Se hizo un silencio. De pronto, Gisella fue muy consciente de la fuerza de Strachan. Deseó que él riera de nuevo.
– Yo… debo pedir un taxi por teléfono -murmuró.
– No es necesario. Yo te llevaré a tu casa.
Él parecía enfadado y la voz de la joven sonó aguda, debido a la manera en que él rió y no a su brusquedad.
– ¿Quieres decir que deseas acompañarme?
– Al menos de esa manera estaré seguro de que te has ido -respondió él.
El antagonismo surgió de nuevo entre ellos mientras iban hacia la cabaña. Strachan bajó del Land Rover sin hablar. Intentó cogerla en brazos pero ella protestó.
Él dijo con impaciencia:
– ¡Vamos, Gisella! ¡Ya me has hecho perder bastante tiempo!
La levantó sin ceremonias y ella se vio obligada a colocar los brazos alrededor de su cuello. Sus rostros quedaron muy cerca y, ella desvió la mirada con decisión, mientras Strachan trataba de abrir la puerta.
– Está cerrada con llave -dijo ella con voz tensa y trató de controlar su pulso.
– Muy sensata -comentó él-. Uno nunca sabe quién va a merodear por la casa -sus ojos se encontraron un momento, pero ella fue la primera en apartar la mirada-. ¿Tienes la llave?
Ella sacó la llave del bolsillo de su chaqueta y se la entregó. Strachan abrió la puerta y llevó a la joven hacia el interior donde encendió la luz con el codo. Colocó a Gisella sobre el pie sano y la sostuvo por el brazo, para que no perdiera el equilibrio.
– Al menos, con el tobillo así, no te sentirás tentada para ir a ningún otro sitio esta noche.
Estaban de pie, muy cerca. De pronto, el corazón de Gisella empezó a latir con tanta fuerza que estaba segura de que él podía oírlas. Parte de ella quería alejarse de él, darle las gracias con cortesía y despedirlo. La otra parte sentía esa mano segura y fuerte, el pecho amplio y deseaba apoyarse en él.
La joven sintió la boca seca y levantó la cabeza. Strachan la observaba. Su mirada resultaba imposible de descifrar. Por un momento, su mano se tensó en su codo, como si estuviera a punto de atraerla hacia él, pero la soltó y se alejó de pronto. Strachan añadió:
– Será mejor que me vaya -salió y cerró la puerta con fuerza.
Esa noche Gisella tardó mucho tiempo en conciliar el sueño. Se movió de un lado al otro con inquietud, golpeó la almohada, arrojó la manta al suelo y después la colocó de nuevo sobre la cama. No lograba acomodarse.
Se dijo que todo se debía a que le dolía el tobillo o a que estaba acostumbrada a dormir bajo un edredón y no bajo pesadas mantas. No obstante, en el fondo sabía que era otro el motivo. El recuerdo de los ojos azules de Strachan y el brillo de su sonrisa no se apartaban de su mente.
El había sido brusco y desagradable con ella, odiaba a los periodistas, no le había permitido quedarse en la Torre Candle y pensaba que era torpe y molesta… entonces, ¿por qué se había sentido tan a gusto cuando estaba sentada en esa biblioteca tibia, con el perro a sus pies?
Se volvió hacia el otro lado y se cubrió con las sábanas. Era periodista y deseaba entrar en ese castillo para escribir su artículo, eso era todo. Una vez que lo terminara, no le importaría si no volvía a ver a Strachan ni a su enorme perro.
Por la mañana aún le dolía el tobillo y lo tenía hinchado. Sin embargo, estaba ansiosa por averiguar más sobre la historia del Castillo Kilnacroish, así que llamó por teléfono a Meg y la convenció para que la llevara a Crieston. Como era el pueblo principal del condado, seguramente tendría una biblioteca, y allí podría averiguar cosas en la selección de historia local.
Meg, iba de compras, y la recogió un par de horas después. Emitió varias exclamaciones al ver el pie vendado de la joven.
– ¿Qué te ha pasado?
– Ha sido dando un paseo -respondió Gisella.
Meg la observó cojear hasta el coche, apoyada en un bastón.
– ¿Cómo pudiste volver así hasta la cabaña? -preguntó.
– Me trajeron -dijo Gisella. Actuó con teatralidad al sentarse en el coche y al colocar el bastón entre sus rodillas, pero no logró distraer a su amiga.
– ¿Quién? -preguntó ésta.
La joven tuvo que contarle lo sucedido aunque omitió sus reacciones ante Strachan y el intento de encontrar la Torre Candle por su cuenta.
Meg comentó, después de escucharla:
– Después de la carta que te envió, me sorprende que no te haya perseguido con una escopeta. ¿Cómo es él?
– Insoportable -respondió Gisella y recordó algunas de las cosas que le había dicho-. ¡Se mostró muy desagradable!
– A mí no me parece que llevarte en brazos, vendarte el pie, ofrecerte whisky y llevarte a casa sea mostrarse desagradable -opinó Meg y puso en marcha el coche.
– No sabes cómo es él -replicó Gisella-. Detesta a los periodistas y a las mujeres, por lo que podrás imaginar lo que ha pensado de mí.
– No ha podido pensar tan mal de ti, de lo contrario, no te hubiera atendido de esa manera -señaló Meg.
– Sólo deseaba librarse de mí lo más pronto posible. Dejó muy claro que no le agradaba y que no tenía intención de permitirme acercarme a la Torre Candle.
– ¿Es atractivo?
– No está mal, si te agradan los escoceses. No es mi tipo.
– ¡Eso no me dice mucho! ¡Di algo más! -pidió Meg.
– No hay nada más que decir -Gisella suspiró-. Es moreno y ceñudo.
– ¿Ojos?
– Azules… de un tono oscuro -golpeteó el bastón con los dedos al recordarlo-. No hay nada particular en él.
– ¡En otras palabras, te gusta! -opinó Meg y la miró de reojo.
– ¡No, no! -exclamó la joven con enfado-. Ya te lo he dicho, no es mi tipo -miró a su amiga-. No hay peligro de que me enamore de Strachan McLeod -su voz sonó débil e insegura, incluso a sus propios oídos.
Suspiró aliviada cuando Meg la dejó en la biblioteca y prometió recogerla más tarde.
En la biblioteca le indicaron dónde debía buscar, así que consultó las historias locales y memorizó la información. Había varias versiones sobre la historia de lady Isobel, pero los elementos eran los mismos: Isobel, su amante y la misteriosa vela que la gente aseguraba aún ardía en su ventana, pidiéndole a él que subiera.
Gisella apartó la mirada de los libros y la fijó en la pared, Isobel era un personaje esquivo. ¿Sería una mujer apasionada en busca de amor o había sido traidora y mala, como aseguraba Strachan?
Recordó las facciones del lord, su cuerpo fuerte, su boca y su sonrisa.
Se obligó a fijar de nuevo la mirada en el libro que tenía enfrente, pero pasó las páginas siguientes sin comprender lo que leía, hasta que se dio cuenta de que estaba frente a un plano del castillo Kilnacroish.
Eso era con exactitud lo que necesitaba.
Las habitaciones del castillo estaban indicadas con claridad y, lo más importante, en la esquina estaba la torre de Isobel. La joven observó el plano con atención y trató de relacionarlo con lo que había visto la noche anterior. Allí estaba la biblioteca, la escalera de piedra por la que trató de subir. Sin embargo, había demasiadas habitaciones, escaleras y corredores, por lo que necesitaría un mapa si deseaba orientarse dentro del castillo.
Sacó varias copias del plano en la fotocopiadora de la biblioteca y satisfecha con su trabajo, entregó los libros y se dirigió hacia las puertas giratorias.
Se dio cuenta de que aún era temprano y decidió tomar una taza de café antes de reunirse con Meg. En las paredes del vestíbulo había muchos carteles que anunciaban eventos locales. Una anciana se encontraba de pie ante toda esa información, como si no supiera por dónde empezar.
Al pasar a su lado, Gisella notó que la anciana tenía los ojos rojos y que los labios le temblaban.
– ¿Puedo ayudarla? -le preguntó con amabilidad, sin poder ignorarla-. Sé que no es asunto mío, pero me da la impresión de que está inquieta. ¿Hay algo que pueda hacer por usted?
Al principio, se preguntó si la anciana la habría escuchado. Sus ojos azules expresaban una gran preocupación y con una mano artrítica asía un pañuelo húmedo.
– No lo sé -respondió al fin la anciana-. No sé por donde empezar… ¿qué voy a hacer, querida?
– ¿Busca alguna información? -preguntó Gisella con paciencia.
– Me preguntaba si habría algún abogado… pero Archie dice que no podremos pagarlo. Tendremos que aceptarlo -retorció el pañuelo entre las manos y la joven se conmovió.
– Estoy segura de que podrá encontrar a alguien que la ayude -comentó-. ¿Puede decirme exactamente cuál es el problema?
La anciana se volvió hacia ella. Era claro que sentía alivio por encontrar a alguien dispuesta a escucharla.
– Es la casa -explicó-. Quieren echarnos de nuestra casa y Archie está inválido. ¿A dónde iremos? -la miró con desesperación.
– Mire -Gisella pensó que quizá la anciana había comprendido mal la situación-. ¿Por qué no nos tomamos un té mientras me cuenta todo? Soy reportera y si no puedo ayudarla buscaré a alguien que pueda hacerlo.
– ¡Oh, le estaría muy agradecida si lo hiciera!
– Entonces, vamos -indicó la joven-. Podrá explicarme todo mientras tomamos el té, aunque le advierto que tendrá que ayudarme a cruzar la calle -señaló su pie vendado y la anciana rió temblorosa al tomarla del brazo.
Cuando les sirvieron el té, la mujer mayor parecía más calmada y capaz de contar su historia. Su nombre era Alisa Donald y ella y su esposo Archie, llevaban viviendo en una cabaña cuarenta y siete años. Su marido se había quedado inválido debido a un accidente en una granja, varios años antes, pero siempre habían sido buenos inquilinos y nunca habían imaginado que tendrían que irse. El día anterior habían recibido una carta del agente de bienes raíces en la que les informaba que debían buscar otro sitio para vivir porque la cabaña iba a ser demolida.
– ¿Daba algún motivo? -preguntó Gisella.
– Decía que era «insegura», pero no es cierto. ¡Llevamos muchos años viviendo allí y lo sabríamos si así fuera!
– ¿Quién es el dueño de la cabaña? -preguntó la joven.
– Siempre hemos formado parte de la propiedad Kilnacroish -respondió la señora-. Nunca había sucedido nada como esto.
¡Strachan McLeod estaba detrás de eso!
– Déjeme este asunto a mí, señora Donald -pidió Gisella.
Él no tenía derecho de tratar a una pareja de ancianos de esa manera y ella se aseguraría de decírselo. ¡Disfrutaría atacándolo!
Le contó a Meg toda la historia, mientras regresaban a la cabaña.
– No tiene corazón si es capaz de hacer algo así -opinó su amiga con indignación-. Sin embargo, no puedes hacer nada al respecto.
– Siempre se puede hacer algo -aseguró Gisella-. Para empezar, voy a decirle a Strachan McLeod lo que pienso de él.
– Eso no te va a ayudar a entrar en su castillo -opinó Meg.
– ¡No me importa! No puedo quedarme con los brazos cruzados y permitir que trate así a una gente indefensa.
Cuando llegaron a la cabaña, la joven se tensó. El lord estaba cerrando la reja que comunicaba con el campo del ganado y al escuchar el ruido del coche se volvió. El corazón de Gisella dio un vuelco.
– Ese es -le informó a su amiga-. ¡En este momento voy a hablar con él!
Meg abrió mucho los ojos al mirar a Strachan.
– Parece muy fuerte -opinó.
– ¡No le tengo miedo! -los ojos de Gisella brillaron.
– Si me das la llave, entraré y pondré a calentar la comida -dijo Meg-. ¡No quiero estar en medio de la batalla!
La joven apenas si la escuchó. Se acercó a Strachan, pero la impresión de dureza y frialdad que esperaba dar fue arruinada por Bran, qué saltó e insistió en saludarla con adoración. Cuando ella logró apartar al perro, estaba sonrosada por el entusiasta recibimiento.
– ¿No puedes mantener controlado a tu perro? -preguntó ella con enfado.
– Creo que se está volviendo loco -opinó Strachan-. Por eso le agradas -movió la cabeza y Gisella tensó los labios.
– Me alegro de encontrarte aquí. Pensaba ir a verte esta tarde.
– Siempre vienes a verme, Gisella -respondió él y suspiró-. Mi respuesta es siempre la misma… no. ¿Por qué no la aceptas?
– No deseo hablar de la historia del castillo -explicó ella.
– ¡Eso es todo un cambio! No sabía que tuvieras otro tema de conversación -se cercioró de que la reja estaba bien cerrada-. ¿Para qué deseabas verme?
– ¡Quiero saber por qué expulsas a una pareja de ancianos de su cabaña!
– ¿Cómo dices?
– ¡No trates de negarlo! Me lo han contado todo -lo miró con desafío.
– No sé de qué me hablas -aseguró Strachan.
– Supongo que no sabes nada sobre una orden de desalojo -dijo ella.
– No, no sé nada -empezaba a parecer exasperado-. Tal vez si me lo explicas con claridad, comprenda algo.
– De acuerdo -Gisella sacó su libreta del bolsillo de su suéter y consultó las notas que había tomado mientras hablaba con la anciana-. He conocido a la señora Donald. Estaba muy preocupada porque les han notificado a ella y a su marido que deben abandonar la cabaña en la que llevan viviendo… -consultó sus notas- cuarenta y siete años. Les han dicho que van a demolerla, a pesar de que para ellos es difícil encontrar otro lugar donde vivir. Archie Donald está inválido y…
– ¿Archie Donald? -la interrumpió él.
– ¡Entonces, los conoces!
– Por supuesto que conozco a Archie -aceptó Strachan con irritación-. Donald es un apellido muy común por aquí. No sabía que te referías a Alisa y Archie. Él trabajaba para mi padre. ¿Qué es todo eso acerca de que van a ser expulsados?
– ¡Dímelo tú! -lo miró con desafío.
– ¿Cómo voy a saberlo? ¡Parece que tú eres quien tiene toda la información!
– La señora Donald me ha dicho que su cabaña forma parte de la propiedad Kilnacroish. Supongo que son tus arrendatarios.
Strachan metió las manos en los bolsillos de su chaqueta y la miró con desagrado.
– Supones mal, Gisella. Tal vez la señora Donald piense que la cabaña aún forma parte de la propiedad, pero tuve que vender una parte importante hace un par de años. Perdí algunas cabañas, incluyendo la que ahora ocupas tú y la de los Donald.
– ¡Oh! -exclamó Gisella, derrotada.
– Creo que me has calificado como un señor feudal malvado. Creo que deberías revisar tu información antes de hacer acusaciones como esta. ¿O acaso esto es otra evidencia de tus deficientes métodos de investigación?
– He confiado en la señora Donald -murmuró la joven-. Ella me ha dicho que eran inquilinos de Kilnacroish -al hablar recordó que eso no era con exactitud lo que había dicho la anciana.
– Es probable que piense que todavía lo son -comentó Strachan-. El cambio de dueño afectó muy poco a los arrendatarios. Le siguen pagando la renta al mismo agente. El hecho de que alguien te diga algo no significa que sea verdad, como tampoco lo es una historia sólo por que haya sido publicada en un periódico. Pensé que lo sabías. No pareces ingenua.
– Siento haber sacado una conclusión equivocada -Gisella apretó los dientes-. ¿A quién le vendiste la tierra?
– Eso no es asunto tuyo -respondió él con hostilidad.
– Deseo averiguar quién es el responsable de esa orden de desalojo.
– ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver eso contigo?
– No tiene nada que ver conmigo, aparte del hecho de que he visto llorar a una anciana esta mañana y le he prometido que la ayudaría -explicó Gisella con fiereza-. No puedo permitir que una pareja de ancianos sea expulsada de su casa, sin hacer nada para evitarlo.
– Creo que sería más útil un abogado -indicó Strachan.
– Los abogados cobran. Una nota en el periódico local, sería mucho más efectiva.
– Y como bono adicional, Gisella Pryde consigue otra historia en el periódico.
– Esto no sería una exclusiva mundial -replicó ella-. Creo que se aprovechan de los ancianos porque son viejos y están confundidos. Esperan que los Donald acepten esa orden sin luchar. Pero yo no permitiré que sean tratados con injusticia. Quizá descubra que hay un motivo razonable por el que tienen que dejar la cabaña, pero en ese caso, tendrán que decírselo con claridad. Si tu desconfianza hacia los periodistas es tan grande que no puedes darme una información tan simple, está bien, me enteraré de otra manera.
– Y no permitirás que nada se interponga en tu camino, ¿verdad? Eres una verdadera periodista.
– Sólo intento ayudar -lo miró con desafío-. Si eso te molesta, lo siento. No voy a abandonar a los Donald, sólo por que pienses que soy una periodista censurable. ¡Es mejor eso que tener prejuicios y ser duro de corazón!
Le lanzó estas últimas palabras a la cara y él entrecerró los ojos peligrosamente.
– No me presiones demasiado, Gisella -le advirtió con los dientes apretados-, o uno de estos días lo vas a lamentar -llamó a Bran y se dirigió al Land Rover. Puso en marcha el vehículo, y cuando estuvo cerca de ella, lo detuvo para decir-: Le vendí la tierra a una compañía de Londres llamada Parker Judd. Me enteré de que la habían vuelto a vender hace unos meses. Antes de que preguntes, te diré que no, no sé quienes son los nuevos dueños -se alejó, sin que Gisella pudiera darle las gracias.
– ¡Ese hombre! -exclamó ella al entrar en la cabaña-. ¡Es imposible!
– Me ha parecido que no lo tratabas con tu habitual frialdad -comentó Meg y le hizo un guiño. Luego le entregó una taza de café-. ¡No me habías dicho que fuera tan guapo!
– ¡No te había dicho que fuera guapo!
– Pues sí que lo es -aseguró Meg con firmeza-. Es alto, moreno, con ojos azules, guapo… ¿qué más deseas?
– Un toque de encanto no estaría mal -dijo la joven y se sentó ante la mesa de la cocina. Su amiga se sentó frente a ella.
– Estoy segura de que tiene mucho encanto -opinó.
– ¿Strachan? No me parece en absoluto encantador.
– ¡Tonterías! Es sólo que no lo tratas de la manera indicada. Él tiene que verte como una mujer, no como a una periodista que lo molesta. Ellen me ha dicho que va a asistir a la fiesta del sábado y que estará encantada si tú también asistes. Por lo tanto, es una oportunidad ideal para que lo impresiones.
– Podría intentarlo -comentó Gisella-, aunque hasta el momento no se ha impresionado mucho conmigo. Tengo la sensación de que no es un tipo impresionable.
– Mucho mejor -respondió Meg-. Te vendrá bien un poco de desafío. Estás demasiado acostumbrada a que los hombres caigan a tus pies en cuanto sonríes. Así tendrás que esforzarte un poco más.
Gisella sonrió. Quizá su amiga tuviera razón y lo que tenía que hacer era esforzarse más para derribar las formidables defensas de Strachan.
– Lo intentaré -decidió-. No he conseguido nada tratando de razonar con él, por lo tanto, no tengo nada que perder.
Había tomado esa decisión y ahora lo más importante era deslumbrarlo. Escribir el artículo había pasado a un segundo plano.
Juró que la próxima vez que la viera se llevaría una gran sorpresa.