142534.fb2 CASTILLA PARA ISABEL - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 34

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Encantado al ver el giro que tomaban los acontecimientos, Villena se encontró con Enrique. Lo acompañaba su tío el arzobispo y también el conde de Benavente.

-Alteza -expresó Villena cuando todos estuvieron reunidos-, la Comisión que ha sido designada para comprobar la legitimidad de la princesa Juana tiene graves dudas de que la niña sea vuestra hija. En vista de ello, consideramos prudente que vuestro medio hermano Alfonso sea proclamado vuestro heredero. Vos mismo, debéis renunciar a vuestra guardia y llevar una vida más cristiana. Beltrán de la Cueva debe ser despojado del título de maestre de Santiago y, finalmente, vuestro medio hermano Alfonso debe serme confiado, para que pueda ser yo su guardián.

-Es demasiado lo que me pedís -contestó tristemente Enrique-. Demasiado.

-Alteza -lo apremió Villena- sería prudente de vuestra parte que aceptarais nuestros términos.

-¿Cuál es la alternativa? -preguntó Enrique.

-Mucho me temo que la guerra civil, Alteza.

Enrique vaciló. Era muy fácil aceptar, pero luego tendría que hacer frente a la furia de Juana, determinada a que su hija se ciñera la corona. Entonces, astutamente, Enrique ideó una manera de complacer tanto a la reina como a Villena.

-Consiento -declaró- en que Beltrán de la Cueva sea el privado del cargo de maestre de Santiago, y en que vos seáis el guardián de Alfonso. Que sea, pues, proclamado heredero del trono, pero con una condición.

-¿Cuál es la condición? -interrogó Villena.

-Que contraiga matrimonio, en su momento, con la princesa Juana.

Villena quedó atónito. ¡Que el heredero del trono se casara con la hija ilegítima del rey! Bueno, si lo pensaba, la sugerencia no estaba mal. Siempre habría quien afirmara que la Beltraneja había sido falsamente tachada de bastarda, y habría también quienes, en busca de una causa que les permitiera perturbar el orden, abrazaran la de ella. Además, pasarían todavía algunos años hasta que la princesita tuviera edad para casarse. Llegado ese momento, si era necesario, se podría pensar en algún otro arreglo.

-No veo para ello inconveniente alguno -aceptó Villena.

Enrique se quedó satisfecho con su pequeño esfuerzo diplomático; ahora le sería más fácil enfrentarse con la reina.

Sentado a los pies de su hermana, Alfonso la miraba mientras Isabel se dedicaba a su bordado. Con ellos estaba Beatriz Fernández de Bobadilla.

Últimamente, para el infante se había hecho habitual pasar largas horas en las habitaciones de su hermana.

Pobre Alfonso, cavilaba Isabel; ya tiene edad suficiente para entender las intrigas que dividen a la corte y sabe que en el centro de ellas se encuentra él, mucho más que yo.

-Alfonso -le dijo-, no estéis tan pensativo, que no os hace bien.

-Es que tengo la sensación de que no me permitirán permanecer aquí mucho tiempo.

-¿Por qué habrían de llevaros? -terció Beatriz-. Saben que aquí estáis seguro.

-Es posible que no les interese tanto mi seguridad.

-Os equivocáis en eso -observó Isabel-. Sois muy importante para ellos.

-Ojalá fuéramos una familia más normal -suspiró Alfonso-. ¡Por qué no habremos sido todos hijos de la primera mujer de nuestro padre! Creo que entonces Enrique nos habría amado como vos y yo nos amamos, Isabel, ¡Por qué no habrá tomado Enrique una esposa con mayores condiciones de reina, que le diera muchos hijos sobre cuya paternidad no se planteara duda alguna!

-Vos queréis que todos sean perfectos en un mundo perfecto -comentó Beatriz con una sonrisa.

-No, perfectos no... normales, simplemente -la corrigió tristemente Alfonso-. ¿Sabéis que los jefes de la confederación se reúnen hoy con el rey?

-Sí -asintió Isabel.

-Me pregunto qué será lo que decidan.

-Pronto lo sabremos -conjeturó Beatriz.

-Esos confederados -prosiguió Alfonso- me han elegido... ¡a mí...! como figura decorativa. Yo no quiero ser parte de la confederación. Lo único que quiero es quedarme aquí y disfrutar de mi vida. Quiero salir a caballo, practicar esgrima y sentarme de vez en cuando con vosotras dos, a conversar... y no de cosas desagradables, sino de algo grato y placentero.

-Pues hagámoslo -aceptó Isabel-. Podemos hablar ahora de algo grato y placentero.

-¿Cómo podríamos hacerlo -interrogó apasionadamente Alfonso-, cuando jamás podemos estar seguros de qué es lo que está por suceder?

Se hizo un silencio.

Qué pena, pensaba Isabel, que los príncipes y las princesas no puedan ser siempre niños. Qué pena que tengan que crecer y que tantas veces sean centro de peleas y rivalidades.

-¿Tanto odia la gente a Enrique? -volvió a preguntar Alfonso.

-En el pueblo hay descontentos -respondió Beatriz.

-Y tienen razón para estarlo -opinó Isabel, con cierta vehemencia-. He oído decir que no es seguro viajar por el campo sin tener escolta armada. Es algo terrible; es una indicación del estado de corrupción en que está cayendo el país. Me han dicho que secuestran a los viajeros para pedir rescate por ellos, y que hay incluso familias nobles que han accedido desvergonzadamente a tan infame comercio.

-Está la Hermandad, que fue establecida para restaurar la ley y el orden -le recordó Beatriz-. Esperemos que cumpla bien con su misión.

-Hace lo que puede -señaló Isabel-, pero su fuerza es todavía pequeña y las villanías se mantienen en todo el país. Oh, Alfonso, qué lección es esto para nosotros. Si alguna vez hubiéramos de vernos llamados a reinar debemos hacerlo con absoluta

justicia. Nunca debemos tener favoritos; debemos dar buen ejemplo y no ser jamás extravagantes en nuestras exigencias personales; debemos agradar siempre a nuestro pueblo, al tiempo que ayudamos a que todos sean buenos cristianos.

Un paje había entrado en la estancia.

Se inclinó ante Isabel y dijo que el marqués de Villena y el arzobispo de Toledo se encontraban abajo y que pedían ser recibidos por el infante Alfonso.

Alfonso miró con ansiedad a su hermana. Sus ojos expresaban una súplica: quería decir que no podía recibirlos, ya que ésos eran los hombres a quienes temía más que a ningún otro y el hecho de que hubieran venido a verlo lo llenaba de terror.

-Debéis recibirlos -le aconsejó Isabel.

-Pues entonces lo haré aquí -respondió Alfonso, casi desafiante-. Traedlos ante mí.

Con una reverencia el paje se retiró y Alfonso, presa del pánico, se volvió hacia su hermana.

-¿Qué es lo que quieren de mí?

-No lo sé yo más que vos.

-Vienen directamente de su audiencia con el rey.

-Alfonso -le dijo con seriedad Isabel-, tened cuidado. No sabemos qué es lo que van a sugerir, pero recordad esto: no podéis ser rey mientras Enrique viva. Enrique es el verdadero rey de Castilla; estaría mal que os pusierais a la cabeza de una facción que intente reemplazarlo. Eso significaría la guerra y vos estaríais del lado de la causa injusta.

-Isabel... -al muchacho se le llenaron los ojos de lágrimas que no se atrevió a derramar-. Oh, ¡por qué no nos dejan en paz! ¿Por qué nos atormentan de esta manera?

Isabel podría haberle respondido. Porque a sus ojos, podría haberle dicho, no somos seres humanos; somos maniquíes colocados a mayor o menor distancia del trono. Ellos quieren el poder e intentan obtenerlo por mediación de nosotros.