142751.fb2 Entre llamas de pasi?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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Capítulo 4

La suerte de Gisella terminó. Casi había llegado al sendero cuando el Land Rover apareció por la curva y sus faros iluminaron el frente del castillo. Enfurecida por el frío y el dolor, la joven trató de ocultarse en la oscuridad, con la esperanza de que Strachan no se percatara de su presencia.

Él no notó que ella estaba allí, pero Bran sí, y sus ladridos lo hicieron detenerse en la puerta. Cuando se volvió, vio que el perro lamía un bulto con entusiasmo.

Gisella se dio por vencida cuando Bran la encontró. Se dejó caer de espaldas sobre la hierba, demasiado cansada incluso para evitar que el perro la lamiera.

Escuchó que Strachan se acercaba y dejaba escapar una exclamación al verla. Él apartó al perro, se arrodilló junto a ella, y cuando le tomó la muñeca, Gisella abrió los ojos.

Había pensado fingir que estaba inconsciente, pero comprendió que no podría engañar por mucho tiempo a Strachan McLeod.

El tenía una linterna y la enfocó sobre ella. Cuando la luz iluminó el cabello rubio y el brillo de sus ojos, el lord dejó escapar un suspiro de alivio. Le soltó el brazo y la miró a la cara.

– Desearía que me explicara lo que está haciendo aquí -sugirió cuando ella permaneció callada.

– Me he torcido el tobillo.

– Eso no responde a mi pregunta.

Gisella se sentó y se encogió por el dolor que sintió en el pie.

– Sólo deseaba ver de nuevo el castillo.

– Oh, ¿eso deseaba? Supongo que no se le ha ocurrido pensar que está invadiendo propiedad privada. ¿O acaso sólo está dando un paseo?

– No creí que le importara si yo venía y miraba el castillo desde fuera.

– ¡Está oscuro! -exclamó Strachan, exasperado.

– La leyenda dice que la vela luce en la ventana por la noche -señaló ella. Los dientes le castañeteaban-. No tiene sentido venir a buscarla a plena luz del día.

– No tiene ningún sentido venir aquí -opinó él-. ¿Cuántas veces tengo que decírselo? Es sólo un mito.

– Lo sé -respondió Gisella y trató de conservar un poco la dignidad-. ¡No esperaba con exactitud ver una vela! Sólo trataba de sentir la atmósfera -era la verdad, aunque no toda-. No puedo escribir el artículo si no conozco el ambiente y tampoco si no veo la Torre Candle.

Strachan levantó los ojos hacia el cielo.

– Sólo usted tendría el valor de importunarme cuando está fría, mojada y lesionada y además después de atraparla en mi propiedad -movió la cabeza y la miró-. Creí que había comprendido. Tendrá que conformarse con describir la atmósfera desde el exterior. ¡Con seguridad ya la ha absorbido lo suficiente mientras ha permanecido acostada aquí! Ha tenido suerte de que Bran la haya visto, de lo contrario, habría pasado toda la noche a la intemperie. Espero que le esté agradecida.

Gisella miró al perro, que movía la cola. De no haber sido por él, Strachan nunca se habría enterado de que ella estaba ahí.

– En este momento no me siento muy agradecida -respondió ella.

– Debería estarlo. No me sorprendería que esta noche hiciera mucho frío. Podría haber enfermado -empezó a llover con fuerza. Él la miró y suspiró-. Será mejor que la lleve adentro.

– Estaré bien -aseguró Gisella con terquedad-. No deseo invadir de nuevo su preciosa intimidad.

– No sea tonta -Strachan habló como si ella fuera una niña-. Está empezando a llover con fuerza -se enderezó y se inclinó para ayudarla a levantarse. Su mano era fuerte. La colocó en el codo de ella y la joven agradeció la ayuda para sostenerse sobre un pie.

Él la miró con enfado y comentó, después de una pausa:

– No llegará muy lejos de esa manera -antes de que ella supiera lo que sucedía, la colocó sobre su hombro y caminó hacia la puerta, con Bran siguiéndolos.

Colgando sobre su hombro, Gisella se sintió humillada. Era muy consciente del brazo masculino contra la parte posterior de sus rodillas.

La biblioteca estaba iluminada sólo por el tenue brillo del fuego de la chimenea cuando Strachan abrió la puerta con el hombro y colocó a Gisella en un sillón. ¡Nunca le había parecido una habitación tan cálida y acogedora! El lord se apartó para encender una lámpara de mesa, antes de arrojar un par de leños al fuego. Luego observó el rostro pálido de la joven.

– Necesita entrar en calor -comentó. Los ojos grises de ella parecían enormes mientras se encontraba acurrucada en el sillón, entumecida por el frío y tensa por la vergüenza-. Será mejor que, para empezar, se quite la ropa.

– No creo… -empezó a decir ella, pero él la interrumpió.

– Créame, la seducción es lo último que pasaría por mi mente, si es eso lo que la preocupa. Por primera vez en su vida, ¿por qué no trata de pensar con sensatez? Necesita calentarse y secarse -se dirigió a la puerta, antes de que Gisela tuviera oportunidad de responder-. Iré a buscar algo para que se tape.

Cerró la puerta y dejó a la joven frustrada. ¡Lo peor de todo era que él tenía razón! Ella estaba temblando cuando se inclinó para quitarse la bota alta del pie sano. La dejó caer en el suelo y se inclinó para quitarse la otra.

Cuando Strachan regresó con un albornoz, la encontró más blanca que nunca y con expresión de dolor, mientras trataba de quitarse la bota del tobillo hinchado.

– ¿Qué está haciendo? -preguntó y cruzó la habitación con dos pasos. Le retiró las manos del calzado-. ¿Es usted masoquista? Habrá que cortarla.

– ¡Oh, no! -gimió Gisela-. ¡Son italianas!

– Bueno, podemos cortarle el pie, si desea conservar la bota -sugirió él y sacó unas tijeras del bolsillo de su chaqueta-. Pensé que las necesitaríamos -con una pierna empujó hacia adelante un taburete y se sentó frente a la joven-. Déme su pie -ordenó. Se remangó el suéter y dejó a la vista unos brazos fuertes, cubiertos de vello fino y oscuro.

Gisella extendió la pierna y él la colocó sobre su rodilla. Luego empezó a cortar la bota.

– Las compré en Milán -comentó Gisella con tristeza y se encogió de dolor cuando él liberó su tobillo hinchado.

– Veo que le gustan los zapatos frívolos -opinó Strachan y miró con enfado la bota rajada-. No comprendo como se puede pagar tanto por algo tan inútil. ¡Botas de color turquesa! ¿Qué utilidad tienen?

– Son muy cómodas -aseguró Gisella a la defensiva-. Las he usado mucho.

– Si planea quedarse aquí, sugiero que se compre unas botas de goma. Los zapatos de tacón alto y las botas turquesa están muy bien para la ciudad, pero en el campo no la llevarán muy lejos.

– ¡No deja de repetir eso! -exclamó la joven.

– También sería sensato que usara ropa adecuada -añadió él-. ¿Esperaba no pasar frío con esto? -señaló los ajustados pantalones verdes que ella vestía y la camiseta azul brillante y movió la cabeza con incredulidad-. ¡Y sólo esa ligera cazadora encima!

– Había pensado echar un vistazo rápido y regresar a la cabaña de inmediato -explicó Gisella-. No esperaba pasar horas tumbado sobre el césped.

– ¿Y quién tiene la culpa de eso?

– He caído en un hoyo de conejo. Su prado está lleno de agujeros -lo acusó-. ¿Por qué no lo arregla?

– Arreglar el prado para que los intrusos no caigan en los hoyos de conejo no es una de mis prioridades por el momento -respondió él con enfado-. Todavía no he hecho ni la mitad de las cosas que necesitan hacerse con urgencia.

La joven lo observó mientras él recogía la bata y las tijeras y se ponía de pie. Por primera vez, notó las líneas de cansancio alrededor de sus ojos.

– La dejaré para que se quite la ropa -anunció él y se dirigió a la puerta.

– Seguro que dice eso a todas las chicas… -murmuró Gisella y calló, cuando el lord la miró.

– Iré a buscar una venda -fue lo único que él dijo.

Tan pronto como salió, Gisella se quitó la ropa mojada, la colgó sobre la rejilla protectora de la chimenea y regresó a la pata coja al sillón y se envolvió con el albornoz. Estaba suave y usado y se preguntó si sería de Strachan. Ese pensamiento la hizo ruborizarse.

Bran la había estado observando desde la chimenea. Cuando ella se acomodó de nuevo en el sillón, el perro se acercó, se echó a su lado y apoyó la cabeza sobre su rodilla. La joven lo miró y sonrió. Era difícil rechazar a un animal que estaba decidido a hacerse querer.

– En realidad, no me gustan los perros -murmuró, pero su mano acarició la cabeza del can. Bran entrecerró los ojos y suspiró-. Supongo que eres simpático. Al menos, eres amistoso, no como tu amo.

– Veo que ya tiene compañía -la voz seca del lord llegó desde la puerta y Gisella dio un respingo. Se ruborizó al comprender que él la había escuchado-. Nunca lo había visto hacer eso -Strachan se introdujo en la habitación y cerró la puerta para que no entrara el frío del vestíbulo-. Parece que le agrada mucho.

– Sobre gustos no hay nada escrito -respondió la joven.

Él acercó más el taburete y le indicó que apoyara la pierna en él. Después de un momento de titubeo ella obedeció, no sin antes cerrarse bien el albornoz. Strachan le dirigió una mirada irónica, pero no hizo comentario alguno. Tomó la pantorrilla con la mano y exploró el tobillo hinchado con los dedos. Su toque era impersonal, pero Gisella era muy consciente de sus fuertes manos. Eran manos de granjero, duras, callosas y muy hábiles. La joven sintió que su piel ardía bajo su contacto. Si las sentía tan perturbadoras en el pie, ¿qué sentiría si se deslizaran por su pierna hasta llegar al muslo?

No pudo evitar dejar escapar un gemido ante ese pensamiento y Strachan levantó la mirada de inmediato.

– ¿Le ha dolido?

– Un poco -respondió ella con voz ronca. El tobillo le palpitaba.

– Está muy hinchado, pero no tiene nada roto. Lo vendaré y estará bien en unos días.

– Gracias -dijo ella, con torpeza.

Él inclinó la cabeza al recoger la venda de la alfombra y empezar a enrollarla con cuidado alrededor del pie de Gisella. Lo único que ella podía ver era su mejilla y su mandíbula.

El roce de sus dedos le despertaban sensaciones extrañas. La joven luchó por controlarse, pero cuando Strachan deslizó la mano debajo de la pantorrilla para moverla un poco, ella no pudo evitar estremecerse.

Él percibió su reacción porque levantó la vista. Sin poder mirarlo a los ojos, ella se volvió hacia Bran y sintió que la mirada de él se deslizaba hasta su rodilla y se detenía en los dedos de los pies, cuyas uñas estaban inmaculadamente pintadas. Strachan movió la cabeza.

– ¡No me lo diga! -exclamó Gisella, antes de que él hiciera un comentario sarcástico-. Las uñas de los pies pintadas no son apropiadas para el campo.

– Está aprendiendo -dijo Strachan y continuó vendándola-. Tengo que decir que no entiendo qué sentido tiene pintarse las uñas -su mirada quedó fija en la boca de ella-. ¿Se ha pintado los labios sólo para caminar por el bosque? -preguntó de pronto.

– ¿Por qué no debería hacerlo?

– ¿Esperaba encontrarse con alguien?

– Me he encontrado con usted -respondió ella.

– Creo que necesitaría mucho más que un toque de lápiz labial para hacerme cambiar de opinión.

– ¡Me sorprende! -exclamó la joven con ironía-. De cualquier manera, lo que usted piense no es lo que cuenta.

– ¡Oh! ¿Qué es lo que cuenta, entonces?

– Mi amor propio -respondió ella de inmediato-. Me sentiría desnuda si no estuviera maquillada.

– ¿Y cómo ha reaccionado su amor propio cuando se ha caído en el agujero de conejo?

Gisella le dirigió una mirada de desagrado.

– ¿Por qué la gente del campo se siente siempre tan superior? ¿Qué importa si me pinto o no los labios? Creo que la gente del campo se siente intimidada con cualquier detalle sofisticado. Ven con sospecha a cualquiera que no use sus botas de plástico.

– ¡Qué tontería! -exclamó Strachan.

– Es verdad. ¿Por qué si no ha levantado tanto alboroto por mis zapatos?

– Si piensa que me intimida, está en un error -replicó él y ató los extremos de la venda-. Puedo asegurarle que en este momento no tiene una apariencia muy sofisticada.

Estas palabras hicieron que la joven se mirara las manos. Las tenía sucias por haberse arrastrado por la hierba, y podía imaginarse la apariencia de su cabello, pues lo sentía húmedo y despeinado.

Strachan se puso de pie, le colocó la pierna sobre el banco y comentó:

– ¡No ponga esa cara de horror! No es el fin del mundo si no tiene la apariencia de haber salido de una revista de moda -sirvió dos copas de whisky y le dio una-. En realidad, creo que lo prefiero así.

Gisella se quedó sin aliento cuando sus ojos se encontraron. Se miraron durante un momento, antes de que Strachan se volviera. Él se sentó en un sillón, al otro lado de la chimenea y fijó la mirada en su whisky. Giró la copa despacio, entre las manos. La luz del fuego iluminaba su rostro y suavizaba sus facciones. La atmósfera era un poco tensa…

¿Por qué le latía con tanta fuerza el corazón? No la había impresionado el cumplido, sino la mirada extraña de los ojos de Strachan al observarla.

Miró con desesperación su propia copa, pero sin dejar de mirar de reojo al lord. Él tenía una boca firme que formaba una línea fría. Gisella se estremeció.

Todo estaba en silencio. Strachan tenía una apariencia remota y el ceño fruncido. Gisella se preguntó en qué pensaría. ¿Cuántas noches se sentaría ahí acompañado sólo por Bran? ¿Se preocuparía por la propiedad y por el castillo que se desmoronaba a su alrededor?

La joven tiró con suavidad de una oreja del perro y pensó que Strachan cerraría las viejas cortinas de terciopelo, cuando tuviera a alguien con él, en especial, a alguien amado…

Sorprendida por sus pensamientos bebió un trago de whisky sin pensar y se atragantó al sentir que le quemaba la garganta.

– ¡Con calma! -exclamó Strachan-. Este es mi mejor whisky.

Al menos, ese incidente había roto el silencio. Él ya no parecía remoto, sólo cansado e irritable.

Después de un momento, preguntó:

– ¿Siente ya más calor?

¿Calor? ¡Se sentía arder!

– Sí, gracias -respondió.

– ¿Comprende la tontería que ha hecho viniendo vestida de esa manera? ¡Quien sabe lo que habría sucedido si Bran no la llega a encontrar!

– Habría llegado a casa de alguna manera -respondió la joven, con el usual tono de desafío.

– Podría haber muerto a la intemperie -indicó él y la ignoró-. La próxima vez que entre en propiedad ajena, lleve ropa más cálida.

– No tengo la costumbre de torcerme el tobillo -Gisella suspiró.

– Dígame, ¿ese artículo suyo merece de verdad todo este esfuerzo? -preguntó él-. Ha tenido que esperar en la oscuridad, casi se congela y no podrá caminar bien durante unos días. ¡Esa historia no puede ser tan importante! ¿Por qué no acepta un no como respuesta y se da por vencida?

– No puedo hacerlo -respondió ella-. Me han encargado esta serie y no puedo fallarle a la revista. De mí dependen otras personas y si no presento lo que prometí, no volveré a tener otro encargo. Acabo de empezar a trabajar por mi cuenta y no puedo quedar mal. Además, una vez que te enteras de una historia, no la puedes olvidar. Deseo saber lo que origina toda esa superchería sobre la Torre Candle y lo averiguaré.

– ¿Y si digo que no podrá?

– Lo averiguaré de alguna manera -aseguró ella con terquedad.

Los labios de Strachan se curvaron con enfado.

– ¡Cómo un perro detrás de un hueso! ¿Por qué lo hace?

– Ya se lo he dicho -Gisella se encogió de hombros-. Es mi trabajo y deseo hacerlo bien.

– Debe tener otros motivos -opinó Strachan-. ¿No desea nada más? ¿No piensa casarse, tener hijos?

La joven fijó la mirada en el fuego.

– Sí, algún día. Pero aún no he conocido a nadie con quien desee casarme. Quizá nunca le he dado a nadie una oportunidad; durante los últimos años, he estado totalmente dedicada a mi carrera -hizo una pausa-. Supongo que lo que deseo en realidad es seguridad.

– Parece extraño que una joven como usted desee seguridad -comentó él, como si sintiera curiosidad.

– Sólo dependo de mí -explicó ella-. Mis padres murieron en un accidente de coche cuando yo tenía diecisiete años y no me dejaron dinero, sólo recuerdos. Hice un esfuerzo para graduarme y después, para conseguir un empleo. Mi carrera constituye una seguridad -dudó y se preguntó por qué le estaba contando todo eso. Sin embargo, continuó-. Cuando uno está solo, tener una casa propia es muy importante. Al menos, para mí. Trabajé duro con el fin de poder comprar un apartamento. Ahora lo tengo y soy independiente. Me gusta ser reportera. Es muy gratificante trabajar en un periódico y estar lista para dejar todo y salir sin previo aviso, pero empezaba a estar cansada. Deseo escribir una novela y el trabajar por mi cuenta me da la libertad para hacerlo.

Miró a Strachan y lo sorprendió observándola con expresión extraña, como si hubiera notado en ella una vulnerabilidad debajo de esa fachada de independencia y sofisticación.

– Sé lo que es estar solo -dijo él-, y sé lo importante que es un hogar. Es cierto que no tuve que trabajar para comprar el mío, pero he tenido que luchar mucho para conservarlo.

– Podría venderlo -señaló Gisella, aunque le resultaba imposible imaginar a Strachan en otro ambiente.

– No. Fue difícil al principio, pero me esforcé mucho para conservar el castillo y no puedo darme por vencido ahora.

Era evidente lo mucho que significaba para él ese edificio frío y en mal estado. La joven comprendió que él no se debía abrir de esa manera con frecuencia.

– ¿Es verdad que duerme en la Torre Candle? -preguntó, siguiendo un impulso.

– Sí -los ojos azul oscuro brillaron con una mezcla de exasperación y diversión, lo que ya resultaba familiar para ella.

– ¿Nunca piensa en lo que sucedió en esa habitación? -Gisella se inclinó hacia adelante-. Después de todo, Isobel fue su antepasada. Debe de sentir algo de ella ahí.

– ¿Es esto una entrevista? -preguntó él con ironía.

– No -ella lo miró a los ojos-. Dijo que no deseaba ser entrevistado, por lo tanto, no lo haré. Sin embargo… estoy interesada. Pienso que si yo durmiera ahí, siempre pensaría en Isobel. No como en un fantasma -se apresuró a agregar-, sino que trataría de imaginar lo que ella sintió. Debió de sentir frío y soledad.

– Y deslealtad -agregó Strachan-. Le aseguro que no siento compasión de una mujer infiel -su expresión parecía indicar que pensaba en su propio compromiso roto. Gisella sintió algo parecido a los celos.

– No lo había pensado de esa manera -comentó-. En todos los libros que he leído siempre es presentada como una heroína.

– Sí, pobre Isobel -dijo Strachan con tono burlón-. Pobre Isobel, tan rica y hermosa, con nada mejor que hacer que engañar a su marido y tentar a otro hombre.

– Tal vez lo amaba de verdad -sugirió Gisella-. Debía estar muy enamorada para arriesgarse tanto.

– ¿Eso es lo que piensa que es el amor, Gisella? ¿Jugar con la vida de un hombre? Para ella fue un juego colocar una vela en la ventana y permitir que él arriesgara su vida. Si lo hubiera amado, lo habría dejado en paz -Strachan terminó su whisky y dejó la copa en el suelo-. Es una vieja historia. ¿Por qué le interesa tanto?

– No estoy segura -contestó Gisella-. Trata del amor, la muerte y la traición. Todos esos son temas universales.

– No es necesario irse hasta el siglo catorce para encontrar una historia sobre amor, muerte y traición -comentó él con amargura-. Hay mucho de eso en el siglo veinte.

La joven lo observó y se preguntó por qué sentiría él tanta amargura.

– En realidad, sólo me interesa saber por qué esas historias siempre hablan de fantasmas -hizo una pausa-. ¿En qué momento dejan de ser historias y empiezan a ser leyendas? Pienso que puede explicarse con lógica, si uno explora bien el lugar… -dejó de hablar cuando Strachan negó con la cabeza.

– Si está intentando que le permita entrar en la torre, puede ahorrarse la charla -indicó él-. Por lo que respecta a mí, es sólo una habitación y no deseo que sea descrita con detalle sólo para entretenimiento de sus lectores.

– Ellos no sabrían que es su habitación…

– He dicho que no.

– Sería fácil librarse de mí sólo permitiéndome echar un vistazo -declaró ella-. Sólo una ojeada -suplicó.

– Sería mucho más fácil sacarla por la puerta principal -respondió él-. ¡Eso haré, si no tiene cuidado!

Gisella suspiró. La intransigencia de Strachan despertaba más su curiosidad. El llegar hasta la torre se había convertido en un desafío.

– No se preocupe, me iré -lo tranquilizó ella-. Sin embargo, ¿podría utilizar el cuarto de baño? -pensó que de ese modo, quizá podría husmear un poco a su alrededor.

La guió a través del vestíbulo de piedra y por un pasillo. Gisella se apoyaba en su brazo.

– Hay algunos bastones detrás de la puerta -comentó él, cuando le mostró una habitación enorme.

– Oh, gracias. Bueno, no me espere. Yo regresaré a la biblioteca -indicó ella y cerró la puerta. ¡Perfecto! Se apresuró a ponerse su ropa, que ya se había secado frente a la chimenea.

La habitación era muy grande. Las paredes estaban cubiertas de tela roja con dibujos de escenas de cacería. Gisella necesitó un bastón para llegar hasta el retrete, donde tiró de la cadena. El rugido resultante la ensordeció y observó temerosa la cisterna. Lo último que deseaba era que Strachan golpeara la puerta para saber lo que le había hecho a su instalación sanitaria. Ésta parecía funcionar bien, a pesar de todo, por lo que Gisella fue cojeando hasta la puerta.

Colocó la oreja contra ella y trató de escuchar si Strachan estaba afuera, pero la puerta era muy gruesa y además, el ruido de la cisterna no le permitía oír nada.

Gisella abrió la puerta con cuidado y miró hacia los dos lados del corredor. El camino parecía despejado. Seguramente, Strachan había regresado a la biblioteca, pensó y fue lo más rápido que pudo hacia la escalera de piedra que se encontraba al final del pasillo. Casi había llegado cuando una voz seca la detuvo.

– La biblioteca no está en esa dirección, Gisella.

Ella se detuvo en seco y suspiró. Se volvió despacio. Strachan estaba apoyado contra el arco que comunicaba con el vestíbulo. Tenía los brazos cruzados y una expresión divertida y maliciosa…

Después de un momento, añadió:

– He hecho bien en quedarme por aquí. Es fácil desorientarse con tantas puertas.

Gisella lo miró con resentimiento y fue cojeando hacia él.

– Debes poner letreros si no deseas que la gente se extravíe -comentó, tuteándolo también.

– La mayoría de la gente que viene, no me importa que recorra la casa -indicó él, cuando ella llegó a su lado-. Sólo pongo objeción a ciertas personas.

– En ese caso, ¿por qué no abres el castillo al público? -preguntó la joven e ignoró las últimas palabras de él. Cruzaron el vestíbulo-. Eso produciría ganancias.

– Sí, pero esta parte de Escocia no está en la ruta turística. Dudo que viniera mucha gente. Al menos, no la suficiente para justificar todo el trabajo que tendría que realizar para que el castillo estuviera presentable.

– No tendrías que hacer mucho -opinó Gisella-. Así está muy romántico.

Strachan le abrió la puerta de la biblioteca.

– Es la segunda vez que hablas de romanticismo. Pensaba que las periodistas eran poco románticas.

– No soy romántica -replicó ella-. Sin embargo, la gente lo es. Muchos adorarían pasar unos días en un viejo castillo como este.

– Entonces, ¿crees que debería recibir huéspedes que me pagaran?

– ¿Por qué no? El castillo tiene mucha historia. Incluso el baño es antiguo.

Strachan sonrió y, como había sucedido con anterioridad, Gisella no estaba preparada para el efecto de esa sonrisa.

– Es una obra de arte. Se necesita al menos una hora para que la cisterna se llene. No creo que los huéspedes se impresionen mucho con la instalación sanitaria.

– Podrías anunciarte como el hospedaje más incómodo del mundo -sugirió la joven-. Estoy segura de que a mucha gente le encantaría. Los huéspedes podrían dormir en una habitación húmeda, traer su propio balde para recolectar el agua de lluvia que se filtra por el techo, visitar habitaciones hechizadas… esa clase de cosas durante un fin de semana.

– Y también tendrían que comer mi comida… ¡Sería un fin de semana memorable!

Ambos rieron y sus miradas se encontraron. Dejaron de reír de pronto, como si recordaran al mismo tiempo que no debían agradarse.