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Capítulo 1

¿Que necesitas qué? La habitación giró alarmantemente alrededor de Pandora mientras miraba a Ran Masterson con incredulidad. Por un momento, hubiera podido jurar que había dicho que necesitaba una esposa.

– Necesito una esposa -repitió él, impacientándose.

Pandora lo miró con recelo. No parecía que estuviera bromeando. Estaba junto a la mesa, con las manos en los bolsillos de los pantalones, un hombre alto, fuerte, exasperado. Pandora nunca lo había visto de otra forma que no fuera exasperado, de modo que no resultaba fácil decir si era su expresión habitual o si aquella irritación se debía a ella, aunque tenía la desagradable intuición de que se trataba de lo último. Había unas misteriosas líneas de la risa en torno a sus ojos y sugerían que él tenía un aspecto completamente distinto al sonreír. Por desgracia, sonreír era lo último en que habría pensado desde que la había conocido. Una rabia asesina describía mejor su expresión de aquel momento.

Entonces, ¿por qué le estaba pidiendo que se casara con él?

Tenía que ser una broma. Pandora sonrió desconcertada mientras se limpiaba las manos con un trapo. No quería irritarlo aún más haciendo caso omiso de su sentido del humor, pero ya era demasiado tarde para lazar una carcajada espontánea.

– No lo dirás en serio, ¿verdad?

– No estoy de humor para bromas -dijo él, tajante.

– Pero… no puede ser que quieras casarte conmigo en serio -balbuceó ella, mientras una expresión de asombro aparecía fugaz en el rostro del Ran.

– ¿Casarme contigo? No creo que pueda llamarse así.

Pandora tuvo la incómoda sensación de que estaba atrapada en un sueño estrafalario. Estaba descalza en el torno, sumergiendo abstraída los cuencos en el engobe, tratando de imaginarse desesperadamente cómo iba a sacar miles de libras de la nada, cuando Ran había entrado en el estudio para decirle que el único modo en que podía resarcir tan terrible deuda era convirtiéndose en su esposa. Empezó a preguntarse si la tensión de aquellos últimos días no había podido con ella. ¿Se había quedado dormida o simplemente estaba alucinando?

Podía sentir el baño de arcilla líquida resbalar por el dorso de su mano y se lo quitó. Si aquello era un sueño, se trataba de uno extremadamente real.

– Pero creía que habías dicho…

– He dicho que necesitaba una esposa -dijo él irritado-. No que quisiera casarme con alguien y menos contigo.

– Lo siento, no tengo la más remota idea de lo que pretendes -confesó ella-. Me dices que quieres que me case contigo y, al momento siguiente, dices que no.

– Escucha, es una cosa sencilla -dijo Ran, obviamente exasperado con su torpeza-. Necesito que finjas que eres mi esposa por una noche, nada más.

– ¡Oh! ¿Eso es todo? -dijo ella sin molestarse en disimular su sarcasmo-. ¡Qué tonta he sido al no imaginármelo enseguida!

Tiró el trapo sobre el torno, echó la silla hacia atrás y lanzó una mirada furiosa hacia aquella figura amenazante.

– ¿Es demasiado pedir que me expliques por qué, o se supone que eso también tendría que resultar obvio?

Ran dejó de caminar de un lado para otro, como si aquel ataque le sorprendiera. Sus cejas oscuras se fruncieron más aún y Pandora se asustó recordando que deberle treinta mil libras a un hombre no la colocaba en posición de mostrarse sarcástica con él. Por un instante tenso, él la miró furibundo, entonces, para su inmenso alivio, Ran dejó escapar el aliento y puso una silla frente a ella.

– Muy bien.

Su voz era impaciente mientras se sentaba y ponía las manos sobre la mesa. Se contempló un momento los dedos, tomándose su tiempo para ordenar sus pensamientos. Pandora lo observaba nerviosa. La única vez que se habían encontrado antes, todo había salido tan horriblemente mal que sólo le recordaba como un hombre con un poder frío y controlado, de glaciales ojos grises y un temperamento formidable. Ahora lo miró, viéndolo como la primera vez.

La chica de la oficina de correos le había contado que él llevaba años trabajando en África. Los efectos del sol eran visibles en su piel morena y curtida y en las arrugas en torno a los ojos. Tenía el pelo castaño oscuro y una expresión reservada que parecía corriente hasta que se reparaba en la determinación de su mandíbula y en la curva misteriosa de su boca.

– Sabes que he heredado Kendrick Hall de mi tío, ¿no?

Ran alzó la mirada de repente y la descubrió observándolo. Sus ojos eran de un gris vigilante y frío. Pandora se sonrojó bajo aquella mirada incisiva en incómoda. Apartó los ojos y asintió.

– He oído que querías venderlo.

Otra información que había recogido sobre su desagradable vecino nuevo en la oficina de correos. Ran dejó escapar una risa breve y carente de humor.

– ¡Ojalá pudiera! Por desgracia, la propiedad está vinculada a mí como único heredero varón de mi tío, lo que significa que tendría que correr con un enorme gasto legal para venderla.

– Entonces, ¿por qué no quieres vivir aquí? Es un sitio encantador.

Pandora pensaba que la mayoría de la gente se alegraría de tener una hermosa mansión antigua en el paisaje virgen de Northumbria.

– Puede que sea encantador, pero no resulta muy conveniente cuando trabajas en África Oriental -dijo él ásperamente.

– ¿Y no podrías trabajar aquí?

No estaba muy segura de por qué tenía que hablar de su trabajo, pero al menos era mejor que discutir sobre la suma astronómica que le debía o sobre la estrafalaria propuesta que le había hecho.

– Imposible. Soy asesor en gestión de suelo para el gobierno de Mandibia, con el encargo especial de organizar un ministerio completamente nuevo para tratar los problemas que la agricultura tiene allí. Mandibia posee el potencial para ser un gran país, están invirtiendo mucho dinero y esperanzas en el nuevo ministerio. Tengo un permiso de dos meses para solucionar mis asuntos aquí, pero, sinceramente, preferiría estar dedicándome a mi trabajo antes que cuidar de una vieja casa que ni siquiera deseo.

Hizo una pausa y la miró ceñudo. Pandora se dio cuenta de que no le costaba trabajo creer que un país pusiera su futuro en manos de un hombre como Ran Masterson. Había un aire de eficacia dura y dinámica en torno a él que era inquietante y tranquilizador al mismo tiempo. Era la clase de hombre que todo el mundo desea tener a su lado, la clase de hombre capaz de resolver cualquier problema, acostumbrado a hacer las cosas a su manera, incapaz de soportar las torpezas. No era la clase de hombre que quisiera tener como enemigo por haber hecho añicos uno de los tesoros de su familia.

Aquel pensamiento la hizo volver al presente con un escalofrío. Seguía sin entender por qué tenía que reparar aquella deuda fingiendo ser su mujer. Contempló abstraída aquella boca dura y firme, y una extraña sensación sacudió su espina dorsal. Todo aquello era absurdo, por supuesto. Absurdo y peligroso, inquietante y alarmante, inexplicablemente fácil de visualizar.

– ¿Qué tiene que ver todo eso conmigo? -preguntó ella casi sin aliento.

– Ahora llego a eso. Dado que tengo un trabajo importante en África y que no puedo vender Kendrick Hall, he decidido que lo mejor que puedo hacer es convertirlo en una casa de invitados exclusiva. Me han dicho que los turistas extranjeros están dispuestos a pagar por el privilegio de alojarse en una mansión antigua como si fueran invitados particulares. Es más sencillo y menos caro que tratar de organizar un hotel. Una persona me ha puesto en contacto con una agencia americana y las directoras y han venido a echar un vistazo esta mañana.

Ran se detuvo, remiso a continuar.

– ¿Y? -le apremió ella, sin saber muy bien adonde iba a aparar todo aquello.

– Y les ha gustado mucho. La casa necesita unas reformas considerables, naturalmente, pero una vez que haya sido modernizada y redecorada, creen que sería perfecta para sus clientes. Sólo ha habido un problema.

– ¿Cuál? -preguntó Pandora, con el presentimiento que allí era donde ella entraba en la historia.

– Los directores creen que su clientela preferiría que yo tuviera una esposa que hiciera de anfitriona -dijo él, escogiendo sus palabras con cuidado-. Cuando concluya la reforma, planeo contratar un matrimonio que se encargue de atender la casa, cocinar y todo lo demás. Desafortunadamente, Myra y Elaine, las dos directoras, dieron por sentado que yo sería el anfitrión. Por lo visto, la idea es que los clientes se sientan invitados de la familia. Me he dado cuenta de que han estado a punto de rechazarme al enterarse de que no estaba casado, pero habiendo llegado tan lejos, que me cuelguen si estaba dispuesto a rendirme. Entonces, les dije que había habido un malentendido y que sí estaba casado, sólo que mi mujer no estaba en casa en ese momento.

Pandora lo miró con incertidumbre.

– Eso debe haber sonado un poco raro.

– Las convencí de que acabábamos de regresar de África y de que ella había ido a visitar a su familia. Algo bastante razonable. Por desgracia, entonces cometí el error de decir que mi esposa tenía que volver la semana próxima y que era una pena que no pudieran conocerla -dijo él y suspiró exasperado al recordarlo-. Eso le dio ocasión a Elaine para sugerir que volverían cuando regresaran de Edimburgo, que sería una buena oportunidad para volver a ver Kendrick Hall y conocerte a ti.

– ¿A mí?

– Les dije que mi mujer se llamaba Pandora -anunció él, mirándola directamente a los ojos.

Pandora sintió que el corazón se le subía a la garganta.

– ¿Qué diablos te ha hecho darles mi nombre? -preguntó alzando la voz.

Por primera vez, Ran no parecía tan seguro de sí mismo.

– De repente me acordé de ti.

Ran la miró entrecerrando los ojos, como si tratara de rememorar la visión de una muchacha esbelta, con una cara en forma de corazón, unos grandes ojos azul violeta y una cascada de pelo suave y negro que le había asaltado en aquel instante. Un brillo extraño relampagueó un segundo en sus ojos antes de ser sustituido por una mirada de disgusto al constatar la realidad que tenía ante sí. Pandora tenía una mejilla manchada de arcilla, se había recogido el pelo descuidadamente y le caía a mechones sobre la cara. Además, su vieja rebeca beige tenía agujeros en ambas coderas.

– La verdad, no me explico cómo he podido acordarme de ti -dijo él, bajando la vista a sus manos-. Eres la última persona a quien asociaría con la idea de casarme, pero tenía que pensar en alguien deprisa y no se me ocurrió nadie más.

– ¡Encantador! -masculló ella, vagamente ofendida.

No se trataba de que tuviera un deseo especial de caerle bien a su vecino, pero si pretendía que ella se hiciera pasar por su esposa podía haberse mostrado un poco menos desdeñoso.

– De cualquier modo, cuando he tenido tiempo de pensarlo, no me ha parecido una idea tan estúpida. Sólo hace una semana que he llegado y no conozco a nadie en esta parte del país, a la única chica que podía pedírselo se encuentra en los Estados Unidos. Por lo menos tú tienes la ventaja de que también eres nueva aquí, ¿o ya te has echado novio para acabar de fastidiar las cosas?

Su tono dejaba bien claro que no le parecía posible que ningún hombre pudiera interesarse por una alfarera desaliñada con las mangas andrajosas.

Pandora se cerró la rebeca ofensiva en torno al cuerpo en un gesto inconsciente y defensivo. Le gustaba mucho aquella rebeca.

– Todavía no he tenido tiempo de conocer a nadie.

Sin embargo, deseó haber podido admitir que había una cola de amantes destrozados esperándola para poder igualar a aquella chica que se encontraba en América y que él tan casualmente había mencionado.

– Bien, entonces, ¿qué? -dijo él, consultando su reloj, como si aquello diera por zanjada la cuestión-. Puede que para ti sea un poco duro portarte como una esposa normal, sin embargo, sólo serán veinticuatro horas, de modo que no deberías tener problemas.

– ¿No se lo puedes pedir a otra? -refunfuñó ella-. La verdad es que estoy muy ocupada. Faltan menos de tres semanas para la exposición de cerámica.

No quiso disimular una nota de orgullo en su voz pensando que a Ran Masterson no le vendría mal saber que ella era lo bastante buena como para exponer en solitario. Ran no pareció impresionado.

– No te estoy pidiendo que finjas ser mi esposa, Pandora. Te lo exijo.

– ¡No puedes! -protestó ella.

Pandora intentó levantarse, pero él le sujetó la muñeca por encima de la mesa con una mano de acero. Sintió aquello dedos fuertes y cálidos sobre su piel y, aunque él no ejercía fuerza, Pandora se encontró volviendo a sentarse. Ran retiró la mano y ella clavó los ojos donde él la había sujetado. La muñeca le hormigueaba, le escocía como si su contacto la hubiera quemado.

– Además, no tienes de dónde sacar las treinta mil libras que me debes, ¿no? -dijo con voz suave-. ¿O ya has olvidado ese pequeño incidente?

Nada le habría gustado más.

Había sido culpa suya por llevar a Homer sin correa. Celia le había advertido que no lo dejara entrar en los jardines de Kendrick Hall, pero cuando volvían a los establos, Pandora estaba agotada de que la llevara a rastras por las sendas desiertas. Tenía a la vista la puerta de los establos reconvertidos en vivienda, cuando decidió soltar al perro, suponiendo que saldría corriendo para esperar su galleta allí. Por el contrario, había lanzado un ladrido excitado y bajando la nariz al suelo, había echado a correr en sentido contrario, hacia la mansión.

No por primera vez, Pandora deseó que su madrina se sintiera más inclinada por los chihuahuas en vez de por los chuchos grandes y desobedientes que eran la desesperación de la sociedad protectora de animales. Lo había llamado, pero, tal como esperaba, no le prestó la menor atención, de modo que echó a correr tras él resignadamente sin tener la menor sospecha de que su vida iba a cambiar por completo.

Pandora no se preocupó demasiado, no había nadie a quien Homer pudiera molestar. Kendrick Hall estaba vacío desde que el viejo Eustace Masterson muriera y, aunque por la oficina de correos corría el rumor de que lo había heredado un sobrino, todavía no había dado señales de vida.

No fue hasta que abrió la puerta principal que empezó a fallarle la confianza y, cuando oyó los ladridos en el interior de la casa, volvió a lanzarse a la carrera.

– ¡Homer! ¡Ven aquí enseguida!

Se detuvo patinando en el pasillo. Desembocaba en un gran salón, atestado con una colección tan extraordinaria de trastos que Pandora se olvidó de sentirse aliviada de que no hubiera nadie para ver el ridículo de Homer y simplemente se quedó allí con la boca abierta. Los elevados muros de piedra estaban adornados con cornamentas cubiertas de polvo, peces disecados y una triste colección de trofeos de caza que incluía un lúgubre búfalo de agua y un despliegue mareante de armas. Una araña, enorme y sombría, colgaba del techo y toda la estancia estaba llena de muebles de madera, pesados y antiguos, con alguna armadura aquí y allá, un jarrón chino exquisito y una pitón horriblemente real, enroscada en torno a un tronco. En mitad de todo aquello estaba Homer, ladrando furiosamente a un oso disecado de tamaño descomunal.

Pandora trató de recuperarse.

– ¡Homer! -lo llamó con firmeza avanzando hacia él.

Pero el chucho la esquivó y estuvo a punto de chocar con un hombre que acababa de aparecer por una puerta lateral.

– ¡Qué demonios está pasando aquí? -preguntó furioso.

Pandora vio fugazmente unos rasgos morenos y presintió su fuerza y su exasperación mientras trataba de hacerse sin éxito con el díscolo animal.

– Lo siento mucho… -dijo por encima de los ladridos.

Se incorporó y se apartó el pelo de la cara, para encontrarse mirando a un hombre de ojos grises que la miraban furiosos, con una complexión que parecía pedir a gritos horizontes vastos y abiertos. Parecía que hubiera estado conduciendo por un camino de polvo en un Jeep destartalado o montando un caballo, entornando los ojos al sol en vez de hallarse en aquel salón extraño y abigarrado. Pandora tuvo que tragar saliva.

– Lo siento -repitió.

Trató de nuevo de alcanzar a Homer, pero el hombre se le adelantó. Sujetó al perro por el collar y le ordenó que se sentara con una voz imperiosa. Para asombro de Pandora, Homer obedeció.

– ¡Oh, gracias! -dijo en un suspiro y le sonrió aliviada al desconocido.

Pandora poseía una sonrisa particularmente dulce, pero no tuvo ningún efecto sobre aquel hombre.

– ¿Quién eres? -preguntó él sin la menor consideración-. ¿Qué estás haciendo en mi casa?

A pesar de su azoramiento, Pandora lo contempló con renovado interés.

– ¿Tu casa? Entonces debes ser el sobrino de Eustace Masterson.

– Soy Ran, sí -dijo él en un tono irritado y frío-. Ya sé quien soy, sin embargo, todavía no sé quién eres tú.

– Me llamo Pandora Greenwood.

Pensó que debía estrecharle la mano, pero la expresión de Ran distaba de ser amistosa, de modo que optó por cerrarse la rebeca.

– Somos vecinos. Vivo en los antiguos establos, al final de la avenida.

Si a Ran le agradaba conocer a su nueva vecina, lo disimuló perfectamente. Frunció el ceño.

– El abogado me dijo que los dueños de los establos eran una pareja que se llamaba William.

– John y Celia. Celia es mi madrina. A John le han concedido una cátedra como ponente invitado en una universidad de Texas y yo cuido de Homer mientras ellos están fuera.

– No me parece que lo cuides demasiado bien -dijo él en tono mordaz, haciéndola sonrojarse.

– No y lo siento. Se me ha escapado y no he podido alcanzarlo. Por lo general, no lo dejo suelto cerca de la casa.

– Eso espero -dijo él, mirando con disgusto al chucho que sujetaba-. Lo único que me faltaba era un perro corriendo a su antojo por aquí.

– No volverá a suceder -prometió ella en un hilo de voz, mientras retrocedía hacia el pasillo.

– Asegúrate de que no. Ten, ponle la correa antes de que destroce algo.

Pandora se agachó, pero antes de que pudiera sujetarlo, Homer vio al oso que estaba tras ella y rompió a ladrar mientras se lanzaba hacia el animal disecado. Ran lanzó un juramento desagradable.

– ¿Es que no puedes controlar a este perro?

– ¡Homer! -suplicó ella.

Sin embargo, el chucho hizo una finta para evitarla y fue a chocar contra la peana endeble que soportaba el jarrón chino. Los acontecimientos se sucedieron a cámara lenta. El pie osciló de un lado a otro antes de volcar lentamente y el jarrón empezó a caer en una curva elegante. Pandora miraba horrorizada, hasta que obligó a su cuerpo paralizado a entrar en acción, aunque demasiado tarde para atraparlo. Con los brazos extendidos, cayó sobre las rodillas al mismo tiempo que la frágil porcelana se hacía añicos contra el suelo de piedra.

Hubo un momento de silencio y quietud absolutos. Pandora cerró los ojos, no se atrevía a hablar ni a moverse.

– ¿Sabes lo que has hecho?

Las palabras no eran especialmente fuertes, pero el tono fue tan salvaje que Pandora hizo una mueca y abrió los ojos. Ran estaba agachado junto a ella, recogiendo reverentemente los pedazos más grandes. A pesar del bronceado, estaba pálido y los ojos grises llameaban con furia.

– Yo…

– ¿Tú, qué? ¿Lo sientes?

Su voz era como un látigo. Ella asintió miserablemente.

– ¿Tu perro acaba de romper un jarrón que vale treinta mil libras y tú lo sientes?

Ahora fue ella quien se puso pálida.

– ¿Treinta mil…?

– Treinta mil libras -confirmó él con los dientes apretados-. Ayer mismo vino a verlo un anticuario. Iba a venderlo para pagar la restauración de la casa. No creo que me den mucho por él ahora, ¿verdad?

Por supuesto, Pandora se ofreció a pagárselo. Ran la miró de arriba abajo, fijándose en su falda vieja y en la rebeca agujereada y le preguntó desdeñosamente si tenía las treinta mil libras. Pandora se sintió enferma con sólo pensar en aquella enorme suma de dinero. No había manera de que pudiera conseguir ni la décima parte. Apenas se mantenía con lo que ganaba con su cerámica y no quería ni pensar en pedírselo a sus padres. Ya habían sufrido bastante para costearle los estudios en la escuela de arte.

Ran, intuyendo su situación financiera sin dificultad alguna, anunció con brusquedad que se pondría en contacto con los William directamente. Homer era su perro y al menos tenían una casa que vender. Desesperada, Pandora le suplico para que le dejara intentar reunido ella. Le debía mucho a su madrina, ¿cómo iba a agradercérselo endosándole una deuda semejante?

Sí, ¿pero cómo iba a pagarle a Ran Masterson?

Tras cuatro días de agonía, Pandora no se hallaba más cerca en encontrar una solución. Y ahora, en aquella tarde lluviosa de junio, lo tenía sentado delante, esperando que ella convenciera a unas desconocidas de que era su esposa.

– ¿Bien? -dijo con voz despiadada-. ¿Vas a pagarme tu deuda o tengo que avisar a mi abogado para que llame a los William?

Pandora se mordió los labios.

– A ver si lo he entendido bien. Si accedo a convencer a esas americanas de que soy tu mujer, te olvidarás del jarrón, ¿no es eso?

– Exactamente.

– ¿Puedes permitirte renunciar a una cantidad de dinero tan grande? -insistió sabiendo que no era prudente mirarle los dientes al caballo, pero incapaz de superar sus recelos.

Ran se encogió de hombros.

– No sabía lo valioso que era el jarrón hasta que vino el anticuario. Si hubiera podido venderlo, habría resuelto gran parte de los problemas financieros de Kendrick Hall. La casa entera está comida por la humedad y necesita que se la renueve por completo. No quiero utilizar mis ingresos, de modo que la casa tendrá que cuidarse por sí misma y pagar las reparaciones de alguna manera. Gracias a ti y a tu perro, tendré que vender más cuadros de los que esperaba. No me parece que una noche de comedia sea mucho pedir a cambio de eso, ¿tú qué crees? Al fin y al cabo, no te estoy pidiendo que pases el resto de tu vida conmigo. Una taza de té, unas cuantas copas, una cena, y luego todos nos retiraremos a dormir. ¿Qué problema tienes con eso?

– ¡Eso dependerá de a qué cama te retires tú!

– ¡De modo que es eso lo que te preocupa! -dijo Ran, repantigándose en la silla y mirándola cínicamente-. ¿En serio crees que esto es un truco elaborado para llevarte a la cama, Pandora?

– ¡Por supuesto que no! -exclamó ella, sonrojándose.

– Perfecto, porque puedo asegurarte que tengo cosas más importantes en las que pensar antes que en una chica estúpida, desaliñada e irresponsable -la fustigó en un tono iriente que acentuó aún más su rubor-. Por lo que yo sé, puede que tengas un cuerpo delicioso bajo esas ropas tan folclóricas, pero dudo mucho que valga treinta mil libras. Y, francamente, no me interesa averiguarlo.

– Lo único que me interesa es que despegue esta casa de huéspedes de modo que pueda volver a hacer lo que pueda en África. Si eso significa pasar una noche contigo, tendré que hacerlo. Estoy seguro de que los dos preferiríamos no dormir juntos, pero a Myra y Elaine puede parecerles extraño que una pareja tan feliz como nosotros duerma en habitaciones separadas. Y, ya que estamos, convencerlas de que nos envíen a sus clientes significa más para mí que la delicadeza de tus sentimientos.

– De acuerdo, de acuerdo -dijo Pandora, levantándose al fin-. He captado la idea. Pero quiero dejar claro que mi papel de esposa acaba en la puerta del dormitorio.

Ran le lanzó una mirada lánguida y sombría sin levantarse de la silla.

– Entonces, ¿lo harás?

– No veo que me quede otra alternativa, ¿o sí? -respondió ella amargamente-. Sabes perfectamente que jamás podré reunir treinta mil libras y no puedo pedirle a John y a Celia que paguen.

– ¿Por qué no? Después de todo, fue su perro el que rompió el jarrón.

Pandora puso la mano sobre la cabeza de Homer en un gesto protector.

– Sí, pero lo han dejado a mi cargo, ésa era la idea. Quería ver si podía abrirme camino con la cerámica, pero no tenía sitio donde trabajar, de modo que Celia sugirió que me trasladara aquí y usara su estudio mientras ellos están fuera como retribución por cuidar de Homer. Fue ella la primera que despertó mi interés la alfarería, siempre me ha apoyado. Si no hubiera sido por ella nunca habría llegado tan lejos. No podría agradecérselo haciéndola cargar con una deuda tan grande.

– Eso tendrías que haberlo pensado antes de soltar al chucho -dijo Ran sin la menor compasión.

– Y tú tendrías que haber pensado en que podría haber perros sueltos antes de dejar la puerta abierta y un jarrón de treinta mil libras en un equilibrio precario sobre un suelo de piedra.

Había provocado a Pandora para que le replicara y le sostuvo la mirada con ojos desafiantes.

– Creía que me estarías agradecida por dejarte una salida tan sencilla -le recordó él ominosamente.

Pandora se apartó el pelo de la cara, sus ojos violetas brillaron retadores.

– Si a dormir con un perfecto extraño le llamas «salida sencilla»…

Ran se levantó.

– Puedes pagarme las treinta mil libras, si lo prefieres -dijo con indiferencia-. Siempre puedo contratar a una actriz profesional para esto.

Pandora debería haber recordado su primera impresión sobre Ran, la de un hombre que siempre se salía con la suya. Viendo que la había pillado en un farol, le detuvo cuando se dirigía a la puerta.

– ¡No!

Ran se volvió sin soltar el picaporte, las cejas arqueadas.

– Muy bien, lo siento -dijo ella, tragándose el orgullo-. Haré lo que tú quieras.

– Así está mejor. No sé a qué viene tanto jaleo.

– ¡A que es una locura! -dijo ella, gesticulando hacia sus vaqueros deshilachados y la rebeca rota-. Has sido tú quien ha dicho que soy un desastre. Nadie se creerá que soy tu mujer.

– Lo harán si te arreglas un poquito -dijo él, mientras la observaba con ojo crítico y le ponía las manos sobre los hombros-. Eres una chica bonita, ahora que me fijo bien. En realidad, podrías ser guapa si pusieras algo de tu parte.

Pandora sintió que una oleada de calor la consumía. Era agudamente consciente de su mirada, de las manos que él le había puesto en los hombros. Sus manos eran morenas y fuertes y hacían que todo su cuerpo vibrara, como si su contacto se propagara en una onda expansiva que afectaba a sus clavículas, a su espina dorsal, a las rodillas y a los pies. Tragó saliva y contempló su mentón, incapaz de mirarlo a los ojos, temerosa de mirarlo a la boca.

Hasta entonces, Ran había sido un problema, una fuente de desesperación y preocupaciones desesperadas. Ahora, de pronto, era un hombre desconcertantemente atractivo, un hombre con quien tendría que dormir en unos cuantos días.

– Myra y Elaine no pensarán que hay algo raro en que seas mi esposa si te pones un vestido decente para variar.

Insensible a su perturbación, Ran continuó el mismo tono impersonal. Para alivio de Pandora, retiró las manos de sus hombros.

– Debes tener algo más elegante que esto que llevas.

– La verdad es que no -murmuró ella.

Sin embargo, lo que le preocupaba era cómo habían podido aquellas manos abrasarla a través de la rebeca y la camisa.

– Conservo una especie de vestido de noche que me regaló mi madre, pero, aparte de eso, sólo tengo ropa de trabajo. No tiene sentido ponerse elegante cuando te pasas el día trabajando con arcilla.

– No, evidentemente -dijo él, mirando con desdén aquellas ropas-. Bueno, en ese caso, tendremos que comprarte algo cuando nos hagan la fotografía.

Pandora parpadeó.

– ¿Qué fotografía?

– La de nuestra boda. Una foto de estudio enmarcada para conmemorar nuestro enlace que presida el recibidor puede añadir un detalle que corrobore nuestra historia, ¿no te parece?

– Supongo que sí.

Pandora se apartó de él con una normalidad sólo aparente. De pronto, su proximidad le resultaba inquietante. Era obvio que Ran había pensado hasta en los menores detalles.

– ¿Cuando iremos a hacérnosla?

– Mañana, espero. Llamaré al fotógrafo esta tarde y te recogeré por la mañana. Podemos ir a Wickworth juntos y hacerlo todo de una vez.

– Creía que sólo iban a ser veinticuatro horas -objetó ella-. ¿Cuándo voy a cocer mis cacharros?

– Podrás hacerlo por la tarde.

– Escucha, de verdad que no puedo permitirme pasar toda una mañana en Wickworth… -empezó ella, pero Ran levantó una mano.

– ¿Qué era eso que has dicho sobre hacer todo lo que yo quisiera? -le recordó sin rodeos.

Pandora cedió y refunfuñó entre dientes.

– Ya que estamos, será mejor que me digas qué más esperas que haga.

– Tendrás que venir a la casa para que puedas conocerla antes de que ellas lleguen. Y ya que tendrás que estar allí de todas maneras, puedes dedicarte a preparar sus habitaciones y a hacer que la casa tenga el mejor aspecto posible. Ya sabes, cosas como limpiar la plata y poner flores en los jarrones.

Pandora suspiró. Detestaba hacer las tareas de la casa.

– ¿Algo más? -preguntó con gesto torturado.

– Tendrás que preparar una buena cena. Esperan que seas una buena cocinera.

– ¡Pero si no tengo ni idea de cocinar!

Ran dio un paso adelante de modo que se detuvo muy cerca de ella. Pandora se encontró retrocediendo contra el horno, sin tener adonde escapar.

– Entonces tendrás que hacer un gran esfuerzo, ¿no? no pienso perdonar una deuda como ésa por nada. Pandora, vas a convencer a esas americanas de que no sólo eres mi esposa, sino que sus clientes pensarán que no tienes comparación como anfitriona. ¿Entendido?

Pandora asintió a regañadientes, sin embargo, Ran no se apartó.

– Eso significa que vas a tener que poner todo de tu parte para conseguir que la casa esté lo más presentable que sea posible, que vas a cocinar una cena exquisita y que te vas a comportar como una esposa felizmente casada, no como una chica malhumorada que no sabe apreciar su suerte al librarse de pagar una deuda enorme. Si crees que no puedes hacerlo, será mejor que me lo digas ahora mismo y vayas pensando en encontrar treinta mil libras.

Pandora miró aquellos implacables ojos grises, lo ojos de un hombre que hablaba en serio, y tragó saliva.

– Puedo hacerlo -dijo.