142753.fb2 Esposa por un d?a - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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Capítulo 4

Pasaron dos días antes de que lo volviera a ver. Pandora intentó olvidarle dedicándose a su cerámica, pero no le sirvió de nada. El recuerdo de aquel beso estúpido y sin significado la acechaba, listo para tenderle una emboscada justo en el momento en que creía haber tenido éxito en borrar a Ran Masterson de su mente.

Paseando a Homer, preparando el té, cepillándose los dientes… no importaba lo que estuviera haciendo, aquel rostro aparecía repentinamente tras sus párpados y algo ardiente, febril, infinitamente perturbador empezaba a crecer en sus entrañas. Entonces, dejaba lo que estaba haciendo y comenzaba otra cosa, hasta que la casa empezó a llenarse con trabajos inconclusos y ella se enfadó.

No era justo. Sólo había sido un beso. Ni siquiera le caía bien aquel hombre. ¿Por qué no podía quitárselo de la cabeza y concentrarse en su exposición en vez de pensar en lo inquietante que había sido su caricia? Cerró de golpe el armario que estaba abriendo para prepararse una taza de té. Iba a hacer algunos cuencos y a no pensar de ningún modo en Ran Masterson.

Fuera, el sol de la tarde caía oblicuo sobre el chinarro del patio y ella fue descalza al estudio. Dejó la puerta abierta para que entrara el aroma a lavanda y madreselva que Celia había plantado junto a la pared, tomó una bola de arcilla y la puso sobre el torno. Llevaba una camiseta de manga larga y una falda, lo que significaba que tendría que parar para subirse las mangas cada vez que se le bajaran, pero no le importó. El ritmo hipnótico del torno y la suavidad de la arcilla bajo sus dedos mojados era calmante y familiar y gradualmente se relajó, dejando que la forma y el tacto del barro la absorbieran.

Homer había encontrado una de las sandalias que no usaba en la cocina y estaba tumbado a su lado, mordisqueándola. Se sentía feliz de que Pandora hubiera pasado los dos últimos días tratando de vencer su inquietud paseando. Ella ni siquiera se había dado cuenta de que estaba destrozando la sandalia. Canturreaba para sí, perdida en su propio mundo, mientras la arcilla tomaba forma milagrosamente bajo sus manos.

Poco después, había completado una carga para el horno. El sol que entraba por la ventana la envolvía en un aura de luz que relumbraba en su pelo y salpicaba las puntas de sus pestañas de oro. Con el primer golpe en la puerta giró la cabeza. Al ver a Ran se sobresaltó y echó a perder el cuenco al que estaba dando forma. Homer se levantó de un salto de sus siesta y comenzó a ladrar furiosamente para disimular la vergüenza de que le hubieran pillado durmiendo.

El jaleo le dio a Pandora la oportunidad de controlar su corazón desbocado. Justo cuando había logrado convencerse de que aquel beso no tenía la menor importancia después de todo. Ran tenía que llegar y echarlo a perder. Iba vestido con un pantalón caqui y una camisa blanca de manga corta que resaltaba el bronceado de su piel. Pandora podía haberse dicho muchas cosas, pero no había olvidado un solo detalle de él y Ran todavía era capaz de dejarla sin aliento con sólo aparecer en la puerta.

– Hola.

Pandora se levantó, horrorizada por lo chillona que sonaba su propia voz. Ran había calmado a Homer.

– No es gran cosa como perro guardián, ¿eh? -dijo él por todo saludo-. Llevo cinco minutos en la puerta esperando a que uno de los dos se diera cuenta de mi presencia.

– Tendrías que haber dicho algo.

Pandora se había aclarado la garganta y consiguió sonar casi normal.

– Lo he hecho -dijo él con un tono extraño, como si recordara su imagen en vuelta en luz dorada-. Estabas en otro planeta.

Por algún motivo inexplicable, Pandora sintió que una oleada de calor empezaba a invadirla desde la planta de los pies y se dio la vuelta con la excusa de lavarse las manos.

– Estaba concentrada.

Ran no tenía por qué enterarse de cómo perdía el tiempo pensando en él.

– Homer no -dijo él severamente.

Pero entonces echó a perder el efecto agachándose para palmear al chucho en la cabeza. Homer seguía empeñado en mostrar un placer completamente injustificado al verlo.

– ¿Crees que puede valer para algo?

– Homer vale para muchas cosas -dijo ella sin vacilar, saliendo en defensa del perro.

– ¿Ah, sí? ¿Como qué? ¿Invadir la propiedad ajena? ¿Romper las pertenencias de los demás?

Pandora fingió ignorarlo. Mientras se secaba las manos en la falda trataba de pensar en algo que Homer supiera hacer y que impresionara a Ran.

– Le gusta que le tiren palos.

– Sí, pero, ¿los trae?

Pandora alzó la barbilla.

– Muchas veces -mintió desafiante.

– Muy útil -repuso él con expresión sarcástica.

Ran dio unos pasos por el taller como si estuviera inquieto, se detuvo junto al banco de trabajo y levantó una de las piezas terminadas, un gran frutero decorado con un tumulto de plantas tropicales, con monos que asomaban tras las hojas de una palmera y unos loros de colores brillantes.

– ¿Has hecho tú esto? -preguntó sorprendido.

– Es una de las piezas de la exposición -dijo ella, haciendo un gesto hacia el banco.

Estaba atestado de jarras, cuencos, potes, floreros, bandejas y platos. Todos decorados con diseños diferentes y poco usuales, pero el estilo personal de Pandora resultaba evidente en cada uno de los objetos. Ran dio la vuelta al frutero entre sus manos y la miró como si la viera por primera vez.

– Es… original. No me había dado cuenta de que fueras tan buena ceramista -añadió sinceramente.

Pandora se enfureció consigo misma por el estallido de placer que aquello le produjo. Ociosamente, cambió de sitio algunas piezas del banco.

– Gracias -musitó sin mirarlo.

– ¿Cuánto tiempo llevas dedicándote a la cerámica?

Ran dejó el frutero y tomó una jarra de leche que representaba una vaca lúgubre. Sólo estaba a un par de pasos de ella y Pandora se apartó, esperaba que con disimulo, de la perturbadora proximidad de su cuerpo.

– La primera vez que vi a Celia trabajar con el barro fue a los nueve años. Puso una pella de arcilla en el torno y tomó una forma maravillosa entre sus manos y ante mis ojos.

Pandora miró un momento por la ventana con ojos soñadores al recordar aquel momento.

– Yo creí que era… magia. Desde aquel momento, no he querido hacer otra cosa.

Al volver la cabeza descubrió una expresión peculiar en los ojos de Ran. Sin embargo, desapareció tan deprisa que ella pensó que debía haberlo imaginado. Ran dejó la jarra en el banco con cuidado.

– ¿Todo? Yo creía que vosotras las chicas pasabais algún tiempo soñando con matrimonios y tener niños.

Pandora se envaró ante aquel tono desdeñoso. Ran tenía la mala costumbre de inducirla a creer que podía ser amable después de todo, sólo para decir algo más desagradable que nunca.

– No tengo nada en contra de los matrimonios o los niños -dijo ella con toda la frialdad de que fue capaz-, sin embargo, no quiero pensar en eso hasta que no encuentre al hombre adecuado.

– ¿Y qué clase de hombre es ése, Pandora?

Ran se apoyó en el banco y cruzó las piernas por los tobillos. A pesar de lo relajado de su postura, ella presentía que estaba tenso, a punto de saltar. Pandora empezó a ponerse nerviosa.

– No creo que lo sepa hasta que lo encuentre.

– ¡Oh, vamos! -dijo él en un tono deliberadamente provocativo-. ¿Vas a decirme que estás tan absorta con tu cerámica que nunca lo has pensado? Debes tener alguna idea.

– ¡Bueno, desde luego no será como tú! -estalló ella, indignada-. Yo sólo busco alguien que me quiera lo bastante como para no conformarse con una relación abierta.

– ¿Alguien como Quentin Moss?

Ran la miró con desprecio. Ella, que no había vuelto a pensar en Quentin desde que se encontraran en el restaurante y que no habría podido describirle aunque hubiera querido, le devolvió una mirada desafiante.

– Quizá -dijo con los ojos encendidos de indignación.

La expresión de disgusto de Ran se agudizó.

– Yo que tú no pondría muchas esperanzas en él. Me da la impresión de que ese hombre sólo se ama a sí mismo.

– Entre vosotros debéis conoceros.

Pandora recogió la pella y volvió a dejarla en la amasadera. ¡Ahora sí que no podría hacer nada en absoluto!

– Sólo te lo digo por tu bien -dijo él, impasible.

– ¿Querías algo? -dijo ella, tras cerrar la tapa con estrépito.

– He tenido noticias de Myra. Llegarán el martes sobre la hora del té. Eso significa que tendremos que salir de compras el lunes.

– ¿Por qué no podemos comprar el martes por la mañana?

– Porque tú vas a estar muy ocupada haciendo los preparativos -dijo él, volviendo a su habitual e irritante modo de ser-. Tendrás que cancelar la cita con tu amigo el artista.

A Pandora se le había olvidado, pero ahora que Ran se lo recordaba, estaba completamente decidida a ir.

– Tampoco hay que comprar comida como para soportar un asedio. No podemos tardar mucho. Habrá tiempo de sobra para que vaya a ver a Quentin.

– ¿Se supone que yo tendré que esperarte hasta que termines?

Pandora estaba encantada por haber encontrado un modo de chincharle. Le pareció un modo de resarcirse por las largas horas que había perdido tratando de no pensar en él.

– No se me ocurriría causarte tantas molestias -le aseguró con voz dulce-. Puedo ir en mi furgoneta.

– ¡Qué? ¿En esa cafetera oxidada que hay ahí fuera? Seguro que tiene prohibido transitar por una carretera.

– Tiene los papeles en regla -dijo ella, herida.

– Es absurdo que vayamos en dos vehículos. Ya que insistes en ir a comer con ese tipo, te dejaré en la galería. Tengo varias cosas que hacer en la ciudad. Puedo dedicarme a mis negocios y pasar a recogerte luego. Haremos las compras de camino a casa.

– Y así te aseguras de que tendré que acortar mi sobremesa con Quentin -dijo ella con un tono sarcástico desacostumbrado.

El ceño de Ran se hizo más profundo.

– Mira, después del martes, podrás pasar el día y la noche con Quentin por lo que a mí respecta -dijo soezmente-. Sólo me preocupa que la visita de las americanas sea un éxito. Cuando eso acabe, podremos olvidarnos el uno del otro, pero mientras tanto voy a hacer lo que sea necesario para convencerlas de que, no solo tengo una esposa, sino que es una esposa modélica. Lo que me recuerda…

Ran se dio la vuelta y tomó de la mesa un sobre que había dejado al entrar.

– Voy a hacer que enmarquen una de las fotos que nos hicieron. Échales un vistazo.

La actitud desafiante de Pandora se debilitó cuando oyó la mención a las fotos. Le traía demasiados recuerdos que hubiera preferido olvidar. Se sentó a la mesa y abrió el sobre con recelo, como si fuera a explotarle en la cara.

Hubiera dado lo mismo. Las fotos le hicieron revivir el beso maldito y la fiebre que se había apoderado de ella. Allí estaba, desafiante con aquel sombrero incongruente, apoyándose en Ran. Besándolo. Era como si todavía pudiera sentir el hormigueo en los labios, el contacto tentador de sus manos.

Pandora se obligó a apartar los ojos de aquella foto en particular. Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, la llevaba grabada a fuego en el cerebro. ¿Por qué tenían que parecer tan naturales, tan hechos el uno para el otro? Las demás fotos eran igualmente inquietantes, en la mayoría, Ran la miraba con ternura mientras que ella exhibía una expresión serena y radiante.

«Parece como si estuviéramos enamorados», pensó ella. El corazón le dio un salto mortal para aterrizar con un golpe siniestro en algún lugar muy profundo de su estómago.

– Son bastante convincentes, ¿eh? -dijo él como si le hubiera leído el pensamiento.

– Sí, bastante. ¿Cuál quieres ampliar?

Ran se inclinó sobre su hombro, poniéndole los nervios a flor de piel, e indicó la primera que el fotógrafo les había tomado, en la que se estaban riendo, y luego la del beso.

– He pensado que una de estas dos.

– Ésta -se apresuró a decir ella, señalando la de las risas.

– Sabía que ibas a decirlo -rezongó él, sacándola del muestrario y metiéndola en un sobre-. Personalmente, creo que el beso es muy impactante. Nadie diría que no estamos enamorados viendo esta foto, ¿verdad?

– ¿Tú crees? Pensaba que la foto en que nos estamos riendo es más natural. El beso está tan logrado que no parece real, nada más.

– ¡Ah, sí? A mí me pareció bastante real -dijo él en un tono divertido e inquietante.

Pandora cruzó los brazos sobre el pecho en un gesto que se las arregló para que fuera defensivo y contrariado al mismo tiempo.

– ¡Tú sabes a qué me refiero!

– Claro que sé a lo que te refieres -dijo él con sorna mientras iba a la puerta-. Te dejo con tu arte. Acuérdate de tener preparada la lista de la compra para el lunes. No quiero pasarme toda la tarde de un lado para otro del supermercado. ¿Ya has decidido lo que vas a cocinar?

– ¿No podría preparar un plato precocinado? -suplicó ella.

– Imposible. Ellas esperan una buena cena casera y eso es lo que puede decantar definitivamente su opinión a nuestro favor.

– ¡Pero detesto cocinar! -protestó ella-. Nunca consigo que los ingredientes hagan lo que yo quiero. Jamás seré capaz de preparar una cena especial para esa ocasión.

Una expresión impaciente apareció en el rostro de Ran.

– Tiene que ser cuestión de hacer una receta sencilla.

– No hay recetas sencillas. Siempre te dejas algún ingrediente vital, o tienes que utilizar un electrodoméstico que cuesta una fortuna y sólo usas una vez en la vida. Además, ¿por qué tenemos que cocinar siempre las mujeres? ¿Por qué no puedes hacerlo tú? Estoy segura de que eso sí que dejaría impresionadas a las americanas.

– Yo no sé cocinar.

– No hay problema, sólo es cuestión de hacer una receta sencilla -le recordó ella.

– Éste no es momento de luchar por la igualdad entre los sexos. Yo no voy a preparar la cena porque no soy responsable de haber roto un jarrón de treinta mil libras y tú sí. Así de simple. Te recogeré el lunes a las once en punto. Por favor, procura estar lista.

– Por favor, procura estar lista -dijo ella imitándole para Homer una vez se hubo ido.

¿Cómo se las arreglaba para enfurecerla, ponerla nerviosa y dejarla confundida? Suspiró y se dejó caer sobre una silla. Si pudiera ignorarlo, si pudiera olvidar aquel beso…

¡Pero ya había pasado muchas veces por lo mismo durante dos días! Se obligó a volver al torno, pero había perdido la concentración. Era como si la presencia de Ran permaneciera vibrante en el aire del taller, como si las fotografías se negaran a desaparecer de su mente. Había sido raro verse tan relajada y feliz a su lado. Raro, inquietante y, sin embargo, familiar. La verdad es que debía ser mejor actriz de lo que ninguno de los dos había supuesto.

Cuando llegó el lunes, Pandora había conseguido serenarse. Estaba enferma de tanto pensar en Ran Masterson. ¿Cómo podía un hombre al que sólo había visto cuatro veces convertirse en el centro de su vida? Era absolutamente ridículo, pero estaba a punto de terminar. Un día más y Ran se habría salido con la suya. Volvería a África y a su perfecta relación abierta con Cindy y ella no tendría necesidad de volver a verlo.

– Bien -dijo en voz alta a la bañera que Celia había plantado con geranios.

Estaba regándolos mientras esperaba a Ran. Hacía otro día de calor, el chinarro ya estaba caliente bajo sus pies descalzos. Había sacado a Homer muy temprano y lo había encerrado en la cocina para que Ran no pudiera decir que no estaba preparada cuando llegara. Deseó que llegara tarde para poder mostrarse magnánima con él, pero no tuvo tanta suerte. El coche entró en el patio a las once en punto.

Ran sólo tuvo que salir del coche para que a Pandora le diera un vuelco el corazón. Se la quedó mirando. Ella llevaba el vestido amarillo y estaba junto a las flores sujetando la regadera con ambas manos. Su piel resplandecía al sol y el pelo negro delimitaba agudamente los contornos de su cara.

Pandora no supo interpretar su expresión, pero, por algún motivo, dejó la regadera en el suelo con mucho cuidado. Ran llevaba unos vaqueros y una camisa verde oscuro, pero nada podía ocultar la fuerza de su cuerpo ni el tremendo impacto de su presencia. Cuando miró al fondo de aquellos ojos grises, fue como si la tierra hubiera dejado de girar de golpe, dejándola sin aliento y mareada.

Entonces, Ran echó a andar hacia ella y el tiempo volvió a correr con una sacudida. Pandora se sentía extrañamente desequilibrada, como si hubiera perdido pie en la oscuridad.

– ¿Nunca llevas zapatos? -dijo él por todo saludo.

– No, si puedo evitarlo. Siento que he caído en un cepo cuando me los pongo.

– ¿Y también piensas en ir a comer descalza?

– Ojalá pudiera.

Pandora los recogió del banco del patio. Se sentó en él y se sacudió el polvo de los pies. El pelo cayó hacia delante y le ocultó la cara. Cuando se puso uno de aquellos zapatos elegantes que Ran había pagado, alzó los ojos para mirarlo. Él la estaba contemplando como si nunca la hubiera visto y ella sintió que se quedaba sin aire.

– ¿Pasa algo?

– No. Sólo estaba pensando en que te has tomado muchas molestias para estar elegante en tu cita con Quentin.

Pandora se levantó, se sacudió el vestido y se calzó el otro zapato de pie.

– Es un vestido tan bonito que me ha parecido una pena no ponérmelo.

– Sobre todo cuando tuvo un efecto tan especial sobre Quentin la última vez, ¿no?

– No te molestará que me lo haya puesto, ¿verdad? Supongo que es tuyo.

Ran adoptó una expresión cínica.

– No creo que pueda sacarle mucho partido, ¿no te parece?

– Quizá quieras llevárselo a Cindy.

Ran puso una cara extraña, casi como si tratara de recordar quién demonios era Cindy.

– No es su estilo. Creo que lo mejor será que lo conserves como un recuerdo mío.

Un recuerdo. Algo para recordarle en los años futuros. Pandora trató de imaginarse descubriendo el vestido en un armario y recordando vagamente a un hombre que tenía los ojos grises y una boca inflexible. No pudo. Su imagen estaba tan indeleblemente grabada en si cerebro que no podía si quiera concebir que se difuminara.

– Gracias…

Se calló cuando él tomó un mechón de su pelo en la mano. Estaba tan cerca que Pandora casi podía sentir la firmeza de su cuerpo. Le veía respirar, veía el pulso que palpitaba en su garganta.

– ¿Qué… estás haciendo?

¿Era una sonrisa aquel gesto de sus labios? Pandora sintió que su estómago desaparecía. Trató de decir algo intrascendente, pero no pudo. Sólo pudo quedarse inmóvil al sol, muy cerca de él.

Ran enredó el mechón en torno a sus dedos y tiró de ella imperceptiblemente. Por un instante cegador, Pandora estuvo segura de que iba a besarla. Sin embargo, Ran le alisó el cabello y le pasó la yema del pulgar por la mejilla, con la misma suavidad que si hubiera sido una pluma.

– Ya veo que te has peinado para Quentin.

Fue todo lo que dijo, pero había desaparecido el humor de su voz para ser sustituido por un eco de oscuridad.

Pandora no podía decirle que en el único que había pensado aquella mañana al arreglarse había sido él. Le ardía la cara, estaba convencida de que la caricia le había dejado una marca abrasada en la mejilla, la impronta de su dedo. Incapaz de pronunciar palabra, asintió en silencio y dio un paso atrás precipitadamente.

– Será mejor que nos vayamos.

Apenas hablaron en el coche. Ran condujo en silencio y Pandora contempló el paisaje de colinas verdes por la ventanilla. Mantenía las manos fuertemente unidas en su regazo para evitar que se le escaparan y se las llevara a la mejilla que todavía le ardía y palpitaba como una herida reciente.

Se recordó que Ran no tardaría en marcharse y estuvo a punto de desesperar. Lo más probable era que, después del día siguiente, no volviera a verlo nunca. ¿Acaso no se había encargado él de dejar bien claro que cuanto antes acabara su colaboración mejor? Cuando las americanas se hubieran ido, ellos tomarían caminos diferentes y era obvio que eso era lo que él estaba deseando.

«Podremos olvidarnos el uno del otro», ¿acaso no había dicho eso?

Pandora trató de imaginarse olvidándolo, pero era como si intentara imaginar el tamaño del universo, tan imposible de abarcar que le hacía sentirse mareada. Todo era distinto ahora. No se trataba de que ella hubiera cambiado, más bien era como si se hubiera puesto unas gafas y viera las cosas de una manera completamente distinta.

Ran tampoco había cambiado. Seguía siendo arrogante e insensible, incluso absolutamente grosero en ocasiones, pero ella sabía por instinto que jamás conocería otro hombre que se le pudiera comparar. Por supuesto, siempre cabía la posibilidad de que otro le hiciera olvidar a Ran por completo. Ran le había preguntado cómo era su hombre ideal. Cuando trataba de imaginárselo, era su cara la que veía, sus ojos grises, su boca despiadada. Pandora trató de recordar los rostros de otros hombres con los que había salido, pero sólo eran un borrón en su memoria. Ninguno le había hecho sentir lo que Ran, ninguno le había hecho enamorarse de él.

Pandora no sabía cómo podía ser estar enamorada, pero estaba convencida de que no podía tratarse del afecto tibio que sentía por los hombres que había conocido, la mayoría de los cuales se habían convertido en sus amigos sin ninguna dificultad. El verdadero amor no podía ser así. Tenía que ser maravilloso, glorioso, intransigente, el corazón tenía que saltar y los huesos derretirse… igual que le sucedía cuando miraba la boca de Ran. Pandora se quedó de una pieza cuando se dio cuenta del rumbo traicionero que estaban tomando sus pensamientos.

No tenía el más mínimo sentido pensar en enamorarse de Ran Masterson. Aun en el caso de que no mantuviera aquella relación perfectamente abierta con Cindy, no había forma humana de que pudiera sentirse interesado por Pandora. Lo mismo le deba enamorarse del oso disecado que tenía en el salón.

Al rato. Ran la dejó en la misma puerta de la galería.

– Nos reuniremos aquí a las dos en punto -dijo antes de marcharse.

Pandora se quedó en la calle preguntándose por qué se sentía tan abandonada. Era ella quien había insistido en acudir a la cita con el galerista, ¿no? Sin embargo, no podía recordar por qué se había empeñado en ver a Quentin.

Y quería verlo, seguro. Subió resueltamente los escalones. Ya había decidido que no iba a cometer la tontería de enamorarse de Ran, de modo que no tenía sentido desear haberse quedado en silencio a su lado en vez de ir a comer con un hombre atractivo y encantador.

Quentin se mostró encantado de verla, cosa que la halagó. Sin embargo, cuando la besó en ambas mejillas, Pandora sólo sintió la impronta de fuego que Ran había dejado allí. Sonrió y charló animadamente durante la comida y esperaba que Quentin no se diera cuenta de lo lejana que se sentía. Era obvio que él se estaba esforzando por ser aun más encantador que de costumbre, pero a Pandora le costaba trabajo darse cuenta. ¿Por qué tenía la sensación de que nada era real cuando no estaba con Ran? ¿Y por qué no dejaba de mirar el reloj deseando que dieran las dos?

La comida pareció durar siglos. Cuando regresaron a la galería, Ran estaba esperándoles en la calle. Tenía un aspecto sombrío, moreno y formidable. Lanzó una mirada furibunda a Pandora en cuanto la vio doblar la esquina. Ella se apresuró a tomar del brazo a Quentin y a sonreír con todo su encanto. ¿Cómo podía haber desperdiciado una comida con un hombre encantador pensando en alguien que ni siquiera se molestaba en sonreír cuando la veía?

– ¿Estás lista? -preguntó Ran, tras saludar con un gesto de la cabeza a Quentin.

– Casi.

Pandora se volvió al galerista que estaba un poco perplejo ante la súbita aparición de Ran y procedió a darle las gracias como si aquélla hubiera sido la mejor comida de su vida. Vio que Ran se ponía hecho un basilisco y sintió que todos sus sufrimientos quedaban compensados. Le besó con lo que Ran no hubiera dudado en llamar «un beso de artistas».

– Muchas gracias de nuevo, Quentin. Ha sido fabuloso. Tenemos que repetirlo pronto.

– ¿Qué vais a repetir pronto? -preguntó Ran llevándosela, dejando a un Quentin encantado, aunque un tanto estupefacto atrás.

Pandora no lograba explicarse lo que le sucedía. Se había pasado toda la comida deseando estar con Ran, pero, en el momento en que le había puesto los ojos encima, actuaba como si nada en el mundo pudiera arrancarla del lado de Quentin. Decidió que era absurdo haber pensado por un momento que podía enamorarse de Ran. Casi la llevaba a rastras, tenía que correr para mantener su paso.

Confundida por la mezcla de sentimientos que él le provocaba, Pandora buscó refugio en el mal humor. Estuvieron como el perro y el gato hasta llegar al supermercado. Ran insistió en que le diera la lista de la compra sólo para montar en cólera a continuación.

– ¿Por qué no has podido ordenarla un poco? -dijo descubriendo que tenía que volver a la sección de verduras cuando acababan de estar allí.

Pandora le arrebató la lista de las manos.

– ¡Porque no hace falta! No todos estamos tan reprimidos que no podamos leer una lista de la compra sin tener que analizarla.

– No hay nada de reprimido en tratar de ser un poco eficiente. Podría cambiar tu vida. Pareces existir en un estado de caos permanente.

– Bien, prefiero vivir en el caos que con un hombre capaz de organizar la lista de la compra.

– Créeme, no te querría ni regalada -le espetó él mientras se miraban furiosos.

Discutieron todo el camino a casa. Pandora estaba tan enfadada que no se dio cuenta de adónde se dirigían hasta que Ran detuvo el coche en la puerta de Kendrick Hall con un patinazo sobre la grava.

– ¿Se supone que tengo que ir a mi casa andando?

– Tampoco te haría daño -dijo él mirándola con ferocidad-. He pensado que lo más razonable sería dejar las cosas aquí para que no tuvieras que traerlas mañanas. Pero si te parece tan reprimido y eficiente, te llevaré a los establos, no faltaría más. ¿Cómo te iba a dejar que volvieras caminando? ¡Por favor! Si tardarías casi… ¡un minuto!

Pandora salió del coche y cerró de un portazo.

– Supongo que, ya que estoy aquí, podría echarle un vistazo a la cocina.

El salón le pareció tan oscuro y estrafalario como la primera vez. Pandora procuró mantener los ojos apartados de la peana donde había estado el dichoso jarrón. Siguió a Ran por un corredor interminable hasta llegar a una cocina tan descomunal como anticuada con una mesa enorme, un aparador aún mayor, y un panel de campanas para llamar al servicio. Dos fogones de hierro estaban adosados a la chimenea. Pandora los miró horrorizada.

– No esperarás que cocine en eso, ¿verdad?

Por primera vez, un brillo de buen humor destelló en los ojos de Ran.

– Por suerte para todos nosotros, hay una cocina eléctrica, -dijo señalando un aparato moderno que había junto a una nevera vetusta-. Por lo visto, la última cocinera que tuvo mi tío insistió en que la instalara antes de aceptar el empleo.

Pandora abrió un cajón y arrugó la nariz al ver la colección de utensilios.

– No me sorprende. ¿Nunca has pensado en montar un museo con todo esto?

– Si crees que esto es malo, espera a ver el resto del caserón. Ya que estás aquí, será mejor que empiece a enseñártelo. Quizá no nos dé tiempo mañana y no quedaría muy bien que te perdieras en lo que se supone que es tu casa.

Pandora no tardó en descubrir que hablaba en serio. Había muchos escalones y escaleras retorcidas que llevaban a habitaciones escondidas y pasajes que conducían a más corredores. Pandora empezó a sentirse mareada. La casa estaba intacta desde principios de siglo y, aunque poseía el encanto polvoriento de lo antiguo, era obvio que modernizarla iba a costar una verdadera fortuna. Pandora pensó en el jarrón e hizo una mueca. Era la primera vez que se daba cuenta de la carga financiera que Ran había heredado. De repente, hacerse pasar por su esposa durante una noche no le pareció un precio tan alto a pagar por lo que Homer había hecho.