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Al día siguiente, el tobillo de Gisella ya no estaba hinchado; sin embargo, pidió un taxi que la llevara a Crieston, para no tener que conducir. Deseaba dejar el pie en reposo el máximo tiempo posible, ya que estaba decidida a no cojear el sábado cuando viera de nuevo a Strachan.
Encontrar al dueño de la cabaña de la señora Donald resultó más difícil de lo que esperaba.
Comprendió que alguien había tenido el cuidado de cubrir sus huellas utilizando el nombre de compañías subsidiarias. Habían solicitado permiso para construir un centro de salud y belleza de lujo y la cabaña de los Donald quedaba a mitad del terreno. La solicitud decía que la cabaña estaba vacía y Gisella tensó los labios. ¡Estaban convencidos de que podrían echar a los Donald sin problema!
Logró averiguar que pertenecía ahora a CWR Holdings, cuyo gerente era William Ross. Ese nombre no significaba nada para ella, así que salió pensativa de las oficinas del ayuntamiento. Era hora de hacer una visita al periódico local.
El Crieston Echo ocupaba un edificio viejo, cerca de la calle principal. La joven se detuvo fuera para inspeccionar las fotografías que estaban en el escaparate. La mayoría eran de bodas locales, pero también había algunas del grupo de teatro aficionado, en la presentación de La importancia de llamarse Ernesto. Se le daba relevancia a la visita reciente de una duquesa a Crieston.
Gisella empujó la puerta y entró. El editor pareció contento de conocerla, cuando ella se presentó. Resultó ser un administrador del periódico donde había trabajado. Se llamaba Iain Douglas y se mostró impresionado por su trayectoria profesional. Gisella pensó que era un buen cambio encontrar a alguien que no sintiera odio hacia los reporteros. Comparó el recibimiento de Iain con el de Strachan McLeod.
Este último no se había molestado en ocultar que le desagradaba ella y su profesión y no parecía haberse impresionado por su apariencia. Gisella nunca había conocido a nadie que no respondiera ante sus encantos y su ego había recibido un golpe mayor de lo que quería admitir.
La admiración que Iain le demostró en ese momento, curó sus sentimientos heridos y ella aceptó con gusto la invitación para ir a almorzar. Se sintió feliz cuando el editor sugirió que los acompañara su reportero principal, Alan Wates, aunque pronto lo lamentó. Alan aún no se había dado a conocer en los periódicos nacionales y resultó evidente que sentía celos por su éxito.
– ¿El nombre de William Ross significa algo para ti? -se apresuró a preguntar la joven.
– Por supuesto -respondió el editor y arqueó una ceja. Luego envió a Alan al bar por otra ronda de bebidas-. Bill Ross es muy conocido aquí. Es concejal y tiene muchos negocios… ¿Por qué te interesas en él?
Gisella le contó lo de los Donald y lo que había descubierto esa mañana.
– Parece que William Ross ha tenido mucho cuidado de que su nombre no aparezca en el expediente de la propiedad -explicó por último.
– ¿Bill Ross? -Iain silbó-. ¿Estás segura? Tiene muy buena reputación. Hace mucho por la comunidad.
– Eso no es mucho consuelo para los Donald -indicó la joven-. ¿Si logro averiguar por qué este señor desea quitarle su hogar a una pareja de ancianos, podría escribir un artículo para ti?
– Tendrías que probarlo -respondió el editor y entrecerró los ojos.
– Naturalmente -asintió ella-. No cobraría nada. Escribiría la historia gratis.
– De acuerdo -dijo Iain-, pero deberás hacer todo sobre bases firmes. ¡No deseo terminar involucrado en un caso de difamación!
– Gracias, Iain. No te arrepentirás.
Alan regresó del bar y la charla giró sobre temas más generales. Contenta por haber persuadirlo al editor para que le permitiera publicar la historia, Gisella bebió su ginebra y miró a su alrededor por primera vez. Parecía que era un lugar popular de reunión y comentó que estaba muy concurrido.
– ¿Siempre está así? -indagó.
– Es jueves -respondió Alan, como si la respuesta fuera obvia.
– El jueves es día de mercado en Crieston -explicó Iain-, y todos los granjeros vienen al pueblo. El mercado está a la vuelta de la esquina y después de discutir sobre los precios, suelen venir a tomar una copa.
Ella apenas si lo escuchó, pues observaba al granjero que acababa de entrar en el bar. Era Strachan McLeod, acompañado por una joven delgada y hermosa. A Gisella le desagradó de inmediato.
El lord, sin notar su presencia, llevó a su acompañante hasta una mesa tranquila, junto a la ventana. Parecía que conocía a todo el mundo, puesto que se detuvo varias veces para intercambiar alguna palabra y saludar a varias personas. A pesar de que vestía igual que los demás hombres, tenía algo que lo distinguía.
Gisella vio que sonreía cuando saludaba a un granjero anciano. Nunca le había sonreído a ella con tanto afecto, pensó.
– Él es Strachan McLeod -informó Iain, al notar la mirada de ella-. Los McLeod eran grandes terratenientes, pero Strachan tuvo que vender gran parte de la tierra -movió la cabeza-. Las cosas no fueron fáciles para él.
– No puede quejarse -opinó Alan con voz dura y encendió un cigarrillo-. ¡La vida no debe ser tan mala cuando se tiene un castillo!
Gisella recordó las paredes que se desmoronaban, el frío penetrante y la lluvia que se filtraba en los dormitorios. Era probable que el lord viviera en menos habitaciones que Alan, pero no lo comentó.
– ¿Por qué tuvo que vender tanta tierra? -quiso saber.
– Creo que tuvo serios problemas financieros -respondió Iain-. Hubo un escándalo, pero fue mucho antes de que yo llegara a Crieston, por lo que no sé mucho al respecto. Con franqueza, me sorprende que McLeod lograra seguir adelante. Es bastante difícil ganarse la vida como granjero, sin contar los impuestos y el tener que mantener un gran castillo en ruinas.
– ¿Quién es su acompañante? -Gisella no pudo evitar hacer la pregunta.
– Creo que es Elspeth Drummond -respondió Iain, después de mirar de nuevo por encima del hombro-. Tal vez si se casa con ella pueda resolver alguno de sus problemas monetarios. ¡Lo Drummond están forrados de dinero!
– ¿De verdad? -la joven deseó no haber preguntado.
Tensó los labios cuando vio que Elspeth se inclinaba hacia adelante y colocaba una mano en el brazo de Strachan. Él no parecía muy entusiasmado, pero en comparación con la expresión agria que ponía al mirarla a ella, la señorita Drummond le agradaba.
Iain y Alan empezaron a discutir sobre economía y aunque Gisella trató de esforzarse por demostrar interés, no podía dejar de mirar hacia la mesa que estaba junto a la ventana.
– ¿Qué opinas, Gisella?
La joven no tenía idea de lo que estaban hablando.
– Estoy de acuerdo contigo, Iain -respondió con firmeza-. Por completo.
Su respuesta hizo que Alan le dirigiera otra mirada de enfado, pero no le prestó atención, pues sus ojos quedaron fijos de nuevo en Strachan. Él contemplaba su cerveza y asentía como respuesta a algo que Elspeth decía. Tal vez le estuviera sugiriendo una fecha para la boda. Gisella sintió un pánico absurdo. Deseó gritarle que pensara lo que hacía, que dejara de estar de acuerdo en todo.
En ese momento, Strachan levantó la vista y Gisella se preguntó por un momento si en realidad había gritado. Cuando la miró con sus penetrantes ojos azules, ella sintió un estremecimiento por todo el cuerpo.
Era como si los dos estuvieran solos en ese lugar. Ella no pudo leer la expresión de sus ojos, sólo supo que la dominaba.
Deseó sonreír con frialdad y volverse de forma casual. ¿Acaso no se había prometido mostrarse ante él como una mujer madura? ¿Por qué no podía simplemente sonreír con frialdad? Lo había hecho miles de veces. No podía comprender por qué ahora permanecía sentada allí mirándolo fijamente.
Gisella no fue consciente del tiempo que se mantuvo inmóvil, hechizada por esos ojos azules. Quizá sólo pasaron segundos o tal vez horas antes de que él fijara la mirada en los acompañantes de Gisella. Una expresión de desdén pasó por su rostro y con toda deliberación le sonrió a Elspeth.
Poco a poco, ella comenzó a oír el barullo del bar. Iain y Alan hablaban ahora sobre política y no se habían percatado de lo sucedido. La mano de Gisella tembló al tomar su ginebra.
¿Qué le sucedía? Se sentía inquieta y miserable sólo porque Strachan le había sonreído a otra mujer.
Dejó su copa sobre la mesa y el orgullo la rescató. Si Strachan McLeod prefería a una mujer con dinero, era asunto suyo.
Decidida a demostrarle lo que se perdía, Gisella se volvió hacia Iain y Alan y con habilidad atrajo su atención de nuevo hacia ella. Coqueteó con ambos y les contó historias graciosas, incluso Alan tuvo que reír.
La risa de Iain atrajo la atención de todos, excepto la de Strachan. Este ignoraba el escándalo, pero se le notaba incómodo. Gisella se sintió satisfecha.
Decidió que había logrado su objetivo y se puso de pie. Se despidió de sus colegas y prometió ponerse pronto en contacto con ellos; luego se dirigió a la salida. Aun le dolía el tobillo, pero apretó los dientes y caminó sin cojear. Merecía la pena salir con elegancia, ya que sabía que todos los ojos estaban fijos en ella, con excepción de los de Strachan. Este no quería reconocer su presencia, pero al menos, tendría que escuchar que todos los demás hablaban de ella.
Decidió que la próxima vez que lo viera lo sorprendería actuando de una manera diferente. Se mostraría callada y seria. Sus ojos brillaron con desafío. ¡No volvería a ignorarla!
El día de la fiesta se vistió con mucho cuidado. Strachan odiaba los colores llamativos, por lo que eligió un vestido negro, sencillo y austero.
Se colocó frente al espejo e inspeccionó su imagen. El vestido era escotado y largo y enfatizaba su esbeltez.
Iba a pintarse los labios con un tono rosa fuerte, pero recordó los comentarios de Strachan, así que decidió que esa noche sería «discreta» y se aplicó muy poco maquillaje.
Por desgracia, al llegar a la fiesta se dio cuenta de inmediato de que su vestido resultaba muy sofisticado, en comparación con la ropa de las otras mujeres. Comprendió que todos sus esfuerzos por tener una apariencia sencilla y convencional habían sido en vano.
Notó la presencia de Strachan tan pronto llegó, aunque fingió no verlo. En esta ocasión, deseaba controlar sus sentidos y mantenerse fría.
Nunca lo había visto con corbata. Llevaba un traje de lana oscuro muy elegante y camisa blanca.
Gisella hizo como si no lo hubiera visto, mantuvo la voz baja y no se esforzó por atraer la atención de los demás hacia ella. Decidió charlar con algunos de los invitados de mayor edad, que no notaron que ella llevaba de forma constante la charla hacia Kilnacroish. Pero no pudo averiguar mucho. Todos admiraban a Strachan y movían la cabeza y comentaban que había sido muy triste cuando ella preguntaba sobre el pasado.
Neil, el marido de Meg, no dejaba de vigilarla. El matrimonio la había recogido temprano y él se había dedicado todo el viaje a pedirle que no lo avergonzara molestando a Strachan McLeod.
– Por favor, recuerda que vivimos aquí -le había advertido-. McLeod es muy respetado en la comunidad y no deseo que me envuelvas en ningún plan contra él.
Neil desconfiaba más de Gisella cuando se mostraba tranquila y se comportaba bien, que cuando era el centro de atención.
– Deja de preocuparte -susurró ella junto a su oído, cuando pasó a su lado, camino al comedor-. ¡Vas a explotar!
– Es que no confío en ti -murmuró Neil.
– Si no dejas de mirarme con sospecha, les diré a todos que tenemos una aventura -lo amenazó la joven.
– ¡Ni se te ocurra!
Ella no pudo evitar reír al ver la expresión de Neil. Esa risa estropeó el propósito de pasar desapercibida. Se detuvo en cuanto notó que la gente volvía la cabeza para ver a quien pertenecía esa risa contagiosa.
De pronto se volvió y chocó, literalmente, con Strachan McLeod. Sus sentidos despertaron debido al breve contacto de sus cuerpos, pero se recordó que debía mantenerse fría.
– Lo siento… -dijo y fingió sorpresa-. ¡Vaya, hola! ¡Qué alegría verte aquí!
– Parece que nuestros caminos siempre se cruzan -dijo Strachan-. ¿Eres la atracción de esta noche?
– ¿Atracción?
– Pensaba que Ellen te había contratado para mantener divertidos a todos -explicó él. La mirada de sus ojos azules era poco amistosa-. El otro día en el bar, hiciste una buena actuación, por lo que imagino que tu fama se ha extendido. Has estaba bastante callada, pero cuando he oído tu risa hace un momento, me ha dado la sensación de que te estabas preparando para otra exhibición.
– No sabía que estuviera prohibido divertirse en las fiestas en Escocia -respondió Gisella-. Quizá el jueves te estropeé el almuerzo cuando viste que la gente se divertía y reía.
Strachan ignoró su sarcasmo.
– Ver a tres periodistas juntos es suficiente para estropearme el almuerzo -indicó Strachan-. Iain Douglas y su reportero por lo general no causan mucho daño, pero no me sorprendería que los alentaras para que empezaran a excavar en lo sucio.
– Si la suciedad está ahí, ¿por qué no excavar en ella? -replicó la joven y pensó en William Ross y en su plan para dejar sin casa a los Donald-. Se puede cubrir la suciedad y simular que no existe, pero eso no la hace desaparecer, sino al contrario.
– ¡Muy elocuente! Me impresionaría más si te concentraras en la suciedad real, en lugar de inventarla a tu conveniencia.
– Nunca he inventado nada -aseguró ella-. Créeme, hay suficiente suciedad sin tener que inventar nada. Simplemente no tiene sentido inventar las cosas.
– Eso me parece gracioso, viniendo de una joven que anda por ahí diciéndole a la gente que es una novelista frustrada -comentó Strachan.
– Soy una novelista frustrada -respondió Gisella y perdió la paciencia-. No me sentiría frustrada si hubiera terminado ya mi artículo sobre la Torre Candle.
– ¡Oh, vaya, vaya! -dijo él con tono burlón-. Entonces, ¿yo soy el motivo por el que te sientes tan frustrada, Gisella?
Ella lo miró a los ojos y comprendió que había estropeado su plan. ¿Qué tenía él que la hacía perder el control?, se preguntó. Con sólo mirarla, todos sus planes se venían abajo.
– Terminaré el artículo de alguna manera -aseguró, con los dientes apretados.
– No, si puedo evitarlo -replicó él-. Quizá hayas logrado persuadir a todo el mundo de que eres dulce y encantadora, pero yo te conozco mejor. Conozco bien a los periodistas y se necesita algo más que un par de ojos grises y una sonrisa hechicera para hacer que yo caiga rendido.
¿Cómo había podido pensar ella que lo iba a encantar? ¿Y para qué quería hacerlo? El era insoportable.
– ¿Strachan? -Elspeth Drummond llegó de pronto y le cogió del brazo-. ¿Vienes a cenar? -miró con frialdad a Gisella. Era obvio que llegaba para rescatar al lord.
Él las presentó, aunque cada una de ellas sabía muy bien quien era la otra.
Elspeth preguntó con dulzura:
– ¿Vas a quedarte aquí o sólo estás de visita? -tenía la esperanza de que Gisella dijera que sólo estaba de paso.
– Pensaba quedarme sólo unos meses, pero como todos han sido tan amables conmigo, estoy pensando en quedarme a vivir aquí -mintió Gisella, también con dulzura. Sabía que se sentirían horrorizados ante la idea de tenerla allí constantemente.
– Me alegro de que te guste este lugar -comentó Elspeth, con poca sinceridad-, aunque creo que en seguida te aburrirás. Aquí somos muy del campo, ¿no es así? -miró a Strachan-. Creo que te resultaríamos muy aburridos, aquí no somos sofisticados.
– Yo creo que no me voy a aburrir -respondió Gisella y sonrió-. Todo me parece muy interesante y cuanto más tiempo pasa, más aumenta mi interés.
Fue una amenaza sutil y Strachan la captó. Sus ojos azules brillaron, aunque resultaba imposible saber si era debido a la exasperación o a la diversión.
Después de un silencio. Gisella añadió:
– Respecto a ser sofisticada, mis amigos pueden decirte lo sencilla que soy.
– ¿Y exasperante? -sugirió Strachan en un murmullo. La joven le dirigió una mirada asesina, mientras tiraba de Neil para presentarlo.
– Él es Neil Frase -anunció, pues quería demostrar que tenía amistades-. Somos viejos amigos, ¿no es así, Neil?
– En realidad ella es amiga de mi mujer -explicó Neil a Strachan.
Gisella notó un brillo divertido en los ojos de Strachan, mientras ella miraba suplicante a Neil en busca de apoyo.
– Creo que he oído hablar de usted -comentó Strachan-. ¿No es abogado?
Neil asintió y sonrió. Resultaba evidente que le complacía ser conocido como un hombre respetable, pero su sonrisa se desvaneció cuando Strachan añadió:
– Es la persona indicada para aconsejarme cómo tratar a quien invade propiedad ajena. Recientemente he tenido problemas con alguna persona que ha entrado en mis terrenos sin mi permiso. Se está convirtiendo en una molestia.
– ¿Has tenido problemas? -preguntó Elspeth, sorprendida.
Gisella se alegró de que él no la hubiera hablado de su aventura porque denotaba que no tenían mucha intimidad.
– Es gracioso que digas eso -intervino Gisella de inmediato, antes de que Neil tuviera oportunidad de responder-. El otro día hablaba con una persona y me enteré de que en realidad, en Escocia no existe una ley que prohíba entrar en propiedad ajena -había tocado ese tema al charlar con Iain Douglas-. ¿Es eso verdad, Neil? -se volvió hacia éste y le dirigió una mirada de advertencia.
– Estrictamente hablando… -Neil tenía una expresión de pesar. Estaba convencido de que quería avergonzarlo.
– Entonces los terratenientes no pueden amenazar a la gente si ésta se pierde -Gisella miró a Strachan con desafío.
– Estoy seguro de que existe una ley contra la invasión de la intimidad -comentó Strachan-. Después de todo, viene a ser lo mismo.
La atmósfera entre ellos estaba muy tensa. Elspeth frunció el ceño, pues no le agradaba que la atención de Strachan estuviera fija en la atractiva joven inglesa, a pesar de que él parecía más hostil que encantado.
– Será mejor que vayamos a cenar -se dirigió al lord, ignorando a Gisella y a Neil. Le tomó del brazo y tiró de él de forma posesiva.
Neil estaba igualmente ansioso por alejar a Gisella de Strachan. Podía sentir el enfado de ella y sabía que era capaz de cualquier cosa cuando estaba de ese humor.
– Permite que te presente a los Baird -dijo y la cogió por el codo con firmeza.
De forma involuntaria, Gisella y Strachan se miraron mientras eran separados como perros enfrascados en una pelea. Lo absurdo de la situación iluminó los ojos de ambos con diversión. Durante unos segundos sonrieron y compartieron lo gracioso de la situación. Ya habían reído juntos en otra ocasión y Gisella experimentó la misma sensación.
Al instante siguiente, las sonrisas se desvanecieron. Gisella inclinó la barbilla y Strachan apartó la mirada. Ambos se alejaron al mismo tiempo.