142534.fb2 CASTILLA PARA ISABEL - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 61

CASTILLA PARA ISABEL - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 61

En Dueñas, la corte era desusadamente pequeña. El dinero era tan escaso que con frecuencia se hacía difícil mantener al reducido grupo de sus integrantes, pero pese a ello jamás se había sentido tan feliz.

Estaba profundamente enamorada de Fernando y encontraba en él al más apasionado y bondadoso de los maridos, encantado a su vez de que la inteligencia de su mujer estuviera a la altura de sus encantos físicos y de que tuviera tan profundo conocimiento de los asuntos políticos.

Tal vez esos meses fueron para los dos tan preciosos porque ambos sabían que no eran más que transitorios. No siempre habrían de vivir en tal pobreza. Había de llegar el día en que dejarían su humilde alojamiento para residir en alguno de los castillos, rodeados por toda la pompa y las ceremonias que eran características de los soberanos de Castilla y de León.

Fernando estaba ansioso de ver llegar ese día y, en cierto modo, Isabel también. Perderían entonces, tal vez, las deliciosas intimidades de la vida que ahora llevaban, pero por más placer que encontrara en ella, Isabel no debía olvidar que ella y Fernando no se habían unido para deleitarse en placeres sensuales, sino para hacer de España un país poderoso, para unir a todos los españoles y llevarlos a la religión verdadera, para liberar al país de la anarquía y restaurar la ley y el orden, y para rescatar de la dominación de los infieles hasta el último palmo de suelo español.

Pocos meses después de su matrimonio descubrió Isabel, con gran alegría, que se encontraba encinta.

Al saber la noticia, Fernando la abrazó, encantado.

-Vaya, Isabel mía -exclamó-, ¡sois realmente dueña de todas las virtudes! No sólo sois bella y de gran inteligencia, sino también fecunda. Es más de lo que me habría atrevido a esperar. ¡Y se os ve satisfecha, amor mío!

Y por cierto que Isabel lo estaba. Sabía que de ella nacerían grandes gobernantes, porque tal era su destino.

En el monasterio de Loyola, no lejos de Segovia, habíanse reunido el rey, el marqués de Villena, el duque de Albu-querque y varios miembros de la influyente familia Mendoza, amén de otros nobles de alcurnia, con los embajadores franceses.

Entre los presentes estaba también alguien a quien no se veía con frecuencia en tales reuniones: tratábase de Juana, reina de Castilla, que había venido desde Madrid para desempeñar un papel muy especial en la asamblea.

Sentado entre Villena y la reina, Enrique se dirigió a los reunidos.

-Amigos míos -comenzó-, estamos aquí reunidos con un motivo especial y os ruego que me prestéis atención y me brindéis vuestro apoyo. Nos hallamos en mitad de un conflicto que en cualquier momento podría llevarnos a la guerra civil. Tal como hizo antes que ella su hermano Alfonso, mi medio hermana, Isabel, se ha erigido en heredera de Castilla y de León. No es mi intención olvidar que un día yo mismo la designé heredera del trono. Eso fue en el tratado de Toros de Guisando, por el cual ella accedía a no casarse sin mi aprobación. Isabel no ha cumplido su palabra y yo declaro, por tanto, nulo y vacío el tratado de Toros de Guisando, y proclamo que mi hermana Isabel ya no es heredera de los tronos de Castilla y de León.

Entre los concurrentes, iniciado por Villena, Albuquerque y los Mendoza, se elevó un murmullo de aprobación que rápidamente fue subiendo de tono.

Enrique lo acalló con un gesto de la mano.

-Hay alguien cuyo lugar Isabel está usurpando, y es mi hija, la

princesa Juana, que tiene actualmente nueve años. Su madre se ha hecho presente hoy aquí para jurar, al mismo tiempo que yo, que la princesa es hija mía; y cuando vosotros hayáis oído y aceptado su testimonio estaréis de acuerdo conmigo en que no puede haber más que una heredera: la princesa Juana.

-¡La princesa Juana! -aclamaron los presentes-. ¡Castilla para Juana!

-Ahora, pediré a la reina que declare bajo juramento que la princesa Juana es la legítima heredera de España.

Juana se puso de pie. Aunque seguía siendo una mujer hermosa, llevaba firmemente grabadas en el rostro las huellas de la depravación, y en su porte se advertía cierta insolencia que muy poco tenía de regio. Juana estaba bien al tanto de que todos los presentes sabían que un cortejo de amantes la aguardaba en Madrid, y no ignoraban que había hijos, fruto de esos amores; pero era evidente que todo eso la tenía sin cuidado.

-Juro -exclamó- que la princesa Juana es hija del rey, y no de ningún otro.

-¡Castilla para Juana! -gritaron los reunidos.

El rey se levantó para tomar de la mano a su mujer.

-Juro, con la reina, que la princesa Juana es mi hija, y no de ningún otro.

-¡Castilla para Juana!

El rey se volvió después hacia los embajadores franceses, entre quienes se contaba el conde de Boulogne. El conde se adelantó.

-Con gran placer -continuó Enrique- anunciamos formalmente el compromiso de mi hija Juana con el duque de Guiana, hermano del rey de Francia, y con la aprobación de los nobles de Castilla se celebrará ahora la ceremonia del compromiso, en la que el conde de Boulogne actuará como representante de su señor.

-¡Viva el duque de Guiana! -exclamaron todos-, ¡Castilla para Juana!

Entretanto, en la casa de Juan de Vivero Isabel se preparaba para dar a luz.

Se sentía realmente bienaventurada, vuelta hacia adentro en

un puro contacto con su felicidad. Estaba leyendo historia, convencida de la necesidad de sacar provecho de la experiencia de otros. También estudiaba los asuntos de estado y, como era habitual en ella, dedicaba mucho tiempo a la oración y a conversaciones con su confesor. Su vida se dividía entre el estudio, que la infanta consideraba necesario para quien como gobernante, podía verse enfrentada con una difícil tarea, y sus deberes domésticos de esposa y madre, ya que Isabel estaba decidida a no fracasar en ninguno de los dos papeles.

Le encantaba sentarse con Fernando a hablar de las reformas que se proponía introducir en Castilla. Cuando le llegaban historias del terrible estado de cosas existente, tanto en los distritos campesinos como en las ciudades, Isabel se ponía a planear la forma de llegar a una situación más justa. Quería imponer en Castilla un nuevo orden, y sabía que lo conseguiría, con ayuda de Fernando.

Esas conversaciones íntimas eran tanto más deleitables cuanto que sólo ellos dos las compartían. Antes, todas las discusiones políticas se realizaban bajo el auspicio del arzobispo de Toledo, a quien Isabel se había vuelto porque confiaba en su lealtad y su prudencia. Pero, con la llegada de Fernando, prefería analizar los problemas con él.

¿Qué podía haber de más placentero que una conversación seria que fuese, al mismo tiempo, un téte-á-tete entre amantes?

Para el arzobispo la situación estaba lejos de ser placentera.

En cierta ocasión en que Fernando se dirigía a las habitaciones de Isabel se encontró con el arzobispo, que se encaminaba al mismo destino.

-Voy a ver a la princesa -anunció Fernando, dando a entender que el arzobispo tendría que esperar.

Alfonso Carrillo, que había sido siempre hombre de genio rápido, recordó al príncipe quién era el principal asesor de Isabel.

-No dudo de que ella misma os dirá que, a no ser por mí, jamás habría sido proclamada heredera del trono.

Fernando era joven y de genio no menos rápido.

-Mi mujer y yo no queremos que nos molesten -replicó-. Ya os haremos llamar cuando os necesitemos.

Los ojos del arzobispo se abrieron, horrorizados.

-Creo, Alteza, que olvidáis con quién estáis hablando -señaló.

-¿Que yo lo olvido?

-Os pediría que lo consultarais con la princesa Isabel. Ella os dirá qué es lo que debe a mi lealtad y a mi consejo.

-Pues ya descubriréis vos que a mí no es fácil ponerme andadores, como ha sido el caso con algunos soberanos de Castilla -le espetó Fernando.

El arzobispo inclinó la cabeza para ocultar la furia que lo quemaba por dentro, procurando evitar un estallido que podría haber sido desastroso.

«Antes de intentar escaparte de los andadores, gallito -masculló para sus adentros-, asegúrate de que llegues a ser soberano de Castilla.»

Colérico, Fernando entró en el dormitorio de Isabel, que estaba tendida en la cama, rodeada por sus doncellas.

-Acabo de encontrarme con ese insolente -relató, furioso-. Parecería que él fuera el rey de Castilla. Tendrá que aprender a ser un poco más humilde, si quiere conservar su cargo.

-Fernando... -lo detuvo Isabel, con una mirada ansiosa, y tendió la mano hacia él-. Creo que sería prudente actuar con cautela. Es mucho mayor que nosotros. Es hombre prudente y me ha sido leal.