142534.fb2 CASTILLA PARA ISABEL - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 50

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-¿Todavía pensáis en Fernando?

-Siempre me he considerado comprometida con Fernando.

-Os habéis hecho una imagen de él -decíale con ansiedad Beatriz-. ¿Y si fuera falsa?

-No creo que pueda serlo.

-Pero, princesa, ¿cómo podéis estar segura? ¡Son tantas las decepciones de la vida!

-Escuchadme, Beatriz -decía fervorosamente Isabel-. Para mí, no hay otro matrimonio que el matrimonio con Fernando. Mediante él uniremos Castilla y Aragón; ¿no comprendéis lo que significará eso para España? A veces, creo que es parte de un gran designio... de un designio divino. Ya veis de qué manera van desapareciendo todos los obstáculos que se interponen entre Fernando y el trono de Aragón. Y parecería que lo mismo sucede con mi camino hacia el trono de Castilla. ¿Es posible que sea simplemente coincidencia? No puedo creerlo.

-Entonces pensáis que Fernando y vos sois elegidos por Dios.

Isabel entrecruzó las manos y levantó los ojos y Beatriz contuvo el aliento ante la expresión de arrebato que se pintó en el rostro de su señora.

-Creo que la voluntad de Dios es hacer de toda España un país cristiano -declaró Isabel-. Creo que es Su deseo que España sea fuerte. Creo que Fernando y yo, una vez unidos, haremos Su voluntad y expulsaremos de estas tierras a todos los que no pertenezcan a la Santa Iglesia Católica.

-¿Queréis decir que vos y Fernando, juntos, convertiréis o ex-

pulsaréis del país a todos los moros y a todos los judíos, y que acercaréis a la fe cristiana a cuantos sigan otras religiones? ¡Qué difícil tarea! Desde hace siglos están los árabes en España.

-Pues no es razón para que deban seguir permaneciendo en ella.

Beatriz estaba llena de dudas. Isabel, que parecía tan fuerte, era sin embargo vulnerable. ¿Y si su Fernando no era el hombre que ella esperaba? ¿Si era lascivo como don Pedro, débil como su medio hermano Enrique?

-Vos seréis fuerte y capaz de hacerlo, eso lo sé -declaró Beatriz-. Pero debéis tener un compañero igualmente fuerte y devoto de vuestra fe. ¿Cómo podéis saber si él lo es?

-¿Acaso dudáis de Fernando?

-No es mucho lo que sé de Fernando. Isabel, haced frente a la verdad: ¿qué es lo que sabéis vos de él?

-Esto sé: que es mi esposo prometido, y que no he de aceptar otro.

Durante un rato, Beatriz permaneció en silencio.

-¿Por qué no enviáis un hombre a Aragón -sugirió después-, para que pueda conocer a Fernando y deciros lo que deseáis saber de él? Hacedlo ir a Aragón y a Francia. Que conozca al duque de Guiana y os informe qué clase de hombre es; que conozca a Fernando, para que podáis saber cómo es. Podríais enviar a vuestro capellán, Alfonso de Coca, que es hombre de confianza.

Los ojos de Isabel centellearon.

-Lo enviaré, Beatriz -accedió-, pero no porque yo necesite esa seguridad. Lo enviaré para que vos podáis estar segura de que Fernando es el marido para mí... el único.

El marqués de Villena fue a visitar a su tío, el arzobispo de Toledo. Villena estaba un tanto inquieto, porque no se sentía seguro de cómo reaccionaría su tío ante el giro que tomaban los acontecimientos.

Villena era un hábil estadista, y en cambio, el arzobispo era un guerrero y además un hombre que incluso para buscar su propio beneficio necesitaba creer en su causa. No era, como su sobrino, hombre capaz de modificar sus lealtades por la sencilla razón de que hacerlo así sirviera a sus propósitos más inmediatos.

Por eso el marqués dio comienzo a la conversación con cautela:

-Isabel no será jamás la marioneta que era Alfonso -observó.

-Es verdad -asintió el arzobispo-. En ella tenemos una auténtica reina a quien será un placer servir. Lo único que lamento es su negativa a dejarse proclamar reina. Moralmente, claro, tenía razón, pero no puedo dejar de pensar que habría sido ventajoso para nuestro país que Isabel se ciñera la corona que tan poco se adecúa a las sienes de Enrique.

Villena permaneció en silencio; a su tío le complacía en Isabel la misma cualidad que él deploraba. Villena no quería una mujer con ideas propias para el gobierno de Castilla; quería un títere a quien él pudiera manejar y eso no era fácil de explicar a su fogoso tío.

-Después de todo -siguió diciendo el arzobispo-, no creo que la muerte de Alfonso haya sido tan calamitosa. Pienso que en su hermana hemos encontrado a nuestra reina, que cuenta con mi lealtad y de quien creo que empieza a comprender que mi deseo es servirla -riendo, el arzobispo hizo una pausa-. Hasta ahora tiende a desconfiar de mí. ¿Acaso no había tomado yo partido por los rebeldes? Y la infanta es tan leal a la corona, tan decidida está a defender su dignidad, que se duele de los rebeldes.

-Vamos, tío -señaló Villena-, os habéis dejado embrujar por la princesa.

-Admito que es mucho lo que me impresiona y que para mí es un placer servirla.

-Pero, tío, ¿qué puede saber una muchacha de cómo se gobierna un país?

-Descuidad, sobrino; ella jamás intentará hacer lo que esté más allá de sus fuerzas. Y os aseguro que el gobierno del país es algo que no tardará en aprender. Isabel está consagrada a su tarea y ésa es la forma en que todo rey y toda reina debería asumir sus deberes.

-Hum -masculló Villena-. Advierto, tío, que os habéis ablandado.

-¡Ablandado! Jamás. Pero estoy firmemente del lado de nuestra futura reina y si alguien la atacara, no tendréis que quejaros de la blandura de Alfonso Carrillo.

-Bueno, bueno... entonces, estáis satisfecho con el giro de los acontecimientos.

-Me siento más confiado que nunca en el porvenir de Castilla.

Villena se apresuró a despedirse de su tío.

Ya no tenía nada que decirle; sabía que las opiniones de ambos divergían por completo.

Ya no podrían seguir trabajando juntos, habían tomado partidos opuestos.

Al separarse del arzobispo, Villena se dirigió a las habitaciones de Enrique.

El rey lo recibió con ansiedad. No atinaba a demostrarle suficientemente su gratitud, a tal punto estaba encantado de tener de nuevo a Villena entre sus partidarios.

La reina Juana lo había abandonado; se había puesto tan furiosa al saber que él había accedido al divorcio que se había ido a Madrid, donde vivía escandalosamente, tomando un amante tras otro en abierto desafío al veredicto que había significado el acuerdo de Toros de Guisando. De nada había servido que Enrique le explicara que no tenía la intención de mantener su palabra respecto de lo que se había convenido en la reunión con Isabel; Juana estaba tan furiosa de que él hubiera fingido siquiera que se divorciaría de ella, que partió llena de cólera.

No era un problema muy grave, porque ya hacía tiempo que su mujer le daba más inquietud que placer; Enrique estaba feliz con sus amantes y tenía cuidado de elegir aquellas que no se interesaran por la política.

Además tenía a su querido amigo, Villena, que había vuelto a ofrecerle amistad y consejo y que tan diestramente se había hecho cargo de todo y le explicaba lo que tenía que hacer.

Villena le explicó que acababa de estar con su tío y que el arzobispo prestaba ahora fidelidad a Isabel, tal cosa antes Villena se la había dado a Alfonso.

-Es hombre de una sola idea, que a veces puede cegarse y no ver su propio beneficio -señaló-. Después de todo, es hombre de iglesia y necesita tener fe en algo; ahora, ha depositado esa fe en Isabel, que ha conseguido apelar a su sentimiento de rectitud. Es lamentable, Alteza, pues hemos perdido un valioso aliado.

-Querido Villena, creo que os las arreglaréis muy bien sin él.

-Es posible. Pero la que me inquieta un poco es nuestra Isabel; yo abrigaba la esperanza de que le interesara una alianza matrimonial con Inglaterra o con Francia. Sería una tranquilidad saber que ya no está en Castilla.

Enrique hizo un gesto afirmativo.

-Si ella no estuviera -continuó Villena-, sería muy simple proclamar heredera del trono a la pequeña Juana.