban en medio de una corte acosada por los conflictos. En una corte así, pensaba Isabel, lo difícil es saber quiénes son amigos y quiénes enemigos. ¿En quién podía confiar, a no ser en Beatriz? Isabel sentía crecer en ella la prudencia; comprendió que la única manera de estar segura del partido que tomaba la gente era considerar los intereses y motivos que los movían.
Sabía que el deseo del rey y de la reina era que ella, Isabel, se alejara del país, y la razón era obvia. Se habían dado cuenta de
que las diferencias de opinión respecto de los derechos al trono que asistían a la hijita de la reina podían llevar al país a la guerra civil; de ahí que quisieran sacar del paso a los rivales de la princesita. Todavía no podían deshacerse de Alfonso, porque hacerlo sería un paso demasiado drástico, pero ¡qué fácil era desplazar a Isabel encaminándola por la senda de un matrimonio que la apartara elegantemente del teatro de la acción!
El marqués de Villena se oponía al matrimonio de Isabel con Fernando por razones muy personales: buena parte de las propiedades que detentaba habían pertenecido antes a la Casa de Aragón y el marqués sospechaba que si Fernando llegaba a tener influencia en Castilla, encontraría algún medio de despojar de tales propiedades al marquesado de Villena para restituirlas a sus antiguos poseedores.
En Castilla había, sin embargo, una persona de quien Isabel creía que habría de respaldar su matrimonio con Fernando. Se trataba de don Federico Enríquez, almirante de Castilla y padre de la ambiciosa Juana Enríquez, la madre del propio Fernando.
Sería natural que el almirante apoyara el matrimonio entre su nieto y alguien a quien apenas unos cortos pasos separaban del trono de Castilla.
No cabía dudar, por ende, de hacia dónde se orientarían las simpatías del almirante, e Isabel sabía que si en ese momento había en Castilla alguien que pudiera ayudarla era ese hombre.
La infanta había aprendido la primera lección de arte del estadista.
Mandaría llamar a Federico Enríquez, almirante de Castilla y hombre de gran experiencia; él podría decirle con exactitud en qué situación se hallaba respecto del proyectado casamiento con Alfonso de Portugal.
En el amplio recinto iluminado por un centenar de antorchas que proyectaban sombras sobre las paredes cubiertas de tapices, Isabel se acercó a rendir homenaje a su visitante, el rey de Portugal.
Mantuvo la cabeza alta mientras se adelantaba hacia el estrado donde estaban sentados los dos reyes, y aunque sentía
que el corazón le latía tumultuosamente y amenazaba con subírsele a la garganta y sofocarla, consiguió mantener cierta serenidad.
«Yo soy para Fernando y Fernando es para mí», seguía diciéndose en ese momento, como había estado diciéndoselo mientras sus damas de honor la preparaban para la entrevista.
Enrique la tomó en sus brazos y la estrechó contra su ropaje de ceremonia, perfumado y recamado de joyas. La llamó «nuestra queridísima hermana», y le sonrió con un afecto que la mayoría de las personas habrían considerado auténtico.
La reina Juana exhibía una belleza resplandeciente y, como era de esperar, tras los asientos del rey y de la reina estaba Bel-trán de la Cueva, sobriamente apuesto, deslumbrante en su atuendo y... triunfante.
Cuando vio al hombre a quien deseaban convertir en su marido, Isabel se estremeció.
Desde sus trece años, le pareció muy viejo y de una fealdad repulsiva.
No, no, se decía la infanta. Si me obligan, tomaré un cuchillo y me mataré, antes que someterme.
Pese al tumulto de sus pensamientos consiguió que la mano no le temblara al ponerla en la del rey de Portugal.
Un tanto vidriosos, los ojos del visitante se posaron en ella: joven, virgen, los ojos resplandecientes de inocencia. Un bocado delicioso, pensaba el rey de Portugal, y además, no era improbable que esa niña trajera consigo una corona.
En Castilla había complicaciones. ¡Esa perversa Juana! ¿En qué se había metido? El rey lo imaginaba. Y el tal Beltrán de la Cueva era hombre tan apuesto que tampoco se la podía culpar demasiado, aunque Juana debería haber dispuesto las cosas de manera que no despertaran sospechas. Pero, ¿por qué habría él de lamentarlo? Era muy posible que esa deliciosa muchacha fuera un día la heredera de Castilla. Tenía un hermano menor, pero Alfonso podía perder la vida en alguna batalla, ya que indudablemente se avecinaban batallas en Castilla. ¿Y la pequeña Juana? Oh, las posibilidades de Isabel eran bastante considerables.
Los ojos de Isabel se encontraron con los del visitante y la infanta se estremeció. Los labios del rey estaban un poco húmedos, como si de sólo verla la boca se le hiciera agua.
Aunque toda ella era un clamor de protesta, Isabel devolvió respetuosamente la sonrisa a su hermano, a la reina y al hermano de ésta, que evidentemente no experimentaba ninguna aversión ante la idea de hacer de ella su esposa.
-Nuestra Isabel está abrumada de júbilo ante la perspectiva que se abre para ella -declaró Enrique.
-La emoción apenas si la ha dejado dormir desde que la hemos puesto en conocimiento de su buena suerte -agregó la reina.
-Tiene plena conciencia del honor que le hacéis -prosiguió Enrique-, y ahora que os ha visto, estoy seguro de que estará tanto más ansiosa de que la boda se realice. ¿No es así, hermana?
-Alteza -preguntó con seriedad Isabel-, ¿no consideraríais indecoroso que una joven hable de su matrimonio antes de haberse comprometido?
-Isabel ha tenido una educación muy cuidadosa -explicó Enrique, riendo-. Antes de reunirse con nosotros aquí, en la corte, llevó la vida de una monja.
-No conozco educación mejor -aseguró Alfonso V de Portugal, cuyos ojos no dejaban de recorrer a Isabel, de manera que la infanta tuvo la sensación de que estaba ya imaginándosela en muchas situaciones diferentes, todas de una intimidad de la que ella sólo tenía una idea muy vaga.
-Mi querida Isabel -expresó la reina-, vuestro hermano y yo no seremos tan estrictos con vos como lo fue vuestra madre en Arévalo. Os permitiremos que bailéis con el rey de Portugal y ambos podréis haceros amigos antes de que él os lleve consigo de vuelta a Lisboa.
En ese momento Isabel se obligó a hablar.
-No podemos todavía cortar con que haya acuerdo para el compromiso -dijo en voz tan pita y clara como para que pudieran oírla los cortesanos presente» en la habitación que se hallaban más próximos al grupo rea!
Enrique la miró sorprendido, su mujer enojada, el rey de Portugal estupefacto, pero Isabel continuó, audazmente:
-Sé que no habéis olvidado que, en mi condición de princesa de Castilla, mi compromiso no puede celebrarse sin consentimiento de las Cortes.
-El rey ha dado su consentimiento -se apresuró a intervenid Juana.