142751.fb2 Entre llamas de pasi?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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Capítulo 2

¡Si al menos no hubiera tenido que pasar el último mes trabajando en el caso Wightman! Normalmente, Gisella dedicaba cierto tiempo a la investigación, antes de acercarse al propietario del lugar donde pensara investigar, pero cuando en la revista le pidieron que escribiera un nuevo artículo sobre una noticia que había publicado el año anterior, no pudo negarse. Y por ese motivo se encontraba ahora así, sin tener idea de cómo abordar al lord de Kilnacroish.

La joven contuvo un suspiro. Se sentía muy cansada y no sólo debido al largo viaje desde Londres. Había trabajado mucho durante los últimos meses y ahora ansiaba tener tiempo para sí misma. Cuando terminara de escribir ese artículo, se relajaría y empezaría a trabajar en su novela tantas veces pospuesta.

Sin embargo, el Castillo Kilnacroish estaba primero.

Tendría que continuar con ese trabajo. Debía llevar a cabo una investigación local y ¿con quién podía empezar mejor si no era con Meg? Debía llamarla para decirla que había llegado bien.

Sus pies descalzos estaban fríos, así que los colocó debajo de sus piernas en el sofá y tomó el auricular del teléfono.

Meg había sido su mejor amiga en la universidad, y aunque desde entonces habían seguido caminos diferentes, Gisella en Londres, dedicada al periodismo y Meg casada con un abogado escocés, se habían mantenido en contacto. A Gisella le había gustado mucho su sugerencia de buscarle una cabaña cerca de su casa para alquilarla.

Meg le había mencionado de forma casual el Castillo Kilnacroish, después de que ella le contara la serie de artículos que estaba escribiendo sobre mitos y supersticiones. Ahora se mostraba ansiosa por saber si Gisella había logrado algún progreso.

– ¿Has tenido ya noticias del lord? -preguntó, después de saludarla.

– ¡Por supuesto! -respondió Gisella-. Escucha esto, Meg -buscó en su bolso la carta, la extendió sobre sus piernas y se la leyó a su amiga:

«Querida señorita Pryde, el Castillo Kilnacroish no está y nunca ha estado abierto al público y no deseo hacer una excepción para satisfacer las demandas vulgares y sensacionalistas de los periódicos. Su petición no sólo de visitarlo, sino también de pasar una noche en la Torre Candle me parece, ni más ni menos, una invasión de mi intimidad, por lo que no dudo en rechazarlo. Dadas las circunstancias, le pido que no mencione en sus artículos el Castillo Kilnacroish ni ninguna de las leyendas vinculadas con éste. Kilnacroish».

Cuando terminó de leer la misiva añadió:

– Una gran arrogancia, ¿no te parece? -dobló la carta-. ¿Qué piensas de esto?

– Parece que la idea no le agrada en lo más mínimo -comentó Meg.

– Es evidente que ha interpretado mal mi carta -respondió Gisella-. Le dije que deseaba investigar las raíces históricas y psicológicas de varias supersticiones. ¡No veo nada de sensacionalista en eso! El Castillo Kilnacroish encaja a la perfección en la clase de artículos que he escrito para esta serie. Es un sitio que tiene la reputación de estar hechizado y sin embargo aún está habitado. Nunca me habían puesto objeciones a que me quedara a dormir para describir la atmósfera, ni a ser entrevistado. Tampoco nadie me había acusado de ser vulgar.

La acusación del lord la había enfadado mucho y miró con ira la carta que tenía en la mano.

– Tal vez teme que lo hagas pedazos -sugirió Meg-. Algunos de tus artículos son un poco… mordaces. Quizás haya oído hablar de ti.

– Esto es por completo diferente -aseguró Gisella con enfado-. Esto es un artículo, no una crítica.

– ¡De cualquier manera, resulta obvio que no le agrada la idea! Si se niega a que te quedes, supongo que tendrás que abandonar tus propósitos.

– No puedo -respondió Gisella y le contó lo insistente que se había mostrado Ivonne-. No puedo arriesgarme a que se enfade, en especial ahora que trabajo por mi cuenta.

– No comprendo por qué dejaste tu empleo en el Daily Examiner -dijo Meg con franqueza-. La mayoría de los periodistas darían cualquier cosa por trabajar para un periódico nacional.

– Oh, Meg, estaba cansada de hacer trabajo de investigación. Antes me entusiasmaba mucho cuando descubría una gran historia, pero ahora me resulta muy deprimente. Deseo averiguar si soy capaz de escribir esa novela sobre la que llevo hablando durante tanto tiempo. También quiero continuar escribiendo artículos ocasionales para revistas, y esta es mi gran oportunidad.

Gisella enrolló el cordón del teléfono en su dedo y añadió después de una pausa:

– Además, le debo un favor a Ivonne. Ella me ha dado una oportunidad al encargarme estos artículos especiales, puesto que yo sólo he trabajado en artículos de investigación. El que uno sea bueno en algo, no significa necesariamente que lo vaya a ser en otra cosa. Focus tiene mucha competencia en este momento. No puedo fallarle. Por lo tanto -suspiró-, tengo que convencer a ese lord. Dime todo lo que sepas de él.

– No mucho, en realidad no lo conozco -respondió Meg-. No es muy sociable; sin embargo, la gente de los alrededores lo respeta mucho. Creo que hubo un escándalo en relación con Kilnacroish, pero eso fue mucho antes de que viniéramos aquí y nadie habla del asunto.

– ¡Oh! -Gisella golpeó la pluma contra su libreta, pensativa-. ¡Desearía averiguar más sobre él antes de ponerme a escribir!

– ¿Qué vas a hacer ahora? -preguntó su amiga con curiosidad.

– Creo que iré al castillo y se lo pediré en persona. El trato directo por lo general es más efectivo.

– En especial cuando se tiene una apariencia como la tuya -comentó Meg-. ¡Es increíble cómo consigues todo lo que deseas! Ningún hombre parece poder resistir el hechizo de tus grandes ojos grises ni de tu sonrisa.

– Mmm -murmuró Gisella al recordar a Strachan McLeod. ¡Él no parecía muy impresionado! Tenía el auricular colocado entre la oreja y el hombro y una libreta sobre las piernas. Hacía anotaciones mientras pensaba. De pronto se encontró dibujando la boca de él y la borró con enfado-. ¿Está casado el lord? -hizo un esfuerzo por volver a la charla. Sería más fácil tratar con una mujer.

– No -respondió Meg y bajó la voz hasta un tono confidencial-. Alguien me comentó que estuvo a punto de casarse con una mujer muy guapa, hace algunos años, pero ella canceló la boda en el último momento.

– ¿Por qué?

– No lo sé. Todo es un misterio.

– Tal vez, si tengo la oportunidad de entrevistarlo, pueda averiguarlo -Gisella cerró su libreta con decisión, cuando se dio cuenta de que estaba dibujando un rostro que se parecía mucho al de Strachan McLeod-. Trataré de abordarlo en su madriguera y si eso no resulta, tendré que entrevistarlo de alguna otra manera. Supongo que no lo conoces socialmente. Eso ayudaría.

– A decir verdad, Neil y yo vamos a ir a una fiesta la próxima semana. Neil conoce al lord y me ha dicho que lo había invitado. Por lo tanto, tal vez esté allí. No obstante, Neil me ha hecho prometerle que no me iba a mezclar en ninguno de tus planes. Está aterrado de que comprometas su reputación.

– Neil es un aburrido. ¡Abogado tenía que ser! No sé lo que ves en él, Meg.

– Sobre gustos no hay nada escrito -respondió su amiga. Sabía muy bien que Gisella y su marido se apreciaban, pero que al mismo tiempo, desconfiaban uno del otro-. Es probable que te enamores de alguien así -cuando oyó gemir a Gisella, añadió-: Estoy segura. No te enamorarás de uno de esos hombres con los que sales en Londres. Cuando te enamores, será apasionadamente y de la persona que menos esperes.

Sin motivo alguno, el rostro de Strachan McLeod pasó por la mente de Gisella. A ese paso, tendría que tomar a su amiga en serio, pensó la joven con cierta diversión.

– A lo mejor me enamoro del lord gruñón.

– Nunca se sabe -opinó Meg y Gisella rió.

Aún sonreía cuando colgó el auricular. No tenía intención de enamorarse de nadie en ese momento. Terminaría de escribir esa historia y después, pasaría un invierno tranquila, concentrada en su libro. Lo necesitaba.

Como le gustaba actuar con rapidez, se puso de pie y entró en el dormitorio. Todavía no había anochecido y si quería entrevistar a ese lord, sería mejor que lo hiciera de inmediato.

Abrió su maleta y sacó la ropa con impaciencia, mientras buscaba algo adecuado que ponerse. No creía que la ropa que llevaba en ese momento causara mejor impresión al lord de la que había causado a Strachan McLeod. De acuerdo con su carta lo más probable es que fuera un solterón de gustos conservadores, por lo que eligió una falda beigs, una blusa de seda y un suéter amplio. Contempló su imagen en el espejo, mientras se ponía unos pendientes de perla. Su apariencia era elegante y discreta. Segura de sus poderes de persuasión, Gisella estaba convencida de que con esa ropa no tendría dificultad para convencer al lord de que cambiara de opinión.

¿La aprobaría Strachan McLeod?

Ese pensamiento pasó por su mente y ella se apartó con impaciencia del espejo.

Sin embargo, resultaba difícil borrar la imagen de Strachan de su mente. Los profundos ojos azules, la línea firme de su rostro, sus manos fuertes… Los recuerdos no se apartaban de su mente. Se acercó más al espejo para pintarse los labios de color de rosa. Al delineárselos imaginó la curva sensual de la boca de él.

Sin poder evitarlo, recordó las palabras de Meg: «Te enamorarás de quien menos esperes».

Casi con enfado, tapó la barra de labios. No volvería a pensar en Strachan McLeod. Por supuesto que no lo haría.

Afuera, el cielo estaba gris y llovía. Gisella se cubrió con el impermeable, mientras corría hacia su coche. En el camino se había detenido en Crieston para comprar algo de comida y la parte posterior del coche todavía estaba llena de bolsas. Debía haberlas bajado antes pero como de costumbre, había estado demasiado impaciente por recorrer los alrededores antes que nada.

Tendría que bajar las bolsas cuando regresara. Se empaparía si lo hiciera en ese momento.

El Castillo Kilnacroish estaba marcado en el mapa que Meg le había mandado para encontrar el camino hacia la cabaña. Gisella lo colocó sobre el volante para orientarse, mientras la lluvia golpeaba el parabrisas. No parecía estar lejos. Si seguía de frente y después giraba a la izquierda, quizá habría algún letrero que indicara el camino.

Condujo despacio por el sendero angosto y se esforzó para ver a través de la lluvia la señal que Meg había marcado en el mapa. O no la vio, o su amiga no tenía idea de la distancia. Cuando decidió dar la vuelta y regresar, un vehículo viejo se detuvo ante su petición.

– ¿El Castillo Kilnacroish? -preguntó con lentitud el anciano-. Supongo que desea encontrar la entrada principal.

– La entrada más cercana estará bien -respondió Gisella y trató de no parecer impaciente.

– Hay un camino a través de la granja, a la derecha, hacia arriba, pero tiene muchos baches -observó el coche deportivo-. Será mejor que vaya por la entrada principal. Está sólo a unos kilómetros.

Como era típico en ella, eligió la ruta más cercana.

El anciano no había exagerado al decir que el camino estaba en mal estado. La lluvia había llenado todos los baches y los lados del camino, antes cubiertos de hierba, ahora estaban encharcados.

Gisella se mordió el labio cuando el coche pasó sobre un surco, y se arrepintió, no por primera vez, de haber cedido ante una decisión tan instantánea. Si el camino empeoraba, tendría que regresar. El anciano había dicho que más adelante hallaría una granja.

Se esforzó por ver a través del parabrisas, con la esperanza de que el granjero le permitiera dar la vuelta en su patio. Con seguridad, no todos serían tan antipáticos como Strachan McLeod.

Como si sus pensamientos lo hubieran conjurado, un Land Rover salió de una curva a gran velocidad, y apenas logró detenerse a tiempo. Como el camino era muy angosto, los vehículos quedaron uno frente al otro. Sobrecogida, Gisella observó al hombre que bajaba del Land Rover y que caminaba hacia ella.

¡Tenía que ser Strachan McLeod!

Bajó la ventana cuando él se inclinó para hablarle y se sintió en desventaja debido a que su coche era muy bajo. Él acercó su rostro al de ella y sus facciones le resultaron extrañamente familiares. Pudo notar la textura de su piel curtida y la forma en que el cabello crecía en sus sienes. Sus cejas oscuras estaban juntas, puesto que fruncía el ceño, y los ojos azules parecían tan poco amistosos como siempre. Tenía unas pestañas largas y negras y estaban mojadas por la lluvia.

– Tendrá que regresar.

No la saludó ni dijo «por favor». Gisella olvidó su decisión de impresionarlo con su encanto. Sus nervios, ya de punta debido al susto, se estremecieron por su cercanía.

– ¿Por qué no regresa usted? -preguntó.

Strachan contuvo la respiración y habló entre dientes.

– Porque tendría que dar marcha atrás como medio kilómetro, señorita Pryde, mientras que usted sólo se encuentra a unos metros del camino. ¿No le parece lógico?

– ¡De acuerdo -respondió ella con sarcasmo-, puesto que me lo ha pedido de tan buena manera!

Él la miró con enfado y ella se apresuró a dar marcha atrás. Se mordió el labio y se negó a mirar a Strachan mientras retrocedía por el camino. Su parabrisas trasero estaba sucio y la lluvia aún caía con fuerza, lo que impedía la visibilidad todavía más.

– ¡Maldición! -se dio cuenta demasiado tarde que se había salido del camino y caído en la cuenta. Las llantas giraron con furia, pero el coche se hundió más en el lodo.

La joven colocó la cara entre las manos. ¿Por qué tenía que suceder eso ahora, frente a él?

Levantó la mirada y se encontró con Strachan McLeod mirándola con impaciencia, así que se puso el impermeable y bajó del coche para enfrentarse a él.

– ¿Qué demonios hace ahora?

– Es obvio, ¿no lo cree? ¡Tomo la ruta pintoresca!

Él suspiró exasperado y Gisella notó con satisfacción que su coche se encontraba en un ángulo que impedía el paso del Land Rover. Sin duda, si él pudiera pasar, la dejaría allí sola para que se las arreglara como pudiera.

– No debería conducir por senderos como éste con un coche así -observó él y rodeó el vehículo para ver cuánto se habían hundido las llantas.

– Me han dicho que este era el mejor camino para llegar al castillo -indicó la joven y él la miró por encima del coche-. ¡No sabía que lo utilizaran como pista de carreras!

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Usted ha salido de es curva a toda velocidad. Si yo no hubiera ido tan despacio, habríamos tenido un choque fatal.

– Si no anduviera por aquí con un coche tan poco adecuado, yo no estaría perdiendo el tiempo ahora -replicó Strachan-. Creo que si quiero ir a algún sitio, tendré que ayudarla a sacarlo de ahí -suspiró de nuevo. Se quitó la gorra y se pasó una mano por el cabello-. Usted póngase al volante y yo empujaré.

A pesar de que Gisella deseaba rechazar su ayuda, subió de nuevo al coche y asió el volante con fuerza, mientras Strachan se inclinaba hacia adelante para empujar el coche. Después de unos segundos, él se enderezó y regresó al frente del coche. Asomó la cabeza por la ventanilla y señaló en voz baja:

– Ayudaría si pusiera en marcha el motor.

– Oh, sí… sí, por supuesto -respondió Gisella, furiosa consigo misma por ser tan tonta.

A pesar de los esfuerzos del hombre, el coche se negaba a salir del lodo.

Strachan se secó la lluvia del rostro y se enderezó de nuevo.

– Tendré que tirar de él. ¿Tiene una cuerda?

– Atrás, en algún sitio.

Cuando Gisella abrió la puerta trasera del coche, una avalancha de bolsas de plástico cayeron y esparcieron su contenido en el lodo. Un frasco de caviar, el aperitivo favorito de Gisella, cayó a los pies de Strachan. Él levantó los ojos hacia el cielo y se inclinó para recogerlo.

– Veo que ha traído lo más esencial.

Gisella recogió los comestibles con rapidez y los metió en las bolsas. Sentía que lo odiaba y estaba convencida de que todo había sido culpa de él.

Al fin encontró la cuerda y la ataron al Land Rover. La joven suspiró con alivio cuando el coche se deslizó despacio, salió del lodo y quedó de nuevo en el camino. Strachan desató la cuerda y la siguió, mientras ella daba marcha atrás y recorría los últimos metros del sendero.

Strachan le devolvió la cuerda y comentó con tono áspero:

– Sugiero que tome unas lecciones para aprender a conducir marcha atrás antes de volver a aventurarse en un sendero como este.

Gisella le arrebató la cuerda de la mano.

– Si mantuviera su sendero en mejor estado, no habría problema. Me sorprende que el lord no diga nada al respecto.

– El lord tiene cosas mucho más importantes de que preocuparse -respondió Strachan. La joven no notó el brillo divertido en sus ojos pues estaba colocando la cuerda en la parte trasera del coche-. ¿Por qué desea verlo? Supongo que por eso se dirige al castillo.

– No es asunto suyo -respondió Gisella y cerró con fuerza la puerta.

– Como guste, pero puedo decirle que ahora él no está allí.

– Prefiero averiguarlo por mí misma -replicó ella, con tono cortante-. ¿Falta mucho para llegar al castillo?

– Un par de kilómetros, pero le aconsejo que dé la vuelta y utilice la entrada principal.

– Puedo arreglármelas muy bien sin su consejo, gracias -respondió la joven. Casi había decidido hacerle caso, pero de pronto cambió de opinión.

– Será mejor que no esté en el camino cuando yo regrese -le advirtió Strachan. Caminó hacia el Land Rover y un momento después se alejó a gran velocidad y sin mirar atrás.

Gisella esperó hasta que él desapareció y condujo con decisión por el sendero. No se encontró con más coches, pero cuando llegó al final del camino, el flamante coche rojo estaba totalmente cubierto de lodo. Pasó junto a una granja, que supuso sería de Strachan, y un poco después condujo entre unos árboles hacia las caballerizas y edificios exteriores del castillo.

Llovía tanto que no le sorprendió no ver a nadie en los alrededores. Avanzó con precaución por el patio y detuvo el coche bajo un árbol. Permaneció sentada por un momento, mientras observaba el castillo.

Era un edificio imponente, con torres redondas y torretas como de cuento de hadas, que le daban un aire misterioso. Después de la primera impresión de grandeza, notó que el castillo necesitaba arreglos importantes y que lo que alguna vez debía haber sido un hermoso jardín, ahora estaba cubierto de hierba.

Más allá del jardín, el bosque rodeaba al castillo y lo protegía de los vientos fríos que llegaban de las montañas que se encontraban detrás.

Bajó del coche, cerró la puerta y miró hacia los altos muros de piedra. Se sentía extrañamente atraída. La sensación de pasado era muy fuerte. ¿En cuál de las angostas ventanas habría brillado la vela de lady Isobel? ¿Qué sentiría ella cuando mirara desde su torre? No resultaba difícil comprender que hubiera surgido una leyenda alrededor de ese castillo. Si entrecerraba los ojos, casi podía ver gente por las almenas…

No podía pedir un sitio más evocador; sin embargo, todavía no podía pensar en cómo escribir su historia. Primero tenía que convencer al lord.

La grava crujió bajo sus pies mientras se dirigía hacia la enorme puerta de roble. Tocó con fuerza la vieja campana, para ocultar momentáneamente su nerviosismo. El sonido de la campana produjo un eco tenebroso. No obstante, la puerta fue abierta por una mujer regordeta con apariencia alegre, que tenía puesto un delantal.

La mujer le dijo que el lord no estaba, pero que no tardaría. Strachan McLeod tenía razón sobre eso. Cuando Gisella preguntó si podía esperarlo, la mujer se presentó como la señora Robertson, el ama de llaves, y ofreció conducirla hasta la biblioteca.

– Allí se está mejor -dijo y después la llevó a través de un amplio vestíbulo con baldosas y muros altos de piedra, decorados con cabezas de venado de astas enormes y tapices decolorados. Una gran escalera conducía hasta una galería que se extendía a lo largo del vestíbulo.

Todo tenía una apariencia descuidada y hacía mucho frío. Gisella miró a su alrededor con curiosidad. Una armadura que estaba junto a la puerta atrajo su atención. Se acercó y levantó la visera para mirar hacia el interior, pero se apartó de inmediato al recordar dónde estaba.

La biblioteca era muy acogedora. El calor que allí se sentía era muy agradable después del penetrante frío del vestíbulo. La señora Robertson atizó el fuego de la chimenea, después se marchó y regresó al poco tiempo trayendo una bandeja con el servicio de té.

– Tengo que irme ya -anunció-. Sin embargo, el lord no tardará mucho. Tal vez pueda decirle que he dejado su cena en el horno, pero tendrá que calentarla como es debido.

La joven no sabía muy bien cómo introduciría ese comentario doméstico en su charla con el lord, pero prometió que le daría el mensaje.

Cuando se quedó sola, bebió el té frente a la chimenea. Después, aún con la taza y el plato en la mano, se acercó a inspeccionar la estantería.

Había una variedad extraordinaria de libros. Con la cabeza inclinada para leer los títulos, recorrió la larga hilera de libros y se preguntó si habría alguno sobre la historia del castillo que pudiera pedir prestado.

Sus ojos quedaron fijos en un libro encuadernado en piel y leyó las letras doradas apenas visibles. Era un libro sobre Kilnacroish.

Estaba sacándolo del estante con la mano desocupada, cuando escuchó detrás de ella una voz familiar.

– ¡Veo que ya está husmeando!

Gisella se volvió de inmediato y casi derramó el té.

Strachan McLeod estaba de pie en la puerta. Sin la gorra ni la chaqueta parecía más joven y fuerte. Llevaba puesto un suéter azul casi del mismo color que sus ojos. Notó con sorpresa que él sólo tenía los pies cubiertos por calcetines y pensó que con seguridad se le habían enfriado al caminar sobre las losetas.

– ¿Qué está haciendo…? -empezó a preguntar, pero se detuvo. Bran apareció en la puerta, detrás de él, y se dirigió hacia ella, sin dejar de mover la cola, en señal de reconocimiento.

Gisella miró al perro y después a Strachan. Después de un silencio, logró hablar.

– ¿Acaso es…? -no pudo terminar la pregunta, al comprender la verdad.

– Lo soy -respondió Strachan y sonrió. Luego cerró la puerta y se acercó a la chimenea. Extendió un pie hacia el fuego y miró a la joven por encima del hombro.

Ella todavía se encontraba de pie junto a la librería, con la taza en la mano.

Sintió toda una serie de emociones turbulentas: impresión fuerte, vergüenza, enfado consigo misma por su tontería, y con él por disfrutar de su humillación.

Bran, que se encontraba de pie a su lado, movía la cola, sin que ella le prestara atención. Al fin se dio por vencido y se echó junto a la chimenea.

Gisella apenas lo notó, pues se sentía muy perturbada por la presencia inesperada de Strachan McLeod. Su corazón dio un vuelco cuando sus ojos se encontraron, los de ella con mirada consternada, los de él con expresión divertida.

– ¿Por qué no me ha dicho que era el lord de Kilnacroish? -preguntó ella al fin y dejó la taza con cuidado sobre un anaquel.

Strachan se encogió de hombros antes de responder.

– ¿Por qué debía hacerlo? No es culpa mía si no ha llevado a cabo una investigación adecuada. Pienso que lo menos que debía haber hecho era investigar mi nombre.

Gisella maldijo mentalmente la historia Wightman. De no haber estado trabajando en eso, habría tenido tiempo de prepararse para esta visita.

– Dejó que pensara que era sólo un granjero -lo acusó y recuperó de inmediato la postura.

– Soy «sólo un granjero», como usted dice -respondió él con ironía-. Como quizás haya notado debido al estado en que se encuentra el castillo, no puedo contratar a un capataz, por lo que atiendo la propiedad yo mismo. El que sea lord de Kilnacroish es algo sin importancia. Lo utilizo lo menos posible.

– Lo utilizó en la carta que me escribió -le recordó la joven.

– Supuse que alguien como usted no prestaría demasiada atención a mi mensaje si pensaba que lo había escrito sólo un patán torpe.

– ¡No pienso que los granjeros sean patanes o torpes!

– ¿En serio? No se me hubiera ocurrido, de acuerdo con su comportamiento de esta tarde. Me ha parecido que le iba a venir muy bien quedar como una tonta.

Gisella se sonrojó.

– ¡Entonces, sabía quién era yo!

– Al principio, no, pero cuando mencionó sus artículos, recordé donde había visto su nombre. Reconozco que no esperaba verla. Pensé que mi respuesta a su petición había sido bastante clara.

– Oh, sí, tan clara como el cristal -respondió ella con sentimiento.

– Entonces, ¿por qué está aquí? ¿Puedo adivinarlo?