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-¿Qué ha sucedido?
-Me han pedido que os lleve junto a él.
-¡Está enfermo!
Volvieron a invadirla todos los temores del día anterior.
-No pueden despertarlo -explicó Beatriz-. No entiendo qué es lo que puede haber sucedido.
Arrojó una bata sobre los hombros de Isabel y ambas se dirigieron al cuarto de Alfonso.
Tendido en su cama, el muchacho tenía un aspecto extraño.
Isabel se inclinó sobre él.
-Alfonso... Alfonso, hermano, soy Isabel. Despertaos. ¿Es que algo os duele?
No hubo respuesta. La habitación, que apenas si tenía un ventanuco, estaba a oscuras.
-No puedo verlo bien -murmuró Isabel mientras le tocaba la frente, cuya frialdad la sobresaltó. Cuando intentó tomarle la mano, ésta se le escapó y volvió a caer, yerta, sobre el cobertor.
Horrorizada, Isabel se volvió hacia Beatriz, que estaba de pie tras ella.
La joven dama de honor se acercó más a la figura tendida sobre el lecho, le apoyó una mano sobre el corazón y allí la dejó inmóvil durante unos momentos, mientras pensaba cómo decir lo que ya sabía qué era inevitable decir.
Se volvió hacia Isabel.
-No -gimió ésta-. ¡No!
Beatriz no le respondió, pero la infanta sabía que no había manera de esquivar la verdad.
-Pero, ¿cómo... cómo? -balbuceó-. Pero... ¿por qué...?
Beatriz la rodeó con un brazo.
-Enviemos en busca de los médicos -suspiró, e irritada, se volvió hacia el paje de Alfonso-, ¿Por qué no hicisteis venir antes a un médico?
-Señora, cuando vine a despertarlo y no me respondió, me asusté y fui a buscaros. No habrán pasado más de diez minutos desde que entré en esta habitación y lo encontré tal como está. Entonces acudí a vos, seguro de que me diríais qué era lo que debía hacer.
-Id en busca de los médicos -ordenó Beatriz.
El paje salió e Isabel miró a su amiga con ojos acongojados.
-¿Ya sabéis que no hay nada que puedan hacer los médicos, Beatriz?
-Señora amada, me temo que así es.
-Entonces... -balbuceó Isabel-, entonces lo he perdido. Después de todo, lo he perdido.
Beatriz la abrazó, sin que Isabel le respondiera ni le ofreciera resistencia.
Cuando los médicos entraron en la habitación la infanta los observó con indiferencia mientras se aproximaban a la cama y cambiaban entre sí miradas significativas.
Beatriz sintió que perdía el dominio de sí.
-Pero, vamos, ¡decid algo! -los exhortó-. Está muerto... ¿no es eso? ¿Está muerto?
-Eso tememos, señora.
-Y... ¿no se puede hacer nada?
-Es demasiado tarde.
-Demasiado tarde -repitió para sí Isabel-. Qué tonta fui al pensar que podría ayudarlo, al creer que podría salvarlo. ¿Cómo podría haberlo salvado, a no ser teniéndolo junto a mí día y noche, probando yo cada bocado de su comida antes de que él se lo llevara a los labios?
-Pero, ¿cómo... cómo...} -gemía Beatriz, pero era una pregunta que ninguna de ellas podía responder.
La infanta comprendía ahora por qué se habían difundido los rumores en Ávila. Los conspiradores no habían trabajado con total unidad; algo debía de haberles fracasado en la posada, cuando los portadores de la noticia ya estaban en viaje y comenzaban a anunciarla de acuerdo con algún plan preestablecido.
Es decir que la noticia de la muerte de Alfonso había empezado a circular antes de que realmente sucediera.
¿Cómo era posible que Alfonso hubiera muerto en forma tan repentina, si no había habido alguien que interrumpiera deliberadamente su vida? Pocas horas antes rebosaba de salud y de vida y ahora había muerto.
Pobre Alfonso, pobre e inocente Alfonso; eso era lo que él había temido, en aquellos primeros días en que tanto hablaba del destino de otros. Y ahora le había tocado a él... de la misma manera que lo había temido.
Isabel confiaba en que su hermano no hubiera sufrido mucho. Era increíble que ella hubiera estado tan cerca y que él se hubiera despertado en su agonía mientras su hermana dormía tranquilamente, sin darse cuenta.
Vio que los ojos de Beatriz se posaban sobre ella, llameantes. Beatriz querría descubrir quién era el culpable de todo eso. Beatriz querría vengarse.
Pero, ¿de qué serviría? Aquello no les devolvería a Alfonso.
LA HEREDERA DEL TRONO
En el convento de Santa Clara, Isabel se entregó al duelo por su hermano.
Permanecía inmóvil, pensando en los días pasados cuando ella y su madre se habían recluido en Arévalo con el pequeño Alfonso. Ahora su madre aún vivía, si es que se podía llamar vivir a esa existencia. Y ella, Isabel, estaba sola para hacer frente a un mundo turbulento.
En ocasiones, la infanta miraba con envidia a las jóvenes monjas que estaban a punto de tomar el velo y de separarse para siempre del mundo.
-Ojalá pudiera yo aislarme así -comentaba con Beatriz.
Pero Beatriz, siempre libre en el hablar, negaba con la cabeza.
-No, señora mía, no es eso lo que deseáis. Bien sabéis qué gran futuro os aguarda y no sois mujer de volver la espalda a su destino. Ni es para vos la vida de las monjas de clausura. Un día seréis reina y vuestro nombre será recordado y reverenciado por las generaciones futuras.
-¿Quién puede decirlo? -murmuraba Isabel-. ¿No podríais, acaso, haber hecho la misma profecía a mi pobre Alfonso?