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CAPÍTULO 1

Finn McBride levantó la mirada, irritado, cuando Kate llamó a la puerta de su despacho.

– ¿Qué hora es?

Ella miró su reloj.

– Las… diez menos cuarto.

– ¿Y a qué hora se supone que debes llegar a la oficina?

– A las nueve.

Kate tenía la cara colorada, pero no de vergüenza, sino porque había ido corriendo desde el metro a la oficina. Una mirada rápida al espejo del ascensor le confirmó sus peores miedos: su pelo, normalmente una masa de incontrolables rizos castaños, había enloquecido con el viento.

No era una buena forma de empezar el día, no. Comparada con Finn, estaba en desventaja. Con el serio traje de chaqueta y la camisa blanca, su nuevo jefe siempre le había parecido un estirado. Tenía una expresión severa, los ojos grises y unas cejas oscuras que solía tener levantadas en un gesto de desaprobación cada vez que se dirigía a ella.

– Sé que llego tarde y lo siento mucho -empezó a decir Kate, sin aliento por culpa de la carrera. Después se lanzó a explicar que había tenido que ayudar a una ancianita extranjera perdida en el metro.

– No podía dejarla allí sola, así que la llevé hasta la estación de Paddington.

– Paddington no está de camino a la oficina, ¿verdad?

– Pues no exactamente… -contestó Kate.

– Yo diría que está justo en dirección opuesta -remarcó Finn.

– Pues yo no diría tanto, pero…

– Así que venías para acá y te diste la vuelta, aunque sabías perfectamente que no llegarías a tiempo a trabajar.

– No podía dejar a la ancianita allí -protestó ella-. La pobre estaba perdida. Como no hablaba bien nuestro idioma, nadie la entendía y los del metro no le hacían ni caso. Y yo me pregunto: ¿cómo se sentiría un londinense si estuviera perdido en el Amazonas y…?

– Mira, Kate, a mí lo único que me importa es que esta empresa funcione -la interrumpió Finn-. Y no es fácil con una secretaria que aparece a la hora que le da la gana. Alison llega diez minutos antes de las nueve todos los días y siempre puedo contar con ella.

Sí, sí, podía contar con ella. Pero no había contado con que se rompería una pierna mientras esquiaba, pensó Kate, aunque no lo dijo en voz alta. Estaba harta de oír hablar de Alison, la perfecta ayudante ejecutiva: discreta, eficiente, vestida de forma elegante y que tecleaba a la velocidad de la luz. Y seguramente también podría leer los pensamientos de Finn McBride, pensó, recordando el día que su jefe se puso a gritar porque no encontraba un archivo. El escritorio de Alison, por supuesto, siempre estaba inmaculado..

Lo único sorprendente era que Alison se hubiera roto una pierna, dejándolo a su merced durante ocho semanas.

Y no era fácil. Dos secretarias temporales se habían marchado deshechas en lágrimas, incapaces de seguir su ritmo, y a Kate la sorprendía haber durado tanto. Llevaba allí tres semanas y, por la expresión de Finn, aquella podría ser la última.

No la sorprendía que las otras hubieran abandonado. Finn McBride siempre estaba de mal humor y sus sarcasmos no tenían final. Si no hubiera estado desesperada, también ella se marcharía.

– Ya te he dicho que lo siento. Aunque no tendría que disculparme por ser solidaria -murmuró, incapaz de encontrar la humildad que, sin duda, a Alison le daba tan buenos resultados.

Finn la miró de arriba abajo con sus fríos ojos grises, observando los rizos enloquecidos y la camisa mal abrochada.

– Pago a mi personal por hacer su trabajo. Tú, por otro lado, pareces creer que debo pagarte por aparecer cuando te da la gana y distraer al resto de las secretarias con tus cosas.

Kate contuvo una exclamación. Había hecho lo posible por conocer al resto del personal, pero sin mucho éxito. No parecían gustarles los cotilleos y, en las raras ocasiones en las que pudo entablar conversación, Finn estaba encerrado en su despacho.

Debía de tener rayos X. en los ojos si la había visto hablar con alguien.

– Yo no distraigo a nadie -protestó, indignada.

– A mí me parece que sí. Siempre estás por los pasillos, cotorreando.

– Eso se llama interacción social -replicó Kate-. Es algo que hacen los seres humanos, aunque tú no sabes nada del tema, claro. En esta oficina, es como trabajar con robots -siguió, olvidando por un momento cuánto necesitaba aquel trabajo. Tengo suerte si me das los buenos días y a veces debo traducirlo porque parece un gruñido.

Finn arrugó el ceño, un gesto muy habitual en él.

– Alison nunca se ha quejado.

– A lo mejor a ella le gusta que la traten como a un mueble, pero a mí no. Y no estaría mal que mostrases un poquito de interés por tus empleados de vez en cuando.

Finn McBride la miró, sorprendido.

¿Nunca se lo habría dicho nadie?, se preguntó Kate.

– No tengo tiempo para charlar con mis empleados.

– No se necesita mucho tiempo para ser amable. Sólo tienes que decir algo como: «¿qué tal va, todo?». O «espero que pases un buen fin de semana». No es tan difícil. Y cuando te hayas acostumbrado, podrías probar con frases más complicadas, como: «gracias por tu colaboración».

– No creo que tenga que pronunciar esa frase cuando hable contigo -replicó Finn-. Y, francamente, no veo por qué tengo que hacerlo. En caso de que no te hayas dado cuenta, yo soy el jefe. Y si no puedes soportar cómo te trato dímelo y hablaré con el departamento de personal para que busquen otra secretaria.

Kate se mordió los labios. No podía perder aquel empleo. La agencia de trabajo temporal no encontraba gran cosa para ella, y si metía la pata posiblemente la dejarían de lado para siempre.

– Puedo soportarlo. Pero no me gusta.

– No tiene que gustarte, tienes que aguantarlo y en paz. Y ahora, a trabajar. Ya hemos perdido mucho tiempo -dijo él entonces.

Kate apenas tuvo tiempo de quitarse el abrigo antes de que Finn McBride empezase a dictarle cartas a una velocidad de vértigo sin ofrecerle siquiera un café. Había salido de casa con prisas y, como tuvo que acompañar a la ancianita hasta Paddington, no tuvo tiempo de tomar un mísero café. Y la necesidad de cafeína la ponía de mal humor.

Por eso, cuando sonó el teléfono dejó escapar un suspiro de alivio. ¡Por fin!

Sujetando su dolorida muñeca para que Finn se diera cuenta de que debía ir más despacio, Kate lo estudió por el rabillo del ojo. Estaba escuchando lo que le decían al otro lado del hilo, gruñendo como muestra de asentimiento de vez en cuando y dibujando distraídamente cuadraditos negros en el cuaderno.

Ese tipo de cosas revelaba mucho sobre una persona. ¿Qué significaban los cuadraditos negros?, se preguntó Kate. Seguramente que era una persona reprimida. Eso pegaba mucho con su aire reservado.

Aunque no con su fiera energía. O,con su boca, la verdad. Tenía una boca de pecado.

Kate apartó la mirada y se concentró en una fotografía que había sobre el escritorio, el único toque personal en aquel austero despacho. Era la foto de una mujer preciosa de pelo oscuro y fabulosos ojos azules, con una niña preciosa en brazos…

Debía de ser la mujer de Finn, pensó, maravillándose de que su jefe hubiera tenido el buen humor de pedirle a alguien que se casara con él. Le resultaba difícil imaginarlo sonriendo, besando o incluso sosteniendo un niño en brazos… haciendo el amor era sencillamente imposible.

Qué pensamiento tan raro, se dijo. Entonces notó que los fríos ojos grises de Finn McBride estaban clavados en ella. Había dejado de hablar por teléfono mientras estaba distraída con sus cosas y la miraba con exasperada resignación.

– ¿Estás despierta?

– Sí -contestó Kate, tomando el cuaderno de nuevo.

– Léeme el último párrafo.

«Por favor… qué hombre más insoportable». Pero aquél no era el mejor día para enseñarle buenas maneras. Su brusquedad la ponía nerviosa y cuando por fin la dejó ir, Kate se vengó con el ordenador, tecleando furiosamente hasta que sonó el teléfono.

– ¿Sí? -contestó, demasiado enojada como para molestarse en dar los buenos días.

– Soy Phoebe.

– Ah, hola Phoebe.

– ¿Qué te pasa? Pareces enfadada.

– Es mi jefe -suspiró Kate-. Es un grosero y un desagradable. Tú creías que trabajar para Celia era horrible, pero te lo digo de verdad, este hombre es un ogro.

– Mientras no sea un canalla, como tu último jefe…

Kate arrugó la nariz al recordar la ignominiosa despedida de su último empleo, donde su jefe no se había molestado en escuchar su versión de la historia porque Seb entró primero en el despacho. Seb, por supuesto, era un ejecutivo, y ella sólo una secretaria y, por supuesto, en absoluto indispensable.

– No, éste no es un canalla, pero eso no significa que sea fácil trabajar para él.

– ¿Es guapo? -preguntó Phoebe.

– Mucho -contestó Kate-. Serio y tal, pero guapo. Supongo. Si te gustan los tipos tiesos para quienes el trabajo es lo único en la vida… y sé que no te gustan.

– No, Gib no es tieso -rió Phoebe entonces.

Kate sonrió también y, al hacerlo, se sintió un poquito mejor. La transformación de Phoebe desde que se casó con Gib unos meses antes era extraordinaria y compensaba su infausta vida amorosa desde que Seb la dejó plantada. Ya ni siquiera le silbaban por la calle.

– Llamo para recordarte la cena de esta noche -estaba diciendo su amiga-. Vas a venir, ¿no?

– Claro que sí -contestó Kate.

– ¿Qué? -preguntó Phoebe al notar cierta vacilación.

– Pues… es que Bella me dio a entender que querías presentarme a otro amigo. Y ya sabes que no me gustan las citas a ciegas.

– ¡No debería habértelo contado! Se lo dije porque la invité a ella también, pero resulta que se va a bailar con Will. Josh vendrá a cenar de todas formas, así que no es exactamente una cita a ciegas.

– ¿Por qué no me lo habías dicho?

– Porque quería que te portases de forma natural y si te decía que iba a presentarte a alguien…

– Ya -murmuró Kate, poco convencida-. ¿Qué le has dicho de mí?

– Que trabajas como secretaria ejecutiva… ¡y podrías hacerlo si de verdad te pusieras a ello! -suspiró Phoebe-. Él tiene una asesoría o algo parecido, así que no he querido contarle que estás trabajando como secretaria temporal. Pero además de eso sólo le he dicho la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

– ¡Ah, la verdad! -exclamó Kate, irónica-. ¿Y cuál es la verdad?

– Que eres una chica encantadora, divertida y guapa… y básicamente maravillosa -rió su amiga. Quizá debería pedirle a Phoebe que hiciera un poco de Relaciones Públicas con Finn McBride, pensó Kate. Entonces se dio cuenta de que también ella estaba haciendo garabatos en el cuaderno.

Al menos no hacía cuadraditos negros, pensó. Había garabateado un atardecer tropical, con una palmera y un par de líneas onduladas que, supuestamente, eran las olas del mar golpeando contra la playa. ¿Qué decía eso sobre su personalidad?

Probablemente que era una fantasiosa, de modo que podía ahorrarse el dinero del psicoanalista. Kate ya sabía que era demasiado romántica. La gente llevaba años diciéndole que debía poner los pies en el suelo, que debía dejar de tener la cabeza en las nubes y hacer las cosas que a ella no le salían de forma natural.

Controlando un suspiro, Kate añadió un montón de cocos a la palmera.

– ¿Y no se preguntará por qué, siendo tan maravillosa, necesito que mis amigas me organicen citas a ciegas? ¿Por qué los hombres no caen rendidos a mis pies?

– No lo sé. ¿Por qué no caen rendidos a tus pies?

Ésa era una de las cosas que le gustaban de Phoebe: que creía de verdad en sus amigas.

Kate dejó el bolígrafo y se apoyó en el respaldo de la silla.

Quizá aquello era una señal para que dejase de soñar que Seb iba a convertirse milagrosamente en otra persona; una señal para que pusiera los pies en la tierra de una vez por todas.

– ¿Cómo es ese hombre?

– No lo conozco -admitió Phoebe-. Es un amigo de Gib.

– ¿Cuántos años tiene? -Cuarenta o cuarenta y dos, creo.

– Estupendo. A punto de tener una crisis personal -suspiró Kate, con un cinismo poco habitual en ella.

– Ya ha tenido su crisis -dijo Phoebe entonces-. Es viudo. Su esposa murió hace unos años y tiene una niña pequeña.

– Ah, qué horror -musitó Kate, sintiéndose culpable por el frívolo comentario-. Pobrecillo.

– Gib me ha dicho que adoraba a su mujer, pero han pasado seis años desde el accidente. Por lo visto, no le gusta salir por ahí y como tú siempre te quejas de que no es fácil conocer hombres, Gib ha sugerido que organizásemos una cena. Puede que te guste.

– No sé si yo estoy preparada para ser la madrastra de nadie -suspiró Kate-. No sé nada de niños.

– ¡Tonterías! Eres muy buena con los animales, con los ancianos… los niños son más o menos lo mismo. Necesitan que alguien cuide de ellos y tú eres la persona más indicada.

– Pero es que yo no quiero salir con alguien triste, con problemas… yo quiero un tío lleno de vida, guapo, elegante.

Como Seb.

– De eso nada. Tú quieres un hombre bueno. -Kate dejó escapar un largo suspiro.

– ¿No puedo salir con un hombre bueno que a la vez sea sexy, guapo y lleno de vida?

– No, porque ya me he casado yo con él -rió Phoebe-. Oye mira, este hombre lo ha pasado mal, así que debes ser simpática.

– Ya, bueno. ¿Cómo se llama, por cierto? -en ese momento se abrió la puerta del despacho de Finn-. Uf, aquí está el ogro. Se supone que no puedo usar el teléfono de la oficina para llamadas personales. Te llamo más tarde.

Finn McBride la miró con el ceño fruncido, como era su costumbre.

– ¿Con quién hablabas?

Kate no pensaba decirle la verdad y, aunque podría haber inventado un cliente, tenía una gran vena creativa y, por principio, se negaba a elegir la opción más simple. De modo que se lanzó a contarle una historia sobre un contable ficticio que había conocido a Alison mientras esquiaban. Acababa de llegar de Singapur, se había enterado del accidente y quería saber dónde podía enviarle una tarjeta.

– Le he dicho que puede enviarla a la oficina y que nosotros la enviaremos a su casa -terminó Kate, después de adornar la historia con tantos detalles que casi acabó por creérsela ella misma.

La expresión de Finn era de total indignación.

– Ojalá no te hubiera preguntado… ¡Acabas de hacerme perder un cuarto de hora!

– Oye, que aquí tampoco hacemos operaciones a corazón abierto -protestó Kate-. No creo que quince minutos sean tan importantes.

– En ese caso, supongo que no te importará quedarte a trabajar una hora más esta tarde -dijo él entonces-. Tenemos un proyecto muy importante entre manos y quiero enviarlo por fax a Estados Unidos antes de mañana.

– Lo siento, no puedo. He quedado.

– ¿No puedes llamar para decir que llegarás un poco tarde?

Kate se habría ofrecido a hacerlo por cualquier otra persona, pero Finn McBride le caía cada día peor. Su jefe no hacía ningún esfuerzo por ser amable con ella.

– A mi novio no le haría ninguna gracia -replicó, tan tranquila.

– ¿Tienes novio?

Finn pareció tan sorprendido que a Kate le sentó fatal. No sólo era un antipático sino que la creía incapaz de atraer a un hombre.

– Pues sí -contestó, decidida a convencerlo de que, aunque podría no ser una perfecta secretaria ejecutiva, era una mujer que volvía locos a los hombres-. De hecho, esta noche piensa llevarme a un sitio muy especial. Y tengo la impresión de que va a pedirme que me case con él.

– ¿Ah, sí? -murmuró Finn, sin disimular su incredulidad.

Qué grosero, pensó Kate, indignada. Evidentemente, no la veía como la clase de chica que podía enamorar a un hombre y menos casarse con él.

– Pues sí -replicó, fulminándolo con sus ojos castaños-. Por eso hago trabajos temporales. Desde que conocí a…

Kate buscó un nombre y recordó el del novio de su amiga Bella. El novio de la mejor amiga normalmente era intocable, pero a Bella no le importaría prestárselo un rato.

– Will… desde que conocí a Will, me di cuenta de que estábamos hechos el uno para el otro. Es analista financiero -sonrió Kate-. Así que no quiero un puesto permanente porque a él podrían enviarlo a Nueva York o a Tokio en cualquier momento. Por supuesto, él me dice: «Cariño, no tienes por qué trabajar todos los días», pero a mí me parece importante ser independiente económicamente, ¿no crees?

– Si vives con un analista financiero, no creo que tu sueldo como secretaria temporal signifique gran cosa -murmuró Finn, sin poder disimular una sonrisita irónica.

– Es una cuestión de principios -replicó ella, encantada con la idea de vivir una vida de lujos.

– Pues podrías convertir en una cuestión de principios lo de llegar a tu hora por las mañanas -dijo entonces su jefe-. Ése sería un buen cambio.

Una pena que la vida real no se le diera tan bien como las historias inventadas, pensaba Kate mientras iba en el autobús. Sería estupendo llegar a casa y que hubiese un hombre esperándola, un hombre forrado de dinero que estuviera loco por ella y que le dijese: «No tienes por qué soportar a tipos como Finn McBride».

Kate dejó escapar un suspiro mientras limpiaba el cristal con la manga. Había mucha gente corriendo por Piccadilly para resguardarse de la lluvia y todos parecían saber a dónde iban. ¿Por qué ella era la única que parecía ir saltando de un charco a otro?

Treinta y dos años… ¿y qué tenía? Ni trabajo fijo, ni casa propia, ni novio. Lo único que había conseguido en los últimos años era engordar cinco kilos. Ni siquiera las dietas le funcionaban. Para ella comer era lo único que aliviaba el dolor de haber perdido a Seb y su trabajo antes de Navidad. Un golpe terrible.

Fortificada por Bella y Phoebe… y cuatro copas de champán, Kate había decidido que todo cambiaría antes de Año Nuevo. Iba a poner su vida en orden. Conseguiría un trabajo mejor y un novio mejor, se juró a sí misma. Perdería los cinco kilos y empezaría a ir al gimnasio.

Pero todas esas cosas parecían más fáciles con una copa de champán en la mano. Había llegado febrero y sus resoluciones para el nuevo año seguían sin cumplirse ni remotamente.

Al menos debería haber encontrado un buen trabajo, pero el mercado no parecía estar para muchos trotes. Y los trabajos temporales no pagaban lo suficiente como para que una pusiera su vida en orden. Kate estaba a punto de aceptar un trabajo de camarera cuando Alison se rompió una pierna.

Al día siguiente, se prometió a sí misma, compraría el periódico para buscar un buen trabajo, iría al gimnasio y se haría una ensalada con cero calorías.

El día siguiente sería el primero de su nueva vida.

Cuando llegó a su apartamento, Bella estaba comiendo tostadas en la cocina, con el pelo lleno de rulos. Desde que Phoebe se casó, Bella, Kate y su antipático gato compartían casa.

Gato, ése era su nombre, estaba esperando al lado de la nevera y Kate sabía que no podría sentarse antes de darle la comida porque era más que capaz de destrozarle los tobillos a arañazos. De modo que sacó una latita de la carísima comida para felinos y llenó su plato antes de quitarse el abrigo.

– Pensé que ibas a salir -le dijo a Bella, mirando las tostadas con envidia.

Su amiga podía comer todo lo que le diese la gana sin engordar un solo kilo. «Metabolismo», solía decir cada vez que otras chicas, menos afortunadas, se quejaban. Además, era muy guapa; una rubia de ojos azules con piernas kilométricas que siempre estaba alegre. Lo peor de Bella, y Kate y Phoebe estaban de acuerdo, era que no se la podía odiar.

– Sí, voy a salir, pero Will piensa llevarme a un restaurante carísimo de esos modernos donde seguro que las porciones son minúsculas, así que he pensado tomar algo antes. Además, tengo hambre.

Afortunada Bella, que iba a salir con el guapísimo Will, mientras ella tenía que conocer a un pobre viudo. Kate dejó escapar un suspiro. Qué típico. Sin pensar, puso un trozo de pan en el tostador.

– Lo lamentarás -le advirtió su amiga, con la boca llena-. Gib suele cocinar para un regimiento. Además, ¿no estabas a régimen?

– No tiene sentido estar a régimen cuando tienes que ir a cenar -replicó Kate, quitándose el abrigo-. Además, tenemos que comernos todo lo que hay en la nevera antes de volver a llenarla con cosas sanas.

Contarle que había tomado prestado a Will fue una buena excusa para tomar una tostada con mantequilla sin que su amiga se metiera con ella.

– No iba a decirle a Finn McBride que tengo una cita a ciegas con un viudo.

– ¿Un viudo?

– Pues sí, un viudo con una niña pequeña. No creo que vaya a ser una cena precisamente divertida -lijo Kate, suspirando.

– A lo mejor es muy guapo -sonrió Bella.

Iba a llegar tardísimo. Para variar. La puntualidad era otra de las resoluciones de fin de año que no parecían ir como esperaba.

– Perdón, perdón, perdón -se disculpó Kate cuando por fin llegó a casa de Phoebe a las diez-. Sé que llego tarde, pero por favor no te enfades conmigo. Es que ha sido uno de esos días…

– Siempre es uno de esos días para ti, Kate -suspiró su amiga, intentando ponerse seria.

– Lo sé, lo sé, pero estoy intentando mejorar -le aseguró Kate con su mejor sonrisa. Entonces bajó la voz-. ¿Ha llegado ya? ¿Cómo es?

– Un poco estirado… no, reservado sería la palabra. Pero es muy agradable y tiene una sonrisa preciosa. Además, a mí me parece muy atractivo.

– ¿De verdad?

– De verdad.

Un viudo atractivo. A lo mejor su suerte estaba cambiando.

– ¿Tiene bigote?

– No.

– ¿Tiene barriga?

– ¡No! Entra de una vez.

Respirando profundamente, Kate se alisó la falda del vestido y siguió a su amiga hasta el salón.

– Aquí está Kate -anunció Phoebe.

Pero Kate se había quedado paralizada al ver al hombre que estaba de pie frente a la chimenea, charlando con Gib y Josh. Se había vuelto y estaba segura de que su expresión de horror era un reflejo de la suya.

Finn McBride.

– ¡Kate! -exclamó Gib, abrazándola-. ¡Tarde como siempre!

– Ya me ha regañado Phoebe -murmuró ella, rezando para haber visto mal, para que cuando levantase la mirada el hombre que estaba a su lado fuese un extraño que se parecía a Finn; un hombre a quien le gustaba el aspecto agitanado y desaprobaba seriamente la puntualidad. O las dos cosas.

Pero no. Kate descubrió que no había duda. Allí estaba Finn McBride, como si se hubiera convertido en piedra.

Claramente aturdido por tener una cita a ciegas con su secretaria.

Mortificada, Kate consideró sus opciones: no haber nacido nunca era la primera; que se la tragase la tierra, la segunda.

¿Podría hacer como que se desmayaba? Probablemente no, pensó. Ella no era de las que se desmayaban.

De modo que no le quedaba más remedio que enfrentarse con él.