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EL MATRIMONIO DE ISABEL
En la casa de Juan de Vivero, la más encumbrada de Va-lladolid, que había sido puesta a su disposición cuando Isabel entró triunfante en la ciudad, la infanta esperaba.
Pensaba que ése era, hasta aquel día, el momento más importante de su vida. Durante años Isabel había soñado casarse con Fernando y, de no ser por su propia determinación, se habría visto ya hacía tiempo forzada a contraer otro matrimonio. Ahora Fernando estaba a escasa distancia de allí y esa misma noche lo vería ante ella.
No le resultaba fácil dominar su emoción. Pero debía mantener la calma; debía recordar que no era simplemente una princesa de Castilla: era su futura reina.
Aportaría una excelente dote a su marido y eso la tranquilizaba. Pero, a pesar de su dignidad y de su posición, tenía un motivo de incertidumbre: se preguntaba si sería atractiva para Fernando, porque quería que el matrimonio fuera perfecto. No se trataba solamente de lograr la fusión de Castilla y Aragón para hacer una España más fuerte, una España cristiana; su unión debía ser también el matrimonio de dos personas cuyos intereses y afectos debían entretejerse al punto de convertirlas en una sola.
Ese segundo factor era el causante de la ansiedad de Isabel.
Yo sé que amaré a Fernando, se decía la infanta, pero ¿cómo puedo estar segura de que él también me amará?
Aunque fuera un año menor que ella, su prometido había llevado la vida de un hombre; en cambio Isabel, por más que la hubieran preparado para entender los asuntos de estado, había llevado la vida retirada que había sido indispensable para no contaminarse de la licenciosa corte de su hermano.
El almirante y el arzobispo le habían hablado con gran seriedad de la manera de encarar la entrevista.
-No olvidéis -habíale advertido el arzobispo- que en tanto que él solamente puede haceros reina de Aragón, vos le ofrecéis las coronas de Castilla y de León. ¿Qué es Aragón, comparada con León y Castilla? Jamás debéis permitirle olvidar que vos aportáis a este matrimonio más de lo que aporta él, que vos seréis la reina y que su título de rey será simplemente de cortesía.
-No creo -se opuso suavemente Isabel- que un matrimonio como éste deba empezar con una lucha por el poder.
-Confío -declaró tercamente el arzobispo- en que no os dejéis dominar por su apostura.
-Confío -replicó Isabel con una sonrisa- en encontrar algún placer en ella.
El arzobispo la observó con seriedad. Grande era su admiración por ella, y tal era la razón de que hubiera decidido darle su apoyo, pero quería que la infanta recordara que él era, en gran medida, responsable de que ella se encontrara en la posición en que estaba, y que entendiera que, si quería seguir contando con su cooperación, debía prestar atención a sus consejos... y seguirlos.
Alfonso Carrillo no tenía la menor intención de permitir que sobre Fernando recayera demasiado poder, ni que el príncipe de Aragón ocupara, como principal asesor de Isabel, el lugar que había tenido él, el arzobispo de Toledo.
-Podría ser aconsejable -siguió diciendo- que se exigiera a Fernando algún acto de homenaje, simplemente como reconocimiento de que, en lo tocante a Castilla y León, la posición de él es inferior.
Isabel sonreía, pero habló con voz firme.
-No estoy dispuesta a exigir un homenaje tal a mi marido -declaró.
Cuando se separó de ella para prepararse a recibir a Fernando, que en breve llegaría de Dueñas con una pequeña escolta de cuatro hombres, el arzobispo no se sentía del todo satisfecho.
Era medianoche cuando Fernando llegó a la casa de Juan de Vivero.
Vestido con ropa que le habían prestado, no llegaba ya como lacayo de los mercaderes, sino como rey de Sicilia.
El arzobispo le dio la bienvenida; cuando ambos se encontra-
ron, Fernando se alegró de que su avisado padre hubiera tenido la previsión de concederle el título de rey: en el arzobispo de Toledo había una arrogancia que no pasó inadvertida para Fernando, quien se preguntó si ese hombre no habría impartido a Isabel la misma cualidad. Sin embargo, en el momento mismo en que se le ocurría esa idea, Fernando sonrió. Él sabía cómo arreglárselas con las mujeres... e Isabel, por más heredera de Castilla y de León que fuera, era una mujer.
-La princesa Isabel os espera -díjole el arzobispo-, y me ha encargado que os conduzca a su presencia.
Fernando inclinó la cabeza y el prelado lo guió hacia las habitaciones de Isabel.
-Su Alteza, don Fernando, rey de Sicilia y príncipe de Aragón.
Isabel se puso de pie y durante unos segundos permaneció inmóvil, estremecida por la fuerza de sus emociones.
Ahí estaba Fernando, en carne y hueso, su sueño convertido en realidad, tan apuesto como ella se lo había imaginado... pero no, más aun, se apresuró a decirse; pues ¿cómo podía ninguna persona, imaginaria o real, compararse con el gallardo joven que estaba ahora de pie ante ella?
¡Fernando, con sus diecisiete años, con el pelo rubio y la piel bronceada por los efectos del aire y del sol, hombre adulto en su físico, esbelto y perfectamente proporcionado! Tenía la frente amplia y despejada, la expresión alerta; y era todavía demasiado joven y demasiado virgen como para que esa vivacidad pudiera ser interpretada como codicia.
Isabel se sintió invadida por la alegría: el Fernando que se erguía ante ella parecía salido directamente de sus sueños.
Y era cortés, además; le tomó la mano, inclinándose reverente sobre ella. Después, levantó los ojos hasta el rostro de su prometida y una sonrisa brilló en ellos, ya que tampoco a él le desagradaba lo que veía.
Una mujer joven, más bien alta, de cutis tan terso como el suyo, y con un resplandor rojizo en el cabello que resultaba encantador. Y lo que más le agradó fue esa gentileza, esa dulce expresión de los ojos azules.
Era encantadora Isabel... tan agradable, tan joven... tan maleable, pensó Fernando.
Ebrio de juventud, se prometió que muy pronto sería el dueño y señor de Castilla, de León... y de Isabel.
-Con todo mi corazón os doy la bienvenida -lo saludó ella-. Y Castilla y León os dan la bienvenida. Mucho tiempo hace que esperamos vuestra llegada.
Fernando, que había conservado en la suya la mano de ella, se inclinó con gesto rápido a besarla con una pasión que hizo subir un débil tinte a las mejillas de su prometida y le llenó de destellos los ojos.
-Ojalá -murmuró- hubiera venido hace meses... hace años...
Los dos juntos se dirigieron hacia las dos ornamentadas sillas que habían sido dispuestas una junto a la otra, a manera de tronos.
-Habéis tenido un viaje arriesgado -interrogó Isabel, y cuando él le habló de sus aventuras en la posada y del episodio en el castillo del conde de Treviño, la princesa se puso pálida al pensar en lo que tan fácilmente podía haberle sucedido.
-Pero eso no tiene importancia -le aseguró Fernando-, Aunque vos no lo sepáis, más de una vez he afrontado la muerte, junto a mi padre, en el campo de batalla.
-Pero aquí, ahora, estáis seguro -respondió Isabel, en cuya voz vibraba una nota de euforia. Sentía que su matrimonio había sido dispuesto por el Cielo y que en la tierra nada había capaz de impedir que se celebrara.
El arzobispo, que de pie junto a ellos escuchaba la conversación, empezó a impacientarse.
-El matrimonio -les recordó- no es todavía un hecho. Incluso ahora nuestros enemigos seguirán haciendo todo lo que esté a su alcance para impedirlo. Es menester celebrarlo cuanto antes y yo os sugiero que no esperéis más de cuatro días.
Fernando dirigió a Isabel una mirada apasionada que ella, tomada de sorpresa por la perspectiva de que el matrimonio se celebrara en forma tan inmediata, le devolvió.
-Es necesario -prosiguió el arzobispo- que sin demora os comprometáis solemnemente. Tal es la causa de que Vuestra Alteza haya debido llegar a Valladolid a hora tan avanzada.
-Entonces -declaró Isabel- hagámoslo sin pérdida de tiempo.
El arzobispo los declaró solemnemente comprometidos y
allí, en presencia de los escasos testigos, Isabel y Fernando unieron ceremoniosamente sus manos.
Así será, hasta que la muerte nos separe, decíase la infanta, que se sentía invadida por una felicidad mucho mayor que ninguna que hasta entonces hubiera conocido.