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-Señores míos, permitidme una palabra.
Los dos se detuvieron a escucharlo.
-El rey ha dejado en mi poder un documento que me inquieta
mucho -explicó Oviedo- y que estuvo en poder de Villena hasta la muerte de éste. El marqués me lo entregó para que se lo devolviera al rey, pero Su Alteza me dijo que lo guardara bajo llave y eso he hecho.
-¿Qué documentos es ése?
-Es la última voluntad del rey, señores míos.
-Pues debéis hacérnoslo ver sin demora.
Oviedo los condujo a una cámara donde guardaba sus documentos secretos y, abriendo la caja, sacó de ella el testamento y se lo entregó al cardenal.
De haber estado solo, el cardenal lo habría destruido; por el momento Benavente era su amigo, pero por entonces los ánimos cambiaban con gran rapidez en Castilla y Mendoza no se atrevió a destruir en presencia de testigos un documento de semejante importancia.
Benavente leyó sus pensamientos que compartía totalmente.
-No habléis con nadie de este documento -decidió el cardenal-. Llevádselo al párroco de Santa Cruz, en Madrid, y decidle que lo guarde bajo llave en lugar seguro.
Oviedo lo saludó con una inclinación y se retiró.
Durante unos segundos, el conde y el cardenal permanecieron en silencio.
-¡Venid! -exhortó después el cardenal-. Vamos a Segovia, a rendir allí homenaje a la reina de Castilla.
ISABEL Y FERNANDO
El día trece de diciembre del año de 1474, una procesión integrada por los nobles y los prelados más distinguidos de Castilla se dirigía al Alcázar de Segovia. Allí, bajo un rico dosel de brocado, rindieron homenaje a Isabel, reina de Castilla.
Todos la escoltaron hasta la plaza pública de la ciudad, donde se había levantado un estrado.
Ataviada con sus ropas ceremoniales, Isabel montó en su jaca y fue conducida hasta la plaza por los magistrados de la ciudad, mientras uno de sus funcionarios marchaba delante de ella, portador de la espada de estado.
Al llegar a la plataforma, Isabel desmontó para ascender a ella y ocupar su lugar en el trono que habían dispuesto allí.
Se sintió profundamente conmovida al mirar la muchedumbre que la rodeaba. Sentía que estaba viviendo uno de los grandes momentos de su vida, que empezaba a cumplir el destino para el cual había nacido.
Sólo había dos cosas que la apenaban; una era una desilusión, la otra la llenaba de amargura. La primera era que Fernando no estuviera presente para compartir con ella ese triunfo; pocas semanas antes de la muerte de Enrique había recibido una llamada urgente de su padre y había debido acudir a Aragón. La otra que su madre no pudiera saber lo que estaba viviendo ese día su hija.
Mientras Isabel, reina de Castilla por voluntad del pueblo de Segovia, ocupaba su trono, seguía resonando en sus oídos la voz de su madre:
-No olvides jamás que puedes ser reina de Castilla.
Y ella jamás lo había olvidado.
Oía cómo repicaban las campanas, veía las banderas y estandartes que ondeaban al viento, le llegaba el retumbar de los cañones y todo le decía: «He aquí a la nueva reina de Castilla».
Fueron muchos los que se arrodillaron ante ella para besarle la mano y jurarle fidelidad; e Isabel a su vez les decía con su joven voz dulce, musical, un tanto aguda y casi inocente, que haría todo lo que estuviera en su poder para servir a sus súbditos, por restaurar en Castilla la ley y el orden y por estar a la altura de su dignidad de reina.
-¡Castilla! -resonaban las voces entre la muchedumbre-. ¡Castilla para Isabel! ¡Castilla para el rey don Fernando y su reina doña Isabel, reina y propietaria de los reinos de Castilla y de León!
Oír que mencionaban a Fernando le alegró el corazón; ahora podría decirle que habían voceado su nombre y eso le agradaría.
Después descendió de la plataforma para encabezar la procesión que debía dirigirse a la catedral.
Allí Isabel escuchó el Te Deum y sinceramente rogó que le fuera concedido el auxilio divino para que jamás vacilara en el cumplimiento de sus deberes para con sus reinos y su pueblo.
Fernando se dio prisa en volver de Aragón e Isabel lo recibió con alegría.
¿Eran imaginaciones suyas o su marido llevaba la cabeza un poco más alta? ¿No se lo veía un poco más orgulloso, más dominador que antes?
-Primero sois mi esposa, Isabel, no lo olvidéis. Y sólo en segundo término, reina de Castilla -le susurró él durante un momento de pasión.
No esperaba respuesta, de modo que ella no le contradijo. Fernando había hablado como si las cosas no pudieran ser de otra manera, pero... no era así. Aun si Isabel no se hubiera dado cuenta antes, se le había hecho evidente después de las ceremonias celebradas en la plaza y en la catedral.
Aunque amaba a su marido con ternura -y con pasión-, aunque era esposa y madre, Isabel estaba casada con la corona, y el pueblo de Castilla, los sufrientes, los ignorantes, ésos eran sus hijos.
En ese momento no se lo diría, pero Fernando debía llegar a entenderlo. Y lo entendería, porque también él tenía su deber. Era menor que Isabel y, con toda su experiencia, tal vez fuera menos prudente, aunque... por nada del mundo ella se lo diría.
Ya entenderá, se dijo para sí; pero es menor que yo y no sólo en
años; además, es posible que por naturaleza yo sea más seria. Será necesario algún tiempo para que él entienda las cosas de la misma manera que yo.
El almirante Enríquez, abuelo de Fernando, estaba encantado con el giro que tomaban los acontecimientos y acudió a ponerse a las órdenes de su nieto.
Al día siguiente del regreso de Fernando se presentó ante él y lo abrazó con lágrimas en los ojos.
-Es éste el momento de mayor orgullo en mi vida. Seréis rey de Aragón y lo sois ya de Castilla.
Fernando parecía un poco mohíno.
-Aquí se oye hablar mucho de la reina de Castilla y muy poco del rey.
-Pues es algo a lo que hay que poner remedio -prosiguió el almirante-. Isabel ha heredado Castilla sólo porque aquí no existe, como en Aragón, la ley sálica. Si aquí tuviera vigencia seríais vos, en vuestra condición de primer varón en la línea de sucesión del trono, que os viene de vuestro abuelo Fernando, el rey de Castilla, e Isabel simplemente vuestra consorte.
-Exactamente -asintió Fernando- y eso es lo que yo desearía. Pero dondequiera que vayamos, es Isabel... Isabel... sin que jamás dejen de recordarme que ella es la rema propietaria. Es casi como si me aceptaran por resignación.
-Eso habrá que cambiarlo -aseguró el almirante-. Isabel hará todo lo que le pidáis.
Fernando sonrió con presunción, recordando la pasión con que su mujer lo había recibido, confiado en que tal fuera la verdad.
-Pues se cambiará, Isabel me adora y no es capaz de negarme nada.
Isabel lo escuchó consternada.