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Luca estuvo fuera casi una semana, en la cual la llamó diez veces. Rebecca vivía para esas llamadas. Cada vez le costaba más fingir que no era así, hasta que dejó de fingir. No sabía cómo llamar a aquel sentimiento, pero no le parecía que fuera amor. El lazo que los unía había sobrevivido misteriosamente a través de los años y la distancia, y ahora no podía pensar en otra cosa que no fuera él. Toda su vida parecía concentrarse en él, en su próxima llamada o en el probable día de su regreso. Aun así, se resistía a llamarlo amor.
Dos días antes de que llegara, Rebecca estaba en una recepción del hotel, que duró tan solo dos horas pero que a ella se le hizo interminable, quizá porque ya no se tomaba en serio aquellas ocasiones. Se preguntaba si volvería a hacerlo.
Mientras sonreía de forma mecánica a alguien que había requerido su atención y que parecía que no la iba a dejar, miró a su alrededor y se sorprendió al ver a Danvers, pues no sabía que hubiera regresado y él normalmente era muy puntilloso. Entonces se dio cuenta de lo poco que había pensado en él mientras había estado fuera. Ninguno de los dos se había puesto en contacto con el otro. Pero sabía que debía hablar con él. Al fin logró terminar la conversación y cruzó la sala hasta llegar a Danvers, que, enfrascado en una conversación con una joven, se alarmó al verla, y Rebecca casi diría que se acercó a ella sin ganas.
– Rebecca -saludó con una sonrisa forzada-. Qué agradable verte.
– Buenas tardes, Danvers -correspondió ella, y sonrió a la joven.
– Ann, esta es la señora Hanley, la Relaciones Públicas del Allingham. Ann es mi secretaria en el banco -las presentó, y miró alrededor-. ¿Está Montese contigo?
– No, ¿por qué iba a estarlo?
– Sólo me preguntaba. Ann, ¿te importa…? -se disculpó, y la mujer se marchó.
– ¿Has tenido un bien viaje? -preguntó Rebecca.
– Sí, ha ido muy bien.
– ¿Hace mucho que has vuelto?
– Tres días -respondió él, y Rebecca se quedó atónita y desconcertada.
– Normalmente no tardas tanto en llamarme.
– Por favor, Rebecca, no disimules. Sabes perfectamente por qué no he contactado contigo. No me digas ahora que te importa.
– Danvers, yo…
– Habría estado mucho mejor que me lo dijeras tú misma, en lugar de mandar a tus matones.
– No sé de qué me hablas.
– Te hablo de Luca reivindicando su propiedad como si fuera el caudillo de una tribu.
– ¿Su propiedad de qué?
– De ti, ¿de qué va a ser? Me dejó bien claro que podría ocurrirme algo malo si no me retiraba.
– ¿Qué? Danvers, no me lo creo, no puede ser verdad. Debes haber entendido mal.
– Créeme, cuando Montese quiere poner algo en claro no hay lugar a los malos entendimientos. Tú le perteneces y yo desaparezco, ese fue el mensaje.
– Puedo asegurarte que no le pertenezco.
– Pues díselo a él, porque él cree que sí.
– Danvers, ¿me estás diciendo de verdad que te amenazó con violencia física?
– No fue tan explícito, no hacía falta. Es un hombre que lo sabe todo.
– ¿Sobre qué?
– Sobre todo y sobre todo el mundo. Lo sabía todo sobre mí, cosas que creí haber enterrado.
– ¿Cosas que no le gustarían al banco?
– No fue más que una tontería hace muchos años; nadie perdió nada. Entonces las reglas eran más relajadas; pero si salieran a la luz ahora… Bueno, prefiero no arriesgarme.
– Supongo que no se te ocurrió defender tu derecho sobre mí.
– Sé realista, cariño, tengo una carrera por hacer y él nunca me quitaría las garras de encima. Tenía un dossier completo. Probablemente tenga también uno sobre ti.
– No digas tonterías -dijo ella, aunque no estaba tan segura de que lo fueran.
– Rebecca, no seas ingenua. No tienes ni la más ligera idea de cómo es de verdad este hombre. Es insensible, peligroso, despiadado. Y sea lo que sea lo que haya entre vosotros, va a ser igual de despiadado contigo. Ann, querida, aquí.
– Sí, ya he hablado contigo más de lo que es seguro, ¿no? -dijo Rebecca con desprecio, y se marchó sin mirar atrás.
Los dos días que aún tuvo que esperar hasta el regreso de Luca le parecieron los más largos de su vida.
A veces se decía a sí misma que lo que pensaba no podía ser cierto. El tiempo que habían pasado juntos le había parecido glorioso, una luz en la vida gris que llevaba, pero sabía que se debía únicamente a la compatibilidad sexual. Se dio cuenta de que había estado perdida en un delirio de gozo físico y no había considerado la personalidad del hombre, o quizá había decidido mirar hacia otro lado, consciente en su interior de que encontraría demasiadas cosas que no le gustarían.
Lo había escuchado dándole instrucciones por teléfono a Sonia, hablando de sus asociados con total indiferencia como rivales, pero se había quitado la idea de la cabeza, haciéndose creer que en un mundo de tiburones tenía que actuar con las mismas armas para sobrevivir. Se había negado a ver la clase de hombre en que se había convertido, aunque había tenido la idea en la cabeza todo el tiempo.
Ahora que sabía que lo que Danvers le había contado era cierto sólo quería oírlo de los labios del propio Luca. Indicó en recepción que la avisaran en cuanto llegara, lo cual ocurrió por la tarde. Dos minutos después estaba llamando a su puerta. Él abrió sonriente.
– Justo te estaba llamando -dijo, y la metió en la habitación comiéndosela a besos.
– Luca… -empezó, pero como siempre la pura explosión sexual del beso le cambió el mundo, haciéndole olvidar todo lo demás. Él ya le estaba quitando la ropa; tenía la habilidad de encenderla con un solo gesto, un beso, un dedo en su rostro. Después, una reacción en cadena que, como la lava, no se podía detener hasta llegar al fin. Cuando ya estuvo desnuda vio una mirada en los ojos de Luca que acabó de derretirla; era como si fuera la primera vez que la veía así. Vagamente reconoció que era algo que él tenía, que nunca se mostraba indiferente, que ella le gustaba de la misma manera que hacía tanto tiempo. Después de casi una semana su pasión era casi incontenible, igual que la de ella.
Cuanto sabía de él no disminuía su deseo, y aquello era lo que más la asustaba. Le devolvió el placer que él le proporcionaba, consciente de que su cuerpo respondía sin el consentimiento del cerebro.
Cuando hubieron terminado, Luca se apoyó en un brazo y la miró con verdadero deleite. A Rebecca siempre le había gustado aquella expresión en sus ojos, pero en aquel momento regresaron los pensamientos y miedos que había dejado a un lado, y con ellos la conciencia de que se había impuesto a su resistencia sin siquiera intentarlo. Tenía demasiado poder sobre ella, y si no se resistía en aquel momento sería demasiado tarde.
– Quiero hablar contigo.
– ¿No puede esperar?
– Ya ha esperado demasiado. Quería hablar nada más llegar, pero, bueno…
– Pero nos deseamos demasiado para hablar. ¿Importa algo más?
– Sí, yo creo que sí. Ha ocurrido algo sobre lo que tenemos que hablar.
– De acuerdo, dímelo.
– Hace un par de días fui a una recepción del hotel y vi a Danvers. Quiso evitarme -le explicó, mirándolo a los ojos, en los que vio una expresión de recelo-. ¿Es verdad lo que me dijo, que lo advertiste de que se fuera?
– De acuerdo, de acuerdo. Sí lo hice.
Ella se levantó y se empezó a vestir a toda prisa. Aunque esperaba la respuesta, no estaba preparada. Él también se vistió mientras la miraba con expresión sombría.
– ¿Te has atrevido a dictar a quién puedo o no puedo ver? -le preguntó ella cuando terminó de ponerse toda la ropa.
– Necesitaba tener el campo libre para acercarme a ti, así que me deshice de la competencia. No te pongas tan trágica; los hombres hacen eso todos los días.
– ¿Cuántos hombres son como tú, Luca? Danvers me contó que lo amenazaste con algo de su pasado, que habías recopilado un dossier. Eso te ha debido de llevar tiempo. Ya sabías de su existencia antes de venir, ¿verdad? Y no sólo sobre él. Me diste la pista la primera noche, pero no quise hacerle caso.
– ¿Qué pista?
– Enseguida me llamaste señora Hanley. Por supuesto podías haberte imaginado que era mi nombre de casada o alguien te lo dijo, pero la verdad es que ya lo sabías, ¿o no? -preguntó, pero él no respondió-. Dime, Luca, ¿aquel encuentro de verdad fue una sorpresa para ti?
– No.
– Sabías quién era. Sabías que había estado casada, y mi apellido de casada. Lo sabías todo antes de que llegara a la casa.
– Sí.
– En otras palabras, también tenías un dossier sobre mí.
– ¿Importa? -preguntó él encogiéndose de hombros.
– ¿Qué si importa? Claro que importa. Todo este tiempo había pensado que nos habíamos encontrado por casualidad, y tú dejaste que lo creyera. Pero lo habías planeado, lo tenías todo calculado. Me has engañado.
– ¡Nunca te he engañado! -gritó él-. ¡A ti no!
– ¿Sólo a todos los demás?
– ¿Qué importan los demás? Quería encontrarte y te he encontrado.
– ¿Cómo? Dándome caza como si fuera un bloque de acciones, ¿no? Luca Montese, el financiero depredador, se pone a tiro la presa y hace un movimiento para cazarla.
– Si buscas a alguien lo dejas en manos de expertos. ¿Qué hay de malo en eso?
– Nada, si me lo hubieras contado. Pero me has hecho creer que había sido la vida.
– La vida sola no hace nada. Tienes que decirle hacia dónde ir y asegurarte de que lo hace. Tu padre habría dicho lo mismo.
– No hables así. Te hace parecerte a él, y no quiero.
– Entonces dime lo que quieres.
– Quiero volver el reloj a antes de que esto pasara. Nunca habías sido así.
– Te equivocas. Siempre he sido así, pero tú no lo veías.
– Entonces me alegro de no haberlo visto. Porque yo nunca habría amado a un matón calculador que deforma los hechos y a las personas con tal de conseguir lo que quiere. Eso es lo que hacía mi padre y no puedo soportarlo. Si te has convertido en él estropea todo cuanto tuvimos y yo quería guardarlo.
– No podemos guardarlo. Se rompió hace mucho -gritó él-. Hemos creado algo nuevo y es eso a lo que te tienes que aferrar. No lo arriesgues sacando cosas que no importan.
– ¿Qué no importan? Tú no tienes ni idea de lo que importa y lo que no. Dices que hemos creado algo nuevo, pero ¿qué es lo que hemos creado, si se basa en mentiras?
– Tenía que encontrarte, Becky -repitió él-. Y no podía dejar que nada se interpusiera.
– No, nada se interpone en tu camino, ¿verdad, Luca? Desde luego no el honor o el juego limpio o el comportamiento decente, y menos los sentimientos de la gente, nada. Ahora veo un montón de cosas.
– Tenía que encontrarte. Era más importante de lo que te puedas imaginar.
– ¿Por qué no eres sincero, pues? Todas las bonitas fantasías acerca del destino con las que me ilusionaste. Y era mentira porque estaba todo arreglado. Luca, ¿exactamente cuánto sabías sobre mí aquella noche en casa de Philip Steyne?
– Bastante -admitió sin ganas.
– ¿Sabías que iba a estar?
– Estaba bastante seguro. Sabía que iba a estar Jordan y como tú salías con él, me lo imaginé. También sabía que trabajabas en el Allingham, así que te iba a encontrar más tarde o más temprano.
– ¿Sabías que trabajaba en el Allingham? ¿Por eso compraste acciones?
– Sí.
– ¿Todo eso sólo para encontrarme? -se rió ella, sin poder creer lo que oía.
– ¿Importa cómo fue, cuando nos hemos vuelto a encontrar?
– Pero no nos hemos encontrado, ¿no lo ves? No, no puedes, ¿o sí? Y eso significa que estamos más alejados que nunca. Hubo una época en la que nunca me habrías mentido.
– Te habría contado la verdad al final -gruñó él-. Pero era importante y no podía arriesgarme. Tienes que ser tú; no puede ser nadie más.
– No me digas que has estado guardando tu amor por mí todos estos años. Te has casado, ¿recuerdas?
– Sí, y no fue bueno.
– Debió ser bueno durante un tiempo.
– Tuvo un hijo con un maldito peluquero -soltó él.
– Bueno, te fue infiel; pero eso no significa…
– Seis años y ni rastro de un bebé. Estéril para mí y fértil para él, ¡maldita sea!
Dijo esto último de forma violenta, con la cara desencajada. Rebecca lo miró asustada. Aunque ya se lo había dicho Nigel Haleworth, le empezó a asaltar una sospecha, aunque le parecía imposible, le parecía que se imaginaba cosas raras, que Luca diría algo que probara que no era cierto. Este seguía hablando, más para sí mismo que para ella.
– Tuve una hija una vez, pero murió. Ahora tendría quince años.
– Ya lo sé.
– ¡Quince años! Piénsalo.
– Pienso en ello todo el tiempo, cada año en lo que habría sido su cumpleaños. Pero no podemos devolverle la vida.
– Pero podemos crear otra vida; tú y yo. Lo que hemos hecho una vez podemos repetirlo.
– Luca, ¿qué estás diciendo?
– Quiero un hijo, Becky -le dijo, mirándola con brillo en los ojos-. Tu hijo.
– ¿Era eso lo que pensabas cuando mandaste a buscarme?
– Sí, es importante.
– Ya me imagino. Ahora está claro por qué no me lo dijiste.
– No podía.
– Por supuesto. No sería fácil, ¿verdad? Decirme: «Buenas tardes, Rebecca, me alegra verte después de quince años, ¿quieres ser mi yegua de cría?».
– No es eso.
– Es exactamente eso, maldita mente calculadora fría e insensible. Luca, nunca te perdonaré por esto, y si no entiendes por qué entonces has caído mucho más bajo que cualquier hombre que haya conocido.
– Está bien, está bien, no lo he manejado bien, pero…
– ¡Escúchate, «manejado»! ¿Sabes la cantidad de veces que usas esa palabra? Eso es lo que es para ti la vida, algo que hay que «manejar». Haz esto y todo saldrá acorde al libro de artimañas de Luca Montese. Haz lo otro y saldrá mal porque no habrás sido lo bastante despiadado. Pues nadie podrá acusarte de no haber sido lo bastante despiadado, pero puedo asegurarte que ha salido mal. Y nunca más volverá a estar bien.
– Estás empeñada en malinterpretar todo lo que digo.
– Al contrario. Lo he entendido muy bien. Quieres un hijo…
– Quiero «tu» hijo, tuyo, de nadie más. El hijo de cualquier otra no significaría lo mismo.
– ¿Quieres decir que como yo ya me he probado soy una apuesta más segura que una extraña?
– Es una forma muy dura de ponerlo -contestó él, pálido.
– Dime otra forma que se acerque a la realidad -dijo ella, y comenzó a andar por la habitación-. No puedo creerme a mí misma; pensar que he dejado que me tocaras después de lo que me dijo Danvers.
– Pero lo has hecho. ¿No es una prueba de lo fuerte que es lo que nos une?
– No, sólo prueba que juntos en la cama somos buenos; no hay nada más que nos una, Luca, sólo sexo, sexo y más sexo. Eres el hombre que más me ha excitado en toda mi vida, y admito que eso nos une bastante. De hecho nos une tanto que he estado contándome cuentos de hadas desde que te he vuelto a ver. He intentado con todas mis fuerzas creer que era suficiente, y supongo que para tu propósito es suficiente.
– Becky, no…
– ¿Por qué no? Es la verdad. Si quieres preñar a una mujer para poder alardear de tu fertilidad no necesitas amor o ninguna unión emocional. La lujuria fría y sin corazón sirve igual de bien, ¿no, Luca?
– Para, Becky.
– Claro que paro. Ya he dicho lo que tenía que decir. El sexo no es suficiente, aunque sea tan bueno, pero es todo cuanto tenemos. A lo mejor es todo cuanto hemos tenido nunca.
– ¡No! -fue un grito de agonía-. Eso no es verdad, no vuelvas a decirlo, ¿me oyes?
– Sigues dándome órdenes, sigues queriendo manejar a todo el mundo como si fueran peones de tu ajedrez. Pero no te preocupes, no tendrás que volver a oírme decir nada nunca. Vete, Luca, deja el Allingham, vende tus acciones, vuelve a Italia y alégrate de haberte librado de una mujer que no estaba dispuesta a meterse en cintura. Encuentra una mujer con la que ser sincero, si es que puedes correr el riesgo.
El portazo fue un gesto deliberado de desprecio. Se marchó antes de que él pudiera recuperar el habla. Entonces sonó el teléfono. Era Sonia con una montaña de problemas que habían surgido nada más marcharse él de Italia. La llamada reprimió el impulso de tirar el teléfono y salir detrás de Rebecca, de lo que luego se alegró, pues del humor en que estaba pensó que habría sido lo peor que podría haber hecho. A pesar de sus palabras seguía empeñado en que lo había manejado mal, y que lo mejor sería darle tiempo para calmarse, y entonces podrían hablar y ella vería las cosas como él; era sólo cuestión de manejarlo bien.
Trabajó hasta tarde, hablando con Sonia y enviando e-mails. Cuando se desconectó de la red era medio millón más rico que antes.
Se estaba preguntando si habría pasado el tiempo suficiente cuando llamaron a la puerta. La abrió sin creerse del todo que pudiera ser ella. Pero lo era, y lo saludó con media sonrisa, como si dudara sobre si contarle un secreto.
– ¿Puedo pasar?
– Claro -replicó él, y se echó hacia atrás intentando descifrar el humor en el que estaba-. ¿Significa esto que vas a dejar que me explique?
– No, para qué molestarse -contestó ella, riéndose, y entonces sonó el teléfono.
– Ahora no, Sonia.
– Termina lo que tengas que hacer -dijo ella tranquilamente-. No hay prisa.
Se dio prisa, porque había un tono en su voz que no conocía y quería saber más. Despachó enseguida la llamada y al girarse vio que Rebecca había cerrado todas las cortinas y estaba de pie con los brazos cruzados y con una sonrisa que sólo podía tener un significado. La tomó entre los brazos y ella se apoyó en él. Cuando lo abrazó él empezó a desabrocharle la chaqueta del traje y vio que no llevaba nada debajo. Nunca la había visto tan lanzada, así que aceptó la invitación con ansia. Una vez desnuda, Rebecca lo agarró del brazo y lo llevó a la cama, tumbándose sobre él. Entonces lo sujetó con un movimiento tan depredador como los suyos.
Las veces que habían estado juntos le habían proporcionado una nueva confianza y ahora lo guiaba y lo dirigía para que hiciera lo que a ella le gustaba. Sus caricias eran arrogantes por la seguridad de que tenía el poder, y le dio placer a su antojo. Su éxito llegó más allá de las fantasías más salvajes de Luca.
Rebecca tenía una extraña sensación de ser dos personas, y una de ellas flotaba sobre todo lo que estaba sucediendo y observaba a la mujer que parecía tan inmersa en hacer el amor de manera apasionada con aquel hombre, pero que al mismo tiempo estaba tan distante de él, de lo que ocurría y, espantosamente, de ella misma. Era fría, tan fría que parecía extraño que el hombre no se volviera de hielo en sus brazos.
Luca alcanzó a ver en sus ojos lo que creyó una mirada de desesperación, pero esta desapareció y todo cuanto supo fue que Rebecca se movía cada vez más deprisa mientras daba gritos incoherentes de placer. Adivinó que no estaba haciendo el amor, sino practicando sexo, lo cual lo dejó sin aliento.
Terminaron cuando ella lo decidió. Cuando ella lo empujó fuera suavemente, él se quedó tumbado con la cabeza en la almohada, incapaz de retirar la mirada de ella. Rebecca se sentó en la cama, permitiéndole apreciar su desnudez. Se estaba riendo.
– Ha estado bien.
– Sí -contestó él, que no captó la alusión.
Sonó el teléfono, que él apagó y lo tiró al suelo, lo cual la hizo reírse todavía más.
– ¿Qué pasa? -preguntó él, que también se reía pero sin saber por qué.
– Nada, una broma personal.
– Cuéntamela.
– Déjame mis secretos.
– ¿Cuándo me la contarás?
– Ya lo sabrás -contestó ella, que se tumbó con las manos en la nuca-. Duérmete.
Así lo hizo, dejándose llevar por una bruma de felicidad hasta que cayó en el profundo sueño de la completa satisfacción física. Rebecca lo observó, ya sin reírse. De nuevo apareció la mirada de desesperación que él había visto, y no se secó las lágrimas cuando estas empezaron a caer.