142534.fb2 CASTILLA PARA ISABEL - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 42

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-¡Mirad! -les gritó-. Aquí tenéis ante vuestros ojos al marido de una princesa de Castilla. ¿Qué os parece, eh?

-Señor -le respondieron-, no podría haber marido más digno de una princesa de Castilla.

-¡Ah! -se rió don Pedro-. Y encontrará en mí un marido como Dios manda, os lo prometo.

Y siguió riéndose al pensar en ella... en esa púdica muchacha que se ha mantenido oculta mientras él hacía ciertas proposiciones a su madre. Don Pedro la recordaba, irguiéndose ante ellos con sus azules ojos desdeñosos. ¡Ya le enseñaría él a mostrarse desdeñosa!

Complacido, se dio a imaginar su inminente noche de bodas, después de la cual, se prometía, Isabel sería una mujer diferente. Nunca más se atrevería a mostrarse desdeñosa con él. Por más

princesa de Castilla que fuera, su marido le enseñaría quién era el amo y señor.

Así se entregó a sus sueños de sensualidad, a la contemplación de una orgía que se le aparecía tanto más seductora cuanto que sería compartida por una princesa tan púdica y tan calma.

-Vamos -gritó-. Daos prisa, holgazanes, que es hora de partir. Es largo el viaje hasta Madrid.

-Sí, señor. Sí, señor -le respondían.

¡Qué dóciles eran, qué ansiosos estaban por complacerlo! Claro que sabían que, de no ser así, resultaría peor para ellos... e Isabel no tardaría tampoco en aprenderlo.

¡Qué bendición, ser hermano de un hombre poderoso! Pero nadie debía olvidar que también el propio don Pedro era poderoso, por derecho propio.

Una de las tareas que él mismo se había impuesto era transmitir a quienes le rodeaban la segundad de que, por más que su poder le viniera en parte del alto cargo que ocupaba su hermano, el propio don Pedro era hombre para tener en cuenta.

Impaciente por partir, siguió riñendo a sus sirvientes. Estaba ansioso de ver terminado el largo viaje, ansioso de que comenzaran las celebraciones de la boda.

Con gran pompa inició don Pedro su viaje a Madrid. Por el camino, el pueblo se acercaba a saludarlo y él aceptaba graciosamente los homenajes. Jamás se había sentido tan complacido de sí mismo. Vaya, se jactaba para sí, si había llegado incluso más lejos que su hermano el marqués. ¿Acaso el marqués había aspirado alguna vez a la mano de una princesa? Qué increíble buena suerte, haber ingresado en la Orden de Calatrava y haber escapado, por consiguiente, de las redes del matrimonio. Qué decepción no poder aprovechar una oportunidad como aquella por un matrimonio anterior. De esta manera, en cambio, con una simple dispensa de Roma todo se había arreglado.

Se quedarían a pasar la primera noche en Villarrubia, un pue-blecito en las inmediaciones de Ciudad Real, hasta donde habían venido a recibirlo algunos miembros de la corte del rey. Don Pedro observó con deleite su actitud obsequiosa; ya había dejado de ser simplemente el hermano del marqués de Villena.

Hizo llamar a su presencia al tabernero.

-Pues bien, amigo -le gritó, al tiempo que hacía ostentación de su deslumbrante vestimenta-, dudo de que alguna vez hayáis debido agasajar a la realeza, de manera que ahora tendréis ocasión de demostrarnos lo que podéis hacer. Y vale más que os esmeréis porque, de no hacerlo, podéis ser un hombre muy desdichado.

-Sí, mi señor... sí -tartamudeó el hombre-. Hemos sido advertidos de vuestra llegada y durante todo el día hemos trabajado para proporcionaros comodidades.

-Pues eso espero -vociferó don Pedro.

Se mostró un tanto altanero con los oficiales de la guardia del rey que habían venido para escoltarlo en su viaje a Madrid; había que hacerles entender que en pocos días don Pedro sería miembro de la familia real.

El festín del tabernero alcanzó el nivel suficiente para conformarlo y don Pedro se regodeó con las carnes deliciosas y bebió sin reservas del vino de la taberna.

Los presentes lo miraban con ojos furtivos, muchos de ellos pensando con tristeza en la princesa Isabel.

Sus servidores ayudaron a acostarse a don Pedro, que muy bebido y vencido por el sueño se jactaba incoherentemente de la clase de hombre que era y de cómo sometería a su casta y regia novia.

Durante la noche se despertó, sobresaltado. Tenía el cuerpo cubierto de sudor frío y se dio cuenta de que lo que lo había despertado era un dolor súbito.

Debatiéndose en su cama, llamó a gritos a los sirvientes.

Cuando Andrés de Cabrera llegó a las habitaciones de Isabel fue recibido por su mujer. Preguntó por la infanta.

-Está recostada -respondió Beatriz- y cada vez más ausente. -Entonces no sabe la noticia. Seré yo el primero en dársela. Beatriz aferró del brazo a su marido con los ojos dilatados. -¿Qué noticia?

-Dadme la daga, que ya no la necesitaréis -continuó él. -¿Queréis decir...?

-Que hace cuatro días, en Villarrubia, cayó enfermo, y ahora acaban de confirmarme la noticia de su muerte, que muy pronto se sabrá en todo Madrid.

-¡Andrés! -exclamó Beatriz, en cuyos ojos había una mirada interrogante.

-Baste con decir que no será necesario que echéis mano de vuestra daga -explicó él.

Beatriz se tambaleó un poco y durante unos segundos su marido la creyó a punto de desmayarse, debilitada por el exceso de emociones.

Sin embargo, pronto se recuperó. Volvió a mirarlo y en sus ojos se leían orgullo y gratitud y un infinito amor por él.

-Es un acto de Dios -exclamó.

-Podemos considerarlo así -respondió Andrés.

Beatriz le tomó la mano para besársela, y después, riendo, corrió al dormitorio de Isabel.

Se detuvo junto al lecho, mirando a su señora. Junto a ella estaba Andrés.

-¡Una gran noticia! -gritó Beatriz-. La mejor que pudierais esperar: no habrá matrimonio. Nuestras plegarias han sido escuchadas y el novio ha muerto.

Isabel se sentó en la cama, mirando alternativamente a sus dos amigos.

-¡Muerto! ¿Es posible? Pero... ¿cómo?

-En Villarrubia -explicó Beatriz-, donde enfermó hace cuatro días. Ya os dije, recordad, que nuestras oraciones serían escuchadas. Querida Isabel, ya veis que hemos temido algo que no podía suceder.

-No puedo creerlo -susurraba Isabel-. Es un milagro. Era tan fuerte que parece imposible que pudiera... morirse. Y me decís que enfermó. ¿De qué...? Y... ¿cómo?

-Digamos que fue obra de Dios -respondió Beatriz-. Es la mejor manera de considerarlo. Orábamos pidiendo un milagro, princesa, y nuestras plegarias han sido atendidas.

Isabel se levantó de la cama para ir hacia su reclinatorio.

De rodillas, dio las gracias por su liberación; tras ella, de pie, permanecieron Beatriz y Andrés.

ALFONSO EN CARDEÑOSA

El arzobispo de Toledo y su sobrino el marqués de Vi-llena se habían encerrado, decíase, para llorar juntos la muerte de don Pedro Girón.

Pero la emoción principal de esos dos ambiciosos no era el dolor, sino la cólera.

-Hay espías entre nosotros -clamaba el arzobispo-. Y algo peor que espías... ¡asesinos!

-Es deplorable -asintió sarcásticamente Villena- que también ellos tengan espías y asesinos y además, que sean tan eficaces como los nuestros.