142534.fb2
Pero la reina sonrió a su amante. Los dos sabían que siempre era posible convencer a Enrique.
Isabel estaba en pie frente a su hermano. La reina estaba presente, y sus ojos brillaban... ¿con malicia, tal vez?
-Queridísima hermana -empezó Enrique-, ya no sois una niña y es tiempo de pensar en casaros.
-Sí, Alteza.
Isabel esperaba, ansiosa, mientras Juana la observaba divertida por la situación. La niña había oído mil historias del apuesto Fernando, el joven heredero de Aragón. Fernando era un pequeño héroe, y gallardo mozo además. Isabel pensaba que era ese muchacho el que le estaba destinado.
Así aprenderá a rechazar a mi hermano, el rey de Portugal, pensaba Juana. Cuando haya probado lo que es la vida de casada con don Pedro, pensará que ojalá no hubiera sido tan orgullosa, ni tan tonta, como para rechazar la corona que le ofrecía mi hermano. Tal vez cuando lo sepa quiera cambiar de opinión.
-He decidido -prosiguió Enrique- que os casaréis con don
Pedro Girón, quien está ansioso por ser vuestro marido. Se trata de una alianza que yo... y la reina... aprobamos, y como estáis ya en edad de contraer matrimonio no vemos razones para que haya demora alguna.
Isabel se había puesto pálida. Juana se divertía al ver que esa calma dignidad que siempre la caracterizaba la había abandonado en ese momento.
-No... no creo haberos oído bien, Alteza. Dijisteis que debo casarme...
La piedad nubló los ojos de Enrique. ¡Esa niña inocente con el brutal vejete! Imposible permitirlo.
-Con don Pedro Girón -completó, sin embargo.
¡Con don Pedro Girón! Isabel recordaba la escena en las habitaciones de su madre: don Pedro, haciendo sugerencias obscenas, para horror e indignación de su madre... y de la propia Isabel. Sin duda, todo eso era una pesadilla. No podía ser verdad que estuviera en las habitaciones de su medio hermano. Isabel tenía que estar soñando.
Un sudor frío le cubrió la frente y sintió que el corazón le latía de manera irregular. Su propia voz se burlaba de ella y se negaba a gritar las protestas que el cerebro le dictaba.
En ese momento habló la reina.
-Es un matrimonio excelente, mi querida Isabel, y además son muchos los que habéis ya rechazado. No podemos permitiros que rechacéis uno más, querida niña, porque si seguís de esa manera terminaréis por quedaros sin marido.
-Eso sería preferible a... a... -balbuceó Isabel.
-Vamos, si vuestro destino no es morir virgen -bromeó alegremente la reina.
-Pero... don Pedro... -comenzó Isabel-. Creo que Vuestra Alteza ha olvidado que estoy ya comprometida con Fernando, el heredero de Aragón.
-¡El heredero de Aragón! -la reina soltó la risa-. Poco le quedará por heredar al heredero de Aragón, si el triste estado de cosas en ese país se mantiene.
-Y aquí en Castilla, Isabel -volvió a intervenir Enrique- tampoco somos tan felices, ni tan seguros. El marqués de Villena y el arzobispo de Toledo volverán a ser nuestros amigos cuando seáis la prometida del hermano del uno y el sobrino del otro.
Bien sabéis, querida hermana, que las princesas deben estar siempre al servicio de su país.
-No creo que ningún propósito sensato pueda ser servido mediante una boda tan... tan cruel y descabellada.
-Isabel, sois demasiado joven para entender.
-No soy demasiado joven para saber que preferiría la muerte a un matrimonio con ese hombre.
-Creo que olvidáis el respeto que nos debéis, a vuestro hermano el rey y a mí -interrumpió la reina-. Tenéis nuestra autorización para retiraros. Pero antes de que lo hagáis, permitidme que os recuerde que se os han sugerido pretendientes que habéis rechazado. Debéis saber que el rey y yo no toleraremos más negativas. Os prepararéis para el matrimonio, porque en pocas semanas habéis de ser la novia de don Pedro Girón.
Con una reverencia, Isabel se retiró.
Seguía sintiéndose como si todo fuera un sueño. Ése era su único consuelo, que esa sugerencia terrible no podía ser de este mundo.
Era demasiado humillante, demasiado degradante, demasiado desgarradora para pensar en ella siquiera.
Ya en sus habitaciones, Isabel se quedó inmóvil, mirando sin ver.
Beatriz, investida de la autoridad que le daba el hecho de ser no sólo la dama de honor de Isabel, sino también su amiga, hizo salir a todas las mujeres, salvo a Mencia de la Torre, que la seguía en el orden de los afectos de la infanta.
-¿Qué puede haber sucedido? -susurró Mencia.
Beatriz sacudió la cabeza.
-Hay algo que ha sido un golpe para ella.
-Yo jamás la había visto así.
-Jamás ha estado así -confirmó Beatriz, mientras se arrodillaba para coger la mano de Isabel-. Mi señora, ¿no os sería más fácil hablar con quienes estamos dispuestas a compartir vuestras penas? -suplicó.
Los labios de Isabel temblaron, pero siguieron sin hablar.
Mencia se arrodilló a su vez y ocultó el rostro en las faldas
de Isabel, incapaz de seguir viendo la expresión desesperada que se pintaba en el rostro de su señora.
Beatriz se levantó para servir un poco de vino, que acercó suavemente a los labios de Isabel.
-Por favor, aceptadlo. Esto os revivirá, os ayudará a que podáis hablar. Dejadnos compartir vuestros problemas; quién sabe si no podremos hacer algo para resolverlos.
Isabel dejó que el vino le humedeciera los labios y, cuando Beatriz le pasó un brazo por los hombros, se dio vuelta para ocultar el rostro contra el pecho de su amiga.
-Creo que la muerte sería preferible -balbuceó.
Beatriz entendió inmediatamente que había sucedido lo que ella se temía: el compromiso con Fernando debía de haberse deshecho y la infanta se veía frente a una nueva propuesta matrimonial.
-Alguna manera tiene que haber de evitarlo -murmuró.
Mencia levantó la cabeza para decir apasionadamente:
-Haremos cualquier cosa... ¡cualquier cosa! por ayudaros... ¿no es verdad, Beatriz?
-Sí, cualquiera -confirmó Beatriz.
-No hay nada que podáis hacer -explicó Isabel-. Esta vez, es en serio. Lo he leído en el rostro de la reina. Esta vez no habrá manera de escapar. Además, es el deseo de Villena y eso es lo que decidirá la cuestión.