142534.fb2 CASTILLA PARA ISABEL - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 57

CASTILLA PARA ISABEL - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 57

Cuando el posadero se hubo retirado, Fernando sonrió burlo-namente.

-Me temo que no hago un lacayo muy convincente.

-Si se tiene en cuenta que es un papel que jamás habíais representado, Alteza, lo estáis haciendo muy bien.

-Sin embargo, tengo la sensación de que este hombre me con-sidera un sirviente nada habitual, y eso es algo que debemos evitar. Me alegraré de que todo esto termine, porque es un papel que no me sienta.

Fernando tocó con disgusto la áspera tela de su jubón de sirviente. Era lo bastante joven como para envanecerse de su apariencia personal, y como durante toda su vida había vivido en el temor de perder su herencia, su dignidad le era especialmente cara. Era menos filósofo que su padre, y menos capaz de digerir la indignidad que significaba para él tener que entrar furtivamente en Castilla, como un mendigo. Había tenido que aceptar el hecho de que la importancia de Castilla y León era mayor que la de Aragón, y se le hacía difícil admitir que él, en su condición de hombre y de futuro esposo, tuviera que ocupar el segundo lugar, después de la que sería su mujer.

Las cosas no debían seguir siendo así, se decía, una vez que Isabel y él se hubieran casado.

-Esta mascarada no habrá de prolongarse durante mucho tiempo, Alteza -le aseguraron-. Cuando lleguemos al castillo del conde de Treviño, en Osma, ya no será necesario que sigáis viajando tan innoblemente. Y Treviño nos espera para darnos la bienvenida.

-Pues me consume la impaciencia por llegar a Osma.

El tabernero había regresado, precediendo a un sirviente que les traía una gran fuente humeante de olla podrida. El guisado olía bien, y durante un momento los hombres lo olfatearon con tal avidez que Fernando, que había estado apoyado en la mesa, conversando con los mercaderes, se olvidó por completo de adoptar su actitud de sirviente.

El posadero se quedó tan sorprendido que se detuvo y se quedó mirándolo.

Inmediatamente, el muchacho comprendió que se había traicionado e intentó fingir una actitud de humildad.

-Espero que el tabernero no sospeche que no somos lo que pretendemos -comentó cuando él y sus amigos volvieron a quedarse a solas.

-Si se muestra demasiado curioso, Alteza, ya nos ocuparemos de él.

Al oír estas palabras, Fernando señaló que sería mejor que dejaran de darle el tratamiento de Alteza mientras no terminaran el viaje.

Mientras todos estaban comiendo, uno de los hombres levantó repentinamente la vista y alcanzó a ver en la ventana un rostro que desapareció inmediatamente, de manera que no estaba seguro de si se trataba del tabernero o de uno de sus sirvientes.

-¡Mirad hacia la ventana! -advirtió en voz baja, pero los otros ya no llegaron a verlo.

Cuando explicó lo sucedido, la inquietud se apoderó de todo el grupo.

-Creo que no cabe duda de que les resultamos sospechosos -señaló Fernando.

-Pues yo voy a cortarles el pescuezo a ese entremetido del tabernero y a todos sus sirvientes -gritó uno de los miembros de la banda.

-Eso sí que sería una locura -le hizo notar otro-. Tal vez aquí muestren ese mismo tipo de curiosidad ociosa hacia todos los viajeros. Comed lo más rápido que podáis, y partamos. Bien puede ser que alguien haya enviado ya un mensaje a nuestros enemigos para advertirles que hemos llegado a esta posada.

-No es posible que adviertan nada raro en un grupo de co-

merciantes... No, es curiosidad y nada más, amigos. Comamos en paz.

-Sí, comamos, ciertamente -asintió Fernando-, pero será peligroso que nos demoremos. Es indudable que mi actitud nos ha traicionado. Salgamos de aquí lo antes posible. Pasaremos la noche fuera, o bien en alguna otra posada que nos parezca... pero no aquí.

Comieron presurosamente y en silencio, y después tino del grupo llamó al posadero para pedir la cuenta.

Al salir de la posada siguieron cabalgando; no era mucha la distancia que habían recorrido cuando empezaron a reírse de sus temores. El tabernero y sus servidores eran unos zoquetes que nada podían saber de que el heredero de Aragón llegaba a Castilla y todos ellos se habían atemorizado sin causa alguna.

-¡Que pasemos la noche fuera! -exclamó Fernando-. Por cierto que no. Ya encontraremos una posada y pasaremos en ella una noche de sueño reparador.

De pronto, el hombre que había pagado al posadero exhaló un grito de desaliento.

-¡La bolsa! -clamó-. Debo habérmela dejado sobre la mesa de la posada.

El desánimo se apoderó de todos, ya que la bolsa contenía el dinero necesario para afrontar los gastos del viaje.

-Debo volver en su busca -expresó el hombre.

Se hizo un corto silencio, y después volvió a hablar Fernando.

-¿Y si realmente hubieran sospechado? -preguntó-. ¿Si os tomaran prisionero? No; ya estamos muy lejos de aquella posada. Seguiremos adelante, aunque no tengamos dinero. Castilla es un galardón demasiado importante para perderlo por recuperar unos pocos enriques.

Era bien entrada la noche cuando llegaron junto a las murallas del castillo de Treviño.

En el interior del castillo reinaba la tensión.

El conde había dado sus instrucciones.

-Debemos estar preparados para un ataque de nuestros enemigos, que nos saben partidarios de Isabel, y no ignoran que ofreceremos abrigo al príncipe de Aragón cuando pase por aquí,

camino de Valladolid. Bien puede ser que los hombres del rey intenten atacar el castillo y adueñarse de él para ser ellos, y no nosotros, quienes se encuentren aquí a la llegada de Fernando. Por consiguiente, manteneos alertas y no dejéis entrar a nadie. Guardad bien el puente levadizo y estad preparados en las murallas con vuestros proyectiles.

Así fue como, a la llegada de Fernando y sus acompañantes, en el castillo estaban armados hasta los dientes.

Los viajeros venían agotados, ya que habían cabalgado durante toda la noche y el día siguiente sin tener el dinero necesario para una comida; cuando llegaron ante las puertas del castillo Fernando dejó escapar un grito de alegría.

-¡Abrid! -exclamó-. ¡Abridnos sin demora!

Pero uno de los guardias que los observaban desde las murallas almenadas, decidido a defender el castillo ante los enemigos del conde, creyó que los que estaban abajo eran hombres del rey.

Por eso empujó uno de los enormes guijarros que con esa intención habían sido colocados en las almenas y lo dejó caer, con el propósito de matar al hombre que se había separado un poco del grupo.

El hombre no era otro que Fernando, y el cálculo del guardia había sido exacto: la enorme piedra se precipitó sobre él.

-¡Alteza! -gritó uno de sus hombres, que lo observaba, y el tono de urgencia de su voz era tan cortante que Fernando, alertado, se apartó de un salto.

La advertencia le había llegado justo a tiempo: la piedra cayó exactamente en el lugar donde él había estado. El heredero de Aragón había escapado de la muerte por muy poco.

-¿Es ésta la bienvenida que nos prometisteis? -vociferó Fernando, sorprendido y colérico-. Tras largo viaje con este disfraz llego donde vosotros, yo, el príncipe de Aragón, y después de haberme prometido socorro, ¡hacéis todo lo posible por matarme!

La consternación invadió el castillo. Se encendieron antorchas y en las almenas aparecieron rostros que atisbaban.

Gritos y crujidos acompañaron el descenso del puente levadizo, y el conde de Treviño en persona se adelantó presuroso a arrodillarse ante Fernando, pidiéndole perdón por el error que

tan fácilmente podía haber hecho que toda la empresa terminara en tragedia.

-Tendréis mi perdón tan pronto como nos deis de comer -le aseguró Fernando-. Mis hombres y yo nos morimos de hambre.