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Capítulo 39

Atajar los comentarios fue imposible, especialmente cuando la historia suscitaba tanto interés: el soltero más empedernido de toda Inglaterra había sucumbido finalmente al amor.

Con la servidumbre al tanto de todo lo que sucedía en los aposentos, las noticias circularon rápidamente de criado en criado, de casa en casa, como un fuego incontrolado.

Al día siguiente el embarazo de Elspeth era la comidilla a la hora del té.

De poco había ayudado que Elspeth devolviera inmediatamente la mañana siguiente a su regreso.

Ni tampoco ayudó a ocultar su estado las instrucciones del duque al cocinero jefe de que preparara a Elspeth toda la comida que ella deseara, a cualquier hora del día.

Y la razón que motivó al duque a llamar por la mañana temprano a Pitt arremolinó a la alta sociedad como un torbellino.

Por eso el presidente del Tribunal Supremo Kenyon no se sorprendió de que Lord Grafton entrara aquella tarde con su silla de ruedas en el despacho, rojo de ira.

– ¡Esa maldita fulana está embarazada! -gritó, antes de que Tom Scott hubiera cerrado la puerta-. ¡Quiero que se interrumpa este divorcio! ¡No permitiré que Darley tenga la satisfacción de ver heredar a su hijo, que jodan a ese cabrón! ¡Por mí la fulana y su prole se pueden pudrir en el infierno pero continuará siendo mi esposa!

– No le recomiendo pavonearle al rey -le aconsejó Kenyon. Que Pitt llevara el tema del divorcio era una abierta declaración del apoyo del rey.

– ¡A la porra con ese maldito rey! -gritó Grafton-. ¡No me importa si el mismísimo Dios respalda a esa maldita fulana!

Kenyon dirigió una mirada fugaz al señor Eldon, que estaba sentado en la silla de la esquina, como de costumbre.

Eldon levantó los hombros ligeramente como diciendo ¿Qué quiere que haga?

– Tranquilícese, Lord Grafton -afirmó Kenyon, habiendo cambiado su postura moral después de enterarse de la intercesión del rey-. Debemos ajustamos a la realidad. No podemos contradecir al rey, como usted bien sabe, independientemente de sus sentimientos personales o los míos. Él es el rey, y como tal, la suprema autoridad de este país.

– ¡Ni hablar! ¡Tenemos un maldito Parlamento, así que el rey no es la autoridad suprema, diablos! ¡Le hago saber que los condes de Grafton residen en Inglaterra desde hace cinco siglos, mucho más que esos condenados arribistas hanoverianos alemanes! ¡Y si se cree que me voy a amilanar por un rey que ni siquiera saber escupir una condenada palabra en inglés, está muy equivocado! ¡Pero repudiaré al hijo de esa furcia… encárguese de eso, maldito sea, y también quiero ver cómo ese libertino de Darley se arrepiente de haberme intentado joder! ¿Lo entiende? ¡Quiero hacer que los dos se lamenten del día que se cruzaron en mi vida! ¡Voy a hacer que sufran toda la eternidad por lo que me han hecho! ¡Y si es incapaz de ocuparse de este caso, maldito sea…! -Grafton respiró fuertemente y con dificultad-. Tengo… que salir… -El matiz purpúreo de su tez se volvió de un tono negruzco cuando luchaba por tomar aire, sus ojos se le salieron de las órbitas por el esfuerzo. Arañándose la garganta, intentó aflojarse el nudo del pañuelo, movía los labios sin emitir sonido alguno, mientras se quedaba sin aire y respiraba con dificultad. Un sonido terrible y áspero emergió después de sus desesperados esfuerzos y, al poco, el conde empezó a temblar y a tener espasmos, presa de un violento ataque.

– Me encargaré de esto -dijo el presidente del Tribunal, agitando la mano a Eldon desde la habitación-. Espéreme fuera. No hable con nadie -le pidió. La seria advertencia en sus palabras era inequívoca.

Cuando se fue el abogado de Grafton, Kenyon cerró la puerta con llave y, apoyándose contra los paneles de roble, miró y esperó a que la figura de la silla de ruedas se agitara con violencia en su agonía.

Por la mañana temprano, cuando supo de la visita del duque de Westerlands a Pitt, Kenyon había hablado con Lord Canciller Thurlow. La decisión de ayudar a Grafton en su divorcio no parecía ser demasiado prudente, puesto que el rey había mostrado un interés personal en el caso. Ambos tenían una carrera que salvaguardar y ni el uno ni el otro eran desconocedores del sistema de apoyos que regía la ascensión de un hombre a los cargos prominentes, razón por la que acordaron que sería poco rentable interponerse a la voluntad del rey.

Un caso de divorcio no se merecía poner en juego sus carreras.

Y ahora parecía que el problema se había solucionado, pensó el presidente del Tribunal Supremo, arreglándose los puños de la camisa. El silencio repentino en la habitación era aturdidor.

Esperó otros diez minutos en la silenciosa habitación, sólo para estar seguro de que el cuerpo estaba inerte. Quería confirmar… sin duda alguna… que aquel cadáver se llevaba todas sus patrañas a la tumba.

Después de lo que consideró un prudente espacio de tiempo, abrió la puerta del despacho y llamó a su secretario.

– A Lord Grafton le ha sobrevenido un triste suceso -le anunció-. Su señoría ha sufrido una apoplejía repentina. El pobre hombre nunca fue el mismo después del primer ataque -expresó el presidente del Tribunal con tristeza fingida-. Notifique la defunción del conde a su criado para que se lleve el cuerpo, e informe también a Pitt. Dígale al primer ministro que, a partir de ahora, retiraremos la demanda de divorcio de Lord Grafton de la agenda de la Cámara de los Lores.

* * *