142534.fb2 CASTILLA PARA ISABEL - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 43

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-Castilla entera se ríe de nosotros -declaró el arzobispo- y nos escarnecen por haber presumido de emparentar nuestra familia con la familia real.

-¡Y pensar que nos hemos visto chasqueados!

-Yo haría prender y torturar a sus sirvientes. Así descubriría quién urdió esta conspiración en contra de nosotros.

-Sería inútil, tío. Un sirviente torturado os contará cualquier cosa. ¿Y acaso necesitamos dar con los asesinos de mi hermano? ¿No sabemos que son... nuestros enemigos? El rastro nos conduciría, indudablemente, al palacio real y la situación podría ser embarazosa.

-Sobrino, ¿estáis sugiriendo que aceptemos con mansedumbre este... este asesinato?

-Con mansedumbre, no. Pero lo que debemos decirnos es esto: Pedro, que podría haber establecido el vínculo de nuestra familia con la familia real, ha sido asesinado, es decir, que nuestro pequeño plan fue un fracaso. Pues bien, demostraremos a nuestros enemigos que es peligroso interferir en nuestros planes. Enrique aceptó ese matrimonio como alternativa de la guerra civil. Pues bien, ya que ha declinado una, pongámoslo frente a la otra.

Los ojos del arzobispo brillaron; estaba bien dispuesto a desempeñar el papel con que toda su vida había soñado.

-El joven Alfonso irá al campo de batalla a mi lado -expresó.

-Es la única manera -asintió Villena-. Les ofrecimos la paz y su respuesta fue el asesinato de mi hermano. Pues bien, ya han tomado su opción y ahora tendrán guerra.

Sobre las llanuras de Olmedo las fuerzas rivales esperaban.

Enfundado en su armadura, el arzobispo se envolvía en una capa de escarlata sobre la cual lucía, bordada, la cruz blanca de la Iglesia. Su estampa era magnífica y sus hombres estaban listos para seguirlo en el combate.

Alfonso, que no había cumplido todavía los catorce años, no podía dejar de sentirse fascinado por el entusiasmo del arzobispo. Vestía reluciente cota de malla y estaba dispuesto a saborear por primera vez la batalla.

Mientras los dos esperaban bajo la luz grisácea del amanecer, el arzobispo se dirigió a Alfonso.

-Hijo mío -le dijo-, príncipe mío, éste puede ser el día más importante de vuestra vida. Sobre esas llanuras se hallan reunidos nuestros enemigos. Es posible que lo que hoy suceda decida vuestro futuro, el mío y, lo que es más importante, el futuro de Castilla. Bien puede ser que después de hoy haya un solo rey de Castilla, y que ese rey seáis vos. Castilla debe engrandecerse; es menester poner término a la anarquía que va cundiendo en nuestro país. Recordadlo, llegado el momento de entrar en batalla. Venid, vamos a rogar por la victoria.

Alfonso unió las palmas de sus manos, bajó los ojos y, junto al arzobispo, en el campamento instalado en las llanuras de Olmedo, rogó para que les fuera concedida la victoria sobre su medio hermano, Enrique.

En el campamento opuesto, también Enrique esperaba en compañía de sus hombres.

-Cuánto parece demorarse el día -comentó el duque de Albu-querque.

Enrique se estremeció; su impresión era que el día se acercaba con demasiada rapidez.

El rey miraba al hombre que tan importante papel había desempeñado en su vida. Beltrán parecía tan ansioso de entrar en batalla como podía estarlo de participar en los regocijos cortesanos. Enrique no podía dejar de sentir admiración por ese hombre, que tenía toda la prestancia de un rey y que podía enfrentar la batalla sin dar la menor señal de temor, por más que no pudiera ignorar que él, personalmente, sería considerado como uno de los más preciados trofeos que podían caer en manos del enemigo.

No era de maravillarse que Juana lo hubiera amado.

Enrique deseaba que hubiera algún medio de impedir que llegara a librarse la batalla. Él estaba dispuesto a escuchar los términos de sus oponentes; estaba dispuesto a entrevistarse con ellos. Le parecía desatinado pelear, para después llegar a un acuerdo. ¿Qué podía significar la guerra, a no ser desdicha para cuantos participaban en ella?

-No temáis, Alteza, que los pondremos en fuga -lo animó Beltrán.

-Ah, ojalá pudiera yo estar seguro de eso -suspiró Enrique.

Mientras hablaba, le trajeron la noticia de que había llegado un mensajero proveniente del campo enemigo.

-Dadle salvoconducto y hacedlo pasar -respondió el rey.

El mensajero fue traído a su presencia.

-Traigo un mensaje del arzobispo de Toledo para el duque de Albuquerque, Alteza -explicó.

-Pues bien, entregádmelo -ordenó Beltrán.

Mientras el duque leía el mensaje y estallaba en una carcajada, Enrique lo observaba.

-Esperad un momento -dijo Beltrán-, que os daré una respuesta para el arzobispo.

-¿De qué mensaje se trata? -preguntó Enrique, esperanzado. ¿No podría ser algún ofrecimiento de tregua? Pero, ¿por qué habría de enviárselo al duque y no al rey? Sin duda, el arzobispo debía saber que nadie aprovecharía con más ansiedad que el rey un ofrecimiento de paz.

-Es una advertencia del arzobispo, Alteza -explicó Beltrán-. Me dice que será una temeridad de mi parte aventurarme en el

campo de batalla, porque no menos de cuarenta de sus hombres han jurado darme muerte. Y me asegura que mis probabilidades de sobrevivir a la batalla son mínimas.

-Querido Beltrán, hoy no debéis tomar parte en el combate. Es más, no debería haber combate. ¿Qué bien puede resultar de ello para ninguno de nosotros? Que se derrame la sangre de mis súbditos... tal será el resultado del esfuerzo de este día.

-Alteza, es demasiado tarde para hablar así.

-Nunca es demasiado tarde para la paz.

-El arzobispo no aceptaría vuestro ofrecimiento de paz, a no ser bajo condiciones más degradantes. No, Alteza. Hoy debemos ir a la batalla en contra de nuestros enemigos. ¿Me permitís que responda a esta nota?

Sobriamente, Enrique hizo un gesto afirmativo y, con una sonrisa, Beltrán escribió su respuesta.

-¿Qué habéis contestado? -quiso saber el rey.

-Le he dado una descripción de mi atuendo -respondió Beltrán-, para que aquellos que juraron matarme no tengan dificultades para distinguirme.

Enrique esperaba a algunos kilómetros de donde se libraba el combate; había aprovechado la primera oportunidad para retirarse del campo de batalla, cuando supo que sus fuerzas llevaban las de perder.

Porque, decíase para sus adentros, ¿de qué serviría poner en peligro la vida del rey?

Y cubriéndose la cara con las manos lloró por la locura de los hombres, siempre deseosos de ir a la guerra.

Entretanto, el joven Alfonso entraba por primera vez en batalla, junto al belicoso arzobispo.

El combate fue largo y la matanza cruel, sin que por ello se llegara a imponer una decisión. La valentía del arzobispo de Toledo no admitía comparación más que con la del duque de Albu-querque y, después de tres horas de una carnicería tan feroz como pocas veces se había visto en Castilla, las fuerzas encabezadas por el arzobispo y por Alfonso se vieron en la necesidad de dejar el campo de batalla en manos de los hombres del rey.

Pero Enrique no estaba ansioso de sacar ventaja del hecho de

que su ejército no hubiera sido derrotado y, en cuanto a Beltrán, por muy valiente que fuera no tenía pasta de estratega, de manera que lo que podía haber sido considerado como una victoria fue tratado como una derrota.

Ahora, Castilla era un país dividido. Cada rey gobernaba en el territorio que tenía bajo su dominio.

Y aprovechándose de la ventaja obtenida gracias a que el rey se hubiera negado a considerar como victoria suya la batalla de Olmedo, el arzobispo y el marqués, con Alfonso como figura decorativa, decidieron avanzar sobre Segovia.

Isabel, Beatriz y Mencia esperaban con ansiedad toda noticia de los avances de Alfonso.