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Enrique había dicho siempre que a los enemigos había que cubrirlos de presentes para convertirlos en amigos, y tal era la política que en ese momento seguía, ya que ningún presente mejor podría ofrecer, ni a un enemigo más peligroso, que la mano de su medio hermana a don Pedro Girón.
Había sectores en donde hervían las murmuraciones. Algunos decían que a consecuencia de la boda, Villena y el arzobispo serían más poderosos que nunca, y que una situación tal era indeseable; había quien deploraba el hecho de que una muchacha inocente fuera entregada a un libertino de tan mala reputación, y muchos declaraban que ésa era la manera de poner término a la guerra civil, y que esos conflictos no podían acarrear a Castilla más que desastres.
Una vez que el matrimonio se hubiera celebrado y que Villena y su tío se hubieran apartado de los rebeldes para unirse nuevamente a los partidarios del rey, la revuelta se extinguiría, Alfonso quedaría relegado a su condición de heredero del trono y ya no se mantendría la peligrosa situación de dos reyes que «reinaban» al mismo tiempo.
En cuanto a Isabel, el dolor y el miedo la tenían cada vez más
aturdida a medida que pasaban los días. Apenas si podía comer, de manera que había perdido mucho peso, y se la veía pálida y tensa por efectos de la falta de sueño.
Se pasaba los días en sus habitaciones, tendida en la cama, sin hablar casi, y entregada largas horas a la oración.
-Permitid que me muera -imploraba-, antes que sufrir este destino. Santa Madre de Dios, que uno de los dos muera... que sea él o yo. Salvadme del deshonor que me amenaza y dadme la muerte para que no caiga en la tentación de dármela yo misma.
En algún lugar de España estaba Fernando. ¿Tendría noticias del destino que estaba a punto de abatirse sobre ella? ¿Le importaría? ¿Qué había pensado Fernando, durante todos esos años, del compromiso de ambos? Tal vez no hubiera visto la posible unión de la misma manera que Isabel la veía, y ella no fuera para él más que la posibilidad de un matrimonio que le resultaría ventajoso. Tal vez, si se enteraba de que la había perdido, Fernando se encogería de hombros e iniciaría la búsqueda de otra novia.
Mientras luchaba junto a su padre, en su propia y turbulenta tierra de Aragón, Fernando debía de tener otras cosas en que ocuparse.
En su condición de muchacha imaginativa y dada a perderse en sus sueños, Isabel se consolaba imaginando que él podría llegar para salvarla de ese matrimonio terrible, pero en sus momentos más razonables comprendía que no podía abrigar la esperanza de que Fernando -un año menor que ella, y no menos impotente- pudiera hacer nada para ayudarla.
Su gran consuelo durante esos días de terror fue Beatriz, que no se separaba de su lado. Por la noche, Beatriz se recostaba a los pies de su cama, y durante las primeras horas de la mañana, cuando para Isabel el sueño se hacía imposible, las dos conversaban y Beatriz formulaba los planes más descabellados, tales como una huida del palacio. Ambas sabían que tal cosa era imposible, pero obtenían cierto consuelo de esas conversaciones... o por lo menos, eso les parecía durante las horas sombrías que precedían a la aurora.
-Veréis que no sucederá -afirmaba Beatriz-. Ya encontraremos la manera de evitarlo, os lo juro. ¡Lo juro!
Su voz profunda y vibrante hacía estremecer la cama, y el poder de su personalidad era tal que Isabel casi le creía.
La sólida fuerza de Beatriz no iba acompañada del mismo amor de la ley y el orden que era una de las principales características de Isabel. En anteriores momentos, Isabel había puesto en guardia a su amiga, llamándole la atención sobre su actitud de rebeldía ante la vida; ahora se alegraba de ella, se alegraba de cualquier migaja de consuelo que pudieran ofrecerle.
A cada día que pasaba, Isabel sentía con mayor intensidad el peso de su congoja.
-No hay escapatoria -murmuraba-. No hay escapatoria y cada día está más cerca.
Andrés de Cabrera había venido a visitar a su mujer, a quien apenas veía desde que Isabel había sabido que debía casarse con don Pedro.
-No puedo separarme de ella -le había dicho Beatriz-; no... ni siquiera por vos. Debo permanecer toda la noche con ella, porque temo que si se quedara sola podría caer en la tentación de hacerse daño.
Isabel recibió a Andrés con todo el placer que en ese momento podía demostrar a nadie, y él se sintió conmovido al ver el cambio que se había operado en la infanta. La serenidad de Isabel había desaparecido; Andrés se entristeció al verla así cambiada y se alarmó doblemente al comprobar que no menos afectada estaba Beatriz.
-No podéis seguir de esta manera -las riñó-. Alteza, debéis aceptar vuestro destino. Triste es, lo sé, pero sois una princesa de Castilla y sabréis haceros obedecer de ese hombre.
-¡Cómo podéis hablar así! -se enardeció Beatriz-. ¡Cómo podéis decir que hay que aceptar semejante destino! Miradla... mirad a mi Isabel y pensad en ese... en ese... Ni siquiera quiero pronunciar su nombre. ¡Como si no bastara con que esté presente en nuestras mentes a todas horas del día y de la noche!
Andrés pasó un brazo por los hombros de su mujer.
-Beatriz, querida mía, debéis ser razonable.
-¡Y me decís que sea razonable! -clamó Beatriz-. Parece, Andrés, que no me conocierais, si podéis imaginar que voy a hacerme a un lado, y que seré razonable mientras ponen a mi amada señora en las manos de ese tosco bruto.
-Beatriz..., Beatriz... -al atraerla hacia sí, Andrés tocó algo duro oculto en el corpiño de su vestido.
Súbitamente, ella rió y después de un momento, metió la mano bajo los pliegues para extraer una daga.
-¿Qué es esto? -se horrorizó Andrés, palideciendo. Los ojos relampagueantes de su mujer no se apartaron de él.
-Os lo diré -respondió-. He hecho una promesa, esposo mío. He prometido a Isabel que jamás ha de caer en manos de semejante monstruo, y por eso llevo constantemente conmigo esta daga.
-Beatriz... ¿os habéis vuelto loca?
-Cuerda estoy, Andrés, y creo que soy la persona más cuerda que hay en este palacio. Tan pronto como el Gran Maestre de Calatrava se aproxime a mi señora, yo estaré entre ellos, pronta para hundirle esta daga en el corazón.
-Esposa querida... ¿qué es lo que estáis diciendo? ¿Qué locura es ésta?
-Es que no comprendéis. Alguien debe protegerla. Vos no conocéis a mi Isabel, tan orgullosa... tan... tan pura... Sé que se mataría antes de sufrir semejante degradación, y estoy dispuesta a salvarla matando a ese hombre antes de que haya tenido ocasión de mancillarla con su inmundicia.
-Dadme esa daga, Beatriz.
-No -se opuso ella, mientras volvía a ocultarla entre los pliegues de su corpiño.
-Os exijo que me la deis.
-Lo lamento, Andrés -respondió con calma su esposa-. En este mundo hay dos personas por quienes daría la vida si fuera necesario. Una de ellas sois vos, Isabel es la otra. He pronunciado un voto solemne: este matrimonio bárbaro no habrá de consumarse. Tal es mi voto, de manera que es inútil que me pidáis esta daga. Su hoja es para él, Andrés.
-Beatriz, os imploro... pensad en nuestra vida. ¡Pensad en nuestro futuro!
-Para mí no podría haber felicidad si no hiciera esto por ella.
-No puedo permitir que lo hagáis, Beatriz.
-¿Qué haréis, Andrés? Si me denunciáis, moriré de todas maneras. Y tal vez me torturen primero, pensando que hay
una conspiración para asesinar al novio de Isabel. ;De manera, Andrés, que denunciaréis a vuestra esposa?
Él se quedó en silencio.
-Sé que no lo haréis. Debéis dejar esto en mis manos. He jurado que ese hombre no la desflorará, y mi voto es sagrado.
Los ojos le brillaban y tenía las mejillas teñidas de escarlata; se la veía muy hermosa, investida del poderío de una joven diosa, alta, bella, llena de fuego.
Y Andrés la amaba tiernamente. La conocía bien y sabía que sus palabras no eran meros desatinos. Beatriz era audaz y valiente, y su marido no dudaba de que mantendría su palabra y de que, llegado el momento, sería capaz de alzar la mano para hundir su daga en el corazón del novio de Isabel. Cuando intentó disuadiría murmurando:
-¡Eso es imposible, Beatriz! -ella le respondió:
-No puede ser de otra manera.
En su casa de Almagro, don Pedro Girón estaba preparándose para su boda. Desde el momento en que llegara la dispensa de Roma no había perdido el tiempo.
Mientras sus servidores le preparaban el equipaje, don Pedro se paseaba por sus habitaciones, poniéndose las ricas vestiduras que usaría durante la ceremonia. Después empezó a pavonearse ante ellos.