142534.fb2 CASTILLA PARA ISABEL - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 55

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-Eso haré con todas mis fuerzas, y de todo corazón.

-Debéis respetar al rey actual, y no reclamar que nos sean devueltas las propiedades castellanas que antaño nos pertenecieron.

-Pues sí que hace un trato favorable, esta Isabel.

-Aporta también una excelente dote, y además, es la heredera de Castilla. Hijo mío, a vuestra madre y a mí nos costó mucho aseguraros la corona de Aragón. Ahora, Isabel viene a ofreceros Castilla.

-Entonces, padre, ¿aceptaremos estas condiciones?

-Con gran júbilo, hijo mío... aunque me parece que no se os ve tan complacido como deberíais estarlo.

-Paréceme que debemos humillarnos más de lo que yo quisiera.

Juan rodeó con un brazo los hombros de su hijo.

-Vamos, vamos, Fernando. No dudo de que no tardaréis en llevar la voz cantante. Sois un apuesto joven y recordad que

por más que sea la futura reina de Castilla Isabel no deja de ser una mujer.

Fernando rió alegremente, seguro de su capacidad para gobernar a Aragón, a Castilla... y a Isabel.

Isabel sabía que su situación era peligrosa, y que tarde o temprano el marqués de Villena se enteraría de la embajada a Aragón; sabía también que, si se descubría que la infanta había llevado las cosas tan lejos como para firmar un acuerdo con Aragón, Villena no se detendría ante nada con tal de evitar su casamiento con Fernando.

Villena y Enrique se habían dirigido al sur de Castilla para someter la última fortaleza de los rebeldes y, aprovechando la ausencia de ambos, Isabel se trasladó calladamente de Ocaña a Madrigal.

Allí fue recibida por el obispo de Burgos, cosa que la alarmó un tanto, porque el prelado era sobrino de Villena, y la princesa pensó que tal vez guardara más fidelidad al marqués que a su otro familiar, el arzobispo de Toledo.

No se equivocaba; sin pérdida de tiempo, el obispo envió a su tío Villena un mensajero para ponerlo al tanto de la llegada de Isabel.

«Hacedla vigilar», decía la respuesta de Villena, «sobornad a sus sirvientes y si descubrís que se ha puesto en contacto con Aragón informádmelo sin pérdida de tiempo.»

El obispo estaba ansioso por servir a su poderoso tío, y no pasó mucho tiempo sin que los sirvientes que rodeaban a Isabel hubieran recibido ofrecimientos de soborno para informarle sobre las actividades de la infanta; muchas de las cartas que ésta escribía pasaron por las manos del obispo de Burgos antes de ser enviadas a sus destinatarios.

No pasó, por consiguiente, mucho tiempo sin que el obispo supiera hasta dónde habían llegado las cosas entre Isabel y Fernando.

Villena, furioso, echaba chispas en contra de Isabel. -Ahí tenéis a vuestra piadosa hermana -recriminó a Enrique-.

Hace votos de que no se casará sin vuestro consentimiento, pero tan pronto como le volvemos la espalda, se pone en comunicación con Aragón.

-También nosotros rompimos nuestra parte del acuerdo -sugirió tímidamente Enrique.

Villena hizo chasquear los dedos.

-Lo que podemos hacer ahora es encarcelarla -exclamó-. Fue una estupidez no haberlo hecho antes.

-Pero lo intentamos -le recordó Enrique- y el pueblo de Ocaña nos lo impidió. Me temo que Isabel tenga, como lo tenía Alfonso, ese algo que les gana la lealtad del pueblo.

-¡La lealtad del pueblo! -se burló Villena-. Ya la pondremos donde no pueda apoyarse en ella y donde el galante Fernando no pueda rescatarla. Daremos órdenes inmediatamente para que el arzobispo de Sevilla se dirija a Madrigal, llevando consigo una fuerza suficiente para apoderarse de ella y hacerla nuestra prisionera.

-¿Y qué sucederá con el pueblo de Madrigal? ¿Acaso no se opondrán, como los de Ocaña, a que hagamos de Isabel nuestra prisionera?

-Les advertiremos que en caso de que se opongan al arresto provocarán nuestra cólera. Los asustaremos de tal manera que no se atreverán a ayudarla,.

Enrique parecía preocupado.

-No olvidemos que es mi hermana.

-Alteza, ¿estáis dispuesto a dejar este asunto en mis manos?

-Como siempre, amigo mío.

Cuando le anunciaron que el principal ciudadano del pueblo de Madrigal pedía ser llevado a su. presencia, Isabel lo recibió inmediatamente.

-Alteza -expresó el visitante-, vengo en nombre de mis conciudadanos. Estamos en gran peligro, tanto nosotros como Vuestra Alteza. Hemos recibido del rey la información de que estáis a punto de ser arrestada, y de que, en caso de que intentemos ayudaros, seremos castigados. Vengo pues, a advertiros que intentéis escapar, porque era vista de semejantes amenazas los ciudadanos de Madrigal no nos atrevemos a ayudaros.

Graciosamente, Isabel le agradeció la advertencia y mandó a buscar a dos de sus servidores en quienes sabía que podía confiar sin reservas.

-Quiero que os hagáis portadores de dos mensajes míos -les dijo-: uno para el arzobispo de Toledo y el otro para el almirante Enríquez. Se trata de un asunto de la mayor urgencia y no hay un segundo que perder. Partiréis en seguida y cabalgaréis sin descanso.

Tan pronto como hubieron partido los mensajeros, Isabel envió a un paje en busca de Beatriz y de Mencia. Llegadas éstas a su presencia, les anunció con calma:

-Nos vamos de Madrigal. Quiero que vosotras salgáis antes que yo; id a Coca, que no está lejos, y esperadme allí.

Beatriz estuvo a punto de protestar, pero había ocasiones en que Isabel le recordaba que su señora era ella, y en esos casos Beatriz advertía rápidamente su intención.

Un poco dolidas, las dos damas de honor se retiraron; Isabel se quedó inquieta mientras no supo que habían partido. Sabía que si el arzobispo de Sevilla llegaba a arrestarla, tomaría también prisioneras a sus amigas y confidentes, y deseaba que Beatriz y Mencia estuvieran a salvo aunque no pudiera salvarse ella.

En Coca, Beatriz y Mencia estarían seguras, pero la infanta no. Isabel necesitaba de la firme protección de hombres armados.

Empezó entonces la ansiosa vigilia; Isabel esperaba en la ventana. No tardaría en oír el ruido de las caballerías que se acercaban, y los gritos de los hombres, y era posible que todo su futuro dependiera de los acontecimientos de ese día. Isabel no sabía qué podía sucederle si caía en manos del arzobispo de Sevilla. Entonces sería prisionera del rey -o más exactamente, de Ville-na-, y la infanta no creía que le fuera fácil recuperar la libertad.

¿Qué le reservaría entonces el futuro? ¿Un matrimonio forzado? ¿Con Alfonso de Portugal, tal vez? ¿Con Ricardo de Glou-cester? De alguna manera iban a librarse de ella y querrían desterrarla, ya fuera a Portugal o a Inglaterra. ¿Y si Isabel se negaba?

¿Se repetiría el antiguo modelo familiar? Alguna mañana, ¿la encontrarían sus doncellas como sus servidores habían encontrado a Alfonso?

¿Y Fernando? ¿Qué pasaría con él? Había aceptado ansiosa-

mente el acuerdo matrimonial e Isabel estaba segura de que, lo mismo que ella, comprendía la gloria que podía surgir de la unión de Castilla y Aragón. Pero una vez que Isabel cayera en manos del arzobispo de Sevilla, una vez que Villena fuera dueño de su destino, eso significaría el fin de todos sus sueños y sus esperanzas.

En ese estado de ánimo esperaba la infanta.

Finalmente, oyó lo que su oído acechaba y después... lo vio. Ahí estaba, orgulloso, el arzobispo de Toledo, ahora su fiel servidor, dispuesto a arrebatarla bajo las narices mismas del obispo de Burgos, desbaratando así su intención de entregársela a su tío Villena.

Oyó de nuevo la voz, resonante.

-Conducidme ante la princesa Isabel.

Su silueta se alzó ante ella.