142534.fb2 CASTILLA PARA ISABEL - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 59

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Había gran actividad en la casa de Juan de Vivero, donde había de celebrarse el matrimonio entre la heredera de la Corona de Castilla y el heredero de la Corona de Aragón.

Todo debía hacerse con la máxima prisa. Era muy escaso el tiempo disponible para preparativos, ya que en cualquier momento podían verse interrumpidos por los soldados del rey, llegados para impedir ese matrimonio que, según Villena, no debía celebrarse.

Isabel se encontraba alternativamente entre el éxtasis y la angustia.

Cuatro días le parecían tan largos como cuatro semanas; cada vez que se producía una conmoción en el patio, que un grito se elevaba desde abajo, la infanta se estremecía de miedo.

Aparte del hecho de que en cualquier momento podían llegar los partidarios de su medio hermano, había otras causas de angustia: ella tenía muy poco dinero y Fernando ninguno. ¿Cómo podían celebrar el matrimonio sin dinero?

Y se trataba del matrimonio más importante de España.

Eso exigía una celebración, pero ¿cómo podían adornar la casa, cómo podían ofrecer un banquete, sin dinero?

No había más que una respuesta: debían conseguirlo prestado.

No era un comienzo muy feliz, pensaba Isabel.

Fue un problema que no pudo tratar con Fernando porque, después del primer encuentro a medianoche y del solemne compromiso, el príncipe había regresado a Dueñas para esperar allí el momento de entrar en Valladolid como novio de Isabel, en la ceremonia pública.

Pero el dinero, llegado el momento se consiguió sin dificultad.

Isabel es la heredera de Castilla y de León, se dijeron muchos de aquellos a quienes les fue planteado el problema. Un día será

reina y no olvidará a quienes le facilitaron el dinero para su boda.

Había, sin embargo, un mayor motivo de preocupación.

Como entre Isabel y Fernando había cierto grado de consanguinidad, antes de que pudieran casarse sería necesario conseguir una dispensa papal.

La dispensa no había llegado aún, de modo que Isabel acudió al arzobispo de Toledo.

-Me temo que habremos de postergar el matrimonio -le dijo.

-¡Postergar el matrimonio! -clamó, atónito, el arzobispo-. Es imposible. Puedo deciros sin lugar a dudas que, si lo postergamos, jamás se celebrará. Vuestro hermano y mi sobrino se ocuparán de que nunca podamos estar más próximos a celebrarlo que ahora.

-Hay una cosa de la mayor importancia que habéis olvidado y es que no nos ha llegado aún la dispensa papal.

Aunque el arzobispo se sintió realmente alarmado, procuró disimularlo. No estaba seguro de que fuera posible conseguir una dispensa del papa, que era amigo de Enrique y de Villena.

-Y si el papa os negara la dispensa, ¿os casaríais con Fer-nando? -indagó cautelosamente.

-Sería imposible -respondió Isabel-. ¿Cómo- podríamos casarnos sin ella?

-El matrimonio sería válido.

-Pero seríamos censurados por la Santa Iglesia. ¿Qué esperanza podríamos tener de que nuestro matrimonio fuera un éxito si empezáramos oponiéndonos a los cánones eclesiásticos?

El arzobispo guardó silencio al percibir ese nuevo aspecto del carácter de Isabel. Siempre la había conocido como devota, pero también otros eran1 devotos... por lo menos, iban regularmente a misa y no ignoraban los dogmas de la Iglesia. Pero, ¿quién habría de permitir que las reglas de la Iglesia obstaculizaran el cumplimiento de sus deseos? Isabel, aparentemente.

Con toda premura, Alfonso Carrillo tomó una decisión.

-No temáis -la tranquilizó-, que la dispensa nos llegará a tiempo. He puesto al tanto de nuestra urgencia a todos los interesados.

-No sé qué haría yo sin vos, amigo mío -musitó Isabel.

El arzobispo le devolvió la sonrisa, esperando que ella recae-

dará esas palabras y jamás tratara de despojarlo de su poder para concedérselo a Fernando.

En sus habitaciones, el arzobispo estaba escribiendo. Lo hacía lentamente y con grandísimo cuidado.

Cuando terminó, dejó la pluma para observar atentamente lo escrito.

Era una dispensa perfecta. A Isabel jamás se le ocurriría que no hubiera llegado del papa.

El arzobispo se encogió de hombros.

Había veces en que la osadía de los hombres debía hacerse cargo de las cosas. El tenía que guiar a la heredera de Castilla y de León por la senda que Isabel debía recorrer, y esa senda pasaba por el matrimonio con Fernando. Y si Isabel era demasiado escrupulosa respecto de su obligación hacia la Iglesia era preciso recurrir a un pequeño engaño.

El arzobispo arrolló el pergamino y se dirigió a las habitaciones de la infanta.

-Con gran júbilo vengo a anunciar a Su Alteza que ha llegado la dispensa.

-¡Oh, qué feliz me hace eso! -Isabel tendió la mano, y el arzobispo le entregó el rollo.

Se quedó mirándola con ansiedad mientras ella leía el documento, pero evidentemente su regocijo era demasiado para que se detuviera a estudiarlo con mucha atención.

Cuando Isabel se lo devolvió el arzobispo volvió a enrollar el pergamino.

-Qué maravilla -se admiró la princesa-, la forma en que uno a uno van desapareciendo los obstáculos en nuestro camino. Me temía yo que todavía a esta altura pudiera suceder algo que impidiera el matrimonio. El Santo Padre es muy amigo de mi hermano y del marqués y me angustiaba la idea de que se negara a darnos la dispensa. Pero Dios ha tocado su corazón y aquí la tenemos. Con frecuencia me parece que es por voluntad de Dios que Fernando y yo nos casamos, pues parecería que cada vez que nos vemos enfrentados con algún obstáculo que se nos presenta como insuperable, sucede algún milagro.

El arzobispo, que era hombre convencido de que, cuando la

Divina Providencia se olvida de enviar un milagro desde el Cielo, la astucia de los hombres puede sustituirlo por otro muy terrenal, inclinó piadosamente la cabeza.

Mucha gente se había reunido en el vestíbulo de la casa de Juan de Vivero a presenciar la ceremonia nupcial celebrada por el arzobispo de Toledo.

Aunque el recinto había sido adornado tan ricamente como les fue posible, la boda parecía más bien la de la hija de algún noble venido a menos. Parecía increíble que se tratara del casamiento de la futura reina de Castilla.

Era, sin embargo, lo mejor que se había podido hacer, con dinero prestado y con tanta prisa; y si faltaban el resplandor de las joyas y el crujido de los brocados, su ausencia perdía toda importancia ante la felicidad que irradiaban los rostros de los jóvenes novios.

Mirarlos era un goce: tan jóvenes, tan sanos, tan apuestos. Sin duda, decíanse los observadores, aquel apresurado matrimonio era el más novelesco que se hubiera realizado jamás en España. Y si le faltaban las celebraciones que por lo común anunciaban y acompañaban a tan significativas ceremonias, eso ¿qué importaba? Finalmente, Castilla y Aragón habíanse unido, y los pobladores de Valladolid se quedaron roncos de tanto gritar su júbilo cuando la |oven pareja salió de la casa de Vivero y más tarde, cuando almorzaron en público para que todo el pueblo pudiera verlos y ser testigo de la alegría que los embargaba al estar juntos.

Ese recíproco contentamiento no se amortiguó cuando les llegó el momento de quedar a solas.

Fernando con su experiencia de joven mundano, Isabel con cierta aprensión, pero ¡tan dispuesta a seguirlo donde él quisiera conducirla!

Fernando creía poder moldear según su voluntad a esa mujer, su Isabel, paragón de tantas virtudes, virginal a la vez que apasionada, dueña de increíble dignidad pero que ahora esperaba sus deseos.