142564.fb2 Cita sorpresa - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

Cita sorpresa - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

CAPÍTULO 2

– Hola

Kate miró a Finn a los ojos, como retándolo a decir que la conocía. Y él le devolvió una mirada glacial de sus ojos grises.

– Kate, te presento a Finn McBride -dijo Gib-. Le hemos contado todo sobre ti.

Genial, pensó ella. De modo que Finn sabía lo triste que era su vida.

– Kate Savage -se presentó, sin mirarlo a los ojos. A pesar de su evidente desgana, Finn apretó su mano con fuerza, mucha más de la que ella había esperado.

– Estás siendo muy formal, Kate. Al menos no tengo que presentarte a Josh -sonrió Gib-. Josh prácticamente vive con ella -le explicó a Finn.

– ¿Ah, sí?

– Kate comparte casa con una amiga mía -explicó Josh. Evidentemente, Phoebe le había dicho que su presencia allí era necesaria para que no fuese obvio que aquello era una cita a ciegas, aunque su presencia no podía engañar a Finn McBride-. ¿Cómo estás, Kate? Hace tiempo que no te veía.

– Estoy bien.

Además de querer morirse, claro. Phoebe le dio una copa de vino.

– Finn estaba contándonos sus desgraciadas experiencias con las secretarias temporales. Y hemos pensado que tú podrías darle un par de consejos.

Ah, claro, Gib y Phoebe la habían convertido en una secretaria ejecutiva. Genial. Como si no se sintiera suficientemente humillada.

– No creo que sea tan difícil encontrar una buena secretaria. ¿Qué pasa con la que tienes?

– Que nunca llega a su hora -dijo Finn, mirando el reloj de la chimenea con expresión irónica. Sin duda, él habría llegado a las nueve en punto, antes de que sus anfitriones lo tuvieran todo listo.

– No se puede contar con ella para nada.

No se podía contar con ella, ¿eh?

Kate tomó un sorbo de vino, con expresión desafiante.

– A lo mejor trabajar contigo no la motiva lo suficiente. ¿Por qué será?

Finn se encogió de hombros.

– ¿Por pereza? Además, parece que es un poco mentirosilla.

Kate se puso como un tomate. Supuestamente, debía de estar cenando con un tal Will, que era analista financiero y estaba a punto de pedir su mano.

Sin duda, Gib y Phoebe le habrían hablado de su desastrosa relación con Seb y, aunque no fuera así, había quedado como una idiota. Si hubiera un analista financiero esperándola en casa, sus amigos no tendrían que prepararle citas a ciegas.

Kate dejó escapar un suspiro. Vaya desastre.

– Háblale de tu jefe -intervino Phoebe-. Por lo visto, es un ogro.

Genial. Aquello iba de mal en peor.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué? -preguntó Finn.

«Bueno, de perdidos al río». Podría aprovechar la oportunidad para decirle un par de cosas.

– Es antipático y desagradable. No da los buenos días y en cuanto a «por favor» y «gracias»… jamás. -Él apretó los dientes.

– A lo mejor tiene mucho que hacer.

– Tener cosas que hacer no es excusa para ser desagradable -dijo Kate, mirándolo a los ojos.

– Y no le deja hacer llamadas personales -intervino Phoebe, siempre al rescate-. Kate tiene que colgar cuando él aparece. Cuando estamos en medio de una conversación, de repente suelta: «Ló llamaremos más tarde» o «le diré que ha llamado». Eso significa que hablaremos después. Es un asco. Tú dejas que tu secretaria use el teléfono para hacer llamadas personales, ¿verdad?

– Pues no, la verdad es que no -contestó Finn. Kate se encogió de hombros.

Evidentemente, jamás podría volver a hacer una llamada… aunque seguramente tampoco podría volver a la oficina. En el mundo de las humillaciones, que le preparasen a alguien una cita a ciegas con su jefe debía de andar por los números superiores. Desde luego, era la situación más incómoda en la que se había encontrado nunca y tenía mucho con qué comparar. A veces le parecía que se pasaba la vida yendo de un episodio mortificante a otro.

– Que los empleados puedan usar el teléfono e Internet para asuntos personales sube la moral -dijo entonces, decidida a cantarle las cuarenta-. Si trataras a tus empleados como si fueran seres humanos, seguramente aumentaría la productividad.

– En mi empresa no hay un problema de productividad -replicó Finn. Y aquella vez su enfado no pasó desapercibido para los demás-. Existe una diferencia entre usar el teléfono para algo importante o tirarse dos horas hablando con una amiga.

– ¿Tu secretaria no hace bien su trabajo?

– Hace más bien lo que quiere.

– Quizá deberías trabajar para Finn -sugirió Gib; en un intento tan descarado de acercarlos que prácticamente era como si los hubiera metido en la cama-. A lo mejor te llevas mejor con él que con tu jefe.

– ¡Qué buena idea! -sonrió Kate-. ¿Tienes algún puesto libre en este momento?

– Es muy posible que el puesto de secretaria quede libre de inmediato -contestó él-. Pero supongo que no te interesará… ya que tú eres una secretaria ejecutiva. Gib y Phoebe estaban diciéndome que prácticamente diriges la empresa en la que trabajas. No creo que yo pudiera ofrecerte algo tan interesante.

Kate se puso colorada.

– No, bueno… la verdad es que ahora mismo estoy pensando dedicarme a otra cosa.

– ¿Ah, sí? -preguntaron Gib, Phoebe y Josh a la vez.

– Pues sí -contestó ella. Seguramente no sería mala idea. Tenía la ligera impresión de que no iba durar mucho en el mundo secretarial-. Estoy harta de que me traten como si fuera un gusano, así que he pensado hacer algo diferente.

– ¿Por ejemplo? -preguntó Finn, con una ceja levantada.

La normalmente fértil imaginación de Kate se quedó en blanco justo cuando más la necesitaba.

– Es una gran cocinera -dijo Phoebe que, evidentemente, seguía creyendo que había dado en la diana al presentarle a Finn McBride.

Sólo entonces recordó que Finn era viudo. Phoebe le había dicho que la cita era con un hombre viudo, de modo que… Entonces se dio cuenta de que aquella chica tan guapa de la fotografía estaba muerta. Qué horror. Era lógico que Finn fuese un hombre tan sombrío.

Kate se sintió culpable por haber dicho esas cosas de él, pero ¿cómo iba a saber que su brusquedad escondía un corazón roto?

Los otros, ajenos a la verdad, seguían promocionándola.

– Kate es una gran comunicadora -estaba diciendo Gib. Era la clase de frase que sólo decía alguien que había pasado mucho tiempo en Estados Unidos-. Se lleva fenomenal con la gente.

– No sólo con la gente -intervino Josh-. También es muy buena con los animales. ¿Te acuerdas de aquel perro en el bar, Phoebe?

– Ah, sí -sonrió su amiga, fingiendo un escalofrío.

– A veces me despierto con sudores fríos recordándolo -siguió Josh-. Kate se enfrentó con un skin head cubierto de tatuajes que estaba pegando a su perro. Le dijo que la gente como él no debía tener animales y se llevó al perro mientras los demás nos quedábamos boquiabiertos.

Finn la miró, sorprendido. -¿Qué fue del perro?

– Era un alsaciano al que yo no me habría acercado ni muerto, pero con Kate era como un cachorro. Por cierto, ¿qué fue de él? -preguntó Josh.

– Vive en casa de mis padres. Y ahora está gordo como una vaca.

– ¿Tú crees que el perro quería separarse de su dueño? -preguntó Finn.

– Me imagino que sí. A nadie le gusta que le peguen -contestó Kate-. Además, alguien tenía que hacer algo.

De repente, todos se quedaron en silencio.

– Un consejo -dijo entonces Gib-. Kate parece encantadora, pero no se te ocurra maltratar a un animal si ella está cerca o te meterás en un buen lío. Tiene muy mal genio cuando se trata de los animales.

– Intentaré acordarme.

– Lo que Kate necesita -ahora era Phoebe quien hablaba- es una casa en el campo donde pueda tener pollos, perros y todo tipo de animales abandonados.

– De eso nada -objetó ella.

Una casa en el campo no estaría mal, pero eso de «lo que necesita Kate» sonaba a solterona que buscaba marido. Ella no estaba buscando marido desesperadamente… y menos un marido como Finn McBride.

– En realidad, yo soy una chica de ciudad. Aún no estoy preparada para hacer mermeladas. Yo estaba pensando en un trabajo de Relaciones Públicas… -Kate no pudo terminar la frase porque todos, incluido Finn, se echaron a reír.

– ¿Qué os hace tanta gracia?

– Cariño, no eres suficientemente dura como para meterte en el mundo de las Relaciones Públicas. Tú siempre estás con el más débil -sonrió Phoebe-. Eso es como decir que quieres ser neurocirujana.

Después de eso, se pusieron a discutir sobre qué trabajo le iría bien. Así, sin contar con ella. Josh sugirió que podría ser exterminadora de ratas.

– Se llevaría todas las ratas a casa y las pondría en una camita.

Kate apretó los dientes. Finn la estaba mirando con una sonrisa irónica en los labios. Seguramente era una de esas personas que asociaba tener buen corazón con ser un idiota.

Y no le habría importado si los otros tres no estuvieran tan decididos a convertirla en una excelente ama de casa. ¿No se daban cuenta de que él no parecía impresionado? Y las cosas empeoraron durante la cena, cuando Phoebe, sin ninguna sutileza, empezó a hablar sobre la hija de Finn.

– ¿Cómo se llama?

– Alex -contestó él, con desgana.

Lógico. También su jefe se había dado cuenta de la descarada publicidad y no podía estar pasándolo mejor que ella.

– Tiene nueve años -añadió. Evidentemente iban a sacarle la información de una u otra manera…

– Debe de ser difícil para ti criarla solo -dijo Phoebe.

Finn se encogió de hombros.

– Alex tenía dos años cuando Isabel murió y hemos tenido varias niñeras, pero Alex nunca se encariñó con ninguna. Desde que va al colegio nos arreglamos con una señora que va a casa todos los días. Recoge a la niña en el colegio, limpia la casa y nos hace la cena.

Lo había dicho sin emoción, como si su hija fuera sólo otro problema logístico. Era por Alex por quien Kate sentía pena; la pobre niña… Nunca había llamado al despacho ni la había visto por allí, de modo que seguramente tendría prohibido molestar a su ocupado papá. Habiendo crecido con cuatro hermanos, Kate imaginaba que la vida de aquella niña debía de ser muy solitaria. No podía ser muy divertido crecer con la compañía de un ama de llaves y alguien como Finn McBride.

Y si era siempre tan aburrido como aquella noche, menos. Con la excusa de que tenía que conducir apenas bebió y, aunque no le podía poner pegas a un comportamiento responsable, al menos podría aparentar que lo estaba pasando bien.

Seguramente estaría aterrorizado ante la idea de que Kate se le tirase encima para obligarlo a casarse con ella. Era comprensible, después de cómo sus amigos estaban «vendiéndola», pero no tenía nada de qué preocuparse. Salir con él era lo último que se le ocurriría hacer en la vida. No estaba tan desesperada. Finn, sentado a su lado, no disimulaba su desaprobación mientras Kate reía, bebía demasiado vino o hablaba de sus amigos y sus fiestas, dejando claro que no estaba en el mercado para un viudo.

Por supuesto, cuanto más serio se ponía, más tenía ella que compensar.

Phoebe y Gib se habían molestado en organizar aquella cena y, al menos, alguien debía aparentar que lo estaba pasando bien.

Además, podría haber pedido un taxi para volver a casa y recoger su coche al día siguiente pero eso, por supuesto, jamás se le ocurriría al estirado Finn McBride.

Naturalmente, él también participaba en la conversación, pero dejando claro que, consideraba a Kate demasiado boba. Y eso la ponía nerviosa. Y cuanto más nerviosa estaba, más bebía y más alto hablaba. A las doce, Finn miró su reloj.

– Debo irme -dijo, levantándose.

– Yo creo que tú también deberías irte, Kate -sonrió Gib-. O mañana, llegarás tarde a trabajar.

– No me hables de eso -murmuró ella, cerrando los ojos. Un error, porque cuando los abrió la habitación estaba dando vueltas.

– ¿Podrías llevarla a casa, Finn? -preguntó Phoebe-. En su estado, no debería ir sola.

– ¿Qué estado? Me encuentro perfectamente -protestó Kate, levantándose con más o menos estabilidad-. Estoy genial.

– Estás divina -asintió Phoebe-. Pero es hora de irse. Finn va a llevarte a casa.

– ¿Por qué no me lleva Josh?

– Porque no he traído el coche y vivo en dirección contraria.

– No me importa llevarte -dijo Finn entonces, suspirando al ver que Phoebe y su marido la ayudaban a ponerse el abrigo como si fuera una niña.

Kate les dio las gracias por la cena, aunque tenía la desagradable impresión de que las palabras le habían salido más bien ininteligibles. Desgraciadamente estaba lloviendo y, al bajar la escalera del portal, dio un tropezón. Finn tuvo que sujetarla para que no acabase de bruces en el suelo.

– ¡Cuidado!

– Es que el suelo está resbaladizo -se excusó Kate.

– Eres tú la que está resbaladiza -murmuró él, abriendo la puerta del coche con innecesaria galantería.

Harta de ser tratada como una niña, Kate se cruzó de brazos, prácticamente haciendo un mohín con los labios. Pero no dijo nada.

El coche estaba limpísimo. Nada de papeles, nada de colillas en el cenicero, ni siquiera un juguete olvidado en el asiento. Era increíble que aquel hombre tuviera una hija pequeña, pensó. ¿Qué clase de disciplina tendría que soportar la pobre Alex?

Medio mareada, se inclinó para encender la radio y buscó una emisora de música rock, pero él la apagó bruscamente.

– Ponte el cinturón.

– ¡Sí, señor! -exclamó Kate.

Finn puso el brazo sobre el asiento mientras daba marcha atrás y ella, nerviosa, fingió estar buscando algo en su bolso para que no pensara que estaba acercándose invitadoramente a su mano.

La proximidad de Finn McBride en un sitio tan pequeño, con la lluvia golpeando los cristales, era abrumadora. Las lucecitas del salpicadero iluminaban su cara, destacando los pómulos altos y el gesto severo de su boca.

Iba conduciendo muy concentrado y Kate lo miraba de reojo, más impresionada de lo que hubiera querido admitir. Era tan atractivo así, conduciendo…

Ridículo, se regañó a sí misma. Seguía siendo Finn McBride. Además de ser su jefe era un hombre desagradable y antipático. No le gustaba en absoluto. Entonces, ¿por qué se fijaba en su boca, en sus manos…?

– ¿Adónde voy?

– ¿Qué?

– Gib me ha pedido que te lleve a casa. Y supongo que sabes dónde vives, ¿no?

– Ah, sí -murmuró ella, demasiado nerviosa como para replicar con un sarcasmo.

Kate le indicó qué calles debía tomar mientras el limpiaparabrisas se movía rítmicamente. El único sonido dentro del coche.

– ¿Por qué no le has dicho a mis amigos que nos conocíamos? -le preguntó cuando el silencio empezó a ser demasiado opresivo.

– Probablemente por la misma razón que tú. Pensé que la situación sería aún más incómoda.

No dijo nada más.

Cualquier otro hombre habría hecho preguntas, habría intentado ser amable, pero evidentemente Finn no estaba de humor para charlar.

– Vivo en esta calle. Puedes dejarme aquí si quieres.

– ¿En qué número vives? -Pasado el semáforo. Como siempre, no había un solo espacio vacío en la calle, de modo que Finn tuvo que detener el coche en segunda fila.

– Gracias por traerme. Espero no haberte desviado mucho de tu camino.

Un golpe de aire helado hizo que se detuviera un momento al abrir la puerta

– Jo, qué noche más horrible.

– Espera un momento -murmuró Finn, mientras buscaba un paraguas en el asiento trasero-. Te acompaño al portal.

– No hace falta…

– ¡Venga, sal de una vez! -la interrumpió él, con cara de pocos amigos-. Cuanto antes lo hagas, antes llegaré a casa.

– Es ese portal de ahí -dijo Kate, levantando el pie derecho, que había metido en un charco.

– ¿Por qué no te has puesto unos zapatos más normales?

– Si hubiera sabido que iba a una expedición polar me habría puesto botas -respondió ella, irritada-. Además, estos zapatos son muy normales.

– Ya, bueno…

Estaban muy cerca uno del otro mientras se dirigían al portal. Y él era tan alto, tan fuerte, que ella sintió la tentación de abrazarlo.

Claro que a Finn le habría dado un ataque. O quizá no, quizá la habría besado bajo el paraguas… Kate tragó saliva. ¿Qué tonterías estaba pensando?

Se puso tan nerviosa que cuando iba a meter la llave en la cerradura se le cayó al suelo.

– Trae, abriré yo -dijo Finn, quitándole la llave.

– Gracias. Y gracias otra vez por traerme.

Ése era el pie para que él dijese «ha sido un placer».

– Hasta mañana -dijo, sin embargo.

«Pues muy bien, si vas a ponerte así no te invito a entran».

– ¿Quieres que vaya mañana a la oficina?

– Para eso te pago, ¿no?

– Pero, ¿no dices que soy un desastre?

– No eres precisamente un éxito como secretaria. Pero eres lo único que hay en este momento. Tenemos un contrato importante que resolver esta semana… como sabrías si hubieras estado prestando atención, y no puedo perder el tiempo explicándoselo todo a otra secretaria. Mejor me quedo contigo.

– Vaya hombre, gracias por el voto de confianza.

– Tampoco tú has disimulado cuánto te desagrada trabajar para mí -replicó él-. La cuestión es que tú no puedes permitirte el lujo de perder este trabajo y yo no tengo tiempo de buscar otra secretaria.

– ¿Estás diciendo que ninguno de los dos tiene otra salida? -preguntó Kate.

– Precisamente. Así que será mejor que intentemos llevarnos lo mejor posible -suspiró Finn-. Y sugiero que bebas un poco de agua antes de irte a la cama. Mañana tenemos mucho que hacer, así que no llegues tarde.

Kate abrió un ojo y alargó la mano para tomar el despertador. Y entonces lanzó lo que debería haber sido un grito, pero que le salió más bien como un gemido ahogado. Al incorporarse notó un dolor agudo, como un cuchillo de carnicero clavándose en su cabeza.

La muerte habría sido preferible a aquel horrible dolor.

Por no hablar de lo que diría Finn si llegaba tarde otra vez.

Si no se duchaba y tenía suerte con el metro, a lo mejor llegaba sólo cinco minutos tarde…

Como pudo, se levantó de la cama, se vistió y se dejó aplastar por cientos de personas en el vagón del metro. Se sujetó a la barra con una mano mientras el tren iba dando brincos sobre los raíles sin ninguna consideración por su estómago.

Para empeorar la situación, empezaba a recordar fragmentos de la noche anterior. No se acordaba de mucho, pero sí tenía la horrible sensación de haber hecho el más completo ridículo.

Recordaba la expresión de Finn al ver que su cita era su secretaria. El limpiaparabrisas moviéndose rítmicamente mientras ella se fijaba inexplicablemente en su boca y en sus manos. Cuando estaban juntos bajo el paraguas, a punto de echarse en sus brazos…

Debía de estar completamente borracha.

¿Le había tirado los tejos?, se preguntó, aterrada. No, no podía ser. Se acordaría.

Lo que sí recordaba era que él la había regañado por llevar tacones y que no hizo un solo comentario sobre su precioso vestido. Todo el mundo se fijaba en su escote con aquel vestido rojo, pero Finn no. Ni la había mirado.

Kate llegó a la oficina sólo un minuto tarde. Finn, por supuesto, ya estaba sentado frente a su escritorio y la miró por encima de las gafas cuando entró, agarrándose al quicio de la puerta.

– Tienes un aspecto horrible.

– Me encuentro fatal -replicó ella-. Tengo una resaca horrorosa.

– Supongo que no esperarás comprensión por mi parte.

– No, no creo que hoy vaya a haber ningún milagro -suspiró Kate, olvidando que su trabajo estaba en juego. Finn debía de estar pensando precisamente eso porque sus ojos se oscurecieron.

– Espero que vengas dispuesta a trabajar -le advirtió-. Hoy tenemos mucho que hacer.

– Voy a tomar un café a ver si se me pasa.

– Tienes cinco minutos -dijo Finn, volviendo a concentrarse en un informe.

Kate consiguió llegar hasta la máquina de café, haciendo una mueca de dolor. ¿Por qué había tanto ruido en aquella oficina?

A lo mejor Alison tenía paracetamol, pensó. Cualquier chica normal tendría una aspirina en su cajón, pero ella no. Seguramente Alison nunca había tenido resaca. Seguramente nunca se ponía nerviosa ni bebía demasiado.

El café la hizo sentirse peor. Gimiendo, se dejó caer en la silla y enterró la cabeza entre las manos.

Era horrible. Estaba a punto de morir allí, en la oficina de Finn McBride. Y él tendría que sacar sus restos. Aunque, conociéndolo, se lo encargaría a la próxima secretaria temporal. «Líbrese de esos restos», le diría. «Y luego venga a mi despacho, que tengo que dictarle una carta».

– No bebiste agua antes de irte a la cama, ¿verdad? -oyó entonces la voz de su exasperante jefe.

– No -murmuró Kate.

– Estás deshidratada. Toma, te he traído un té y un par de aspirinas.

Ella levantó la cabeza, incrédula.

– Gracias.

Cinco minutos después empezó a pensar que iba a sobrevivir después de todo. Finn estaba apoyado en la esquina del escritorio, con el ceño arrugado. Siempre tenía el ceño arrugado. ¿Sería así con todo el mundo o sólo con ella?, se preguntó. La idea de que sólo fuera así con ella era muy deprimente. En realidad, llegar a trabajar con resaca no era la mejor forma de conseguir una sonrisa, pero podría haber algo en ella que le gustase, ¿no?