142751.fb2 Entre llamas de pasi?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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Capítulo 8

Cuando Gisella llegó a la cabaña, se sentía muy cansada, pero sabía que no iba a poder dormir. Se sentó y escribió el artículo sobre Isobel y la Torre Candle, como si hubiera pasado la noche allí. Ya no podía molestar más a Strachan.

Al día siguiente, enviaría el artículo por fax a Yvonne y ataría los cabos sueltos de la historia de William Ross. Entonces podría marcharse. Ese pensamiento la entristeció, a pesar de que sabía que quedarse sería peor. No podría soportar estar cerca de Strachan sabiendo que la despreciaba.

El taller tipográfico de Crieston tenía un fax y Gisella envió a Yvonne la historia a primera hora de la mañana siguiente. Nunca había escrito un artículo tan insulso, pero al fin estaba terminado. Ahora, sólo quedaba pendiente el asunto de William Ross.

Estaba citada con el ex empleado de Ross en la cafetería, a las diez y media. De nuevo era día de mercado y el pueblo estaba lleno de gente. Como todavía quedaba una hora para la cita, decidió recorrer la calle principal mirando los escaparates pero lo único que veía era el rostro de Strachan: sus cejas gruesas, sus ojos azules, la potente sensualidad de su boca.

Si una cabeza oscura se volvía en la multitud, el corazón de Gisella daba un vuelco, y cada vez que veía una chaqueta como la de él, temía, anhelada y se preguntaba si volvería a verlo.

– Hola.

Gisella miró a su alrededor, hasta que reconoció a la señora Robertson, el ama de llaves del lord.

– Oh, hola -saludó la joven.

– Los jueves te encuentras con todo el mundo en Crieston -comentó la señora con satisfacción-. Me ha parecido que era usted.

Gisella se sorprendió de que la reconociera, puesto que sólo había visto a la señora Robertson una vez en el castillo. No obstante, era obvio que el ama de llaves sabía con exactitud quién era ella.

– Alisa Donald, una pariente mía, me ha contado lo amable que ha sido con ella -explicó-. Lo han pasado muy mal desde el accidente de Archie, y ahora este asunto de la casa. No sé lo que habría sido de ellos si usted no les hubiera ofrecido su ayuda -la estudió con gesto de aprobación-. Por aquí apreciamos mucho a Alisa y a Archie, por lo que si puede ayudarlos, todos se lo agradeceremos.

– Estoy haciendo todo lo que puedo -aseguró la joven. Al intuir que la señora Robertson estaba a punto de darle las gracias, cambió el tema de inmediato-. ¿Está haciendo sus compras?

– Se me ha ocurrido darme una vuelta por aquí hoy que tengo oportunidad -confesó la mujer mayor-. Por lo general a esa hora estoy en el castillo, pero el señor McLeod ha salido de viaje, así que puedo llegar un poco más tarde.

– ¿Ha salido de viaje? -preguntó Gisella en un susurro.

– Oh, sólo por unos días -explicó la señora en tono confidencial-. Se ha ido con Elspeth Drummond. Llevaba mucho tiempo intentando convencerlo. Lo que le gustaría es que se casara con ella. Siempre viene con alguna excusa y me dice lo que le gusta tomar con el té al señor McLeod -manifestó su indignación-. A mí, que llevo trabajando diez años para él. No necesito que esa señorita me diga lo que debo hacer.

Resultaba claro que a la señora Robertson no le agradaba Elspeth. Si Gisella no se hubiera sentido tan triste se habría alegrado, pero en ese momento sólo podía pensar en que Strachan se había ido con otra mujer. Recordó los comentarios de Elspeth en la velada musical acerca de que iba a pasar el fin de semana con Strachan, pero en aquel momento no lo tomó en serio. Ahora, se impresionó al comprender lo mucho que eso le dolía.

La señora Robertson añadió:

– Por supuesto, él regresará a tiempo para el baile, no se preocupe por eso.

– ¿Qué baile? -se forzó a preguntar Gisella.

– Todos los años un día antes de San Andrés, el lord organiza un baile en el castillo Kilnacroish para la gente de la localidad -explicó con orgullo el ama de llaves-. Lo llamamos baile, pero más bien es una fiesta. Todos beben, bailan y cantan canciones antiguas. Es una buena diversión, cuando uno está aburrido del invierno y aún falta mucho para la Navidad. Debería venir.

– Quizá ya no esté aquí -respondió la joven, pensando que a Strachan no le agradaría verla y que ella no soportaría ver a Elspeth actuar como anfitriona.

– Alisa Donald me ha dicho que usted pensaba quedarse a vivir aquí durante unos meses.

– Sí, pero… -¿cómo explicar que tendría que irse para salvar lo que le quedaba de orgullo y tratar de rehacer su vida?-. He cambiado de opinión.

– Ah, bueno, supongo que los periodistas siempre tienen que ir en busca de historias interesantes -comentó la señora Robertson con filosofía y se inclinó para recoger su canasta-. Sin embargo, espero que se quede hasta después del baile. A todos nos gustaría verla allí, después de lo que ha hecho por los Donald.

Mientras conducía hacia la cabaña, Gisella se consoló pensando que no había desperdiciado del todo su estancia allí. El ex-empleado de Ross resultó ser una mina de información útil, y como había sido despedido sin motivo, estaba ansioso por ayudar a desenmascarar a su ex-jefe. Después de entrevistarse con él, Gisella fue al Echo a ver a Iain Douglas. quien le prometió que publicaría la historia en primera página la semana siguiente.

Cuando entró en la cabaña, la correspondencia estaba sobre la alfombra. Recogió un sobre grande con sello de Londres. Al abrirlo, descubrió que estaba lleno de recortes de periódico. Jeff había encontrado más de lo que ella esperaba.

Antes de tener oportunidad de revisar los recortes de periódico, el teléfono sonó. Era Yvonne y estaba furiosa.

– No pensarás qué voy a darte las gracias por el artículo que me has enviado por fax, Gisella, porque está fatal. No puedo publicar eso, después de la publicidad que le hemos dado. Es tan interesante como un folleto de hotel, y ni siquiera describes la Torre Candle. ¡Eso era lo más importante! Parece que ni siquiera has estado allí.

– No -confesó la joven, demasiado cansada para reñir-. No he estado en la torre.

– ¡Me desilusionas, Gisella! -exclamó su amiga-. Me prometiste que ésta sería la mejor historia de todas. Nunca hubiera pensado que no conseguirías entrar en un castillo. ¡Después de todo, no es el Kremlin!

– Lo he intentado…

– Bueno, pues tendrás que intentarlo de nuevo -de pronto, Yvonne cambió de tono-. Eres muy buena reportera, Gisella. Sé que puedes hacerlo. Vuelve a intentarlo. Hemos estado dando publicidad a esta serie y quedaríamos en ridículo si no presentamos lo que hemos prometido. Estoy segura de que no necesito recordarte cuántas revistas han quebrado este año.

– No -Gisella suspiró-. Tampoco necesitas recordarme lo difícil que es encontrar trabajo cuando uno es independiente.

– Recuerda que no es sólo tu carrera lo que está en juego -dijo Yvonne volviendo a su chantaje emocional-. El editor está buscando excusas para deshacerse de la gente en este momento…

Gisella tensó los dedos alrededor del auricular, hasta que los nudillos se pusieron blancos.

– De acuerdo, Yvonne -dijo sin ánimo-. Escribiré de nuevo el artículo.

– ¿Tratarás de pasar una noche en la torre?

– Haré lo que pueda -prometió y colgó el auricular. Suspiró. Deseaba no haber tenido nunca noticias sobre lady Isobel y su amante.

Sacó los recortes que le había enviado Jeff y los extendió sobre la mesa. Leyó los encabezados:

MCLEOD NIEGA LOS CARGOS DE FRAUDE

MCLEOD BAJO INVESTIGACIÓN

ATAQUE SEVERO POR EL HIJO DE MCLEOD

MCLEOD OCULTO

ARRESTO INMINENTE

MUERTE MISTERIOSA DE MCLEOD

Los artículos habían aparecido en la prensa durante meses. Empezaron por pequeñas noticias sobre los rumores y llegaron hasta investigaciones a gran escala. Era una historia simple, pero al leer los recortes, Gisella comprendió con claridad por qué había llegado hasta el escándalo.

Robert McLeod era un hombre rico, con intereses en varios negocios. Nadie sabía cuándo había empezado a hundirse su emporio, pero tan pronto se escuchó el primer rumor, la prensa había estado sobre él. Lo habían perseguido e indagado en sus asuntos y las medidas desesperadas que había tomado para salvar sus negocios fueron expuestas como fraude, hasta que todo se desmoronó a su alrededor y quedó en bancarrota. Las autoridades encargadas de investigar el fraude entraron en acción, pero antes de que pudieran hacer un arresto, Robert McLeod murió. Su coche fue encontrado en el fondo de un precipicio. Nadie tuvo nada que ver en eso y no encontraron ningún fallo en los frenos ni en el volante; al final, se dijo que su muerte se había debido a un trágico accidente.

Gisella dejó el último recorte sobre la mesa. Ahora comprendía por qué Strachan odiaba tanto a los periodistas. Aunque su padre fuera culpable, como parecía, la forma en que lo había acosado la prensa era difícil de perdonar. Los ataques habían sido virulentos, parecía como si disfrutaran su caída y la pérdida del estilo de vida que llevaba. El Daily Examiner había sido su crítico más severo; ahora entendía por qué Strachan se había enfurecido cuando ella comentó que había trabajado para ese periódico. ¡Con razón se había mostrado tan desconfiado!

Leyó de nuevo el recorte que relataba el funeral y vio una fotografía de Strachan. En ese entonces tenía veinticinco años, según el artículo. El periodista demostraba cierta satisfacción al explicar que el joven había quedado con deudas enormes y que las circunstancias misteriosas de la muerte de su padre invalidaban las pólizas de seguro. La propiedad Kilnacroish había sido utilizada para apoyar el emporio en bancarrota y era probable que fuera vendida. El reportero añadía que la prometida de Strachan había roto el compromiso tan pronto se había enterado de la desgracia de su padre.

Gisella sintió una punzada al pensar en lo mucho que debía haber sufrido Strachan. Huérfano, rechazado por su prometida, aplastado por las deudas y una herencia devastada… ¿cómo había sobrevivido a esos días oscuros?, se preguntó.

Comprendió la amargura que él sentía hacia los periodistas y las mujeres desleales. ¿Qué motivo le había dado ella para que pensara que era diferente? Lo había molestado igual que todas las demás. Por supuesto, él la despreciaba.

La joven se dedicó a trabajar y el domingo por la noche el artículo sobre William Ross estaba terminado. ¿Pensaría Strachan que estaba persiguiendo a Ross de la misma manera en que otros periodistas lo habían hecho con su padre? Se sintió tentada a abandonar todo el asunto, pero pensó en los Donald. No podía fallarles. Strachan no podía tener peor opinión sobre ella de la que ya tenía, y Ross merecía ser desenmascarado.

Al terminar, Gisella decidió salir a caminar para aclararse la mente, por lo que se puso una chaqueta.

Había perdido la noción del tiempo mientras escribía, y ahora se percató de que ya era tarde y lloviznaba.

Caminó absorta en sus pensamientos y de pronto se encontró a mitad del sendero hacia el castillo. Se detuvo un momento, pero siguió adelante al recordar que Strachan no estaba.

La llovizna pronto se convirtió en lluvia y cuando llegó al castillo, Gisella estaba empapada. Todo estaba a oscuras pero decidió rodear la construcción para ver la Torre Candle y cuando levantó la vista hacia ella, se quedó sin aliento.

Una vela ardía en la ventana.

Pensando que era producto de su imaginación, se frotó los ojos y miró de nuevo, pero la luz de la vela continuaba allí, en la torre oscura.

Gisella la observó con incredulidad. Siempre encontraba una explicación racional para cada una de las historias que escribía. Creía que la leyenda de la vela que ardía debía haberse originado debido a algún reflejo o un truco de luz, pero no había duda de que eso era una vela.

La contempló fascinada y, sin darse cuenta de lo que hacía, caminó hacia el castillo. Se detuvo junto a la puerta lateral y dudó un momento. ¡No podía entrar allí de esa manera! Desde ese ángulo no podía ver la luz de la vela y dio unos pasos atrás, hasta verla de nuevo.

– Si la puerta está abierta, entraré -murmuró para sí. Al poner la mano en el picaporte, tenía la esperanza de que estuviera cerrada con llave. Sin embargo, parecía que Strachan pensaba que en el castillo no había nada de valor que pudieran robarle, puesto que la puerta se abrió.

Llegó hasta el vestíbulo principal, donde las armaduras brillaban en la oscuridad y la escalera grande serpenteaba hasta la galería, que estaba entre sombras. Se dirigió hacia los escalones como si soñara. Su corazón latía con fuerza, pero no sentía miedo.

Estuvo a punto de gritar cuando una sombra grande se acercó a ella, pero pronto se dio cuenta de que era Bran.

– ¡Bran! -le permitió lamerle la mano-. ¡Qué clase de perro guardián eres! Se supone que debes espantar a los intrusos, no darles la bienvenida -lo acarició con afecto y sintió consuelo al tenerlo por compañía-. Pobrecito. Elspeth no te ha querido tener cerca durante el fin de semana.

Supuso que Strachan había hecho arreglos para que alguien alimentara y atendiera al perro. Los dos subieron por las escaleras y caminaron por la galería. El can se detuvo ante la puerta de roble, indicando que no iría más adelante, por lo que Gisella murmuró:

– ¡Cobarde!

Se sintió tentada a quedarse junto a Bran, pero el recuerdo de la vela encendida la hizo continuar y abrir la puerta. Empezó a subir por la escalera de caracol. Los escalones estaban muy usados y se preguntó cuántas personas habrían subido por ellos. Al llegar al final de la escalera, se detuvo un momento para recuperar el aliento. Estaba muy oscuro, pero sus ojos ya se habían acostumbrado a la escasa iluminación.

En la entrada de la habitación había un biombo, quizá para detener las corrientes de aire. La joven se mordió el labio y se preguntó qué habría detrás de él. Por supuesto, no creía en fantasmas. Seguramente sólo encontraría una habitación vacía con una vela que ardía en la ventana.

Decidió que ya no podía dar marcha atrás, así que aspiró profundamente y apartó el biombo para entrar. Se encontró en una habitación grande con tres ventanas angostas sobre la pared curva. Las contraventanas estaban cerradas, pero se podía escuchar el gemido del viento y la lluvia que golpeaba los cristales.

Recorrió la habitación con la mirada y descubrió una cama con dosel. No era posible que la hubieran subido por las escaleras, pensó y se acercó, pero su chaqueta se enganchó en el biombo, que se balanceó e hizo ruido.

En ese momento se escuchó un gemido en la cama y la lámpara que estaba en la mesita de noche se encendió.

Strachan McLeod había rodado hacia un costado y tenía un brazo extendido hacia la lámpara. Se quedó inmóvil al ver a Gisella, que estaba junto al biombo, con los ojos grises muy abiertos debido a la impresión.

Durante un momento, se quedaron mirándose en silencio.

– He visto la vela -ella fue la primera en hablar. No podía pensar con claridad.

– ¿La vela?

– Había una vela encendida en la ventana.

– ¡Ahí no hay nada! -él la miró como si estuviera loca.

– ¡Estaba ahí! -aseguró Gisella-. ¡La he visto! -se acercó a la ventana y abrió las contraventanas, pero no encontró nada. Ni siquiera olía a cera derretida. Se volvió despacio hacia Strachan-. La he visto.

Él la observaba. Tenía el pecho desnudo y la expresión de su rostro era extraña, pero no dijo nada.

Gisella pasó saliva. En ese momento comprendió la magnitud de sus actos. Había entrado en su casa sin permiso y había invadido su dormitorio, interrumpiendo su sueño.

– Creía que no estabas -explicó con voz tenue.

– Decidí no ir -informó él.

– ¡Oh!

– No deseaba pasar el fin de semana con Elspeth y sus amigos -en lugar de estar enfadado, parecía que se disculpaba.

– ¡Oh! -dijo ella de nuevo, consciente de lo absurdo de la situación.

Estaban hablando con cortesía, mientras él estaba desnudo en su cama y ella chorreaba agua sobre el suelo de madera.

– Estás mojada -observó él al fin.

– Está lloviendo -respondió la joven y se tocó el cabello.

– Quítate la chaqueta -Strachan señaló una silla-. Hay una toalla allí. Tráela y siéntate aquí -dio golpecitos en el borde de la cama.

– Pero…

– No discutas, Gisella. Ya que te has tomado tantas molestias para venir, puedes quedarte. ¡No tengo la intención de levantarme de la cama para llevarte a tu casa bajo la lluvia!

– No puedo quedarme -murmuró ella.

– ¿Qué? -fingió sorpresa-. ¡Creía que eso era lo que deseabas hacer y que por eso me molestabas! ¿Acaso vas a decirme que ahora que has logrado lo que querías, vas a desperdiciar la oportunidad?

– No debería estar aquí -susurró Gisella-. Me dijiste que no querías que viniera.

– Te dije muchas cosas que en realidad no quería decir. Ahora, ven aquí.

La joven caminó muy despacio, como en un sueño, y se sentó en el borde de la cama. Strachan extendió el brazo para coger la toalla y ella se la entregó, obediente. El le secó el rostro, como si fuera una niña pequeña, y después le frotó el cabello, hasta que ella protestó.

– ¿Qué hacías afuera, bajo la lluvia? -preguntó Strachan con exasperación-. Estás empapada.

– Pensaba.

– ¿En qué? -le tocó el cabello para comprobar si ya estaba seco.

– En todo lo que te he molestado -Gisella fijó la mirada en sus manos-. He averiguado por qué odias tanto a los periodistas. Antes no lo sabía. Lo siento. De haberlo sabido, no te hubiera molestado de la forma en que lo hice.

– Entonces yo no habría descubierto que no es posible aborrecer a todos los periodistas, en particular cuando tienen los ojos grises y una sonrisa que ilumina todo a su alrededor…

Strachan no hizo movimiento alguno para tocarla, pero ella notó que la miraba y levantó la cabeza, despacio, para mirarlo. La expresión que vio en sus ojos hizo que su corazón diera un vuelco.

Después de una pausa, él añadió:

– Desde el miércoles estoy intentando convencerme de que es posible. Y aunque me digo que sólo te interesas en tu artículo, que eres demasiado sofisticada, que no me gustas, no sirve de nada -hizo una pausa y sonrió-. Sabía que si te tocaba, estaría perdido. Me esforcé mucho por no ceder ante la tentación, pero estabas allí, con esa mirada desafiante e irresistible.

– Pensé que me despreciabas -dijo ella.

– Pensé que tú me despreciabas -respondió él y le tomó la mano-. Después de habernos besado el miércoles, supuse que no podías odiarme tanto, a pesar de todo.

Gisella cerró los dedos sobre los de él.

– No te odiaba. Creo que nunca te he odiado aunque lo he intentado, al igual que tú.

– Parece que no hemos hecho muy buen trabajo al intentar rechazarnos mutuamente.

– No -respondió ella.

Strachan se inclinó hacia adelante y le tomó el rostro entre las manos.

– Eres preciosa, Gisella. Desde que te besé, he deseado besarte de nuevo. ¿Te molesta si lo hago ahora?

– No -murmuró ella y cerró los ojos cuando él la besó. Sintió una gran felicidad y entreabrió los labios, saboreando la dulzura y la promesa del beso.

– ¿Vas a quedarte, Gisella? -preguntó Strachan contra su cuello y ella asintió con un movimiento de cabeza pues estaba demasiado emocionada para poder hablar.

Se puso de pie y él observó en silencio cómo se quitaba la ropa. Cuando quedó desnuda ante él, la mirada de Strachan aceleró su pulso.

Él levantó la sábana, en una muda invitación, y ella se tumbó a su lado. Parecía muy natural estar acostada allí con él, como si la vela la hubiera llevado hasta ese lugar.

Durante un largo momento permanecieron tumbados mirándose a los ojos, sin tocarse. Después Strachan le rozó la mejilla y luego se inclinó sobre ella y la besó de nuevo. La joven se tensó en sus brazos y lo abrazó por el cuello. Su piel se estremeció por el tormento exquisito de las caricias de su amado.

Cuando los labios de Strachan se apartaron de los de ella y trazaron una hilera de besos hacia su cuello, ella se estremeció de placer.

Él le tomó la mano y le besó la palma, antes de que su boca iniciara una ardiente exploración por el brazo, la curva del hombro y la clavícula.

Gisella sintió como si se hundiera en una marea de sensaciones.

Se abandonó a la boca de Strachan, a sus manos y caricias.

Él murmuró contra sus senos:

– ¡Gisella! He soñado con esto tantas veces que no puedo creer que en realidad estés aquí, en mis brazos. Es como un sueño, despertar y encontrarte aquí, poder abrazarte, tocarte, sentirte… -la acarició con manos y labios, rodeó sus senos, hasta que encontró los pezones y jugueteó con ellos.

Los dedos de Gisella se tensaron en los hombros de él cuando los besos descendieron con lentitud y ella murmuró su nombre con desesperación. Su cuerpo palpitaba de necesidad.

– Todavía no -murmuró él a su oído.

Continuó explorando, decidido a acariciar cada centímetro de su piel, a descubrir cada curva y a despertar su pasión. Pero cuando su propia necesidad fue incontrolable, le besó los labios una vez más y la poseyó con pasión.

– ¡Por favor, Strachan!

Se movieron como uno solo, pero el deseo no desapareció, sino que fue en aumento, hasta que la sensación se volvió tan intensa que casi resultó dolorosa. Unidos por la pasión, llegaron juntos al éxtasis y se estremecieron sin control. Luego se abrazaron y, de forma gradual, sus respiraciones se fueron haciendo más lentas hasta que despertaron a la realidad, maravillados.