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-Con placer lo tendré en cuenta -respondió Enrique.
-Alteza, si hubiera alguna condición que os parezca imposible, nos os preocupéis demasiado por ella.
-¿A qué os referís?
-A que en este momento lo necesario es la paz. Si más adelante sentís que las condiciones que os fueron impuestas eran injustas... -Villena se encogió de hombros.
Enrique sonrió. Le encantaba volver a tener a Villena de su parte. Villena era un hombre que podía hacerse cargo de todos los asuntos de estado, un hombre que atemorizaba a todos los que se ponían en contacto con él; y sería muy deseable dejar otra vez todo en sus manos, tan capaces.
-Es deseable, Alteza, que por el momento tengamos paz.
-Muy deseable -coincidió Enrique.
-Entonces, accederéis a los términos que se os planteen, y más adelante, si nos parecen insostenibles, volveremos a examinarlos.
-¿Os referís a que lo haremos... vos y yo?
-Si Vuestra Alteza quiere hacerme la gracia de escuchar mi consejo, será para mí una gran alegría ofrecerlo.
Lágrimas de debilidad brillaron en los ojos de Enrique. La larga rencilla había terminado; el astuto Villena había abandonado el campo contrario para ser una vez más su amigo.
La reunión se efectuó en una posada conocida como la Venta de los Toros de Guisando. El nombre de Toros de Guisando derivaba de los toros de piedra que habían quedado en el lugar desde que lo invadieran los ejércitos de Julio César, según rezaban las inscripciones latinas.
Allí, Enrique abrazó con gran ternura a Isabel, y se alegró al advertir que el encuentro de ambos no dejaba de conmoverla.
-Isabel -le dijo-, con tristeza nos encontramos. Los santos saben que no guardaba yo resentimiento alguno contra Alfonso. No fue él quien se ciñó la corona; otros se la impusieron. Como vos, estoy sediento de paz. ¿Será acaso imposible que logremos aquello que tan fervientemente anhelamos?
-No, hermano, no ha de serlo -respondió Isabel.
-He oído decir, querida mía -prosiguió Enrique-, que os habéis negado a permitir que os proclamaran reina de Castilla. Sois tan buena como prudente.
-Hermano -contestó Isabel-, en este momento no puede haber más que un monarca en Castilla y, de derecho, ese monarca sois vos.
-Isabel, ya veo que llegaremos a entendernos.
Todo eso era muy conmovedor, pensaba el arzobispo, pero ya era hora de pasar a los aspectos prácticos.
-El primer punto de nuestra declaración, y el más importante -anunció-, es que la princesa Isabel debe ser proclamada heredera de las coronas de Castilla y de León.
-Consiento en ello -aceptó Enrique.
Isabel se quedó admirada de su presteza en la aceptación, que sólo podía significar la admisión de que la hija de su mujer no era hija de él.
-Sería necesario -continuó el arzobispo- que se concediera una amnistía a todos aquellos que hayan participado en la contienda.
-Concedida -dijo Enrique-, y con alegría.
-Aunque me apene decirlo -siguió diciendo el arzobispo-, la conducta de la reina no es la que podría elevarla a los ojos de su pueblo.
El rey movió tristemente la cabeza. Desde que Beltrán se había dedicado con tanto interés a la política, Juana se había lanzado en busca de amantes mejor dispuestos a hacer de ella la principal preocupación de su vida... y los había encontrado.
-Debemos exigir un divorcio -precisó el arzobispo-, y que la reina sea enviada nuevamente a Portugal.
Enrique vacilaba, preguntándose cómo iba a hacer frente a la cólera de Juana si aceptaba semejante condición, pero confió en su capacidad para dejar semejante responsabilidad en manos de algún otro. Después de todo, en Portugal Juana podría encontrar amantes con tanta facilidad como en Castilla. Ya le aseguraría él -si es que tenía que hablarle del asunto- que la decisión no había sido de su incumbencia.
Sus ojos se encontraron con los de Villena, y entre los dos se cruzó una mirada de entendimiento.
-Sí... doy mi consentimiento -dijo el rey.
-Se convocarán las Cortes con el fin de dar a la princesa Isabel el título de heredera de las coronas de Castilla y de León.
-Así se hará -asintió Enrique.
-Además -prosiguió el arzobispo- la princesa Isabel no será obligada a casarse en contra de sus deseos, ni debe tampoco hacerlo sin vuestro consentimiento.
-De acuerdo -repitió Enrique.
-Entonces -proclamó el arzobispo- la princesa Isabel es la heredera de las coronas de Castilla y de León.
Beatriz se regocijaba de que su señora hubiera sido proclamada heredera de la corona.
Era la manera más segura de calmar su dolor, pues Isabel estaba empeñada en dominar sus emociones para poder consagrarse a la enorme tarea que, si llegaba a la madurez, iba a corres-ponderle.
La princesa estaba decidida a lograr durante su gobierno el engrandecimiento de Castilla.
Se entregó a la meditación y a la plegaria; se puso a estudiar historia: la de su país tanto como la de otros. Esa dedicación, decía Beatriz a Mencia, era como el leño al que se aferra alguien que se ahoga.
De otra manera Isabel no habría podido superar el tremendo golpe que había sido para ella la muerte de Alfonso, doblemente difícil de soportar por cuanto, tras haberlo dado por muerto, había tenido la enorme alegría de encontrarlo con vida, pero sólo para volver a perderlo pocas horas más tarde.
Beatriz estaba decidida a cuidar de su señora, ya que no dudaba de que habría muchos dispuestos a ensayar con ella alguna trucha envenenada. Estaban los partidarios de la reina Juana y su hija, a quienes nada podría venir mejor que la muerte de Isabel.
Pero Isabel no moriría, había decidido Beatriz y Beatriz se salía siempre con la suya.
Isabel, heredera de las coronas de Castilla y de León, ya no era simplemente la hermana de Alfonso, el rey-usurpador; ahora eran muchos los que pedían su mano en matrimonio.
A España llegaron embajadores de Inglaterra en busca de una
novia para Ricardo de Gloucester, hermano del rey Eduardo IV, que también, antes de casarse con Elizabeth Grey, había pensado en Isabel como posible reina. Isabel sería muy adecuada para Ricardo.
-Vaya, con ese matrimonio sería posible que algún día fuerais reina de Inglaterra -comentó Beatriz.
-Pero, ¿cómo podría servir a Castilla, siendo reina de Inglaterra? -objetó Isabel.
También había un pretendiente de Francia, el duque de Guiana, hermano de Luis XI, que ocupaba el primer lugar en la línea de sucesión del trono de Francia.
-Seríais reina de Francia -señalaba Beatriz, pero Isabel se limitaba a negar con la cabeza, sonriendo.