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CAPÍTULO 01

Septiembre, 1816

Coquetdale, Northumbría.

Esto no tendría que haber sido así.

Envuelto en su capa, solo en el asiento de su hermoso carruaje, Royce Henry Varisey, el décimo duque de Wolverstone, giró el último par en la sucesión de caballos de posta que había puesto al galope por la carretera desde Londres hasta el camino secundario que llevaba a Sharperton y Harbottle. Las estribaciones ligeramente redondeadas de las colinas Cheviot lo rodearon como los brazos de una madre; el castillo Wolverstone, el hogar de su infancia y su recién heredada propiedad, estaba cerca de la villa de Alwinton, más allá de Harbottle.

Uno de los caballos rompió el ritmo; Royce lo examinó, contuvo al otro hasta que estuvieron a la par, y después los acicateó. Estaban desfalleciendo. Sus propios purasangres negros lo habían llevado hasta St. Neots el lunes; a partir de entonces había cogido un par nuevo cada quince millas aproximadamente.

Ahora era miércoles por la mañana, y estaba muy lejos de Londres, entrando de nuevo, después de dieciséis largos años, en los terrenos de su propiedad. En aquellos terrenos ancestrales. En Rothbury y los oscuros claros de sus bosques; por delante de las extensas llanuras sin árboles de Cheviot, salpicadas aquí y allí con las inevitables ovejas, esparcidas sobre las aún más baldías colinas, hasta la frontera con Escocia, más allá.

Las colinas, y esa frontera, habían jugado un papel vital en la evolución del ducado. Wolverstone había sido creado después de la Conquista como un señorío para proteger a Inglaterra de la depredación de los escoceses que merodeaban por allí. Los sucesivos duques, popularmente conocidos como los Lobos del Norte, habían disfrutado durante siglos de privilegios reales en el interior de sus dominios.

Muchos afirmaban que aún los tenían.

Ciertamente, seguían siendo un clan sumamente poderoso, cuya riqueza había aumentado gracias a su valentía en el campo de batalla, y había sido protegida por su éxito al convencer a los sucesivos soberanos de que era mejor dejar en paz a tan astutos y políticamente poderosos hacedores de reyes, para que manejaran el Middle March como habían hecho desde que, por primera vez, posaran su elegantemente calzado pie normando en tierra inglesa.

Royce estudió los alrededores con un ojo agudizado por la ausencia. Acordándose de su ancestro, se preguntó de nuevo si su tradicional independencia (por la que originalmente lucharon, y ganaron, y que les había sido reconocida por costumbre, y garantizada por un fuero real, más tarde legalmente rescindido pero nunca realmente retirado, e incluso menos realmente renunciado) no había apuntalado distanciamiento entre su padre y él.

Su padre había pertenecido a la vieja escuela del señorío, una que incluía a la mayoría de sus iguales. De acuerdo a sus creencias, la lealtad a un país o a un soberano era una mercancía que se podía intercambiar y vender, algo por lo que tanto la Corona como el país tenían que ofrecer un precio adecuado antes de que le fuera concedida. Más aún, para los duques y los condes del mismo tipo que su padre, eso de “país” tenía un ambiguo significado; como reyes en sus propios dominios, dichos dominios eran su principal preocupación, mientras el reino poseía una existencia más nebulosa y distante, y era ciertamente una reivindicación menor en su honor.

Aunque Royce admitía que jurar lealtad a la actual monarquía (el demente rey George y su disoluto hijo, el príncipe regente) no era una proposición atractiva, no dudaba en jurar lealtad, y servicio, a su país… a Inglaterra.

Como único hijo de una poderosa familia ducal y, por tanto, acostumbrado a servir en el campo de batalla, cuando, a la tierna edad de veintidós años, se le había propuesto crear una red de espías ingleses en tierra extranjera, había saltado presto ante la oportunidad. Esto no solo le había ofrecido la ocasión de contribuir a la derrota de Napoleón, sino que, con los extensos contactos personales y familiares combinados con su habilidad inherente para inspirar y estar al mando, el puesto fue pan comido; desde el principio encajó en él como un guante.

Pero para su padre, aquel puesto había sido una deshonra para el apellido y el título, una mancha en el escudo familiar; su visión pasada de moda había etiquetado el espionaje como algo sin duda deshonroso, incluso aunque estuvieran espiando a enemigos militares activos. Aquel era un punto de vista que, en ese momento, compartían muchos de sus iguales de mayor edad.

Por si fuera poco, cuando Royce se negó a declinar el encargo, su padre le organizó una emboscada. Una pública, en White's, en un momento de la noche en el que el club estaba siempre abarrotado. Junto a sus compinches, su padre había sometido a Royce a un juicio público, en términos estridentes y vilipendiosos.

Como perorata, su padre había declarado triunfalmente que, si Royce se negaba a ceder ante su decreto, y en su lugar servía en el puesto para el que lo habían reclutado, entonces sería como si él, el nove duque, no tuviera ningún hijo.

Incluso en la furia ciega que el ataque de su padre le había provocado, Royce había sido consciente del "como si". Él era el único hijo legítimo de su padre; sin importar lo furioso que estuviera, su padre no lo desheredaría formalmente. La prohibición, sin embargo, lo desterraría de las tierras familiares.

Enfrentado a su enfurecido padre sobre la alfombra escarlata del exclusivo club, rodeado por un ejército de embelesada aristocracia, había esperado, sin responder, hasta que su padre hubo terminado su bien ensayado discurso. Esperó hasta que el expectante silencio que los rodeaba se hizo espeso, y entonces pronunció dos palabras: Como desees.

Entonces se giró y salió del club y, desde ese día en adelante, dejó de ser el hijo de su padre. Desde aquel día había sido conocido como Dalziel, un nombre tomado de una oscura rama del árbol familiar de su madre, suficientemente adecuado debido a que fue su abuelo materno, ya fallecido, quien le había enseñado el credo por el que él había elegido vivir. Aunque los Varisey eran señores belicistas, los Debraigh no eran menos poderosos, pero sus tierras yacían en el corazón de Inglaterra, y habían servido al rey y al país (principalmente al país) desinteresadamente durante siglos. Los Debraigh habían sido tanto guerreros como hombres de Estado, manos derechas de incontables monarcas; el servicio a su gente estaba profundamente arraigado en ellos.

Aunque lamentaban el altercado con su padre, los Debraigh habían aprobado la postura de Royce. Pero este, consciente incluso entonces de la dinámica del poder, los había disuadido de mostrarle un apoyo activo. Su tío, el conde de Catersham, le había escrito, preguntándole si había algo que pudiera hacer. Royce había contestado con una negativa, al igual que había hecho a la pregunta similar de su madre; su lucha era con su padre, y no debía involucrar a nadie más.

Aquella había sido su decisión, una que había mantenido durante los siguientes dieciséis años; ninguno de ellos había esperado que derrotar a Napoleón hubiera llevado tanto tiempo.

Pero lo había hecho.

Durante aquellos años había reclutado a los mejores combatientes de su generación, los había organizado en una red de operaciones secretas y los había introducido con éxito en los territorios de Napoleón. Su triunfo se había convertido en una leyenda; aquellos que lo conocían acreditaban a su red la salvación de incontables vidas británicas, y afirmaban que esta había contribuido directamente a la caída de Napoleón.

Su éxito en ese escenario había sido dulce. Sin embargo, cuando Napoleón puso rumbo a St. Helena, había disuelto a su grupo, liberándolos a sus vidas civiles. Y desde el lunes pasado, él había dejado, también, su vida anterior (la vida de Dalziel), atrás.

Sin embargo, no había esperado ostentar ningún título más allá del que ostentaba por cortesía: marqués de Winchelsea. No había esperado asumir inmediatamente el control del ducado, ni todo lo que esto conllevaba.

Su vigente destierro (nunca había esperado que su padre cediera, como tampoco iba a ceder él mismo), efectivamente, lo había separado de las casas, las tierras y la gente del ducado y, sobre todo, de un lugar que tenía un gran significado para él… el propio Wolverstone. El castillo era mucho más que un simple hogar; los muros de piedra y las almenas tenían algo (algo mágico) que resonaba en su sangre, en su corazón, en su alma. Su padre también había conocido aquella sensación; a él le había ocurrido lo mismo.

A pesar de que habían pasado dieciséis años, mientras los caballos galopaban, Royce aún sentían la atracción, el tirón visceral que solo se hacía más fuerte cuando atravesaba Sharperton, acercándose cada vez más a Wolverstone. Se sentía ligeramente sorprendido por el hecho de que fuera así, de que a pesar de los años, la disputa, su propio y susceptible temperamento, aún pudiera sentirse… en casa.

Que su hogar aún significara lo mismo de siempre.

Que aún conmoviera su alma.

No lo había esperado, como tampoco había esperado volver así… solo, apresuradamente, a través de las deshabitadas millas, sin la compañía siquiera de su leal mozo, Henry, otro paria de Wolverstone.

El lunes, mientras ordenaba los últimos documentos de Dalziel en su escritorio, había estado planeando su regreso a Wolverstone. Se había imaginado viajando desde Londres por agradables paisajes, y llegando al castillo fresco y descansado… En un estado adecuado para caminar hasta la presencia de su padre… y ver qué ocurría a continuación.

Se había imaginado que una disculpa de su padre podría, quizá, tener lugar en ese momento; había tenido curiosidad por descubrir qué pasaría, aunque esto no le quitaba el sueño.

Pero ahora nunca lo sabría.

Su padre había muerto el domingo.

Había dejado el altercado entre ellos (despiadado y profundo, ya que ambos pertenecían a la familia Varisey) sin curar. Sin resolver. Inaccesible al descanso.

No sabía si maldecir a su padre o al destino por dejarle cauterizar la herida.

Sin embargo, el pasado ya no era el asunto más urgente que tenía. Coger las riendas de un extenso y amplio ducado tras una ausencia de dieciséis años iba a demandar toda su atención y todas sus habilidades, con la exclusión de cualquier otra cosa. Tendría éxito (no había ninguna duda u opción en ese aspecto), pero cuánto tiempo tardaría, cuánto le costaría, y cómo demonios iba a hacerlo… no lo sabía.

Esto no tendría que haber sido así.

Su padre había estado lo suficientemente saludable y sano para un hombre de sesenta años. No había estado enfermo; Royce confiaba en que, si lo hubiera estado, alguien hubiera roto la prohibición de su padre y le habría enviado un mensaje. En lugar de eso, su muerte lo había tomado por sorpresa.

En su versión de su regreso, su padre y él habrían hecho las paces, una tregua, algún acuerdo; y entonces hubiera comenzado a refrescar su conocimiento sobre la propiedad, llenando el lapso entre sus veintiún años y sus actuales treinta y siete.

En lugar de eso, su padre se había ido, dejándole las riendas con una carencia de dieciséis años de conocimiento colgando como una piedra de molino alrededor de su cuello.

Aunque tenía total confianza (la confianza de los Varisey) en poder hacer el papel de su padre más que adecuadamente, no estaba deseando asumir el mando urgentemente sobre aquellas tropas desconocidas en un terreno que podría haber cambiado de modos imprevistos durante los últimos dieciséis años.

Su temperamento (como el de todos los Varisey, especialmente los hombres) era formidable, una emoción que portaba el mismo borde afilado que sus sables de antaño. Había aprendido a controlarlo y a mantenerlo dominado bastante mejor que su padre, y lo había convertido en otra arma que podía ser usada para conquistar y dominar; ni siquiera aquellos que lo conocían bien podían detectar la diferencia entre la suave irritación y la furia asesina. No a menos que él deseara que lo hicieran. El control de sus emociones se había convertido hacía mucho en su segunda naturaleza.

Pero, desde que se había enterado del fallecimiento de su padre, su temperamento había estado emergiendo, inquieto, irracional y violentamente hambriento de alguna liberación, porque sabía que la única liberación posible que lo satisfaría le había sido, por cortesía del veleidoso destino, denegada para siempre.

No tener ningún enemigo con quien emprenderla a golpes, o en quien tomar venganza, lo dejaba caminando por la cuerda floja, con sus impulsos e instintos fuertemente amarrados.

Con expresión pétrea, atravesó Harbottle. Una mujer que caminaba por la calle lo miró con curiosidad. Aunque se dirigía claramente a Wolverstone, porque no había otro destino al que un caballero de su clase pudiera llegar a través de esa carretera (ya que tenía numerosos primos y que todos compartían más que un ligero parecido), incluso si la mujer se había enterado de la muerte de su padre, no era probable que se diera cuenta de quién era él.

Desde Sharperton la carretera había seguido la orilla del Coquet; sobre el tronar de los cascos de los caballos había escuchado el borboteo del río sobre su lecho rocoso. Ahora la carretera giraba al norte; un puente de piedra se extendía sobre el río. El carruaje traqueteó al cruzarlo; Royce lanzó un profundo suspiro mientras entraba en las tierras de Wolverstone.

Sintió aquella indefinible conexión apresándolo y tensándose.

Se irguió en su silla, extendiendo los largos músculos de su espalda, aminoró el paso de los caballos y miró a su alrededor.

Bebió de los familiares paisajes, cada uno de ellos engalanado en su memoria. La mayoría era lo que esperaba… Estaban exactamente como los recordaba, pero dieciséis años después.

Un vado yacía más adelante, expandiendo el río Alwin; detuvo a los caballos y dejó que eligieran su camino. Cuando las ruedas se liberaron del agua, sacudió las riendas e hizo que la pareja de corceles subiera la ligera pendiente, donde la carretera se curvaba de nuevo, esta vez hacia el oeste.

El carruaje superó la elevación, y Royce aminoró la velocidad de los caballos hasta ponerlos a paseo.

Los tejados de pizarra de Alwinton estaban justo frente a él. Más cerca, a su izquierda, entre la carretera y el Coquet, se asentaba la iglesia de piedra gris, con su vicaría y sus tres casitas. Apenas se detuvo a mirar la iglesia, y su mirada la dejó atrás, sobre el río, para posarse en el enorme edificio de piedra gris que se elevaba con majestuoso esplendor más allá.

El castillo Wolverstone.

La gigantesca fortaleza normanda mantenía, añadidas en una reconstrucción por las sucesivas generaciones, sus almenas, que seguían siendo el rasgo central y dominante. Estas se elevaban sobre los tejados más bajos de las primeras alas Tudor, ambas característicamente curvadas: una hacia el oeste y después hacia el norte, y la otra hacia el este y después hacia el sur. La torre daba al norte, y miraba directamente a un estrecho valle a través del que Clennell Street, uno de los cruces fronterizos, descendía de las colinas. Ni asaltantes ni comerciantes podían cruzar la frontera por aquella ruta sin pasar bajo los siempre vigilantes ojos de Wolverstone.

Desde aquella distancia, poco podía discernir más allá de los principales edificios. El castillo se elevaba en una tierra ligeramente en pendiente sobre el desfiladero que el Coquet había excavado al oeste de la villa de Alwinton. Las tierras del castillo se extendían al este, al sur y al oeste, y la propiedad continuaba para elevarse, convirtiéndose al final en las colinas que protegían al castillo en el sur y el oeste. Los propios Cheviots protegían al castillo por el norte; solo desde el este, la dirección por la que se aproximaba la carretera, el castillo era vulnerable incluso a los elementos.

Esta había sido siempre su primera visión de su hogar. A pesar de todo, sintió la esclusa de conexión, sintió la marea creciente de afinidad.

Tiró de las riendas, e hizo que los caballos se detuvieran; después las agitó, y puso a los animales al trote para poder observar todo aquello incluso mejor.

Los campos, las cercas, los cultivos y las casitas aparecieron en un razonable orden. Atravesó la villa (no mucho más que una aldea) a buen paso. Los aldeanos lo reconocieron; algunos incluso lo saludaron, pero aún no estaba preparado para intercambiar bienvenidas, ni para aceptar condolencias por la muerte de su padre… aún no.

Otro puente de piedra salvaba el profundo y estrecho desfiladero a través del cual el río borboteaba y rodaba. Aquel cañón era la razón por la cual ningún ejército había intentado jamás tomar Wolverstone; el único modo de aproximarse era a través del puente de piedra, que era fácilmente defendible. Debido a las montañas en el resto de flancos, era imposible colocar catapultas o cualquier otro tipo de maquinaria de asedio en ningún sitio que no estuviera bajo el rango de un arquero decente desde las almenas.

Royce cruzó el puente, con el traqueteo de los cascos de los caballos ahogado bajo el tumultuoso rugido del fluir de las aguas, turbulento y salvaje, debajo. Justo como su temperamento. Cuanto más se acercaba al castillo, a lo que lo esperaba allí, más poderosas se hacían sus emociones. Más incómodas y distractoras.

Más ansiosas, vengativas y exigentes.

Las enormes puertas de hierro estaban frente a él, tan amplias como siempre habían sido; la representación de una cabeza de lobo gruñía en el centro de cada una de las estatuas de bronce sobre las columnas de las que pendían las puertas.

Con un movimiento de las riendas, envió los caballos al galope. Como si sintieran el final de su viaje, se inclinaron contra el arnés; pasaron rápidamente junto a los árboles, los majestuosos robles antiguos que bordeaban las tierras que dejaban a cada lado. Royce apenas se fijó, porque su atención (y todos sus sentidos) estaban fijos en el edificio que se alzaba frente a él.

Era tan majestuoso y estaba tan anclado al suelo como los robles. Se había mantenido así durante tantos siglos que se había convertido en parte del paisaje.

Aminoró el paso de los caballos mientras se aproximaban al patio delantero, bebiendo de la piedra gris, de los pesados dinteles, las profundas ventanas, con diamantinos cristales plomados colocados en los gruesos muros. La puerta delantera descansaba en el interior de un elevado arco de piedra; originalmente había sido una reja levadiza, no una puerta. El vestíbulo delantero, con su techo abovedado, había sido en origen un túnel que conducía hasta el muro interior del castillo; el muro exterior había sido desmantelado hacía mucho tiempo, aunque la torre se mantenía en el interior de la casa.

Dejó que los caballos caminaran en paralelo a la fachada, y Royce se permitió a sí mismo un momento en el que dejó que la emoción lo embargara durante solo un instante. Aun así, la indescriptible alegría de estar en casa de nuevo estaba profundamente ensombrecida, capturada y enredada en una telaraña de oscuros sentimientos; estar tan cerca de su padre (del lugar donde su padre debía haber estado, aunque ya no fuera así) solo servía para estimular el ya afilado borde de su inquieta furia, incapaz de perdonar.

Era una rabia irracional… una rabia que no tenía objeto. Pero aun así, la sentía.

Tomó aliento, llenando sus pulmones con el frío y revitalizante aire, apretó la mandíbula y envió a los caballos trotando alrededor de la casa.

Mientras rodeaba el ala norte y los establos aparecían ante su vista, se recordó a sí mismo que no iba a encontrar un oponente adecuado en el castillo con quien pudiera perder los estribos, con quien pudiera liberar su profunda y perdurable rabia.

Se resignó a otra noche de insomnio cuajada de pensamientos.

Su padre había fallecido.

Esto no tendría que haber sido así.

Diez minutos después entró en la casa a través de una puerta lateral, la que siempre había utilizado. Los pocos minutos que había pasado en los establos no lo habían ayudado a tranquilizar su temperamento; el mozo de cuadras, Milbourne, lo había saludado desde lejos, le había ofrecido sus condolencias y le había dado la bienvenida.

Había acogido aquellas palabras bienintencionadas con un asentimiento seco, había dejado los caballos de posta al cuidado de Milbourne, y entonces recordó algo y se detuvo para decirle que Henry (el sobrino de Milbourne) llegaría pronto con los caballos de Royce. Quería preguntarle quién más del personal de antaño estaba aún allí, pero no lo hizo; Milbourne se había mostrado demasiado comprensivo, y esto le había hecho sentirse… expuesto.

No era una sensación que le gustara.

Con la capa arremolinándose alrededor de sus pantorrillas embotadas, se dirigió a las escaleras occidentales. Se quitó los guantes de montar, los guardó en uno de sus bolsillos, y entonces subió los poco profundos peldaños de tres en tres.

Había pasado las últimas cuarenta y ocho horas solo, acababa de llegar y… ahora necesitaba estar solo de nuevo, para absorber y someter de algún modo los inesperadamente intensos sentimientos que su vuelta le había provocado. Necesitaba tranquilizar su agitado temperamento y sujetarlo con mayor firmeza.

La galería de la primera planta se extendía frente a él. Subió los últimos peldaños apresuradamente, entró en la galería, giró a la izquierda hacia la torre oeste… y tropezó con una mujer.

Escuchó su grito ahogado.

La sintió tambalearse y la sujetó… cerró sus manos sobre sus hombros y la estabilizó. La sostuvo entre los suyos.

Incluso antes de mirar su rostro, supo que no quería soltarla.

Su mirada se cerró sobre sus ojos, grandes y resplandecientes, de un majestuoso castaño con motas doradas, y enmarcados por unas lujuriosas pestañas oscuras. Su largo cabello era lustrosa seda del color dorado del trigo, ovillado y sujeto en la parte superior de su cabeza. Su piel era de una cremosa perfección, su nariz noble y recta, su rostro con forma de corazón, su barbilla redondeada. Tras detallar estos rasgos con una mirada, sus ojos se concentraron en sus labios. Eran rosados como el pétalo de una rosa, y estaban separados por la sorpresa. Su labio inferior era tan exuberantemente tentador que la urgencia de aplastarlo bajo los suyos fue casi abrumadora.

Ella lo había cogido por sorpresa; él no había tenido ni el más ligero indicio de que ella estuviera allí, deslizándose hacia delante, con la gruesa alfombra atenuando sus pasos. Él, evidentemente, también la había sorprendido; sus ojos abiertos de par en par y sus labios separados le decían que ella tampoco lo había escuchado subir las escaleras… Royce seguramente se había movido silenciosamente, como habitualmente hacía.

La mujer retrocedió; apenas un centímetro separaba el duro cuerpo del duque del de ella, mucho más suave. El sabía que era suave, había sentido su madura figura contra la suya, abrasando sus sentidos en aquel instante de fugaz contacto.

A un nivel racional se preguntó cómo era posible que una dama de su clase estuviera merodeando por aquellos pasillos, mientras en un plano más primitivo combatía la urgencia de cogerla en brazos, llevarla hasta su habitación y aliviar el repentino y abrumadoramente intenso dolor entre sus piernas… Y distraer su temperamento del único modo posible, uno que ni siquiera se había imaginado que estuviera disponible.

Aquel lado más primitivo suyo veía correcto que aquella mujer (quienquiera que fuera) estuviera caminando justo por allí, y justo en ese momento, y que fuera justo la mujer adecuada para prestarle aquel singular servicio.

La furia, incluso la rabia, se había convertido en lujuria; estaba familiarizado con esa transformación, aunque nunca le había golpeado con tanta velocidad o fuerza. Y nunca antes el resultado había amenazado su control.

La apasionada lujuria que sentía por ella en ese momento era tan intensa que incluso le sorprendió.

Se contuvo lo suficiente para retener la urgencia, apretar la mandíbula, y apartarla de sí a la fuerza.

Tuvo que obligar a sus manos a que la liberaran.

– Mis disculpas -Su voz era casi un gruñido. Con un asentimiento seco, sin mirarla a los ojos de nuevo, continuó adelante, poniendo rápidamente distancia entre ambos.

A su espalda escuchó el siseo de una inhalación, escuchó el susurro de su vestido mientras se balanceaba, mirándolo fijamente.

– ¡Royce! Dalziel… como quiera que te llames ahora… ¡detente!

El continuó alejándose.

– Maldita sea no voy a… ¡me niego a correr detrás de ti!

El se detuvo. Levantó la cabeza y consideró la lista de aquellos que osarían dirigirse a él con tales palabras, y con ese tono.

La lista no era larga.

Lentamente, se giró y miró a la dama, que evidentemente no sabía en qué peligro estaba. ¿Correr detrás de él? Debería estar huyendo en la dirección contraria. Pero…

Los recuerdos de antaño finalmente conectaron con la situación actual. Aquellos suntuosos ojos castaños fueron la clave. Frunció el ceño.

– ¿Minerva?

Aquellos fabulosos ojos ya no estaban abiertos por la sorpresa, sino entornados por la irritación; sus lujuriosos labios se habían apretado hasta formar una severa línea.

– Efectivamente -Ella dudó, y después, entrelazando las manos en su regazo, alzó la barbilla. -Deduzco que no lo sabías, pero yo soy ahora el ama de llaves de este lugar.

Al contrario de lo que esperaba Minerva, esta información no suavizó el pétreo rostro que la miraba. No alivió la rígida línea de sus labios, ni hubo un destello de reconocimiento en sus ojos oscuros… nada sugería que se hubiera dado cuenta de que ella era alguien que necesitaba que le ayudara: Minerva Miranda Chesterton, la hija huérfana de la amiga de la infancia de su madre. Posteriormente había sido la amanuense, dama de compañía y confidente de su madre, y más recientemente lo mismo para su padre, aunque aquello era algo que él seguramente no sabía.

De ellos dos, ella sabía precisamente quién era, qué era y qué tenía que hacer. El, por lo contrario, seguramente no estaba seguro de lo primero, incluso menos de lo segundo, y casi con seguridad no tenía ni idea de lo tercero.

Sin embargo, Minerva había estado preparada para eso. Para lo que no había estado preparada, lo que no había previsto, era el enorme problema al que ahora se enfrentaba. Un problema de más de metro ochenta, mayor e infinitamente más poderoso en vida que la imagen que había creado de él en su imaginación.

Su elegante capa colgaba de unos hombros que eran más amplios y musculosos de lo que ella recordaba, pero era cierto que lo había visto por última vez cuando tenía veintidós años. Era una pizca más alto, también, y había una dureza en él que no había visto antes y que envolvía los austeros planos de su rostro, sus cincelados rasgos, y su cuerpo duro como la roca, que casi la había hecho volar.

Que la había hecho volar, y no sólo físicamente.

Su rostro era tal como lo recordaba, excepto por una cosa: había desaparecido cualquier señal de su disfraz civilizado. Tenía una amplia frente sobre la que destacaban unas cejas negras que se inclinaban ligera y diabólicamente hacia arriba, en los extremos exteriores; una afilada nariz, unos delgados labios que garantizaban la peligrosa fascinación de cualquier mujer, y unos ojos bien colocados de un castaño oscuro, tan oscuro que generalmente eran indescifrables. Las largas pestañas negras que bordeaban esos ojos siempre la habían hecho sentirse envidiosa.

Su cabello era aún espeso, con los rizos elegantemente cortados para que cayeran en olas sobre su bien formada cabeza. Sus ropas también eran elegantes y a la moda, sobrias y caras. Incluso a pesar de que había estado viajando, sin hacer otra cosa más que galopar durante dos días, su pañuelo era una delicada obra de arte y, bajo el polvo, sus botas brillaban.

Sin embargo, esta elegancia no opacaba su innata masculinidad, ni oscurecía el aura peligrosa que cualquier mujer con ojos en la cara podría detectar. Los años lo habían perfeccionado y pulido, revelando, más que ocultando, el poderoso macho depredador que era.

En cualquier caso, esa realidad parecía realzada.

Royce continuaba a veinte pies de distancia, frunciendo el ceño mientras la examinaba, sin moverse para acercarse, y dando a sus derretidos y embobados sentidos incluso más tiempo para babear por él.

Pensaba que había superado su encaprichamiento por Royce. Dieciséis años de separación deberían haberlo hecho morir.

Aparentemente no era así.

Su misión, como ella la veía, se había vuelto inconmensurablemente más complicada. Si él descubría su ridícula susceptibilidad (quizá disculpable en una chica de trece años, pero espantosamente vergonzosa en una dama madura de veintinueve) usaría este conocimiento, sin piedad, para evitar que ella lo presionara para hacer cualquier cosa que él no deseara hacer. En aquel momento, el único aspecto positivo de la situación era que había sido capaz de disfrazar su reacción ante él, simulando una comprensible sorpresa.

A partir de entonces necesitaría continuar escondiéndole esa reacción.

No iba a resultarle sencillo.

Los Varisey eran una estirpe difícil, pero Minerva había estado rodeada de ellos desde los seis años, y había aprendido a sobrellevarlos bien. A todos, excepto a este Varisey… Oh, aquello no era bueno. Desgraciadamente, no solo una, sino dos promesas efectuadas en el lecho de muerte la unían a su camino.

Se aclaró la garganta, e intentó con todas sus fuerzas aclarar su mente de la desconcertante distracción de sus aún excitados sentidos.

– No te esperaba tan pronto, pero me alegra que hayas tenido un buen viaje -Con la cabeza alta y los ojos clavados en su rostro, Minerva caminó hacia delante. -Hay que tomar una gran cantidad de decisiones…

El duque se giró, dándole la espalda, y después, con inquietud, volvió a girarse hacia ella.

– Supongo, pero en este momento necesito quitarme el polvo -Sus ojos (oscuros, inconmensurables, su mirada imposiblemente afilada) estudiaron su rostro. -¿Debo entender que tú eres quien está a cargo?

– Sí. Y…

Royce se giró de nuevo, y sus largas piernas comenzaron a atravesar rápidamente la galería.

– Te buscaré dentro de una hora.

– Muy bien. Pero tu habitación no está en esa dirección.

Royce se detuvo. Una vez más se mantuvo sin mirarla durante el lapso de tres latidos y después, lentamente, se giró.

De nuevo, Minerva sintió el oscuro peso de su mirada, esta vez penetrándola con mayor seguridad. Esta vez, en lugar de conversar a través del enorme foso que los separaba, una distancia que ella hubiera preferido ahora mantener, Royce, indignado, caminó lentamente hacia ella.

Continuó caminando hasta que no quedaron más que unos centímetros entre ellos, que lo dejaron alzándose sobre ella. La intimidación física era una segunda naturaleza para los Varisey masculinos; la aprendían en la misma cuna. Ella hubiera querido decirle que aquella táctica no tenía efecto, y en verdad no tenía el efecto que él pretendía. El efecto era otro totalmente distinto, y más intenso y poderoso del que ella se hubiera imaginado nunca. Su interior tembló, se estremeció; Minerva contuvo su mirada y, tranquilamente, esperó.

Primer asalto.

Royce bajó la cabeza ligeramente para poder mirar directamente su rostro.

– La torre no ha rotado en todos los siglos desde que fue construida -Su voz había bajado el tono también, pero su dicción no había perdido nada de su filo letal, que se había hecho más afilado. -Lo que significa que la torre oeste está al otro lado de la galería.

Los ojos de Minerva se encontraron con la oscura mirada de Royce, cosa que sabía que era mejor que asentir. Con los Varisey uno nunca debe conceder la más ligera ventaja; eran del tipo que, si uno se rinde un centímetro, toman el condado entero.

– La torre oeste está en esa dirección, pero tu habitación ya no está allí.

La tensión lo recorrió; el músculo de su mandíbula se tensó. Su voz, cuando habló, se había convertido en un gruñido de advertencia.

– ¿Dónde están mis cosas?

– En los aposentos ducales -En la parte central de la torre, al sur; no se molestó en contarle lo que él ya sabía.

Minerva retrocedió, justo lo suficiente para hacerle una señal para que se uniera a ella mientras, con tremenda osadía, le daba la espalda y comenzaba a caminar hacia la torre.

– Ahora eres el duque, y ésas son tus habitaciones. El servicio ha trabajado muy duro para tenerlo todo preparado allí, y la habitación de la torre oeste ha sido convertida en una habitación de invitados. Y antes de que lo preguntes -Escuchó que la seguía a regañadientes, con sus largas piernas acortando la distancia que los separaba en un par de zancadas, -todo lo que estaba en la habitación de la torre oeste está ahora en las habitaciones del duque… incluyendo, debo añadir, todas tus esferas armilares. He tenido que trasladarlas yo misma de una en una. Las criadas, e incluso el lacayo, se negaron a tocarlas por miedo a que se desarmaran entre sus manos.

Royce había amasado una exquisita colección de esferas astrológicas; Minerva esperaba que mencionarlas le animara a aceptar la necesaria reubicación.

Después de un momento durante el que caminó en silencio detrás de ella, dijo:

– ¿Y mis hermanas?

– Tu padre falleció el domingo, poco antes del mediodía. Te envié un mensajero inmediatamente, pero no estaba segura de lo que deseabas, así que esperé veinticuatro horas antes de informar a tus hermanas -Lo miró. -Tú eras quien estaba más lejos, pero te necesitábamos aquí el primero. Espero que ellas lleguen mañana.

Royce la miró a los ojos.

– Gracias. Aprecio la oportunidad de acomodarme antes de tener que tratar con ellas.

Lo que, por supuesto, era la razón por lo que lo había hecho ella.

– Envié una carta con el mensajero a Collier, Collier & Whitticombe, pidiéndoles que me ayudaran aquí, con la voluntad, lo antes posible.

– Lo cual significa que también llegarán mañana. A última hora de la tarde, seguramente.

– En efecto.

Doblaron una esquina hasta un pequeño vestíbulo justo cuando el lacayo cerraba la enorme puerta de roble en su extremo. El lacayo los vio, hizo una reverencia y se retiró.

– Jeffers subirá tu equipaje. Si necesitas algo más…

– Llamaré. ¿Quién es el mayordomo ahora?

Ella siempre se había preguntado si tenía alguien en la casa que le suministrara información; obviamente, no era así.

– El joven Retford… el sobrino del viejo Retford. Antes era el ayuda de cámara.

Royce asintió.

– Lo recuerdo.

La puerta de las habitaciones del duque estaba cerca. Minerva se detuvo junto a ella.

– Me uniré contigo en el estudio en una hora.

Royce la miró.

– ¿El estudio está en el mismo lugar?

– No se ha movido.

– Algo es algo, supongo.

Minerva inclinó la cabeza, y estaba a punto de marcharse cuando se dio cuenta de que, aunque la mano del duque estaba cerrada sobre el pomo, no lo había girado.

Estaba mirando la puerta.

– Por si te sirve de algo, hace más de una década desde la última vez que tu padre usó esa habitación.

Royce frunció el ceño.

– ¿Qué habitación usaba?

– Se mudó a la habitación de la torre oeste. Esta no se ha tocado desde que murió.

– ¿Cuándo se mudó allí? -Miró la puerta frente a él. -Desde aquí.

No era el papel de Minerva esconder la verdad.

– Hace dieciséis años -Por si no hacía la conexión, añadió: -Cuando volvió de Londres después de desterrarte.

El duque frunció el ceño, como si la información no tuviese sentido.

Eso hizo que Minerva se sorprendiera, pero contuvo su lengua y no dijo nada. Esperó, pero él no preguntó nada más.

Bruscamente, Royce asintió, despidiéndola, giró el pomo, y abrió la puerta.

– Te veré en el estudio dentro de una hora.

Con una serena inclinación de cabeza, Minerva se giró y se alejó caminando.

Y sintió su oscura mirada sobre su espalda, la sintió deslizarse desde sus hombros hasta sus caderas, y al final hasta sus piernas. Se las arregló para contener un escalofrío hasta que estuvo fuera de su precisa vista.

Entonces apresuró el paso, y caminó rápidamente, con determinación, hacia sus propios aposentos… la habitación matinal de la duquesa. Tenía una hora para encontrar una armadura lo suficientemente gruesa para protegerse del inesperado impacto del décimo duque de Wolverstone.

Royce se detuvo en el interior de los aposentos del duque, cerró la puerta y miró a su alrededor.

Habían pasado décadas desde la última vez que vio aquella habitación, pero esta apenas había cambiado. La tapicería era nueva, pero los muebles eran los mismos, todos de pulido roble macizo, que brillaba con una majestuosa pátina dorada, con los bordes redondeados por la edad. Rodeó la sala de estar, pasando sus dedos sobre los pulidos bordes de los aparadores y los curvados respaldos de las sillas, y después entró en el dormitorio. Era amplio y espacioso, con una gloriosa vista al sur sobre los jardines y el lago hasta las distantes colinas.

Estaba de pie ante la amplia ventana, deleitándose con aquella vista, cuando una llamada a la puerta le hizo girarse. Elevó su voz.

– Adelante.

El lacayo que había visto antes apareció en el umbral de la sala de estar portando una enorme vasija de porcelana china.

– Agua caliente, su Excelencia.

El duque asintió, y después observó al hombre mientras cruzaba la habitación y desaparecía a través de la puerta que conducía al vestidor y al baño.

Cuando el lacayo reapareció había vuelto a mirar por la ventana.

– Disculpe, su Excelencia, ¿quiere que desempaque sus cosas?

– No -Royce miró al hombre. Era vulgar en todo… altura, constitución, edad, color de piel. -No son demasiadas cosas… Jeffers, ¿es así?

– Efectivamente, su Excelencia. Yo era el lacayo del difunto duque.

Royce no estaba seguro de necesitar un lacayo personal, pero asintió.

– Mi hombre, Trevor, llegará pronto… seguramente mañana. Es londinense, pero ha estado conmigo durante mucho tiempo. Aunque ha estado aquí antes, necesitará ayuda para recordarlo todo.

– Será un honor ayudarlo y asistirlo en lo que pueda, su Excelencia.

– Bien -Royce se giró de nuevo hacia la ventana. -Puedes retirarte.

Cuando escuchó que la puerta se había cerrado, se apartó de la ventana y se dirigió al vestidor. Se desnudó y después se dio un baño; mientras se secaba con la toalla de lino que había dejado preparada junto a la palangana, intentó pensar. Debería estar haciendo una lista mental con todas las cosas que tenía que hacer, haciendo malabarismos con el orden en el que hacerlas… pero lo único que parecía capaz de hacer era sentir.

Su cerebro parecía obsesionado con lo intranscendente, con asuntos que no eran de importancia inmediata. Como el de por qué su padre se había mudado de los aposentos ducales inmediatamente después de su confrontación.

Aquel acto olía a abdicación, aunque… no podía entender cómo tal proposición podía entrelazarse con la realidad; no encajaba con la imagen mental que tenía de su padre.

Su equipaje contenía una muda completa de ropa limpia: camisa, pañuelo, chaleco, chaqueta, pantalón, medias y zapatos. Se vistió, e inmediatamente se sintió más capaz de ocuparse de los desafíos que le esperaban tras la puerta.

Antes de volver desde el dormitorio hasta la sala de estar miró a su alrededor, evaluando las instalaciones.

Minerva (su ama de llaves) había hecho bien. Aquellas habitaciones no solo eran apropiadas debido a que ahora era el duque, sino que la atmósfera general era buena… y tenía la sospecha de que su vieja habitación ya no encajaba con él. Ciertamente, apreciaba el espacio más amplio, y las vistas.

Caminó hasta el dormitorio y su mirada recayó sobre la cama. Estaba seguro de que la apreciaría, también. La masiva cama de roble con dosel, con un decadente colchón grueso, sábanas de seda y gruesas almohadas, dominaba la enorme habitación. Estaba frente a la ventana; la vista siempre sería apacible, e interesante.

En ese momento, sin embargo, tranquilidad no era lo que necesitaba; cuando su mirada volvió a la colcha escarlata con bordados dorados, y se detuvo en las sábanas de seda escarlata, su mente le proporcionó una visión de su ama de llaves, reclinada allí.

Desnuda.

Consideró la visión, deleitándose en ella deliberadamente; su imaginación estaba más que dispuesta para aquella tarea.

La pequeña Minerva ya no era tan pequeña…

Como había sido la protegida de su madre, y por tanto había estado bajo la protección de su padre, también, esto normalmente la colocaría fuera de su alcance, de no ser porque tanto su padre como su madre estaban ahora muertos, y ella estaba aún allí, en su casa, una soltera establecida de su clase, y tenía… ¿cuántos? ¿Veintinueve años?

Entre los de su clase, bajo la evaluación de cualquiera, ella sería ahora pan comido, a no ser que… aunque Royce había desarrollado una inmediata e intensa lujuria por ella, ella no había mostrado ningún indicio de corresponder su interés; había parecido fría, tranquila, como si su presencia no le hubiera afectado.

Si hubiera reaccionado ante él como él lo había hecho ante ella, Minerva estaría allí ahora… más o menos como Royce la estaba imaginando, risueña y adormilada, con una sonrisa de satisfacción curvando sus exuberantes labios mientras yacía extendida, sin ropa, y completamente embelesada, en su cama.

Y él se estaría sintiendo mucho mejor de lo que se sentía ahora. La indulgencia sexual era la única distracción capaz de alejar la violencia de su temperamento, lo único capaz de adormecerla, de agotarla, de drenarla.

Dado que su temperamento estaba tan inquietamente excitado, y que buscaba desesperadamente una salida, no le sorprendía haberse fijado inmediatamente en la primera mujer atractiva que se había cruzado en su camino, convirtiéndose en un segundo en una lujuriosa pasión. Lo que le sorprendía era la intensidad, la increíble claridad con la que todos sus sentidos y todas las fibras de su ser, se habían concentrado en ella.

Posesiva y absolutamente.

Su arrogancia conocía pocas ataduras, aunque de todas las mujeres que alguna vez le habían llamado la atención… él había tenido la de ellas antes. Desear a Minerva y que ella no lo deseara a él, lo había desconcertado.

Desgraciadamente, el desinterés de la mujer y su consecuente estado de perturbación no había apagado su deseo por ella ni lo más mínimo.

Solo tenía que sonreír y aguantarse… continuar controlando su temperamento, negándole la liberación que buscaba, mientras ponía tanta distancia entre ellos como fuera posible. Ella era su ama de llaves, pero una vez que hubiera descubierto quién era su administrador, su agente y el resto de hombres que eran responsables de velar por sus intereses, podría reducir su contacto con ella.

Miró el reloj sobre la repisa de la chimenea. Habían pasado cuarenta minutos. Era el momento de acudir al estudio y acomodarse en él antes de que ella llegara para hablarle.

Necesitaría un par de minutos para acostumbrarse a la butaca tras el escritorio de su padre.

Caminando desde la sala de estar, levantó la mirada… y vio sus esferas armilares alineadas a lo largo de la repisa de la chimenea opuesta, con un espejo detrás que creaba el lugar de exposición perfecto. Examinó la colección, acariciando despreocupando con sus dedos a sus olvidados amigos de antaño, y se detuvo ante uno, con los dedos detenidos en una curva dorada mientras los recuerdos de su padre regalándoselo en su dieciocho cumpleaños se deslizaban a través de su mente.

Después de un momento, se liberó del recuerdo y siguió adelante, estudiando cada esfera con sus entrelazadas curvas de metal pulido.

Las criadas, e incluso los lacayos, se negaron a tocarlas por temor a que se desarmaran en sus manos.

Se detuvo y miró con mayor minuciosidad, pero no estaba equivocado. No solo había quitado el polvo a cada esfera; todas habían sido cuidadosamente pulidas.

Miró de nuevo la hilera de esferas, y después se giró y caminó hasta la puerta.