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-Pues yo lo sabía -respondió Isabel, sonriéndole con su sonrisa lenta y dedicada, mientras pensaba en todas las vicisitudes de su vida, azarosa al punto de que sólo su coraje y su fe en el futuro habían hecho posible el triunfo sobre tan adversas circunstancias.
No, a Isabel no le sorprendía verse por fin casada con el hombre que había elegido, ni le maravillaba que él le prometiera ser todo lo que ella había esperado.
Creía firmemente que, desde siempre, todo había debido ser como era.
-Fernando -le dijo-, trabajaremos siempre los dos juntos. Seremos como uno solo. Todo lo que tengo es vuestro; todo lo que tenéis es mío. ¿No es esto una maravilla?
Fernando la besó con pasión creciente, asegurándole que así era en verdad, y tanto más cuanto que ella tenía para ofrecer mucho más que él.
-Isabel... esposa mía, amor mío -murmuró-. Que maravilla es, realmente, que además de toda vuestra belleza, de todas vuestras virtudes, sea vuestra también.., Castilla. Pero aunque no fuerais la futura reina de Castilla -agregó-, si no fuerais más que una moza de taberna, yo os amaría, Isabel. ¿Me amaríais vos si no pudiera yo ofreceros Aragón?
Al preguntarlo, no esperaba respuesta, tan seguro estaba de su capacidad para conquistarla.
Pero Isabel se quedó pensativa. Aunque lo amaba con todo su corazón, no creía que a la futura reina de Castilla le fuera posible amar a un mozo de taberna.
Fernando la había levantado en sus brazos; era tan fuerte que podía hacerlo con toda facilidad, y la infanta sintió en la mejilla el calor de su aliento.
No tuvo necesidad de responder a las preguntas de Fernando, porque se vio arrastrada a una nueva aventura que dominó sus sentidos y le hizo olvidar su dignidad y su amor por la verdad... temporalmente.
Fernando, el aventurero, el hombre de acción, se consideraba el varón que triunfa de todos los obstáculos y a quien la mujer, más débil, debe siempre someterse.
Aunque no con absoluta claridad, Isabel lo percibía. Su matri-
monio debía ser perfecto, pensaba; la armonía no debía interrumpirse, ni en el Consejo ni en la alcoba.
Por eso se mostró dócil, ávida de aprender, sinceramente ansiosa de agradarle. Era verdad que en el dormitorio de ambos, Fernando debía ser el amo; debía ser él quien la llevara, paso a paso, por las diversas sendas del placer sensual.
Con frecuencia, Fernando se había dicho que, por más que Isabel fuera la futura reina de Castilla, era también una mujer. No se le había ocurrido que, aunque fuera mujer, no olvidaría jamás que era la futura reina de Castilla.
LA MUERTE DE ENRIQUE
Enrique recibió la primera noticia del matrimonio mediante un mensajero de Isabel.
Al leer la carta de su media hermana, se estremeció.
-Pero si esto es exactamente lo que queríamos evitar -gimió-. Ahora, tendremos en contra de nosotros a Aragón. Oh, ¡que hombre desafortunado soy? Ojalá no hubiera nacido para ser rey de Castilla.
Temeroso de la tormenta que con ello provocaría dudaba en mostrar a Villena la carta de Isabel.
Mientras se entregaba a la ensoñación la carta se le escapó de las manos. Pensando en Blanca deseó no haberse separado de ella. Qué terribles debían de haber sido sus últimos días en Or-tes. ¿Habría sospechado ¡os planes que se urdían para asesinarla?
-Si ella se hubiera quedado en Castilla viviría aún -murmuró para sí-. ¿Y estaría yo en peor situación? No tendría a mi hija, pero... ¿es mía? En toda la corte siguen llamándola la Beltraneja. ¡Pobre pequeña, qué pruebas le esperan!
Enrique inclinó la cabeza. Era un triste destino haber nacido, como ella, para convertirse en centro de las querellas por un trono. Y además estaba lo de Alfonso...
Si no se hubiera deshecho de Blanca, si hubiera tratado de llevar otra clase de vida, habría sido más feliz. Ahora no lo rodeaban más que escándalos y conflictos...
Juana, su reina, lo había abandonado para irse a vivir, escandalosamente, en Madrid. Las historias referentes a sus aventuras eran interminables; había tenido muchos amantes y de esas uniones habían nacido varios hijos ilegítimos.
Jamás había habido un hombre que tan fervientemente deseara la paz, ni tampoco uno a quien de manera tan constante la paz se le hubiera negado.
Imposible dejar de dar la noticia a Villena; si él se demoraba en hacerlo, el marqués la sabría de alguna otra fuente.
Pidió a un paje que hiciera venir a su presencia a Villena y cuando el marqués acudió, el rey con un gesto de impotencia, le entregó la carta de Isabel.
La furia tiñó de púrpura el rostro de Villena.
-¡Entonces el matrimonio se ha realizado! -gritó el marqués.
-Es lo que ella dice.
-Pero, ¡es una monstruosidad! ¡Fernando en Castilla! Bien sé lo que podemos esperar de ese hombre. Nadie hay más ambicioso que él en toda España.
-No creo que Isabel intentara usurpar el trono -señaló débilmente Enrique.
-¡Isabel! ¿Cree Vuestra Alteza que algo pesará ella en los asuntos de estado? Se verá empujada a la revuelta. Madre de Dios, de un lado ese marido joven y ambicioso, y del otro mi tío Carrillo, siempre dispuesto al combate... Ese matrimonio debería haber sido evitado a toda costa.
-Hasta el momento no han causado mucho daño.
Con un gesto hosco Villena apartó su mirada del rey.
-Hay una cosa que debemos hacer -afirmó-. La princesa Juana tiene ya casi nueve años. Encontraremos para ella un novio adecuado y la proclamaremos la verdadera heredera de Castilla -Villena empezó a reírse-. Entonces tal vez nuestro galante joven advenedizo de Aragón empiece a preguntarse si, a fin de cuentas, ha hecho un matrimonio tan brillante.
-Pero son muchos los que apoyan a Isabel. Cuenta con el firme respaldo de Valladolid y de muchas otras ciudades.
-Y nosotros tenemos a Albuquerque; tenemos a los Mendoza. Y no dudo de que muchos otros se plegarán a nuestra causa. ¡Pluguiera a Dios que vuestra reina no estuviera dando tales escándalos en Madrid! Con eso se da cierto viso de verdad a la calumnia de que la princesa Juana no es vuestra hija.
-Mi querido Villena, ¿vos creéis que lo es?
El rostro de Villena se empurpuró un poco más.
-Creo que la princesa Juana es la verdadera heredera de las coronas de Castilla y de León -replicó-; y, por Dios y todos sus santos, ¡que la desgracia caiga sobre todo aquel que así no lo
crea!
Enrique suspiró.
¿Por qué será tan fatigosa la gente?, se preguntaba. ¿Por qué es tan belicoso Villena? ¿Por qué tenía Isabel que contraer ese matrimonio que les traía tantas complicaciones a todos?
-¿Es que jamás tendremos paz? -preguntó con irritación.
-Sí -respondió Villena, desdeñoso-; cuando Isabel y su ambicioso Fernando aprendan que no deben interponerse en el paso de la auténtica heredera de Castilla.
-No creo que jamás lo aprendan -señaló con displicencia Enrique, pero Villena no lo escuchaba.
Estaba ya urdiendo nuevos planes.