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Maverick no podía soportar que le hicieran esperar. Inquieto, se levantó de la silla, abrió de nuevo la puerta de su despacho y se asomó para ver si su secretaria había llegado.
No era así.
Su ordenador seguía apagado. Sobre la mesa, un reloj digital mostraba la hora con brillantes números rojos. Las nueve y cuarto.
¿Dónde se había metido? ¿Acaso era una especie de venganza por no haber accedido él a darle una semana de vacaciones? ¿O, simplemente, creía que él iba a estar en viaje de negocios toda la semana y se lo estaba tomando con calma?
En cualquier caso, si aquélla era su manera de comportarse cuando él estaba fuera, iba a llevarse su merecido. No estaba dispuesto a seguir pagándole tan generosamente como lo hacía para que ella se ausentara alegremente en horas de trabajo. Era una buena profesional, pero no estaba dispuesto a aceptarlo.
Con un gruñido, se dio la vuelta, entró de nuevo en su despacho dando un portazo y, furioso, se dejó caer en la silla desanudándose la corbata.
El asunto de Europa estaba a punto de cerrarse, y había que redactar el contrato para Rogerson cuanto antes.
¿Dónde diablos se había metido?
¡Vaya mañana le esperaba!
Con la música de su iPod retumbándole en los oídos, Tegan Fielding salió del ascensor cuando las puertas se abrieron en la planta reservada a los ejecutivos. Aquél iba a ser su lugar de trabajo por una semana.
Observó con atención. Todo era exactamente como su hermana, Morgan, le había descrito. Sin mirar siquiera, sabía perfectamente que, si se dirigía a la izquierda, llegaría a la cocina, y, si lo hacía a la derecha, a los cuartos de baño. De frente, estaba el despacho del jefe de Morgan y la mesa donde su hermana trabajaba todos los días.
En realidad, a Tegan no le hacía falta saber todo con tanto detalle. No pensaba permanecer allí más de una semana ni encontrarse con el jefe de su hermana gemela.
Murmurando para sí, Tegan se dirigió de frente y, al llegar a la mesa de Morgan, dejó sobre ella el bolso y sacó un paquete nuevo de medias.
Su hermana, Morgan, le había prevenido varias veces contra la anciana que vivía cerca de la parada del autobús. Le había dicho que, sobre todo, tuviera cuidado con sus perros, pero Tegan no había llegado a imaginarse ni por un momento que aquellas dos fieras se lanzarían sobre ella nada más verla. Y, aunque pronto se habían olvidado de ella para atacar a otro pobre viandante despistado, las medias que se había puesto aquella mañana habían quedado destrozadas y su falda desgarrada.
Había tenido que regresar rápidamente a casa, cambiarse, volver a tomar el autobús poniendo especial cuidado en no volver a tropezarse con los dos monstruos, bajarse junto a la oficina de Morgan y comprar antes de entrar un par de medias nuevas.
Si Morgan estuviera allí en esos momentos, estaría de los nervios. Le había insistido en que, por encima de todo, no debía llegar tarde, ya que su jefe era un maniático de la puntualidad, un déspota con el dinero de sus empleados, según palabras de su hermana. Tegan se había esforzado todo lo posible por llegar a tiempo, pero le había sido imposible. De todos modos, ¿qué importaba, si el jefe de Morgan no iba a estar en toda la semana?
Tegan se sentó en la silla y sacó las medias de su envoltorio. Eran de seda, una locura que nunca habría cometido de no haber sido por las circunstancias en que había ocurrido todo. Además, estaba segura de que Morgan le compensaría con creces por el favor que le estaba haciendo.
Tegan sintió el suave tacto de la seda sobre sus manos. Después de haber estado trabajando tres años en campos de refugiados y de haber regresado para comprobar que era muy complicado encontrar trabajo, aquel momento estaba lleno de un placer contradictorio.
Pero, de un plumazo, apartó de sí aquel peligroso sentimiento de culpabilidad. Después de la mañana que había tenido, se lo merecía.
Antes de ponérselas, miró a su alrededor para comprobar que no había nadie cerca. Su hermana le había dicho que a aquella planta sólo se podía acceder con una cita previa. Eso significaba que, estando el jefe de Morgan en el otro lado del planeta, las posibilidades de encontrarse con alguien eran prácticamente nulas. Y eso era exactamente lo que Tegan quería.
Tras quitarse uno de los zapatos, Tegan se puso la media lentamente, comprobando que no hiciera ninguna arruga. Cuando llegó a la rodilla, se subió un poco la falda y estiró la media hasta llegar casi a la cintura.
¡Ni hechas a medida! Le quedaban perfectas.
Con la música llenándole de ritmo los oídos, Tegan alzó la pierna para verla mejor. Le encantaba el color dorado y cálido que la media le daba a su pierna. Al final, aquel día no iba a ser una pérdida de tiempo.
No había sido su intención mirar. Sólo se había levantado de su asiento al escuchar el sonido del ascensor y se había asomado a la puerta para ver si su secretaria se había dignado a aparecer. Pero, al ver aquella pierna interminable envuelta en seda, la furia que hasta entonces le había llenado la cabeza descendió por su cuerpo hasta llegar a un lugar muy distinto.
Se quedó quieto, admirando cómo alzaba la otra pierna e introducía en ella la media lentamente. ¿Quién podría haber imaginado que su eficiente secretaria, Morgan Fielding, escondía un tesoro tan increíble?
Aquel día, parecía muy distinta. Llevaba los dos primeros botones de la blusa desabrochados, dejando al descubierto una suave piel tostada, y el pelo, en lugar de estar recogido en un práctico moño como siempre, se derramaba por sus hombros y su rostro, escapando de las horquillas que intentaban aprisionarlo.
Sin moverse, la vio levantarse de la silla y subirse un poco la falda para ver si las medias le quedaban bien.
¿Bien? Le quedaban más que bien.
¿Qué le había ocurrido a su secretaria?
¿Por qué, de repente, se estaba comportando de aquella forma? ¿Acaso aquél era un día especial para ella? ¿Iba a encontrarse con alguien?
De lo que estaba seguro era de que ese alguien no era él. Y pensar que otra persona iba a tocar esas piernas, recorrerlas de arriba abajo…
Era demasiado. Tenía que parar de pensar en ello. De tratarse de otra mujer, de haber ocurrido en otro momento, habría sido implacable, pero… Por amor de Dios, ¡era su secretaria! No debía mirar a una secretaria del modo en que estaba haciéndolo. Por muy atractiva que fuera. La historia con Tina le había escarmentado para toda la vida.
Aclarándose la voz, se acercó a ella sigilosamente.
– Cuando hayas acabado…
En el acto, su secretaria se dio la vuelta asustada, se bajó la falda apresuradamente y se quitó los auriculares de los oídos.
Estaba incómoda, de eso no había duda, y eso le satisfacía, pero seguro que su sorpresa no era nada en comparación con la que él se había llevado.
Pero, entonces, en lugar de reaccionar como él esperaba, mostrando su habitual pose de profesional eficiente y servicial, el color desapareció de su rostro y palideció por completo.
– ¡Tú!
La exclamación había salido de sus labios de forma abrupta, casi como una acusación. Estaba fuera de sí, poniéndose los zapatos mientras intentaba guardar el equilibrio. Parecía tan avergonzada que daba la impresión de estar a punto de salir corriendo de allí.
– ¿Y a quién esperabas? -preguntó él medio en broma-. ¿A la Inquisición española?
Tegan se mordió el labio inferior para intentar recuperar el control de sus nervios. Si le hubieran dado a elegir, habría preferido encontrarse con la Inquisición española sin dudarlo. ¡Cielo santo! Era James Maverick, toda Australia y medio mundo lo conocía. Desde que había regresado, tres semanas antes, se había encontrado constantemente con artículos sobre él en todas partes, desde las secciones de negocios hasta los ecos de sociedad.
¿Qué hacía él allí? ¿No se suponía…?
– Pero tú… -tartamudeó Tegan-. ¡Se supone que estás en Milán! -exclamó mirándolo fijamente, como si estuviera esperando que volviera a desaparecer por arte de magia.
Maverick dio la vuelta a la mesa y se acercó a ella.
Tenía unos ojos castaños que le inquietaban, que parecían tener el poder de acaparar todo el aire dentro de aquella sala. Su hermana le había dicho que era un déspota, el rey de los jefes tiranos. ¿Por qué no le había dicho también que era el jefe más atractivo de cuantos existían? ¿Es que no lo había notado? Su cuerpo radiaba testosterona como si fuera un campo magnético. Podía sentirla tan claramente como ver su camisa azul claro y sus pantalones blancos.
Con aquella mirada, aquel cabello oscuro y aquella pose, parecía el prototipo de pistolero irresistible de las películas del oeste. Ahora entendía por qué, en el mundo de los negocios, nadie le llamaba James, sino Maverick. Si se hubiera presentado allí con un sombrero negro de ala ancha y una pistola, no se habría sorprendido en absoluto.
– ¡Sorpresa! -exclamó acercándose aún más-. Estoy aquí desde hace tiempo. Y ya veo que has llegado tarde. La próxima vez, por favor, vístete en tu casa.
– Tuve un contratiempo…
– Lo supongo.
– ¡Apenas me ha dado tiempo a vestirme!
– Ya he podido comprobarlo.
– ¡Has estado espiándome! -exclamó Tegan muerta de vergüenza.
– He estado esperándote -corrigió él señalando el reloj-. Llevo esperándote desde hace más de una hora y media.
– Lo siento… Pero, como se suponía que estabas de viaje, no pensé que fuera un problema muy grave si…
– ¡Pues lo es! -exclamó mirándola a los ojos, como si hubiera querido dispararle con aquellas palabras-. Es un problema. Nunca se sabe cuándo puede surgir un imprevisto, y ha surgido. Giuseppe Zeppa tuvo un ataque al corazón el sábado. Las negociaciones con Zeppabanca se han pospuesto indefinidamente. Eso significa que debemos apresurarnos, de lo contrario, Rogerson se pondrá nervioso y se lavará las manos en todo este asunto. De modo que, en cuanto estés preparada, ven a mi despacho con todo lo que haya sobre él. Tenemos mucho trabajo que hacer hoy.
– Pero… -intentó decir Tegan, casi suplicando.
¿Qué iba a hacer? Aquello no formaba parte del trato. Había aceptado hacerle aquel favor a su hermana creyendo que él estaría toda la semana fuera.
– Pero ¿qué? -replicó él abrasándola con la mirada, haciéndola sentir impotente, pequeña, insignificante.
¿Qué podía decirle? «¿Perdona, pero yo no soy quien tú crees?». ¿Cómo podía confesarle que no tenía ni idea de lo que le estaba pidiendo?
Tegan intentó tranquilizarse. Estaba claro que no podía decirle la verdad. De hacerlo, su hermana podría perder el trabajo.
Maverick no se había dado cuenta del engaño. Creía que ella era Morgan. ¿Por qué no hacer todo lo posible por salir de aquel imprevisto sin ser descubierta y apresurarse después a llamar a su hermana para que regresara cuanto antes?
Al fin y al cabo, ya había trabajado antes en una oficina. Sabía de sobra manejar un ordenador, una impresora y las herramientas habituales. Además, Morgan le había contado un par de cosas sobre el trabajo que hacía allí.
Tomando aire, aquel aire que parecía estar impregnado del olor intenso de la fragancia de él, decidió que no tenía otra opción que seguir representando aquella comedia. Debía hacerlo por su hermana. Debía trabajar con él durante los días que fueran necesarios, los días que tardara Morgan en regresar.
– No te preocupes -dijo Tegan-. Enseguida voy.