142534.fb2 CASTILLA PARA ISABEL - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 32

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-Eso es verdad -admitió Isabel-, pero, como bien sabéis, es esencial que lo den también las Cortes.

-El rey de Portugal es mi hermano -le recordó orgullosa-mente Juana- y por consiguiente podemos prescindir de la formalidad habitual.

-Yo no puedo avenirme a un compromiso que no cuente con el consentimiento de las Cortes -afirmó Isabel.

Lo que le confirmó cuánta razón había tenido el anciano almirante al asegurarle que la única manera en que el rey y la reina podían atreverse a casarla era hacerlo a toda prisa, antes de que las Cortes hubieran tenido tiempo de recordarles que también ellas debían intervenir en el asunto, no fue la cólera y la sorpresa que leyó en el rostro de la reina y en el del rey de Portugal, sino la expresión de fatigada derrota que se pintó en el de Enrique.

Además, había agregado el almirante, era muy improbable que las Cortes dieran su consentimiento para el matrimonio de Isabel con el hermano de la reina. El pueblo no sentía gran amor por Juana; siempre habían considerado indecorosa su ligereza y ahora, próximo a estallar el escándalo provocado por la dudosa paternidad de su hijita, la culparían más que nunca.

Las Cortes jamás darían su aprobación a un matrimonio repugnante para Isabel, su princesa, y tan deseado por el rey, débil y lascivo, y por su mujer, no por menos débil menos lasciva.

Cuando Isabel se retiró de la cámara de audiencias sabía que había sembrado la consternación en el corazón de dos reyes y una reina.

¡Qué acertado había estado el almirante de Castilla! La infanta había aprendido una valiosa lección y una vez más dio las gracias a Dios, que la guardaba para Fernando.

FUERA DE LAS MURALLAS DE AVILA

Una brillante procesión cabalgaba hacia el norte, en dirección al río Bidasoa, limítrofe entre Castilla y Francia y, como lugar de reunión, próximo a la ciudad de Bayona.

En el centro de la comitiva cabalgaba Enrique, rey de Castilla, todo él reluciente de joyas, rodeado por su guardia, deslumbrante en sus coloridos uniformes.

Los cortesanos habían hecho todo lo posible para rivalizar en esplendor con su rey, aunque, excepción hecha de Beltrán de la Cueva, ninguno lo había conseguido. Pese a ello, la esplendidez era la característica del grupo que se había reunido para ir al encuentro del rey Luis XI de Francia, sus cortesanos y sus ministros.

La reunión había sido combinada por el marqués de Villena y el arzobispo de Toledo, con el propósito de zanjar las diferencias entre los reyes de Castilla y de Aragón.

Al plantearse el conflicto entre Cataluña y Juan de Aragón, con motivo del tratamiento que este último daba a su hijo mayor, Carlos, príncipe de Viana, Enrique de Castilla había enviado cierta cantidad de hombres y de fuerzas en ayuda de los catalanes. Ahora, Villena había decidido que debía reinar la paz, y que el rey de Francia debía actuar como mediador en la reconciliación.

Villena y el arzobispo tenían sus razones para disponer semejante reunión entre ambos monarcas. La entrevista respondía a los deseos de Luis, y los dos estadistas, profundamente respetuosos de los talentos del rey galo, habían aceptado de él ciertos favores, en retribución de los cuales no debían mostrarse indiferentes ante los deseos del monarca mientras se hallaran en la corte de su propio señor.

Luis estaba ansioso por tener voz en los asuntos de Europa.

Decidido a hacer de Francia el centro de la política del Continente y el más poderoso de los países, consideraba necesario, por consiguiente, no perder oportunidad de entrometerse en los asuntos de sus vecinos si al hacerlo podía reforzar la posición de Francia.

Le interesaban los asuntos de Aragón porque habían prestado al rey de esa provincia la suma de trescientas cincuenta mil coronas, tomando como garantía del préstamo las regiones del Rose-llón y la Cerdaña. Si debía haber paz entre Castilla y Aragón, Luis estaba ansioso de que fuera lograda sin perjuicio para Francia. Por esa razón, tenía «pensionados» -tales como Villena y el arzobispo de Toledo- en todos los países en que conseguía establecer alguno.

Luis estaba en la flor de la edad, ya que habían pasado poco más de tres años desde que ascendiera al trono, a los treinta y ocho, y estaba ya superando los estragos de la Guerra de los Cien Años. Sabía que Enrique era un hombre débil, que sus desatinos iban en aumento a medida que pasaban los años, y no podía menos de creer que, en una conferencia, le sería fácil sacarle ventaja, y tanto más cuanto que el rey de Castilla tenía como principales asesores a dos hombres ávidos de que él, Luis XI de Francia, les untara las manos.

Cuando Luis y Enrique se encontraron, entre sus comitivas se encendió inmediatamente la hostilidad.

Enrique, magníficamente ataviado y en compañía de un grupo realzado por el resplandor del brocado de oro y los destellos de las joyas, formaba un extraño contraste con la vestimenta sombría del rey de Francia.

Luis no había hecho concesión alguna a la ocasión, y llevaba las ropas que acostumbraba usar ordinariamente. Le divertía mostrarse como el menos conspicuo de los franceses, de modo que sus preferencias se inclinaban por una gastada chaqueta con forro de pana. Era evidente que el sombrero que llevaba le había servido tan bien y durante tantos años como cualquiera de sus seguidores, y la pequeña imagen de la Virgen con que lo adornaba no era, como podría haberse esperado, de diamantes ni de rubíes, sino de plomo.

Entre los franceses se cruzaron miradas burlonas al ver el atuendo de los castellanos; se oyeron risas y exclamaciones ahogadas:

-¡Qué ostentación! ¡Presumidos!

También los castellanos expresaron su disgusto de los franceses, preguntándose entre ellos si no habría habido algún error que hubiera llevado al rey de los mendigos, y no al rey de Francia, a acudir al encuentro de Enrique.

Los ánimos estaban caldeados y se produjo más de una disputa.

Entretanto, también los reyes se medían recíprocamente, sin que ninguno de ellos quedara muy impresionado.

Luis anunció sus condiciones para la paz, que no eran del todo favorables para Castilla. Por su parte, Enrique, siempre ansioso de seguir la línea que le exigiera menor esfuerzo, no deseaba más que una cosa: terminar de una vez con la conferencia y poder regresar a Castilla.

Entre su comitiva se elevaron murmullos de descontento.

-¿Por qué se permitió que nuestro rey hiciera semejante viaje? -se preguntaban entre sí los hombres-. Es casi como si tuviera que rendir homenaje al rey de Francia y aceptar por bueno su juicio. ¿Y quién es el rey de Francia? No es más que un prestamista, y ávido de beneficios, para el caso.

-¿Quién dispuso esta conferencia? ¡Vaya pregunta! El marqués de Villena, naturalmente, y ese pícaro de su tío, el arzobispo de Toledo.

Durante el viaje de regreso a Castilla el asesor de Enrique, el arzobispo de Cuenca, y el marqués de Santillana, jefe de la poderosa familia Mendoza, se acercaron al rey para implorarle que lo pensara dos veces antes de dejarse arrastrar de nuevo a tan humillantes negociaciones.

-¡Humillantes! -protestó Enrique-. Pero yo no considero que mi reunión con el rey de Francia haya sido humillante.

-Alteza, el rey de Francia os trata como a un vasallo -señaló Santillana-. No es prudente que tengáis demasiados tratos con él; es zorro viejo y astuto, e imagino que estaréis de acuerdo en que la conferencia ha sido de poco beneficio para Castilla. Y hay otra cosa, Alteza, que no debéis ignorar: que quienes prepararon esta reunión están al servicio del rey de Francia, al tiempo que fingen estarlo de Vuestra Alteza.

-Una acusación así es grave y peligrosa.

-La situación es peligrosa, Alteza. Estamos seguros de que el

marqués y el arzobispo están en connivencia con el rey de Francia. Hay quien ha oído conversaciones entre ellos.

-Es algo que se me hace difícil creer.

-¿No fueron ellos quienes prepararon esta conferencia? -preguntó Cuenca-. ¿Y qué ventajas han resultado de ella para Castilla?

Enrique lo miró, perplejo.

-¿Sugerís que los haga venir a mi presencia y que los enfrente con sus propias villanías?

-Negarían la acusación, Alteza -intervino Santillana-. Con eso no bastaría para hacerles hablar de verdad. Pero podemos traeros testigos, Alteza. Estamos seguros de que no nos equivocamos.

Enrique miró primero a su antiguo maestro, el obispo de Cuenca, después al marqués de Santillana. Los dos eran hombres de absoluta confianza.

-Lo pensaré -les prometió. Al ver que se miraban con desánimo, agregó-: Es un asunto de gran importancia y creo que, si estáis en lo cierto, no debo seguir haciendo a esos hombres depositarios de mi confianza.

El arzobispo de Toledo entró como una tromba en las habitaciones de su sobrino.

-¿Habéis oído lo mismo que yo? -le preguntó.

-Por vuestra expresión, tío, infiero que os referís a nuestra destitución.

-¡Nuestra destitución! Es una ridiculez. ¿Qué hará Enrique sin nosotros?

-Cuenca y Santillana lo han persuadido de que ellos pueden sustituirnos adecuadamente.

-Pero, ¿por qué... por qué...?