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– Papá? -Alex esperó hasta que Finn le dio una larga lista de órdenes a Kate. Estaba sentada en el suelo, con la cabeza del perrito en su regazo.
– ¿Estás bien ahí?
La niña asintió vigorosamente.
– Me dijiste que si era buena podíamos ir a comer
– Sí -asintió Finn, suspicaz.
– Pues no quiero ir a comer a ningún sitio. Quiero que me lleves a una tienda para comprarle una correa a Derek.
– Alex, no quiero que te encariñes con ese perro.
– Por favor, papá. Me lo prometiste.
– Yo estaba pensando en llevarte a una pizzería -suspiró Finn, mirando a Kate como si todo fuera culpa suya-. Yo creo que debe ser Kate quien se encargue del perro, hija. Después de todo, fue ella quien lo rescató.
– Kate no tiene tiempo de ir a comer -dijo Alex. Era cierto. Finn le había encargado tanto trabajo que no tenía tiempo para comer y menos para ir a una tienda de animales.
– No importa. Buscaré una cuerda o algo -suspiró Kate, con cara de mártir-. Salid a comer y no os preocupéis por mí.
Finn levantó una ceja.
– Sí, claro, eso dará una imagen estupenda de la empresa. Mi secretaria saliendo del despacho con un perro sujeto de una cuerda.
– Me marcharé cuando se haya ido todo el mundo.
– Papá, por favor, llévame a una tienda de animales -insistió Alex-. He sido buena ¿verdad Kate? Y el otro día dijiste que todo el mundo debería cumplir sus promesas.
Kate disimuló una sonrisa. Evidentemente, Alex no necesitaba consejos para manejar a su padre.
– No sé dónde vamos a encontrar una tienda de animales en el centro de Londres -suspiró Finn.
– En todos los grandes almacenes hay tiendas de animales -dijo Kate.
Su jefe, por supuesto, la fulminó con la mirada. Cuando él y su hija salieron a comer, el perrillo se acercó a Kate. No era muy guapo, pero sus confiados ojos castaños le romperían el corazón a cualquiera. No debería encariñarse demasiado con él porque entonces tendría que quedárselo hasta que encontrase un dueño, pero lo tomó en brazos, incapaz de resistirse.
A la porra la profesionalidad, pensó. Podía seguir escribiendo en el ordenador y acariciando a Derek al mismo tiempo.
Finn y Alex volvieron a las tres y media, cargados de comida para perros, juguetes, un collar, una correa…
– Éste es el collar -dijo la niña, orgullosa.
Kate soltó una carcajada. Era de terciopelo rojo, con brillantitos, la clase de capricho que cuesta un dineral.
– Lo eligió tu padre, seguro.
Entonces, por el rabillo del ojo, vio que Finn casi sonreía. Casi.
– Lo he pagado con mi propio dinero -estaba diciendo la niña.
– Ejem…
– Bueno, yo pagué el collar, pero mi padre ha pagado el resto -admitió Alex entonces.
– No te preocupes, Finn. Te devolveré el dinero -dijo Kate, sintiéndose culpable.
– No hace falta. Prefiero olvidarme del asunto lo antes posible. A la hora de comer me gusta comer, no pasarme dos horas en una tienda de animales, chantajeado por una niña de nueve años.
– Gracias de todas formas -insistió ella, poniéndole el collar-. Mira qué guapo estás, Derek. -También hemos comido pizza dijo Alex.
– Ah, qué suerte. Ya me imaginaba yo que tu padre no te dejaría con el estómago vacío.
– Te hemos traído un bocadillo. Mi papá dijo que tenías que comer algo.
Un bocadillo de queso, beicon y aguacate. Su favorito. ¿Cómo lo había sabido?
Kate lo miró y notó… algo, como si… en fin, no podría definirlo. Algo raro. Como si fuera humano.
– Gracias -murmuró, con voz entrecortada.
– No quiero que te desmayes de hambre. Aún tenemos mucho que hacer esta tarde -dijo él, apartando la mirada.
Kate casi se emocionó. Pero no debía hacerlo. «No lo hagas, Kate», le había dicho Bella.
– El informe está casi listo.
– ¿Y las cartas? -Terminadas y enviadas.
– Veo que has estado trabajando -murmuró Finn, sin mirarla.
Vaya, por fin se daba cuenta.
Alex se pasó la tarde jugando con Derek y, a las cinco, niña y perro estaban agotados.
– Yo creo que deberías llevarla a casa -le dijo a su jefe, esperando que le soltase un «no es asunto tuyo» o algo parecido.
– Ah, es verdad. No me había dado cuenta de que era tan tarde. Sí, será mejor que la lleve a casa.
– Yo me quedaré un rato para terminar unas cuantas cosas. Como he llegado. tarde…
– Gracias -murmuró Finn, poniéndose la chaqueta.
– De nada. Y perdona por lo del perro.
– ¿Qué vas a hacer con él?
– He pensado llevarlo a casa de mis padres, pero están de vacaciones, así que me lo quedaré hasta que vuelvan -contestó Kate, pensativa-. Pero claro, tendré que dejarlo solo todo el día… a menos que pueda traerlo a la oficina. No dará ningún problema. Ya has visto qué tranquilo es.
En ese momento Derek se puso a ladrar como un locuelo.
– Normalmente.
Finn dejó escapar un suspiro.
– Me parece que el problema va a ser Alex. No quiere separarse de él.
Así fue. Cuando le dijo que Kate iba a llevárselo, la niña hizo un mohín.
– Pero ya se ha acostumbrado a mí…
– Tú sabes que yo lo cuidaré bien, ¿no? -sonrió Kate.
– Pero si no me lo llevo a casa no volveré a verlo, y quiero quedármelo. Por favor, papá. Tú sabes que siempre he querido tener un perro.
Finn se pasó una mano por el pelo.
– Alex, tú sabes que no puedes cuidar de un perro. Estás en el colegio casi todo el día…
– A Rosa no le importará cuidar de él hasta que yo vuelva.
– Rosa no está aquí, así que no podemos preguntárselo.
El mohín de Alex empezaba a ser preocupante.
– Pero, ¿qué va a ser de él?
Con paciencia, Finn le explicó que Kate cuidaría de. Derek hasta que volvieran sus padres.
– ¿Y no podría quedármelo yo hasta entonces? -insistió la niña.
– Pero hay que sacarlo a pasear…
– ¿Y cómo va a sacarlo Kate a pasear? Ella tiene que estar en la oficina.
Finn apretó los dientes. No sabía qué hacer.
– Kate lo traerá con ella a la oficina -dijo por fin, sucumbiendo a lo inevitable.
– ¿Por qué no lo traes tú, papá? Tienes coche. Yo lo sacaré por la mañana y luego tú te lo traes y jugamos con él por la noche.
Finn miró a Kate, desesperado. Estaba claro que, en su opinión, el perro era suyo, de modo que debía echarle una mano.
Y Kate estaba dispuesta a echársela.
– Alex ha tenido una idea estupenda. Puede quedarse con vosotros, tú lo traes a la oficina, yo lo saco por la tarde y así nos repartimos el trabajo.
– ¡Sí, por favor!
– ¿Y qué pasará cuando vuelva Alison? -preguntó Finn. intentando disimular sus deseos de estrangularla-. A lo mejor no le apetece sacar a un perro a pasear.
– Para entonces Rosa ya habrá vuelto a casa -dijo Alex.
Kate tuvo que disimular una risita. Finn McBride estaba arrinconado.
– La has educado de maravilla. No creo que haya muchas niñas de nueve años que sepan discutir tan bien. Deberías estar orgulloso.
– En este preciso momento yo no diría eso -suspiró Finn-. Bueno, de acuerdo. Pero…
Alex se echó en sus brazos con un grito de alegría.
– Gracias, papá, gracias, gracias.
Contagiado por la emoción, Derek se puso a ladrar y Kate soltó una carcajada.
Le gustaba ver a Finn abrazando a su hija. Incluso se sintió un poquito excluida, lo cual era ridículo. Ella no quería que Finn McBride la abrazase de esa forma, ni que la incluyese en la unidad familiar. Ella era una chica de ciudad que no buscaba marido.
– Pero con una condición -dijo Finn entonces-. No puedes encariñarte con él, Alex. Tú tienes colegio, yo tengo trabajo y no es parte de las obligaciones de Rosa cuidar de un perro. Puedes llevártelo a casa hasta que vuelvan los padres de Kate. Ése es el trato, ¿de acuerdo?.
Kate prácticamente podía ver el cerebro de la niña estrujándose para ver si podía sacarle a su padre un trato más beneficioso.
Kate sospechó que la familia McBride acabaría teniendo un perro llamado Derek le gustase a Finn o no.
En realidad, todo había salido bien. Sus padres habrían aceptado a Derek, pero no quería imponerles más obligaciones y ella no podía quedárselo. Además, estaba segura de que sería más feliz con Alex.
– Espero que Alison no vuelva nunca -dijo la niña en voz baja.
Y Kate se quedó desconcertada al darse cuenta de que tampoco ella quería que volviese.
A la mañana siguiente fue Finn quien llegó tarde a la oficina… con Derek saltando y mordiendo la correa. Kate miró inocentemente su reloj.
– ¡No digas una palabra!
– No iba a decir nada.
– Tú y tu perro me estáis arruinando la vida -dijo Finn soltando al animal, que se lanzó sobre su salvadora de inmediato.
Como había tenido que mandar el traje a la tintorería después de su encuentro con la basura, Kate llevaba una falda larga de estampado étnico y un jersey de cuello alto ajustado que, por alguna razón, era más turbador que el vestido que llevó a la cena. O eso le pareció a Finn.
Aquel día no se había hecho una coleta y el pelo rizado caía sobre sus hombros en cascada. Era un poco hippy, pero muy cálida, sobre todo con el perrillo en brazos.
– Ese perro es un monstruo.
– ¿Un monstruo? Pero si es un cielo -protestó Kate.
– ¿Lo has sacado a pasear alguna vez? No tiene ni idea de lo que es una correa. Y si lo sueltas sale pitando y no vuelve cuando lo llamas.
– Es que el pobre…
– El pobre ha hecho que llegásemos tarde al colegio. Y encima se ha comido mis mejores zapatos -la interrumpió Finn.
– Es un cachorro -lo defendió Kate-. Debes tener cuidado y no dejar las cosas fuera del armario.
– No es un cachorro, es un perro adulto e incontrolable.
– Tonterías -dijo ella, besando la cabecita del animal-. Sólo necesita un poco de entrenamiento, ¿verdad que sí, precioso? En unos días sabrá sentarse y volver cuando le llaman.
Finn suspiró, irritado.
– Pues quédatelo tú si tanto te gusta. Y entrénalo para que aprenda a hacer el desayuno. ¡Qué mañanita! Rosa no está y mi casa es un desastre.
– ¿Cuándo vuelve? -preguntó Kate.
– Espero que lo antes posible. Ya estoy harto de comer platos congelados.
– ¿No podrías contratar a alguien hasta que vuelva?
– Alex odia los cambios. Ni siquiera le gusta que tengamos ama de llaves. Tolera a Rosa, pero nada más.
– Ya me imagino que educar solo a Alex no te resultará fácil.
Finn carraspeó, como si acabara de notar que estaba contando cosas demasiado personales.
– Sí, bueno, será mejor que empecemos a trabajar. ¿Algún mensaje?
– El señor Osborne. ¿Quieres que lo llame?
– ¿Qué quería?
Kate consultó su cuaderno.
– Que vayas a verlo esta tarde para clasificar algo antes de tomar una decisión.
Finn soltó una palabrota en voz baja.
– ¿Qué ocurre?
– No puedo perder ese contrato, pero le prometí a Alex que iría a buscarla al colegio… con Derek. Como es viernes, quiere enseñarle el perro a sus compañeros -suspiró él, metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón.
– Yo haría lo mismo -sonrió Kate.
– Siempre ha sido una niña solitaria, pero… esta mañana, por primera vez, ha mostrado interés en los otros niños. Me temo que le ha contado a todo el mundo lo del perro y si no aparezco…
– ¿Por qué no voy yo? -lo interrumpió Kate.
– ¿Lo harías? -preguntó Finn, sorprendido.
Kate no sabía de dónde había salido aquella impulsiva oferta. No podía estar preocupada por él… ¿no?
– No me importaría. Además, en parte es culpa mía. Si no hubiera traído el perro a la oficina, no estarías metido en este lío.
– Puede que no vuelva de la reunión hasta las siete.
– No importa. Me quedaré con Alex hasta que vuelvas a casa.
– ¿Estás segura? Es viernes, Kate. ¿No tienes ningún plan?
– Nada especial. Además, puedo salir más tarde -contestó ella, mirando unos papeles.
– ¿No tienes una cita con tu analista financiero?
– ¿Qué? Ah -Kate se puso como un tomate-. No, ésa es la ventaja de tener un novio de mentira -dijo entonces, levantando la barbilla-. Nunca te da problemas. En realidad, es perfecto.
– Ya veo -murmuró Finn, desconcertado-. Bueno, si de verdad no te importa ir a buscar a Alex, te lo agradecería muchísimo. Llamaré por teléfono al colegio y pediré un taxi para que te sea más cómodo.
¿Por qué se había ofrecido?, se preguntó Kate. Bella diría que se estaba involucrando en la vida de su jefe, pero no era así. Sólo estaba ayudándolo en un momento de crisis. Haría lo mismo por cualquiera.
No tenía nada que ver con el calorcito que sentía por dentro al recordar su expresión agradecida. Porque eso no sería profesional, ¿no?
Esperar en las puertas del colegio con otras madres y niñeras fue una experiencia muy rara. La miraban de reojo, como si fuese una impostora, y parecían preguntarse qué estaba haciendo allí. ¿Cómo sería ser una madre de verdad y no una figurante? ¿Cómo sería estar esperando a una hija para llevarla a casa?
Kate nunca había pensado en tener niños. Incluso cuando se creía enamorada de Seb no pensó en el asunto porque sabía que él no querría saber nada. Seb era un frívolo. Necesitaba demasiada atención y en su vida no había sitio para un niño. Él no podría ser un padre responsable como Finn, por ejemplo.
Cuando los niños empezaron a salir en tromba al patio, Kate vio a Alex mirando por todas partes. Y también observó que, al no ver a su padre, casi se ponía a llorar.
– ¡Alex! -gritó, abriéndose paso.
Al verla, el rostro de la niña se iluminó.
– Hola, Kate.
– Tu padre siente mucho no haber podido venir, pero me ha enviado a mí… con Derek. No te importa, ¿verdad?
– ¡Derek está aquí! -gritó Alex, poniéndose en cuclillas para acariciar al perro. A su alrededor se formó un círculo de caritas curiosas.
– Es mi perro -explicó, orgullosa.
Derek hizo su papel a la perfección, saludando a cada niño con entusiasmo y, en general, portándose de una forma tan encantadora que era imposible no quererlo. Evidentemente, Alex McBride estaba ganando muchos puntos en aquel patio y se marchó, feliz, sujetando la correa de Derek y despidiéndose como si fuera la reina de Inglaterra.
La oficina de Finn McBride era un sitio moderno y funcional, pero vivía en una casa victoriana cerca de Wimbledon, con un enorme jardín. Ideal para un perro, de hecho.
El interior había sido decorado por un profesional, pero daba una sensación fría. Era una casa, no un hogar, y Kate se preguntó si sería así desde la muerte de Isabel.
– Yo quería que Derek durmiese en mi habitación, pero mi padre ha dicho que tiene que dormir en la cocina -dijo Alex, señalando una cestita de mimbre.
– Seguramente es mejor que duerma aquí -sonrió Kate.
Y seguramente aquello le había costado otra pelea, pensó.
– Sí, bueno…
Podríamos ir a dar un paseo. Y luego a comprar algo para la cena.
– ¿Sabes cocinar? -preguntó la niña, extrañada.
– No mucho, lo normal. ¿Qué te gusta comer?
Alex se quedó fascinada cuando descubrió que Kate sabía hacer su plato favorito: macarrones con queso.
– ¿Sabes hacer tartas?
– Creo que sí. Pero sólo si son fáciles.
– Rosa no sabe hacerlas, pero a mi padre le gustan las de chocolate.
Chocolate, ¿eh? De modo que tenía una debilidad… era goloso. Aunque no le pegaba nada.
– Bueno, ya veremos qué puedo hacer.
Cuando Finn volvió a casa encontró a su hija, a su secretaria temporal y al perro en la cocina. Estaban tan ocupadas que no lo oyeron llegar y se quedó en el quicio de la puerta, observando. Normalmente Alex se iba a su habitación para hacer los deberes, pero aquel día estaba ayudando a Kate a hacer la cena. Y las dos tenían la cara llena de harina.
En realidad, su casa nunca le había parecido más agradable, más hogareña. Kate llevaba puesto el mandil de Rosa y, al retirarse un rizo de la frente, se manchó de chocolate.
– Menudo perro guardián -dijo entonces, el sarcasmo disimulando una alegría muy particular.
Al oír su voz, Kate y Alex se volvieron. Derek empezó a ladrar y a mover la cola para darle la bienvenida.
– Está contento de verte, papá -rió Alex.
Kate siguió batiendo unos huevos. No tenía porqué ponerse nerviosa. Sólo era Finn. Finn con sus ojos fríos y su austera presencia. No había razón para que su corazón se acelerase.
– Hola.
Por el rabillo del ojo vio que se quitaba la chaqueta y se aflojaba la corbata.
– Qué bien huele.
– Kate está haciendo macarrones con queso. Y tengo que tomar una ensalada, pero luego hay tarta de chocolate. La hemos hecho para ti.
– ¿Ah, sí?
Kate se puso como un tomate y siguió batiendo los huevos como si le fuera la vida en ello.
– Alex me dijo que te gustaba el chocolate.
– Y me gusta.
– Espero que no te importe que haga la cena. Ya que estaba aquí…
– ¿Importarme? Te lo agradezco muchísimo.
Parecía menos serio y formidable que nunca, como si la rigidez hubiera desaparecido. Era lógico; al fin y al cabo estaba en su casa.
Pero ese nuevo Finn la ponía muy nerviosa.
– La cena estará lista enseguida -murmuró-. Y limpiaré la cocina antes de marcharme.
– Pero te quedarás a cenar con nosotros, ¿verdad?
– ¡Tienes que quedarte! -exclamó Alex.
Kate se lo pensó. En parte quería quedarse, pero…
«No lo hagas», le había dicho Bella.
– Es que…
– Dijiste que no tenías planes esta noche -le recordó Finn.
– No, pero…
– Pediré un taxi para que te lleve a casa después de cenar -insistió él-. Por favor, quédate.
¿Qué podía decir?
– De acuerdo -suspiró Kate, encantada a su pesar-. Gracias.
Y entonces Finn sonrió. Una sonrisa de verdad. Dirigida a ella.
– Soy yo quien debería darte las gracias.
Le temblaban las manos mientras se quitaba el mandil. Nunca lo había visto sonreír de verdad. Y la sonrisa iluminaba sus ojos, suavizando el gesto adusto. Además, cuando sonreía le salían unas arruguitas… pero eso no justificaba que le temblasen las rodillas.
Kate tuvo que enfrentarse con la verdad. Estaba haciendo justo lo que Bella le había pedido que no hiciese. Finn McBride le daba pena desde que descubrió su triste historia y estaba empezando a sentirse atraída por él. Lo cual era absurdo.
Estaba harta de enamorarse de hombres inalcanzables y Finn era el más inalcanzable de todos. No sólo era un hombre viudo que había estado muy enamorado de su esposa, sino que además era su jefe. Sentirse atraída por él cuando tenía que verlo todos los días era un error gravísimo.
Alison volvería a trabajar en poco tiempo y entonces, ¿qué sería de ella? Debería salir por ahí para conocer a alguien, no estar en una cocina con el mandil puesto, histérica porque Finn le había sonreído.
Lo había ayudado aquel día, pero no pensaba involucrarse más. Cenaría con ellos, pensó, y después se marcharía y ni siquiera volvería a pensar en Finn McBride.