142751.fb2 Entre llamas de pasi?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

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Capítulo 1

El viento agitaba el cabello rubio platino alrededor del rostro de Gisella cuando ésta se inclinó sobre la verja destartalada de la granja. Respiró profundamente disfrutando la pureza del aire. Olía a tierra mojada y se percibía el aroma penetrante del otoño y de las hojas caídas.

El cielo estaba cubierto. Al otro lado del río, las montañas se levantaban escarpadas y austeras. La belleza salvaje y árida de las colinas más altas se suavizaba cuando se descendía hacia la tierra cultivada a lo largo del valle, donde los campos verdes estaban divididos por muros de piedra y salpicados por alguna granja blanca.

No había podido pedir un sitio más tranquilo; sin ruido, sin tráfico, sin editores enfurecidos ni fechas límite. Allí sólo había una cabaña sólida con techo inclinado y ese paisaje tranquilo. Después de la presión de los últimos meses, eso era justo lo que necesitaba. Sólo tenía que escribir otro artículo más y estaría libre el resto del invierno para escribir esa novela prometida desde hacía tanto tiempo. En esa parte aislada de Escocia era probable que hubiera pocas distracciones.

De no ser por esa carta, pensó, todo sería perfecto.

Frunció el ceño ligeramente y sus ojos color gris se oscurecieron al recordar la nota que había recibido del dueño de Kilnacroish sólo dos días antes. Yvonne Edwards, editora de Focus, la había insistido para que escribiera el artículo lo más pronto posible y le había llamado el día anterior para saber cuándo podría enviárselo.

– Corre el rumor de que Week By Week también planea publicar una serie de artículos sobre viejos mitos y supersticiones. Supongo que no lo van a hacer tan bien como tú, Gisella, pero como están las cosas, no podemos ceder en nada. Por lo tanto, tenemos que adelantar la publicación de tus artículos. Envíanos cuanto antes ese último acerca del Castillo Kilnacroish…

La joven tamborileó con los dedos sobre la parte superior de la reja y por un momento se olvidó de la belleza del paisaje. Ella sugirió que se olvidaran del artículo sobre Kilnacroish, si había tan poco tiempo, pero Yvonne insistió.

– Es una muy buena historia y es diferente. Lo importante es no repetirse. Estoy segura de que Week By Week va a sacar a relucir el monstruo del Lago Ness, pero tus artículos son originales, en especial, porque has pasado la noche en todas esas habitaciones hechizadas… No, Gisella, creo que necesitamos la historia de Kilnacroish para completar la serie. Lo único malo es que mi jefe me está presionando, por lo tanto, ¿podrías hacerlo pronto?

El problema era que tal vez no fuera tan fácil entrar en el Castillo Kilnacroish. Ella le había enviado una carta encantadora al dueño, pero éste no se había impresionado en lo más mínimo y su respuesta había sido muy descortés.

No obstante, ella no se había convertido en una periodista de prestigio cediendo ante la primera muestra de oposición. Resultaba frustrante ser detenida a estas alturas, pero si deseaba triunfar escribiendo artículos importantes, tenía que entrar de alguna manera en el Castillo Kilnacroish.

Meg le había dicho que el castillo no quedaba lejos de la cabaña. Gisella se esforzó para abrir la puerta y al fin cedió. Cruzó el campo, hacia el río. Tal vez pudiese ver la vieja construcción desde allí. Tropezó con una rama y sonrió cuando vio que sus tacones se habían hundido en el césped, recordando cuánto le habían costado los zapatos.

Tenía unas botas en el coche, pero al llegar estaba demasiado impaciente por ver la cabaña y sus alrededores y no se había detenido a buscarlas. Titubeó un poco y después se encogió de hombros. No merecía la pena regresar ahora. Sólo quería echar un vistazo al famoso castillo.

Ensimismada en ver donde caminaba sobre el suelo lodoso, se dio cuenta demasiado tarde de que no estaba sola allí. Un sexto sentido la hizo mirar por encima del hombro y se detuvo en seco al ver que su camino hacia la verja estaba bloqueado por una manada de toros, que se habían acercado desde un extremo lejano del campo, atraídos por el colorido de su ropa.

Gisella se estremeció. Tenían una apariencia terrible a tan corta distancia. Con la mayor tranquilidad posible, empezó a retirarse, pero los toros la siguieron sin dejar de mirarla. La joven se mordió el labio y se detuvo. Los animales también se detuvieron, bajaron la cabeza y rascaron la tierra con las patas.

¿Significaría eso que estaban a punto de atacar?

¡Giselle nunca se había sentido tan urbana! Dio otro paso precavido hacia atrás y notó que el tacón de su zapato se hundía en el lodo. Movió el pie despacio tratando de desenterrar el zapato, y el movimiento atrajo la mirada del toro más curioso, que avanzó hacia ella. La joven gritó, abandonó su zapato, y corrió a la pata coja a refugiarse detrás de un árbol, sin dejar de mirar a los animales.

– ¡Fuera! -gritó y miró con anhelo hacia la reja.

Los toros no obedecieron. Se detuvieron muy cerca y formaron un semicírculo en torno a ella. Gisella se reprendió con enfado, humillada por su nerviosismo. Se había enfrentado a situaciones más terribles como periodista. Lo único que tenía que hacer era apartarlos del camino.

La corteza áspera del árbol se le clavaba en la espalda y el viento agitaba su cabello rubio sobre su cara, mientras ella miraba sin esperanza hacia el castillo.

De pronto, escuchó un grito que venía desde la verja.

Gisella volvió la cabeza y se apoyó contra el árbol con un suspiro de alivio.

Un hombre venía hacia ella con el ceño fruncido. Apartó a las bestias y se volvió hacia la joven.

– Oh, gracias… -empezó a decir ella con gratitud, mas él la interrumpió.

– ¿Qué hace aquí?

La sonrisa de Gisella se borró por la sorpresa, ante ese tono hostil.

– ¿Cómo dice? -lo miró perpleja.

Estaba ante un hombre moreno, fuerte y agresivo y se sintió extrañamente tensa. El impulso de abrazar por el cuello a su salvador y darle las gracias se disipó al ver su expresión.

– Le he preguntado que qué está haciendo en mi campo -repitió él. Su suave acento escocés se agudizó por la impaciencia. Tenía el mentón cuadrado y, unos ojos del color azul más intenso que ella había visto en su vida.

Gisella pensó que eran unos ojos con una expresión muy poco amistosa. Aunque él no hubiera dicho que era el dueño del campo, ella habría sabido que se trataba de un granjero por su expresión austera y la gorra que cubría su cabello negro. Su ropa también era típica: una chaqueta impermeable curtida por la intemperie y unos pantalones de pana verde gastados. Calzaba botas de goma cubiertas de lodo.

Él la inspeccionaba con mirada hostil y de pronto Gisella comprendió lo tonta que debía parecer, erguida sobre un pie, en mitad de un campo lodoso.

– No estoy haciendo nada -respondió a la defensiva.

– Ha invadido propiedad ajena, para empezar. No tiene derecho de entrar en mi tierra y mucho menos a inquietar a mi ganado.

– Le puedo asegurar que su precioso ganado no estaba en absoluto inquieto. ¡Estas bestias iban a atacarme!

– Si lo hubieran hecho, lo cual me parece improbable, le hubiera estado bien empleado. ¡Ha dejado la verja abierta, ya sea por ignorancia o por descuido!

Resultaba claro que estaba furioso con ella. Gisella miró la verja con expresión de culpa, pero se negó a ser intimidada por un simple granjero.

– ¿Y? No he causado ningún daño -se encogió de hombros y al volverse, se encontró con la mirada iracunda del granjero.

– ¡Es un ganado valioso! -gritó él-. ¡Demasiado valioso para ser arriesgado por su estupidez! Supongo que no ha pensado en lo que hubiera sucedido si el ganado se hubiese salido a la carretera -señaló con enfado hacia un sendero angosto que pasaba cerca de la cabaña.

– Eso no es precisamente una autopista -comentó Gisella y avanzó dando brincos para recuperar su zapato. Vio que los animales se habían retirado a cierta distancia, pero todavía la miraban con sospecha-. En realidad no se le puede llamar carretera. No es probable que los atropellaran allí.

– Claro que lo es -replicó el hombre-. ¡Hay personas como usted que conducen por los caminos como si fueran de su propiedad!

Miró con desdén cómo sacaba el zapato del lodo y se lo ponía.

– ¡ Bueno, siento mucho haber ocasionado una tragedia tan grande! -dijo ella con sarcasmo mientras se erguía. Se apartó el cabello del rostro y se lo colocó detrás de la oreja. Luego miró al desconocido con desafío.

Él no pareció impresionarse.

– ¿Qué está haciendo aquí? -preguntó.

– Sólo estoy dando un pequeño paseo -respondió ella-. No está prohibido, ¿verdad?

– ¿Un paseo? -repitió él con incredulidad-. ¿Con esa ropa?

Un ligero rubor tiñó las mejillas de la joven.

– ¿Qué tiene de malo mi ropa?

Los ojos azul oscuro la recorrieron. Ansiosa por mirar los alrededores, Gisella no se había detenido a cambiarse la ropa con que había viajado desde Londres. Llevaba medias color rosa, una falda y un suéter fucsia. Tenía una apariencia vibrante y atractiva, pero allí estaba fuera de lugar.

– Estoy seguro de que esa ropa está muy bien para las calles de París -comentó él con ironía-, pero en un campo de Escocia es ridícula.

Gisella se echó el cabello hacia atrás y sus ojos grises brillaron.

– No sabía que en el campo tuviera uno que someterse a tantas reglas -señaló con enfado-. Cerrar las verjas, vestirse de forma correcta, evitar ofender a granjeros altaneros. ¡No tenía idea de que el campo fuera tan complicado!

– Lo que usted llama «reglas» -indicó él con voz cortante-, para nosotros es simple cortesía. ¡Aunque resulta evidente que es un concepto difícil de entender para usted!

Los ojos de la joven brillaron, pero cerró la boca con firmeza para no responder. ¡No iba a discutir con un granjero! Inclinó la cabeza, se volvió y se dirigió hacia la verja, con toda la dignidad que pudo reunir, a pesar de tener los zapatos llenos de lodo.

Él la escoltó, sonriente, mientras ella hacía todo lo posible por ignorarlo. Sin embargo, le resultó difícil porque era un hombre hostil que medía más de un metro ochenta. Miró de soslayo el perfil aborrecible. Le calculó unos treinta y cinco años, quizá un poco menos. Sus facciones eran muy duras y su expresión severa. Pero resultaba muy atractivo.

Como si él notara su mirada, se volvió hacia ella y Gisella apartó de inmediato la vista y la fijó al frente, hasta que un alboroto entre las reses la hizo tropezar y asirse por instinto al brazo de él.

– ¡Por amor de Dios! -exclamó él con irritación ayudándola a recuperar el equilibrio. Ella sintió la fuerza de sus manos a través de la lana suave de su suéter y el corazón le dio un vuelco-. ¡Son animales inofensivos!

– Entonces, ¿por qué se nos acercan? -preguntó Gisella, más nerviosa por el contacto duro de su mano que por el ganado. Era incómodamente consciente del sitio donde la había tocado pero hizo un esfuerzo por controlarse.

Un brillo exasperado y divertido iluminó los ojos de él y su boca esbozó una mueca intrigante.

– ¡Esto no es un zoo! Sólo sienten curiosidad. No están acostumbrados a ver colores tan vivos.

No fue exactamente una sonrisa lo que apareció en los labios de él, pero su expresión adusta cambió por otra mucho más turbadora. La joven se concentró en caminar para ignorar ese detalle.

– Teñiré toda mi ropa de color oscuro antes de salir de nuevo a caminar -comentó, mas él se negó a reconocer su sarcasmo.

– También le aconsejaría un par de botas -dirigió una mirada significativa a sus zapatos. Eran unos zapatos muy elegantes, pero en ese momento estaban llenos de lodo y casi irreconocibles.

– ¿De verdad? ¡Nunca se me hubiera ocurrido! -respondió ella, enfadada por el tono de él. Cruzó la verja y entró en la seguridad del prado, pero sintió que una mano la detenía por el codo.

– Espere un minuto -pidió él.

– ¿Qué sucede ahora?

– ¿Qué pasa con la reja? -preguntó él con suavidad.

Gisella miró la reja, que aún estaba abierta.

– ¿Qué pasa con ella?

– No la ha cerrado.

– ¡Ciérrela usted, si tanto le importa! -respondió ella y trató de soltarse.

– Usted la ha abierto, usted la cierra.

Gisella miró los implacables ojos azules durante un momento, en busca de un indicio del humor que había visto un poco antes, pero sólo encontró una voluntad inflexible.

– ¡Oh, por amor al cielo! -exclamó al fin y liberó su brazo. Se acercó a la reja y la cerró de un golpe.

– No se olvide de cerrarla adecuadamente.

– ¡Muy bien, muy bien! -respondió ella-. ¿Está satisfecho?

– Gracias -respondió él, también con sarcasmo. Miró hacia el coche de ella que estaba estacionado en el camino, cerca de la cabaña. Era un coche deportivo rojo, por completo fuera de lugar allí, sobre todo porque estaba junto al que con seguridad era el de él, un Land Rover azul, viejo y enlodado-. Si está buscando la carretera principal, vaya hasta aquel extremo, dé la vuelta a la izquierda y después, de nuevo a la izquierda, en el pueblo puede seguir las indicaciones.

– Muy amable -respondió Gisella con acidez-, pero es que me hospedo aquí.

– ¿Aquí? -miró primeramente a la cabaña y después a Gisella.

Ella se apartó el cabello del rostro con la mano y se quedó mirándolo fijamente.

Él frunció el ceño y al fin repitió:

– ¿Se hospeda aquí?

– ¡Qué sorpresa! -Gisella sonrió ampliamente.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– Si le interesa saberlo, durante unos meses. Hasta la primavera -miró la cabaña por encima del hombro de él. Tenía un aspecto acogedor y ansiaba quedarse allí-. Mi nombre es Gisella Pryde -pensó que si iban a ser vecinos, lo correcto era presentarse.

– Strachan McLeod -masculló él en respuesta, más no ofreció la mano, sino que frunció el ceño, como si intentara recordar algo-. ¿Pryde? Me suena ese nombre…

– Quizá haya leído alguno de mis artículos -comentó ella-. Soy periodista.

Si esperaba impresionarlo, no lo logró. El frunció el ceño y la miró con desdén.

– ¡Debía haber imaginado que alguien tan descuidado e irresponsable como usted resultaría ser periodista! -comentó con cierta amargura.

Gisella arqueó las cejas.

– ¿Qué tiene contra los periodistas?

Un músculo se movió en la mandíbula de él.

– Son parásitos que se alimentan de los problemas de los demás, revuelven las cosas e inventan hechos cuando les conviene. Lo único que cuenta es una buena historia y persiguen a la gente hasta que la consiguen.

– Creo que exagera -opinó la joven con frialdad. Se preguntó qué periodista habría tenido la mala fortuna de toparse con ese hombre desagradable-. La mayoría de los periodistas somos profesionales. La gente desea que la mantengan informada de lo que sucede y eso es lo que hacemos. A veces causamos molestias, pero por lo general, sólo se disgustan las personas que temen que la gente se entere de lo que en realidad son. De cualquier manera -añadió, al ver que él no parecía impresionado -, puedo asegurarle que no es probable que yo tenga el menor interés en sus asuntos. No creo que aquí suceda nada de interés periodístico. «Verja abierta por turista merodeadora. Vaca en el camino. Bota de goma descubierta en la hondonada de las ovejas». No son noticias muy impresionantes.

Él la miró con desagrado.

– Entonces, ¿qué hace aquí? Si no desea información, ¿para qué husmea por aquí?

– No estoy husmeando, sino investigando -respondió Gisella con frialdad-. Estoy escribiendo una serie de artículos sobre leyendas y supersticiones locales. ¡Así que a no ser que tenga un monstruo en su casa, no lo molestaré!

Los ojos de él se entrecerraron de pronto, pero Gisella no lo vio. Mientras ella hablaba, se escuchó el sonido de un movimiento en la parte posterior del Land Rover y el perro más grande que había visto en su vida saltó y se dirigió hacia Strachan McLeod.

Gisella tragó saliva. Él era un hombre corpulento, pero la cabeza del animal le llegaba casi a la cintura. Era un perro de color gris muy fuerte. Ella observó como frotaba la cabeza con afecto contra la chaqueta de su amo.

– Veo que en realidad sí tiene un monstruo -la joven trató de que su comentario sonara como broma, mas su voz sonó muy aguda.

– Es Bran -el rostro del hombre se suavizó al mirar al perro y colocar la mano sobre su cabeza-. Es un galgo irlandés. No es tan fiero como parece, pero es perro de un solo dueño y no le agradan los extraños.

– No se preocupe, le aseguro que no deseo cruzarme en su camino -aseguró Gisella, sin dejar de mirar al enorme animal con horror e incredulidad.

El perro se quedó mirándola fijamente y de pronto se le acercó. Ella de inmediato dio un paso hacia atrás y dirigió una mirada alarmada a Strachan.

– No tenga miedo -dijo él, pero observó a Bran con expresión de extrañeza, cuando éste tocó la mano de Gisella con su negra nariz.

A Gisella no le gustaban los animales y ese perro la puso muy nerviosa. Deseaba apartar la mano pero no quería que el perro se enfadara. Por lo tanto, le acarició la cabeza y se sorprendió mucho cuando el animal respondió lamiéndole la mano y moviendo la cola.

– ¡Bran! -lo llamó su dueño. El perro obedeció y se apartó, aunque con pesar evidente-. Parece que ejerce una fascinación especial sobre mis animales -Strachan frunció el ceño con sospecha. Era obvio que no le había agradado que su perro le diera la bienvenida con tacto afecto-. Primero el ganado y ahora Bran. Él nunca hace eso con personas extrañas.

Bran tenía los ojos fijos en ella y continuaba moviendo la cola. Strachan añadió, después de una pausa:

– No parece que se sienta muy a gusto con los animales -observó que Gisella se frotaba la mano que el perro la había lamido-. La vida aquí le va a resultar muy desagradable, rodeada de vacas y perros monstruosos.

Gisella levantó la barbilla con desafío al notar ironía en su tono de voz.

– Me acostumbraré a ellos. Le aseguro una cosa, por lo que he visto hasta el momento, los humanos suelen causar más problemas.

– Así es -respondió él y la miró con detenimiento-. Por lo general así es -se volvió de pronto y le silbó al perro-. ¡Sube al coche, Bran! -ordenó; luego se acercó al Land Rover y cerró la puerta.

– Adiós, señor McLeod -dijo ella con dulzura exagerada-. ¡Gracias por la cálida bienvenida!

– Permita que le dé dos consejos, señorita Pryde -Strachan asomó la cabeza por la ventana mientras encendía el motor-. ¡Primero, no meta la nariz en las cosas que no le importan, y segundo, asegúrese de dejar las rejas exactamente como las encuentre!

Antes de que Gisella pudiera pensar en una respuesta adecuada, él se alejó por el sendero.

Muy molesta por el encuentro, Gisella volvió a entrar en la cabaña y cerró la puerta con fuerza. ¡Qué hombre tan insoportable! ¡No era necesario comportarse de esa manera sólo porque ella se hubiera olvidado de cerrar la reja de su propiedad!

Se quitó los zapatos junto a la puerta y después las medias. Caminó descalza hasta la sala y se dejó caer en un sillón, pensando que lo peor era saber que en realidad él tenía razón. No debía haber dejado la reja abierta, pero tampoco debía haber permitido que Strachan McLeod la tratara de esa manera. Si había algo que odiaba, era hacer el ridículo. ¡Pero odiaba más haberlo hecho frente a un hombre como Strachan McLeod!

Pero su enfado no duró más de unos minutos, pues surgió su sentido del humor. Debía presentar una escena ridícula vestida con esa ropa elegante y erguida sobre una pierna contra un árbol, rodeada de vacas. No le sorprendía que Strachan McLeod la hubiera mirado con desdén.

Debía haber estado más amable y haberse disculpado, en lugar de responderle de esa manera. Si deseaba pasar el invierno allí, no tenía objeto reñir con sus vecinos. Se miró la laca de las uñas color rosa oscuro y se preguntó si le habría gustado a Strachan McLeod. Decidió que quizá no. Él no parecía un hombre que se dejara impresionar con facilidad por el encanto femenino.

La joven suspiró al pensar que habría merecido la pena hacer un esfuerzo para verlo sonreír.

La próxima vez que lo viera trataría de hacerlo, se prometió e imaginó con placer la escena. La hostilidad de los ojos azules de Strachan McLeod desaparecería y sonreiría, sorprendido y contento, al descubrir lo encantadora que podía ser ella. Tal vez incluso se disculparía por haberla juzgado mal durante ese infortunado primer encuentro…

Sin embargo, aquello parecía demasiado pedir, incluso para la imaginación vivida de Gisella. Se resignaría si él no se disculpaba, pero estaba decidida a demostrarle lo agradable que era ella cuando se lo proponía.

Mientras tanto, aún tenía que escribir ese artículo para Yvonne. Se sintió culpable por haber perdido tanto tiempo pensando en Strachan McLeod y se obligó a pensar en su problema inmediato. ¿Cómo entraría en el Castillo Kilnacroish?