142534.fb2
En ese momento, el paje hacía entrar al marqués de Villena y al arzobispo de Toledo, que dieron la impresión de quedarse pasmados ante la presencia de Isabel y de Beatriz, pero Alfonso asumió inmediatamente el porte de un infante, y expresó:
-Podéis hablar de lo que queráis. Estas damas son de mi absoluta confianza.
El marqués y el arzobispo sonrieron, al borde de la obsequiosidad, pero su respeto inquietó aun más a los otros.
-Venimos directamente de ver al rey -empezó el arzobispo.
-¿Y traéis para mí un mensaje de Su Alteza? -quiso saber Alfonso.
-Sí, que debéis prepararos para abandonar vuestras habitaciones aquí y pasar a otras.
-¿De qué habitaciones se trata?
-De las mías -explicó el marqués.
-Pues no lo entiendo.
A modo de respuesta, el marqués se adelantó, se arrodilló y tomó la mano de Alfonso.
-Príncipe, vais a ser proclamado heredero del trono de Castilla -anunció.
Las mejillas de Alfonso se colorearon débilmente.
-Qué absurdo. ¿Cómo es posible? Mi hermano todavía ha de engendrar hijos, y además, tiene una hija.
El arzobispo, que deploraba la pérdida de tiempo, dejó escapar su risa breve y áspera.
-Vuestro hermano jamás engendrará hijos -precisó-, y una comisión designada para estudiar este asunto tiene graves dudas de que la pequeña Juana sea hija de él. En vista de ello, hemos insistido en que vos seáis proclamado heredero, y mi sobrino, aquí presente, tiene autorización para tomaros bajo su tutela con el fin de que seáis debidamente instruido en los deberes que os corresponderán como rey.
Se hizo un breve silencio. Cuando Alfonso habló, su tono era inexpresivo.
-Conque he de cobijarme bajo vuestra ala -murmuró.
-Servir a Vuestra Alteza será para mí el mayor de los placeres.
Alfonso sonrió, momentáneamente esperanzado.
-Pero yo soy capaz de cuidar de mí mismo, y me siento muy bien aquí, en las habitaciones que ocupo junto a las de mi hermana.
-Oh, -el marqués soltó la risa- no habrá muchos cambios. Nos limitaremos a cuidar de vos y a ocuparnos de que estéis
preparado para vuestro papel. Y seguiréis viendo a vuestra hermana. Nadie intentará privaros de vuestros placeres.
-¿Cómo podéis saberlo?
-Alteza, cuidaremos de que así sea.
-¿Y si mi placer fuera permanecer donde estoy, y no verme sometido a vuestra tutela?
-Vuestra Alteza bromea. ¿Podríamos partir inmediatamente?
-No. Deseo estar algo más con mi hermana. Estábamos conversando cuando nos interrumpisteis.
-Rogamos a Vuestra Alteza que nos perdone -expresó Vi-llena, fingiendo preocupación-. Os dejaremos que terminéis vuestra conversación con vuestra hermana, y esperaremos en la antecámara. Debéis traer con vos a vuestro servidor de más confianza. Ya le he dado instrucciones para que prepare vuestra partida.
-Vos... ¡le disteis instrucciones!
-En asuntos como éste hay que actuar con celeridad -intervino el arzobispo.
Alfonso pareció resignarse. Se quedó mirando cómo se retiraban los dos conspiradores, pero cuando se volvió hacia Isabel y Beatriz, las dos se quedaron consternadas al ver la desesperación que se pintaba en su rostro.
-Oh, Isabel, Isabel -gimió el muchacho, y su hermana lo rodeó con sus brazos, afectuosamente.
-Ya veis cómo son las cosas -prosiguió Alfonso-. Bien sé lo que intentarán hacer: me harán rey. Y yo no quiero ser rey, Isabel, porque les tengo miedo. Lo que tantos ambicionan, lo tendré yo sin quererlo. Un rey siempre tiene que ser cauteloso, pero nunca tanto como cuando se ve forzado a ceñirse la corona antes de que le pertenezca por derecho. Isabel, tal vez algún día corra yo la suerte que corrieron Carlos... y Blanca...
-Ésas son fantasías morbosas -se burló Isabel.
-No lo sé -suspiró su hermano-. Isabel, si tengo miedo es porque no lo sé.
Juana entró como una tromba en las habitaciones de su marido.
-¡Conque habéis tolerado que os impongan sus condiciones!
-vociferó-. Les habéis permitido que deshereden a nuestra hija, y que pongan en su lugar a ese joven intrigante de Alfonso.
-Pero, ¿no veis que he insistido en sus esponsales con Juana? -gimió Enrique, lastimero.
La reina soltó una risa amarga.
-¿Y pensáis que os lo permitirán? Enrique, sois un tonto. ¿No veis que una vez que hayan proclamado vuestro heredero a Alfonso ya no tendréis derecho alguno a decidir con quién se casa?
Yel hecho mismo de que accedáis a que sea proclamado here-
dero, puede deberse únicamente a que aceptáis esas viles calum-
nias contra mí y contra vuestra hija.
-Era la única manera -murmuró Enrique-. Era eso, o la guerra civil.
En ese momento, pensaba con tristeza en Blanca, que había sido tan mansa y afectuosa. Aunque físicamente no le entusiasmaba, ¡qué tranquila compañera había sido! Pobre Blanca, que sacrificada a la ambición de su familia había abandonado esta vida tormentosa. Aunque casi se podía decir «afortunadísima Blanca», ya que era indudable que debía de haber alcanzado su lugar en el Cielo.
«Si yo no me hubiera divorciado de ella», pensó Enrique, «tal vez estuviera viva en este momento. Y yo, ¿habría estado en peor situación? Verdad que ahora tengo una hija... pero no sé si es mía, y... ¡qué tempestad de controversias está provocando!»
-Sois un cobarde -gritaba la reina-. ¿Y qué hay de Beltrán? ¿Qué pensará él de esto? Bien merece ser maestre de Santiago, y vos habéis accedido a despojarlo de su título.
Enrique separó las manos en un gesto de impotencia.