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Sintiendo una punzada de culpa por el modo desconsiderado en que se había portado, Pandora miró a Ran. Estaba enseñándole los cuadros que colgaban en las paredes del sombrío comedor. Un rayo de luz se filtraba por las ventanas polvorientas y le iluminaba la cara, magnificando los ángulos de su rostro y la curva fría de su boca.
Pandora deseó no haberse dado cuenta. Contempló fijamente los retratos de los rancios antepasados Victorianos, pero sólo veía que la línea de la mandíbula le resultaba muy conocida. La voz de Ran parecía vibrar en su espina dorsal y, cuando él se acercó, Pandora dio un salto como si le hubiera arrojado un cazo de agua hirviendo.
Ran levantó una ceja, pero no dijo nada. Continuó el recorrido por la casa a pesar de los comentarios de Pandora eran cada vez más distraídos. El antagonismo entre ellos se había desvanecido para dar paso a una tensión más fuerte que la tenía temblando de deseo. Era incapaz de mirarlo a los ojos y, si Ran la rozaba al pasar por una puerta o intentaba advertirle de que había un escalón falso, ella daba un respingo.
– Espero que mañana podrás hacerlo mejor -dijo él cáusticamente mientras abría las puertas que daban a la terraza desde uno de los salones.
– ¿A qué te refieres? -dijo ella, mientras pasaba a su lado con cuidado de no tocarle.
– Quiero decir que te comportas como una virgen tímida y no como una esposa enamorada. Es poco probable que las americanas se queden impresionadas con nuestra felicidad si sigues dando saltos cada vez que me acerco a ti.
Pandora sintió que se ruborizaba.
– ¿Cómo querrías que me comportara?
– Sólo tienes que portarte como una esposa normal -dijo él con impaciencia.
– Nuca he estado casada. No sé cómo se comporta una esposa normal.
– ¿Ah, no?
Antes de que ella pudiera darse cuenta de lo que pasaba, se encontró atrapada contra uno de los leones de piedra que guardaban la escalinata de la terraza y mirando a la cara furibunda de Ran. Su expresión era la de un hombre que había llegado al límite de lo tolerable, pero cuando Pandora abrió mucho los ojos alarmada, la expresión de Ran se convirtió en algo completamente distinto, algo que le puso a Pandora un nudo en la garganta y la convenció de que su corazón había dejado de latir.
Se sintió balanceándose al borde de un precipicio y que sólo las manos de hierro que la sujetaban por los brazos le impedían caer. Él la mantuvo aprisionada contra la piedra que el sol había calentado. Con una lentitud agónica, le soltó los brazos y levantó las manos hasta rodearle el cuello y acariciarle las mejillas con los pulgares.
– ¿En serio que no sabes cómo se comporta una esposa de verdad, Pandora? -preguntó en un susurro.
– Yo…
Confusa entre la alarma, el deseo y la vergüenza, Pandora solo alcanzaba a balbucear. Ran, con unos ojos súbitamente brillantes, bajó la cabeza.
– Se comporta como si le complaciera que su marido hiciera esto…
Entonces capturó sus labios y el precipicio se abrió bajo sus pies. Pandora tuvo que aferrarse a él para no caer al un abismo de emociones hirvientes y peligrosas. El beso fue ferozmente exigente al principio, el beso de un hombre al que habían provocado hasta hacer algo que no quería. Un beso que trataba de enseñar a Pandora una lección, pero, de algún modo, en algún lugar del camino, la intención se perdió y, de repente, se estaban besando con una pasión que les pilló a ambos desprevenidos y disolvió la ira y la tensión en una dulzura enloquecedora.
Pandora sucumbió con un murmullo de protesta testimonial y dejó de aferrarse a su camisa para deslizar las manos alrededor de su cuello y atraerle hacia sí. Apretándose contra la firmeza reconfortante de su cuerpo, supo por instinto que había esperado desesperadamente aquel momento desde que él la había besado en el estudio fotográfico. Había ansiado saber cómo era abrazarle y había adivinado que sería así, un cuerpo firme, duro.
Con una exclamación ahogada, Ran enredó los dedos en su pelo y la besó desde la boca hasta el lóbulo de la oreja, para luego bajar con lentitud deliberada hasta su garganta. Pandora jadeó ante el placer agudo que le proporcionaban sus labios, cálidos y seguros contra la piel. Tenía los ojos cerrados y echó la cabeza hacia atrás mientras se arqueaba contra él, embriagada con su tacto y su sabor.
– Ahora te pareces más a una esposa -murmuró él, mientras volvía a trazar con los labios una senda ardiente sobre ella.
Las palabras le llegaron como a través de una niebla encantada y Pandora tardó en abrir los ojos. Detrás de la cabeza morena de Ran, podía ver el caserón y en un momento de percepción se dio cuenta de que las viejas paredes de piedra eran del mismo tono gris que sus ojos. Casi al mismo tiempo se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se quedó rígida mientras la realidad la azotaba con toda su crudeza.
Ran alzó la cabeza al notar su reacción, sus ojos eran oscuros, inescrutables.
– Ya ves. Sabes perfectamente cómo se comporta una esposa.
Pandora, profundamente avergonzada, se libró de él. Le temblaban las piernas y tenía las pupilas dilatadas. Tragó saliva, abrió la boca para decir algo digno, pero no pudo pronunciar palabra.
– No deberías tener problemas para convencer a Elaine y Myra si consigues estar así mañana -prosiguió él en el mismo tono de aprobación burlón mientras le ponía un mechón extraviado por detrás de la oreja.
Pandora apartó la cabeza.
– Espero poder convencerlas sin esta clase de ayuda.
– Al menos has demostrado que puedes lograrlo si lo intentas. Estaba empezando a dudarlo.
¿Qué era aquello, una demostración? ¿Era eso lo que aquel beso embrujado significaba para él? ¿Cómo podía quedarse ahí, mirándola con frialdad y compostura cuando todo su cuerpo palpitaba con la reacción? Pandora no sabía si quería pegarle o volver a arrojarse a sus brazos y suplicarle que le dijera que él también había sentido aquella dulzura.
Al final, no hizo ninguna de las dos cosas. Al contrario, retrocedió un paso y realizó un tremendo esfuerzo por serenarse.
– Soy mejor actriz de lo que tú crees -declaró.
– ¿De verdad? -preguntó él, entornando los ojos-. ¿Actúas tan bien con Quentin?
– No necesito actuar con Quentin -dijo ella sin apartar la mirada.
– Bien, procura actuar mañana -dijo él rudamente-. ¡Y no olvides que tu actuación tiene que valer treinta mil libras!
– Es poco probable que lo olvide -dijo ella, bajando los escalones con unas piernas que le parecían de lana-.
¿Crees que me habría dignado a besarte si no llega a ser por esas treinta mil libras…?
Para su horror, el intento de parecer desdeñosa se transformó en un balbuceo peligroso. Aterrorizada por la posibilidad de derrumbarse delante de él, echó a correr, bajó la escalinata y corrió hacia el establo antes de que Ran pudiera contestar.
Lo primero que hizo al llegar a la seguridad de la casa fue tirar el ramo de rosas a la basura. Lo segundo fue sentarse en la mesa de la cocina y dar rienda suelta al llanto. Mañana tendría que enfrentarse a él y por nada del mundo estaba dispuesta a que supiera que le había hecho llorar.
Al rato, se puso en pie y se lavó la cara con agua fría hasta que se sintió mejor. Sólo le quedaba que soportar un día. Representaría su papel tal como había prometido, pero, entre escena y escena, le iba a dejar bien claro a Ran Masterson que no podía esperar el momento de perderle de vista para siempre. Iba a mantenerse fría y distante. Ni siquiera pensaría en cómo la había besado.
Bueno, al menos pensaba intentarlo…
La mañana siguiente recogió algunas cosas en un neceser, tomó el cuenco de Homer y lo sujetó con la correa. Entonces echó a andar con calma hacia Kendrick Hall y llamo a la puerta. Oyó que la campana despertaba ecos en el caserón.
– ¡Ah, estás aquí!
Ran abrió la puerta como si la hubiera visto diez minutos antes en las circunstancias más inocentes, en vez de haber asistido a su huida precipitada del día anterior.
– Buenos días.
Pandora se dijo satisfecha que aquél era el tono adecuado, frialdad y corrección. Ran no pareció advertir su nueva imagen glacial. Contemplaba a Homer, que meneaba la cola alegremente.
– ¿No estarás pensando en traer a esta bestia contigo?
– Pues sí. No puedo dejarle solo tanto tiempo, de modo que tendrás que soportarlo. Sólo hay que buscarle un sitio.
– De acuerdo. Pero si rompe algo más, va a acabar tan disecado como el oso.
A pesar de su aire de seguridad, Pandora se alegraba de tener la correa del perro entre las manos. Homer gruñó al ver el oso, pero permitió que le llevaran a la cocina y le dejaran encerrado. Un problema resuelto.
– ¿Dónde pongo mis cosas? -preguntó ella, señalando su neceser-. Quisiera colgar el vestido.
– Te llevaré a mi habitación.
La pose que Pandora había construido con tanto cuidado se tambaleó al pensar en la noche que le esperaba. Se obligó a no darle más vueltas y siguió a Ran escaleras arriba hasta un descansillo amplio.
– Estos son las mejores habitaciones de invitados.
Abrió las puertas y le mostró unos cuartos enormes y soleados, con un papel viejo en las paredes y muebles antiguos.
– He pensado que ofreceremos a Myra y Elaine una habitación para cada una. Hay un baño aquí mismo. Ésta es mi habitación. Los dormitorios están tan juntos que nos pondríamos en evidencia si no durmiéramos juntos.
– Supongo que sí.
Pandora entró en aquella habitación casi con rencor. Ran no había movido un dedo por hacerla más confortable. Podría haber sido el cuarto de cualquier hotel, aunque bastante espartano. No había fotografías en la consola ni cuadros en las paredes. Era sólo una habitación de paso.
Lo mismo que él.
Trató de no mirar la descomunal cama de madera. Sin embargo, era imposible no imaginarse a Ran allí acostado, al alcance de la mano.
Pandora carraspeó. ¿No había decidido mostrarse fría y distante? No iba a molestarse por una minucia como haber imaginado a Ran junto a ella en aquella cama.
– ¿Hay algún sitio donde yo pueda dormir esta noche?
– ¿Qué tiene de malo la cama?
– ¿Es que no duermes tú ahí?
– ¡Pandora! Fíjate el tamaño que tiene. Podríamos dormir los cuatro sin rozarnos. Es más que suficiente para nosotros dos.
– ¡No pienso meterme en la misma cama que tú! -dijo ella alzando la voz muy a su pesar.
– Entonces, ¿qué sugieres?
– Tú puedes dormir en el sofá -dijo ella, señalando el que había en la habitación, una pieza que había conocido mejores días.
Tenía aspecto de ser extremadamente incómodo, pero era mejor que el suelo.
– Podría, pero no entiendo por qué tengo que pasar una noche horrible en esa cosa cuando hay una cama perfectamente disponible. Si tanto te importa, ¿por qué no duermes tú en él?
– Lo haré -dijo ella, desafiante.
No había fuerza humana que pudiera obligarla a dormir en la misma cama que Ran. Podía mostrarse fría y distante, pero no tan fría ni tan distante. Dejó el neceser en el sofá, sacó el vestido de noche gris que su madre le había regalado y lo sacudió.
– ¿Tienes una percha?
Ran sacó una del armario de caoba y se la dio mientras contemplaba ceñudo cómo colgaba el vestido de la puerta.
– ¿Qué ha pasado con el traje amarillo? Espero que no pretendas presentarte a las americanas con esa ropa vieja que llevas.
– Esta ropa vieja es mi vestido favorito.
La verdad era que los verdes y amarillos originales se habían apagado con el tiempo, pero era lo que podía esperarse después de tantos años y la tela era tan suave y cómoda como un viejo amigo.
– No dudo que sea cómodo para cocinar y limpiar, pero no puedes llevarlo cuando lleguen. ¿Por qué no has traído el amarillo para cambiarte luego?
Un ligero rubor cubría sus mejillas y Pandora trató de entretenerse con las arrugas del vestido gris.
– Se ha manchado. Tengo que llevarlo al tinte.
– ¿Cómo se ha manchado? ¿Se te ha caído algo de las manos?
– Pues no, si quieres saberlo, se ha manchado de musgo. Créeme, si hubiera podido hacer algo con él, lo hubiera hecho.
Pandora había descubierto la mancha al quitárselo por la noche, lo que sólo había servido para recordarle la escena de la terraza cuando creía haberla olvidado. Obviamente, Ran no entendía su referencia a la mancha de musgo.
– ¡Maldita sea! Quería que lo llevaras cuando ellas llegaran.
– ¡Haberlo pensado antes de empujarme contra el león de la terraza! -replicó ella con acidez antes de poder dominarse.
– ¡Ah! ¿Cuando estabas practicando tu técnica teatral?
– Es una manera de decirlo, sí.
Ran chasqueó la lengua.
– Pensaba que una actriz consumada como tú sabría cuidar mejor de su vestuario.
Pandora lo miró con disgusto.
– ¿No sería mejor que nos pusiéramos manos a la obra?
– Sí -dijo él con voz cortante-. Será mejor que prepares sus habitaciones antes que nada. Después, puedes ocuparte de que las habitaciones de abajo parezcan acogedoras. Luego sólo te quedará cocinar.
– Creí que me querías para hacerme pasar por tu esposa, no para que fuera tu esclava.
Ran le abrió la puerta en un remedo de cortesía.
– Considérate afortunada de que sólo sea un acuerdo temporal. ¡Ah! Eso me recuerda… -Ran se metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó dos anillos-. Pruébatelos a ver si te valen.
– ¿Para qué?
– No seas obtusa, Pandora. Las americanas se darán cuenta de que no llevas anillo. No me acordé a tiempo para que te los pusieras en las fotos, pero, por suerte, no se te ven las manos en la que he escogido.
– ¿Me has comprado anillos para que los lleve una sola noche?
– Por supuesto que no. Los he encontrado en un joyero que había en el estudio.
– Entonces, ¿de quién son? -insistió ella, mirándolos como si fueran a morderla.
– Parecen haber pertenecido a mi abuela, lo que seguramente los convierte en míos ahora.
Pandora no las tenía todas consigo.
– La verdad es que no me gusta la idea de ponerme los anillos de otra mujer.
– ¿Te gusta más la de devolverme treinta mil libras en efectivo?
Pandora no discutió más. Ran le tomó la mano y deslizó un magnífico anillo con un zafiro y diamantes en su dedo anular. El otro era una sencilla banda de oro. Pandora se quedó sin respiración al ver aquella mano morena sujetando la suya y se sonrojó bajo la mirada penetrante de Ran.
– Son muy hermosos -dijo ella, haciendo un esfuerzo.
Ran no le soltó la mano de inmediato, sino que pasó la yema del pulgar distraídamente sobre las gemas.
– Es una suerte que te vayan bien.
Pandora pensó en lo desilusionada que se habría sentido Cenicienta si el Príncipe Encantado hubiera usado aquel tono frío al descubrir que la zapatilla de cristal le venía a la medida. Era muy consciente del tacto de sus manos, cálidas, fuertes y firmes.
– Tendrías que guardarlos hasta que encuentres una mujer a la que quieras dárselos de verdad -dijo ella.
– Quizá. Sin embargo, tendré que conformarme contigo mientras tanto.
– Sólo por esta noche -insistió ella, tratando de mantener la compostura.
– Exacto -dijo él, soltándola-. Sólo por esta noche.
El peso de los anillos era una sensación extraña mientras hacía las camas en las habitaciones de los huéspedes. El brillo de los diamantes no dejaba de distraerla. Ran la había dejado sola y, aunque sabía que debía estar resentida con él, Pandora agradeció tener algo que hacer para evitar que su mente divagara.
Pasó un dedo por la repisa de la chimenea y descubrió que no había polvo. O bien Ran la había limpiado o había contratado a alguien para que lo hiciera. Con todo, el caserón parecía muerto y poco acogedor. Necesitaba algo más que una limpieza a fondo, necesitaba una familia, niños que gritaran y rieran y discutieran. Necesitaba amor.
Lo único que Ran no podía darle.
Pandora pensó que ya que no podía sacarse una familia de la manga, al menos sí podía buscar algunas flores. Encontró unas tijeras de podar y salió a los jardines con Homer. Habían sido abandonados hacía tiempo, pero pudo encontrar campanillas azul pálido, claveles de poeta, reinas de los prados amarillas, margaritas de tallo largo, espigas azul oscuro de salvia, delfinias y un magnífico rosal de rosas rosas con fragantes pétalos de terciopelo.
Ran cruzaba el salón camino al estudio cuando ella llegó cargada con las flores y aquel perro de aspecto absurdo pisándole los talones. Pareció que llevaba con ella todo el calor y el aroma del verano y la oscuridad del salón se disipó a su paso.
Pandora se detuvo en seco al verlo y la calma que había reunido mientras cortaba las flores se evaporó en un instante. Mientras se miraban sin decir palabra desde ambos extremos del salón, incluso el tic tac del reloj pareció detenerse. Entonces, volvió repentinamente a la vida con una sonora campanada. Pandora se sobresaltó como si hubiera sonado un disparo. Sin pensarlo, ambos se sonrieron. Fue un instante de gloria, un hombre y una mujer solos con un perro y un oso disecado y las motas de polvo que flotaban ingrávidas en el haz de luz que entraba por la puerta abierta.
El momento duró lo que el reloj tardó en dar doce sonoras campanadas. Con la última, la magia se desvaneció. La realidad volvió a imponerse con todos sus recuerdos y sus tensiones. El jarrón, la deuda, el beso del día anterior. Pandora se había olvidado de todo aquello, pero ahora lo recordaba y las dos sonrisas murieron al mismo tiempo.
Pandora bajó la vista a las flores, incapaz de enfrentarse a sus ojos.
– Bueno… será mejor que siga con lo mío.
– Sí.
Pero Ran parecía extrañamente inseguro. Pandora se rebeló contra las lágrimas que pugnaban por brotar de sus ojos. ¿Qué razón había para llorar? Sin embargo, estaba desolada, como si hubiera tenido un tesoro entre las manos y sintiera que se le escapaba entre los dedos.
Se negó a comportarse como una estúpida y siguió con sus tareas. Cuando acabó de arreglar las flores, casi se había convencido de que no había pasado nada.
Y, en realidad, no había pasado nada. No podía decirse que allí hubiera elementos para hacer un drama. Las flores transformaron las habitaciones y aún le sobraron algunas que no sabía dónde colocar. Se quedó en el descansillo hasta que decidió dejar el último florero en la consola de la habitación de Ran. Era de claveles de poeta, eso le demostraría que no se sentía nerviosa por tener que compartir la habitación con él.
Una hora después, estaba limpiando la mesa del comedor cuando él salió del estudio. Ran se detuvo al verla.
– ¿Cómo va eso? -preguntó en un tono frío.
– Bien.
A Pandora le costaba trabajo creer que fuera el mismo hombre que le había sonreído desde el otro extremo del salón. Se limpió las mejillas con el dorso de la mano.
– Empezaré con la cena en cuanto acabe aquí.
– Perfecto. Voy a ver si puedo encontrar vino en la bodega. Si no, tendré que salir.
– De acuerdo.
Ran desapareció por una puerta y ella reanudó la tarea de sacarle brillo a la mesa. El teléfono sonó en el estudio. Al principio, Pandora no hizo caso hasta que se dio cuenta de que Ran no podía oírlo desde la bodega. No le había enseñado aquella habitación y Pandora abrió la puerta sintiéndose como una intrusa. El teléfono estaba sobre un escritorio macizo, cubierto con archivos y libros de contabilidad. Pandora descolgó con cautela.
– ¿Sí, diga?
– Hey -dijo una voz amistosa con acento americano-. ¿Está Ran, por favor?
– ¿Quién llama? -preguntó Pandora fríamente, aunque de sobra sabía la respuesta.
– Soy Cindy.
Pandora sintió deseos de decirle que Ran no estaba y colgar. Sin embargo, le dijo que esperara un momento y fue a buscarlo.
– Cindy está al teléfono -gritó asomándose a la puerta de la bodega.
– ¿Quieres decirle que espere un momento? -preguntó él tras un ligero titubeo.
Exasperada, Pandora pensó que, además de esclava, ahora tenía que hacer de secretaria. Se negó a analizar el motivo de su enfado y volvió al teléfono.
– Ahora mismo viene -dijo bruscamente.
Pero no tendría que haberse molestado, Ran ya estaba allí.
– Hola, Cindy -le oyó decir mientras salía-. ¿Cómo? ¡Oh! Sólo era la asistenta.
– ¡Desde luego, sólo la asistenta! -exclamó ella, dándose el gusto de cerrar de un sonoro portazo.
Fue a paso de marcha a la cocina y allí pasó dos horas descargando su mal humor contra las ollas y las cacerolas. No era el mejor estado mental para tratar de hacer una cena para recibir a unos invitados especiales. Tras mucho consultar los libros de cocina de Celia, había decidido hacer una mousse de trucha ahumada y un pollo con salsa cuyo nombre sonaba intrigante. Además, su madre le había dado una receta infalible, según ella a prueba de torpes, para preparar una tarta de limón.
Sin embargo, por muy sencillas que las recetas parecieran sobre el papel, resultaron ser todo lo contrario en la práctica. Al final, Pandora optó por dejarlas a un lado e improvisar, demasiado enfadada como para preocuparse por el sabor. ¿Qué le importaba a la asistenta qué sabor tenía la cena? Ella sólo era una criada.
Se preguntó si Cindy ya habría colgado o si, por el contrario, Ran estaría susurrándole dulzuras por teléfono. ¿Le estaba contando lo buena que era la nueva asistenta o sólo se estaban riendo de cómo explotaba a su vecina? O, lo que era peor aún, quizá sólo estuvieran hablando de lo poco que les quedaba para volver a estar juntos.
Absorta en sus pensamientos, Pandora se olvidó de que había dejado la puerta abierta y ni siquiera se preguntó dónde se había metido Homer. Lo supo cuando Ran lo arrastró a la cocina alrededor de las tres de la tarde.
– No tiene mucho sentido ordenar las habitaciones de los huéspedes si luego animas a tu chucho a que se revuelque en las camas -dijo de evidente mal humor.
– ¡Claro, por supuesto también es culpa mía! -rezongó mientras espolvoreaba toneladas de harina sobre la mesa-. Por si no te habías fijado, llevo todo el día trabajando como una esclava para ti. ¡Ni siquiera he tenido tiempo de animarle a que hiciera nada!
– Está claro que nadie le ha dicho nunca que no debe revolcarse en las camas. Lo he encontrado tan campante, con la cabeza apoyada en la almohada. Es obvio que él no comparte tus reparos sobre acostarse en camas extrañas.
– ¡Tampoco comparte mis reparos sobre dormir con extraños! Si tan ansioso estás de tener compañía esta noche, puedes contar con Homer. Estoy segura de que no le importará dormir contigo, no tiene prejuicios raciales.
– ¡Yo no estoy ansioso de que duermas conmigo! -dijo Ran con los dientes apretados-. Sólo me parece que te estás comportando como una estúpida. Puede que no sea una situación normal, pero no veo por qué dos personas adultas no pueden compartir una misma cama sin dar lugar a un melodrama del siglo pasado.
– ¿Me estás diciendo que soy una melodramática? -preguntó ella, dejando el colador de golpe. Fue al aparador para volver a consultar la receta-. ¡Eres tú el que estás de mal humor! ¿Qué te pasa? ¿Acaso no le ha gustado a Cindy que tuvieras una asistenta? Creía que el fundamento de unas relaciones abiertas era que nunca os mentíais.
Ran parecía a punto de estallar.
– ¡Mira quién habló de mentir!
– ¿Quién, yo? -preguntó ella, ofendida y asombrada-. Yo no he estado diciéndole a mi amiguita que la chica que obviamente está sola conmigo en la casa es la asistenta.
– No, pero sí mentiste ayer, ¿verdad?
– A ver, ¿cuándo? -preguntó ella, furiosa.
– Al decirme que sólo estabas actuando cuando te besé -dijo Ran sujetándola del brazo-. Nadie puede actuar tan bien.
Pandora trató de soltarse, pero era inútil.
– Ya te lo dije, soy mejor actriz de lo que tú te figuras.
– No, Pandora, no eres tan buena. ¿Vas a decirme que besas a todo el mundo de esa manera? ¿Eres igual de ardiente, de sensual, cuando Quentin te estrecha entre sus brazos?
– Es diferente cuando te besa el hombre a quien amas -clamó ella, desafiante pero temblando.
Los ojos de Ran relampaguearon.
– ¿En serio? ¿Qué sientes cuando Quentin te besa? -dijo él, sujetándole la barbilla y echándole la cabeza contra la pared-. ¿Es algo así?
Pandora abrió la boca para contestarle, pero ya era demasiado tarde. Ni siquiera supo si iba a decir sí o no, Ran se apoderó de sus labios y la tensión que habían estado acumulando durante todo el día explotó en un torbellino de excitación. En el último momento, Pandora empujó contra su pecho, en un intento inútil de apartar aquel cuerpo fuerte y firme que la apretaba inexorablemente contra la pared. Pero él era demasiado fuerte, demasiado sólido. La cabeza le dio vueltas antes de tener que sujetarse desesperadamente a él como si Ran fuera la única ancla que la unía con la realidad.
Sus labios eran duros y furiosos al principio. Pandora se resistió con todas sus fuerzas a las sensaciones eléctricas que le traspasaban el cuerpo. Pero era como si el beso tuviera vida propia y fuera más fuerte que ninguno de ellos. De una manera imperceptible, cambió y se hizo más profundo, arrastrándoles a unas aguas desconocidas donde la ira y la tensión se ahogaron bajo una marea de deseo y donde Pandora se olvidó de seguir luchando.
Por voluntad propia, las manos abandonaron sus posiciones defensivas contra el pecho de Ran y le abrazaron para estrecharlo contra sí. Pandora estaba ebria con el peso de aquel cuerpo contra el suyo, desesperada por saborear su boca y sus caricias, por volver a sentir aquellos besos en sus cuello.
Ran sintió el cambio de inmediato y la mano que sujetaba la barbilla de Pandora se deslizó hasta su nuca para sostenerla mientras que la otra recorría posesivamente las curvas de su cuerpo y se perdía bajo la falda para explorar la suavidad de sus muslos con unas demandas insistentes, levantándola hacia sí mientras ella arqueaba la espalda y gemía de placer.
Y entonces llamaron a la puerta.