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Era casi de noche cuando salieron, por fin, del camino principal y tomaron un sendero donde los árboles formaban un túnel estrecho y elevado. Allí había lugar sólo para una carreta. El matorral era tan espeso que los animales, a veces, resollaban cuando los yuyos le rozaban el hocico. Los caballos hicieron que el arnés sonara nuevamente, al agitar la cabeza en un exagerado gesto de reconocimiento.
– Sí, sé que están impacientes. Saben que estamos cerca de casa pero no puedo dejar que salgan disparando con nosotros. Cálmense.
Anna y James nunca habían escuchado a una persona hablarle a los animales como si fueran humanos. Aunque parezca mentira, Bill movió la anteojera al oír su nombre.
– El sendero es tan estrecho como ayer -dijo Karl-, así que cálmate, Bill.
En un modo muy parecido al de los caballos, James y Anna levantaron la cabeza presintiendo que estaban cerca del hogar y preguntándose cómo sería. Karl había anunciado que ésta era su tierra, y cada hoja, cada rama y cada grano de tierra iban adquiriendo mayor importancia para ella. Parecía que el olor era más penetrante; olor a cosas que crecían y maduraban mientras otras decaían, sumándose así al propio y secreto aroma del ciclo continuo de la naturaleza.
“Éste es mi camino”, pensó Anna. “Mis árboles, mis flores silvestres, el lugar donde mi vida será triste o alegre. Cuando venga el invierno, la nieve me cercará aquí con este hombre que les habla a los caballos y a los árboles”. Sus ojos abarcaron tan pronto como pudo todo el paisaje. El espacio se hizo más amplio y allí estaba, delante de ellos, el hogar de Karl y Anna Lindstrom; este lugar donde reinaba la abundancia y acerca del cual la novia había escuchado tanto.
Había un claro muy amplio, con una huerta detrás de un cerco. Anna sonrió al ver lo firme que era la tranquera, para evitar que los cerdos arrancaran, de raíz, los nabos de Karl. “¡Nabos!”, pensó.”¡Aj!”
La casa se extendía hacia la izquierda. Se trataba de una vivienda casi rectangular hecha de grandes panes de adobe, pegados con una mezcla de arcilla blanca y pasto. Tenía una chimenea de piedra que se elevaba desde un costado y un techo de troncos partidos, cubiertos con bloques de adobe. Había dos pequeñas ventanas y una puerta de madera pesada, asegurada con un largo tablón. A Anna le dio un vuelco el corazón al ver ese lugar donde Karl había vivido por dos años. ¡La cabaña era tan pequeña! ¡Y tan… tan tosca! Pero ella vio los ojos de Karl examinarlo todo para asegurarse de que estaba como lo dejó, y reconoció la mirada de orgullo de su propietario. Debía tener cuidado de no herir sus sentimientos.
Al lado de la casa, había una enorme pila de leña acomodada con tanta precisión como si la hubiera medido un agrimensor. Se maravilló de que las manos de su esposo hubieran cortado toda esa madera para formar una pila tan perfecta. Había también otras construcciones más pequeñas. Una parecía ser un ahumadero, pues tenía una chimenea de arcilla en el centro. La caballeriza estaba hecha de listones verticales de madera, y el techo, de corteza, asegurado con ramas de sauce. Anna experimentó un raro estremecimiento de orgullo porque ahora ya sabía que los juncos se obtenían del sauce. Pero, al mirar alrededor, se dio cuenta de pronto, de cuánto, pero cuánto, tendría que aprender para sobrevivir aquí y serle de alguna ayuda a Karl.
El claro se extendía hacia el este e incluía tierras sembradas donde crecían el maíz, el trigo y la cebada. En el lado opuesto a la entrada del camino, se abría una ancha avenida despojada de árboles y flanqueada por una doble hilera de troncos sin corteza; en forma semejante a las vías de un ferrocarril, subían por una suave pendiente y desaparecían entre los árboles después de una amplia curva en la distancia.
Karl Lindstrom jamás abandonaba este lugar sin dejar de sentirse maravillado y orgulloso a su regreso. Su casa de adobe le daba la bienvenida, las plantas parecían haber crecido de modo inmensurable en estos dos días, los trigales silbaban en el viento, como preguntándole dónde había estado él mientras ellos seguían creciendo, y el granero parecía impaciente por tener a Belle y a Bill entre sus paredes de corteza. La guía de troncos le señalaba el camino hasta sus sueños.
No fue fácil para Karl contener un grito de alegría al ver otra vez su casa. ¿Su casa? No, la casa de los dos, ahora. Su corazón latía de felicidad y por fin dio rienda suelta a Belle y Bill para recorrer los cincuenta metros que los separaban del granero.
Cuando frenó, los caballos patearon el suelo con impaciencia. Y de repente, a Karl le resultó más fácil hablar con los caballos que enfrentarse a Anna.
“¿Y si a ella no le gusta?”, pensó. Puso el freno y ató las riendas. “La casa no significará para ella lo mismo que para mí. Anna no sentirá el amor con el que yo he hecho todo esto. Quizá sólo vea que éste es un lugar muy solitario donde no hay nadie que pueda ser su amigo, excepto el muchacho y yo”.
A los caballos les dijo:
– Tal vez ustedes estén celosos porque los hago esperar pero primero debo llevar a Anna y al muchacho a la casa. -La joven vio que Karl se secaba las manos en el pantalón, y leyó en sus ojos una silenciosa súplica de aprobación. En voz baja, dijo:
– Estamos en casa, Anna.
Ella tragó saliva, quería decir algo para complacerlo; pero todo lo que pudo pensar fue: “Si la casa es tan miserable por fuera, ¿cómo será por dentro?”. Tal vez pasara allí el resto de su vida. Y si no tanto, por lo menos su noche de bodas, que ya se aproximaba.
Karl dirigió los ojos a la casa, se acordó del manojo de trébol y deseó no haberlo puesto nunca allí. Había sido un gesto tonto, ahora lo sabía, sólo para complacerla. Era nada más que un símbolo de bienvenida, algo que hablaba no sólo desde el corazón de él como hombre sino desde el corazón de su tierra y de su hogar, que no tenían voces propias.
¿Se daría Anna cuenta de su intención? ¿O tal vez viera en el trébol un simple elemento de decoración, la impaciencia del hombre por llevarla a la cama? Ya no había nada que hacer, estaba allí y ella lo vería tan pronto como entrara. Saltó de la carreta mientras James bajó por el otro lado y se quedó boquiabierto mirando los alrededores.
Anna se puso de pie y otra vez vio a Karl dispuesto a ayudarla. Como antes, tenía las mangas recogidas hasta el codo cuando le extendió los brazos. Evitó mirarlo a los ojos y se dejó caer en su abrazo. El contacto de sus manos en la cintura le hizo pensar en esa noche como en algo amenazante. Se hubiera apartado de Karl pero él la sostenía tiernamente, las manos apoyadas apenas en las delgadas caderas. Karl miró al muchacho pero James les prestaba poca atención.
– Anna, no temas -dijo Karl, dejando caer las manos-, todo va a estar bien, te lo prometo. Te doy la bienvenida a mi casa y a todo lo que es mío. Ahora también es tuyo.
– Tengo mucho que aprender y mucho a lo que acostumbrarme -dijo ella-. Tal vez no sirva para muchas cosas y te lamentarás de haberme traído.
Había cosas que él también tenía que aprender y pensó, con el corazón impaciente, en la noche que se acercaba. “Pero lo aprenderemos juntos”, se dijo.
– Ven, te mostraré la casa, luego debo ocuparme de Belle y Bill.
Hubiera deseado poder llevarla a la casa sola pero James venía corriendo hacia ellos. Era su casa también y estaba ansioso por conocerla por dentro.
Al cruzar el claro, Anna vio un banco al lado de la puerta, un balde y un suavizador colgado de un perchero; supuso que era donde Karl se lavaba y se afeitaba. Había una base de tronco al lado de la pila de madera, donde él seguramente hacía su trabajo.
Karl caminaba detrás de ella. Cuando llegaron a la puerta, se adelantó para mover el tronco que la trababa.
– Eso evita que los indios vengan y se roben todo -explicó, arrojando la madera cerca del tajadero-. Los indios tienen un curioso sentido del honor. Si vienen y descubren que no hay nadie, se llevarán todo lo que encuentren. Pero si pones el bloque de madera delante de la puerta para avisarles que te fuiste, no se llevarán siquiera una sola ciruela del arbusto más cercano.
– ¿Hay indios aquí?
– Muchos, pero son mis amigos y no debes temerles. Uno de ellos se encarga de cuidar mi cabra cuando no estoy. Tendré que ir a buscarla.
Pero estaba demorando todo lo que podía el momento de hacer entrar a Anna en la casa. Buscó el pasador. Anna no había visto nunca nada parecido: una cuerda colgaba del lado de afuera de la puerta, pasaba por un orificio en la madera y estaba sujeta al pasador del lado de adentro. Cuando Karl tiró de la cuerda, Anna oyó el ruido de la pesada barra de roble que se levantaba. Él se apoyó contra la puerta, la empujó con el hombro y dejó pasar primero a Anna y al muchacho.
El interior estaba oscuro y olía a tierra húmeda y madera ahumada. “¿Cómo habrá podido vivir en este agujero durante dos años?”, se preguntó Anna. Karl encontró enseguida una vela de sebo, el eslabón y el pedernal, mientras Anna intentaba ver qué había más allá del arco de luz mortecina proyectada por el atardecer desde la puerta abierta.
Sintió el ruido de la mecha al encenderse y la vela comenzó a arder. Vio una mesa y algunas sillas de madera con las patas aseguradas con tarugos; un banco, similar al de afuera; un mueble extraño que parecía ser un pedazo de tronco sobre cuatro patas; un hogar con el caldero de hierro balanceándose sobre las cenizas apagadas; recipientes de bronce colgados de ganchos, y diversos platos de arcilla en el piso de la chimenea; barriles elevados sobre tarimas de madera; alimentos secos colgados del techo. Unas marcas recientes en el piso de tierra le revelaron que Karl lo había barrido poco antes de partir.
Karl estaba alerta, observándola pasear la mirada de un objeto a otro. Se le hizo un nudo en la garganta cuando la vio volverse hacia el lugar donde estaba la cama. Quería tomarla de los delgados hombros y decirle: “Es para darte la bienvenida, nada más”. Vio cómo Anna se llevaba la mano a la garganta antes de apartar los ojos y dirigirlos a la ropa colgada detrás de la puerta y, luego, al baúl de madera que estaba cerca.
James también se volvió para mirar la cama, y Karl hubiera deseado, en ese momento, salir corriendo con el manojo de trébol en las manos. En cambio, se disculpó, diciendo:
– Belle y Bill están ansiosos por librarse del arnés.
Cuando se fue, James exploró el lugar a fondo y dijo:
– No está tan mal, Anna, ¿no?
– No está mal para un topo que esté dispuesto a vivir bajo tierra. No me explico cómo pudo haber vivido aquí todo este tiempo.
– Pero Anna, ¡lo hizo con sus propias manos!
Todo lo intrigaba: las piedras de la chimenea, la forma en que las patas de la mesa se insertaban en la madera, las ventanas cubiertas por una tela encerada y opaca que dejaba pasar muy poca luz del exterior. Mientras que Anna se preguntaba cómo alguien podía pensar que ésas eran ventanas, James estaba satisfecho con todo.
– ¿Por qué no? Apuesto a que este lugar es tan confortable como una cueva de conejos en el invierno. Tiene las paredes tan gruesas que no dejarán pasar ni la nieve ni la lluvia.
Anna colocó los bultos sobre la cama y comenzó a desatarlos, tratando de demostrar que no estaba decepcionada. James se dirigió a la puerta y le dijo que iría a ayudar con los caballos. La muchacha se sentó, con las manos apretadas entre las rodillas y detuvo la mirada en la cama, del otro lado de la habitación; luego, en las flores, que se estaban secando. Al ver esas flores, una extraña sensación, mezcla de deseo y temor, corrió por sus venas.
Pensó en Karl, en su primer enojo, en su aceptación y en su perdón, en sus titubeos, en su aparente cordialidad. Lo imaginó solo, recogiendo esas flores, preparando esta choza para ella.
Recordó cómo había dejado escapar de su boca las palabras “mi Anna”, y se le puso la piel de gallina. Se abrazó a sí misma para frenar el temblor que la sacudía, sin dejar de pensar en el trébol que, de alguna manera, hacía surgir en ella la culpa.
Karl no era hombre de llevarse una esposa a la cama sin pensar en lo que eso significaba. Recordó sus palabras de bienvenida al bajar de la carreta, cuando Karl le explicaba lo importante que era para él compartir todo esto con ella. Eran las palabras de un hombre que hacía lo mejor para complacerla, que ofrecía todo lo que tenía como una dote para su novia. Pero la única dote que ella traía era el engaño.
Anna ya sabía en qué medida sus mentiras habían desilusionado a Karl y qué difícil había sido para él aceptarla a pesar de ello. Acostarse a su lado significaría ser descubierta en la mentira que más quería ocultar; no cabía ninguna duda de que Karl Lindstrom jamás aceptaría una esposa usada.
En ese momento apareció, con un barril al hombro, obstruyendo el marco de la puerta con su corpulenta figura antes de agacharse y depositarlo en el suelo. Entonces la vio, allí, acurrucada sobre la silla.
– Anna, estás temblando. Encenderé el fuego. Siempre está fresco aquí; es por el adobe. ¿Por qué no vas afuera, donde está más cálido?
– ¿Karl? -preguntó vacilante.
Karl la miró. Se dio cuenta de que era la primera vez que lo llamaba por su nombre.
– ¿No tienes un fogón?
– Nunca lo necesité -contestó-. El hogar es bueno y puedo hacer lo que quiera con él: cocinar, mantener el ambiente tibio, secar hierbas, calentar agua, hacer jabón, disolver la cera. Nunca pensé en un fogón. Morisette los vende pero son muy caros.
A Anna le preocupaba saber cómo se las arreglaría para usar ese pozo negro de la chimenea cuando lo poco que sabía de cocina lo había hecho en un fogón de hierro como el que todo el mundo tenía allá en el Este.
Karl se quedó pensando un momento. A él le gustaba ese hogar. En las largas y tristes noches de invierno, no había nada tan reconfortante como quedarse contemplando las llamas, especialmente si alguien había encendido el fuego con leña obtenida por sus propias manos.
Cuántas veces había pensado en esta noche en que traería aquí a su Anna y prendería un hermoso fuego delante del cual la acostaría sobre una piel de búfalo. “Sí”, pensó, “una casa debe tener un hogar. Una casa con amor no puede dejar de tener un hogar.”
– Entonces, ¿quieres un fogón, Anna? -preguntó.
Ella se encogió de hombros.
– No vendría mal.
– Tal vez en la casa de madera tengamos uno -prometió. Anna sonrió, y él se sintió mejor-. Ven. Puedes juntar algunas ramas para encender el fuego mientras yo traigo los leños.
Tomó una canasta de mimbre y se la dio, y salió de la casa.
James llamó desde afuera:
– ¡Eh, Karl! ¿Qué es esto que hay en el jardín? -preguntó.
– Un poco de todo -le contestó. Le gustó oír la voz del chico llamándolo Karl.
– ¿Y esto que hay aquí?
– Son nabos.
– ¿Todos éstos?
– Todos estos. Pero no lo digas demasiado fuerte. Conseguirás que tu hermana se escape. -Karl le sonrió a Anna, y ella notó cómo se esforzaba por hacerla sentir cómoda.
– Puedo distinguir las arvejas, los porotos y lo demás -dijo James, orgulloso.
– ¿Viste las sandías? ¿Te gustan?
– ¿Sandías? ¿De verdad? -Agitando los brazos, James fue hasta el extremo de la huerta-. Eh, Anna, ¿escuchaste eso? ¡Sandías!
Karl se rió y siguió mirando a James, que exploraba el jardín.
– No se necesita mucho para que se entusiasme, ¿no?
– Parece que no. Está tan feliz de estar aquí como tú.
Pero no hizo ninguna mención a sus propios sentimientos, mientras recogía las ramas en su canasta. La fragancia de madera recién cortada parecía emanar de Karl todo el tiempo. Al recordar cómo había hablado de los árboles en el trayecto, no se podía esperar otra cosa.
Dentro de la cabaña, Karl se arrodilló de espaldas a Anna, sosteniendo una pequeña hacha con la que obtuvo viruta de uno de los leños que había traído. Anna miró su nuca y observó que la viruta de madera tenía un color muy parecido al pelo de Karl. En ese momento, él se volvió y le pidió la canasta. Una vez más, sus ojos se demoraron en los de Anna de tal manera, que la muchacha volvió a estremecerse al pensar en la hora de ir a acostarse. Con una pequeña pala, Karl limpió las cenizas de la chimenea y las puso en un balde; luego encontró un leño grande debajo de las cenizas y, con cuidado, lo apartó como algo muy preciado.
Anna miraba todo esto desde atrás, observando el juego de sus músculos cuando Karl se estiró para tomar la pala, se inclinó para usarla, rotó sobre las caderas para alcanzar el balde, giró sobre las plantas de los pies para tomar el leño, se enderezó y se agachó nuevamente con un crujido de las rodillas. Se volvió abruptamente para mirarla, y Anna se preguntó: “¿Sabrá que estuve estudiando sus músculos debajo de la camisa?”
– Alcánzame la vela -dijo Karl.
La joven se la entregó y sus dedos evitaron tocarse.
Karl se inclinó otra vez sobre el hogar para desparramar el abultado montón de viruta; bajo su mirada vigilante, el fuego ardía y se inflamaba. Agregó madera y se puso de cuclillas frente al fuego, inmóvil, perdido en sus pensamientos, los codos apoyados sobre las rodillas. El fuego le iluminó el pelo, que pareció captar el color de la llama.
Anna tenía fija la mirada en la espalda de Karl.
– Puedes guardar las cosas en el baúl -dijo, sin mirarla.
– No tengo mucho.
– Guarda lo que tengas, hay lugar, y el baúl te lo protegerá de la humedad; puedes guardar la ropa de tu hermano, también.
La sintió moverse, oyó el ruido de la tapa al abrirse. Se incorporó, pues el fuego ya estaba bien alimentado. Cuando se volvió, la encontró guardando la ropa en el baúl, en parte escondida detrás de la tapa.
– ¿Quieres que te muestre el manantial? -le preguntó-. Tengo un hermoso manantial y cerca de allí crece el berro.
“Estás diciendo tonterías”, se dijo Karl. “¿Por qué no dices lo que quieres decir acerca del manantial? Pero si menciono la palabra lavarse, Anna podría pensar que la estoy criticando, o aun peor, tal vez piense que quiero que esté limpia para la hora de acostarse y que ésta es la única razón por la que traigo el tema del manantial”.
– Nunca probé el berro. ¿Cómo es?
Anna había acomodado la ropa en el baúl. Ahora debía incorporarse y actuar como si tuviera la mente puesta en lo que estaba diciendo.
– Tiene el gusto del… del berro. -Cuando completó la frase, rió nerviosamente-. Es algo parecido a la col, a la semilla de diente de león, pero más que nada al berro. Es más dulce que otros vegetales. -Karl levantó el pedazo de leño y lo llevó afuera, mientras le decía-: Ven, tienes que ver mi manantial.
– ¡Eh, Karl! -gritó James-. ¿De dónde viene toda esta agua? -Se había puesto a examinar el burbujeante chorro que venía del otro lado de las paredes del manantial.
– Viene desde muy adentro de la tierra. Fluye todo el año, aunque haga frío. Tenemos suerte. Nunca tendremos que hacer hoyos en el hielo de la laguna para conseguir agua, ni derretir nieve o hielo, que lleva mucho tiempo.
– ¿Quiere decir que podemos venir aquí, en cualquier momento, y tomar agua fría?
– Así es, muchacho -dijo Karl con orgullo, esperando que también Anna quedara impresionada con este lugar que él había elegido para su casa-. Ésta es la casa del manantial. Abre la puerta y mira adentro.
Era de madera y tenía una puerta con pasador que giraba sobre goznes de madera trabajados a mano. Cuando James la abrió, se sorprendió de lo fresco que estaba adentro. La arena blanda que rodeaba el manantial había sido excavada y apuntalada, y formaba una extensa pileta donde aparecían, medio sumergidos, algunas jarras y ollas de barro. El agua cristalina fluía, susurrando entre los cacharros, y seguía su camino por debajo de las paredes. En un rincón colgaba una bolsa de cuero y debajo de ella había un balde; Karl puso dentro el trozo de carbón de leña.
– ¿Para qué lo guardas? -preguntó James.
– Para obtener lejía. El agua de esta bolsa va chorreando lentamente sobre el carbón y se forma la lejía. Ahora la bolsa ya está vacía, así que debo llenarla. -Se agachó para hacerlo-. Con esto preparamos el jabón, curtimos el cuero y hacemos muchas otras cosas. Podrías ayudarme, si vigilaras la bolsa cada vez que entras aquí, para mantenerla llena y goteando. Pero debo advertirte que, a veces, hay que comprobar si la lejía es bastante fuerte. Para ello hay que encontrar un huevo de guaco y hacerlo flotar en una taza con el líquido. Si se hunde, quiere decir que la lejía está lista. Pero nunca la dejes en la taza; se parece tanto al té, que no te darías cuenta de la diferencia y si alguien la bebiera, sería un desastre.
Llenó la bolsa y la volvió a colgar. El golpeteo continuo de las gotas al caer acompañaba con su ritmo la música constante del manantial y acentuaba el olor a madera húmeda.
– Dios mío, Karl, ¿lo inventaste tú solo? -preguntó James abarcando todo con la mirada.
– No, me lo enseñó mi padre; también me enseñó cómo hacer la casa del manantial cuando era un chico como tú.
– En Boston obteníamos el agua de unos barriles que estaban detrás de la casa y se llenaban de agua día por medio.
– Nunca tenía gusto a agua fresca. Ésta es la mejor agua que he tomado. Eh, Anna, ven a probar.
James le pasó el cucharón a su hermana, mientras Karl miraba, ansioso. Anna nunca había probado un agua tan fresca. Estaba tan helada, que le dolieron los dientes, y Karl se rió cuando se los frotó con los dedos para calentarlos. Pero eso no evitó que siguiera bebiendo mientras Karl la miraba con placer.
– Es buena -dijo, cuando terminó el último trago.
– Está muy cerca de la vivienda y más cerca aún del lugar donde estará la nueva casa de troncos. Tan buena, tan fresca, tan cerca de la casa, que un muchacho tiene pocas excusas para no mantenerse limpio, ¿no? Creo que tal vez es hora de llenar un par de baldes y dejar que el agua se entibie para usarla más tarde. ¿Qué me dices, James?
– ¿Quieres decir bañarse? -preguntó el chico.
El tono de su voz hizo que Karl preguntara:
– ¿Tienes algún problema en bañarte?
– Bueno, nunca me gustó -admitió James.
– Semejante contestación para un renacuajo. Anna, ¿qué le enseñaste a este muchacho? En Suecia un chico aprende bien desde el principio que en la naturaleza los animales se lavan para mantenerse sanos. Un chico debe hacer lo mismo.
Pero James dijo:
– A Anna tampoco le gusta mucho.
– ¿No? -dijo Karl, sin contenerse. Se dio cuenta de que un muchacho de trece años podía ser un verdadero estorbo para una hermana mayor-. Bueno, si tienes solamente un barril en el patio del fondo, es un problema. Aquí no existe tal problema. En este lugar tenemos el manantial, el estanque y el arroyo; hay abundante agua para todos.
Anna hubiera empujado a James al manantial. Era verdad que odiaba el baño pero, ¿tenía él derecho a descubrirla delante de Karl?
– Ven. Llena un balde, muchacho, y llévalo a la casa. Esta noche te vamos a mimar un poco y calentaremos el agua. La mayoría de las veces no la caliento. Es refrescante y te hace tener ganas de trabajar mucho para entrar en calor enseguida.
Con los baldes llenos, volvieron a la casa cansados y, gracias a Dios, el tema del baño se dejó de lado por el momento. Anna se dio cuenta de que Karl se había quedado afuera, al lado del banco que ella suponía era para apoyar el balde. Él se afeitó antes de la cena, mientras la muchacha examinaba los utensilios de la cocina y espiaba dentro de barriles, potes y ollas. Había algunos alimentos extraños que Anna no pudo identificar, y otros que eran productos básicos.
Un alarido vino de afuera y ella se dio cuenta de que James debía de estar haciendo lo mismo que Karl. Los dos entraron, la cara brillante y peinados; seguramente se esperaba de ella lo mismo. Pero no había allí privacidad y no se sentía dispuesta a que el agua helada corriera por su piel.
La cena fue simple. Karl puso todo en la mesa y fue mostrándole a Anna dónde se guardaban las cosas. Comieron carne fría, que trajo en una cacerola del manantial; pan, que dijo haber amasado él mismo, aunque Anna no podía siquiera imaginarse dónde; queso, hecho con la leche de su propia cabra. Anna nunca había probado queso de cabra y lo encontró dulce y sabroso. Por supuesto, James trajo, otra vez, un tema que Anna hubiera querido eludir.
– ¿No esperarás que Anna sepa cómo hacer queso, no, Karl?
– No -contestó, evitando sus ojos-. Pero tendré que enseñarle. No es muy difícil. Hay un rincón en la chimenea que mantiene la leche lo suficientemente tibia como para que cuaje en el tiempo debido. Por la mañana, iré a buscar la cabra a lo de mi amigo, Dos Cuernos. Luego tomaremos leche fresca para el desayuno. ¿Alguna vez ordeñaste una cabra, James?
– Nunca -contestó James-. ¿Me vas a enseñar?
– Es lo primero que haré por la mañana. Tal vez Anna también quiera aprender.
“Tal vez Anna no quiera”, pensó la aludida, mientras su hermano seguía con las preguntas.
– ¿Por qué tienes una cabra? ¿Por qué no una vaca, como todo el mundo?
– Las vacas son muy caras aquí y les gusta perderse en el bosque, como a los cerdos. Entonces hay que ir a buscarlas cada vez que es hora de ordeñarlas. Las cabras son como los animales domésticos. No van tan lejos y son muy buena compañía.
– Nunca se me ocurrió pensar en una cabra como en un animal doméstico.
– Tal vez sean los mejores. Son leales y tranquilas y no comen mucho. Durante las ventiscas de invierno, en varias ocasiones tuve mucho que agradecerle a mi Nanna por escucharme hablar y nunca quejarse cuando le digo lo impaciente que estoy por tener vecinos y cómo extraño a mi familia en Suecia y cómo pienso que la primavera nunca va a llegar. Nanna simplemente mastica su bolo alimenticio y me soporta.
Sus ojos se desviaron hacia Anna, mientras hablaba, y luego hacia el muchacho.
– ¿Ése es el nombre de la cabra? ¿Nanna?
– Sí. Te gustará cuando la conozcas.
– No puedo esperar. Cuéntame más. Cuéntame qué más vamos a hacer mañana, además de ordeñar la cabra.
Karl rió suavemente ante la ansiedad del joven, tan parecida a la suya cuando llegó a ese lugar.
– Mañana empezaremos a desbastar los árboles para hacer la casa de troncos, pero no creo que al fin del día estés tan contento como ahora.
– ¿Anna también ayudará?
– Eso depende de Anna -dijo Karl.
Anna levantó la mirada con presteza, ansiosa por no ser excluida de nada que pudiera sacarla de esta cabaña miserable y le diera la oportunidad de estar al sol.
– ¿Podría hacer algo, Karl? -preguntó, temerosa de que la dejaran vigilando la leche en el rincón de la chimenea. Pero Karl sólo leyó felicidad en el tono de su pregunta.
– Anna también ayudará -dijo Karl-. Hasta para tres, el trabajo será duro.
– Entonces, nosotros teníamos razón y estarás contento de tenerme acá -dijo James con algo de soberbia.
– Sí, creo que sí. Mañana estaré contento de tenerte aquí.
Pero esa noche no era tan así. A pesar de que Karl disfrutaba la charla con el muchacho, no podía olvidar que la hora de acostarse se aproximaba. El fuego crepitaba en la chimenea. Karl estiró las piernas, se reclinó en el sillón y sacó de su bolsillo la pipa y la bolsita del tabaco.
Anna siguió sus movimientos y aprendió algo nuevo: Karl fumaba en pipa.
La cargó con gran lentitud, mientras hablaba con James sobre la cabaña y lo que llevaría construirla. El humo de la pipa se arrastraba perezosamente, y James apoyaba la barbilla cada vez más sobre su mano. Cada tanto, los ojos de Karl se volvían hacia Anna, quien desviaba rápidamente la mirada hacia el fuego. Allí, colgaba de la chimenea el caldero negro que Karl había llenado con agua después de la cena.
James se reanimó cuando Anna se levantó a recoger los pocos platos que habían usado, pero enseguida volvió a cabecear.
El sillón de Karl chirrió cuando se levantó y dijo:
– El muchacho se caerá, si no le preparo una cama pronto. Iré al granero y traeré una horquilla de heno.
Anna volvió los ojos a Karl, tratando de no parecer una asustadiza chica de diecisiete años.
– Sí -dijo.
La dejó allí, abstraída, y a los pocos minutos regresó con una horquilla de madera cargada con heno perfumado.
– Crece en forma natural en las praderas -dijo Karl, echando una leve mirada a Anna. Enseguida se puso a acomodar el heno y lo cubrió con una piel de búfalo.
James se zambulló, de inmediato, en la cama improvisada, mientras Karl, apoyado en la horquilla, lo observaba.
– ¿Crees que tendrás tiempo de sacarte los zapatos antes de quedarte dormido, muchacho?
James, sumisamente, se quitó los zapatos.
Una vez más, los ojos de Karl se encontraron por un segundo con los de Anna.
– Voy a llevar la horquilla a su lugar.
Cuando se fue, Anna se dirigió al caldero, probó el agua y encontró que se estaba entibiando demasiado rápidamente.
– ¿Anna?
Ella se sobresaltó al oír su nombre y se volvió; no se había dado cuenta de que Karl había regresado.
– ¿Sí?
Karl era consciente de que no habían tenido ocasión de hablar a solas, de llegar a conocerse. Buscó en su mente, con desesperación, tratando de encontrar algo que les diera la oportunidad. “No es lógico que una mujer se sobresalte cuando escucha la voz de su hombre”, pensó.
– ¿Quieres una taza de té?
– ¿Té? -repitió Anna estúpidamente-, Ah, té… Sí. El alivio era evidente en su voz.
– Siéntate, te lo prepararé y te enseñaré cómo hacerlo.
Se sentó y observó cómo iba y venía por la habitación; de vez en cuando, echaba una mirada ansiosa a su hermano, que estaba muy cómodo, acurrucado en el lecho de heno. Por fin, Karl trajo las dos tazas a la mesa y le alcanzó la suya.
– Pétalos de rosa -dijo con calma.
– ¿Qué? -Levantó los ojos, sobresaltada.
– El té se hace con pétalos de rosas. Primero debes machacarlos contra el fondo de la taza, luego agregar el agua caliente.
– Ah.
– ¿Nunca tomaste antes té de rosas?
– El único té que tomé alguna vez fue… bueno, té. Té de verdad. Pero no muy seguido.
– Aquí hay un poco de té de verdad y también café. Pero el té de rosas es mucho mejor. Cuando el invierno se hace largo, los pétalos de rosas te protegen del escorbuto. -Se preguntó por qué daba vueltas con este tema de las flores. Pero su lengua obedecía a sus propias leyes-. Los pétalos de mora salvaje producen el mismo efecto, pero no abundan aquí tanto como las rosas. -Anna tomó un sorbo de té- ¿Te gusta?
Lo encontró delicioso, con lo cual Karl se sintió gratificado.
– Anna -dijo, apoyándose en un codo sobre la mesa-, hay tanto aquí en Minnesota que es imposible explicarte lo hermosa que puede ser nuestra vida. Podría salir a caminar ahora por el bosque y traerte tantas hierbas para el té, que no las recordarías mañana por la mañana. Hay frutillas salvajes, manzanilla, tilo, salsifíes… ¿Alguna vez probaste la consuelda? -Ella dijo que no con la cabeza, y Karl le prometió-: Te enseñaré a hacer té de consuelda. Es tan buena, que la cultivo en mi jardín. Te mostraré cómo se seca. Sé que te gustará mucho.
– Seguro que sí, Karl -dijo. De pronto se dio cuenta de que él estaba tan nervioso como ella.
– Tengo tanto que mostrarte, Anna… ¿Alguna vez trataste de pescar un róbalo con la caña y lo sentiste tironear de la línea hasta lastimar tu mano? Te encantará pescar, Anna, y también al chico. En Skane, donde yo me crié, mi papá y yo pescábamos mucho, y mis hermanos también. Aquí hay, tal vez, más peces que en Suecia, y aves de caza y ciervos. Anna, una vez vi un alce en mis bosques. No sabía lo que era, pero mi amigo Dos Cuernos me lo dijo. Era magnífico.
“¿Imaginaste alguna vez un lugar que te ofreciera tanto? En el otoño vienen bandadas de gansos volando desde Canadá. Son tantos, que un solo hombre puede derribar uno con cada tiro. ¡Y cómo crecen aquí las cosas, Anna! No podrás creerlo. Las papas tienen el tamaño de las calabazas, las calabazas el tamaño de los zapallos y los zapallos…
De repente, Karl se interrumpió, al darse cuenta de que estaba yéndose por las ramas al tocar su tema favorito.
– Me parece que estoy cotorreando como las ardillas -dijo tímidamente, al observar que las manos de Anna estaban tensas sobre su taza.
– Está bien. Te habías olvidado de mencionar las ardillas, de todos modos. -Su respuesta los hizo sonreír a los dos. Luego, Anna bajó la mirada hacia la taza y dijo con calma-: Esto es muy diferente de Boston. Ya me estoy dando cuenta de la diferencia. Creo que es un buen lugar para James y parece que le gusta.
El silencio quedó flotando en el aire por un instante antes de que Karl preguntara, con calma:
– ¿Y tú, Anna? ¿Qué piensas tú?
Se estudiaron a través de la mesa, mientras el fuego iluminaba sólo una parte de sus rostros, dejando la otra parte sumergida en las sombras. De ese modo, a Karl y a Anna les pareció que únicamente una mitad de lo que cada uno era se hacía visible para el otro, por el momento. ¡Había tanto que todavía quedaba en la sombra y que sólo el tiempo traería a la luz!
– Lleva… tiempo acostumbrarse a… -Anna bajó la mirada. -Pero poco a poco, creo que me acostumbraré.
Karl se preguntó qué desearía Anna que él dijera y cómo debía decirlo. Después de un momento, lo único que pudo preguntar fue:
– ¿Estás cansada, Anna?
La muchacha giró los ojos hacia James, que seguía sin moverse.
– Un poco -contestó, vacilante.
– El agua está tibia.
En realidad estaba lo suficientemente caliente como para preparar el té de rosas. Juntos contemplaron la pálida nube de vapor que salía del caldero.
– Pero lo único que tengo es jabón hecho en casa.
– ¡Oh, está… bien! -dijo con demasiada vehemencia.
Karl no hizo ningún movimiento y Anna estaba como pegada a la silla.
– El fuentón está sobre el banco, afuera. Lo llenaré para ti.
– Gracias.
Descolgó el caldero y lo llevó afuera.
Cuando Anna salió, Karl había desaparecido en la oscuridad. Se lavó más rápido que nunca; a pesar de que odiaba el baño, tenía que admitir que le resultó más que tolerable sacarse de encima la suciedad del viaje. Miró hacia el claro pero sólo vio algunas luciérnagas que revoloteaban en la oscuridad. Desde el granero se oyó un relincho apenas perceptible. Después todo se aquietó.
Se apresuró a entrar en la casa, buscó su camisón en el baúl, se lo puso y se quedó inmóvil sin saber qué hacer; dirigió la mirada primero a James, dormido en el piso, y luego a la cama. Con resolución, caminó hacia ella, levantó la piel de búfalo y apoyó una rodilla sobre el colchón.
Pero se quedó quieta, de repente, al oír un crujido: era la chala del maíz, que rellenaba el colchón. “¡Dios mío! ¿Qué es esto?” Con cuidado, movió la rodilla y volvió a escuchar el crujido. No había otro lugar adonde ir; de modo que se decidió, se deslizó en el lecho y se tapó hasta el cuello.
La puerta se abrió y se cerró, expandiendo y achicando su sombra sobre las paredes de adobe; Karl dejó caer el pasador de madera con un ruido sordo y, con cuidado, introdujo la cuerda que colgaba del lado de afuera. Se acercó al costado de la cama sin poder ignorar el manojo de trébol que estaba todavía allí, desde el día anterior. Anna lo siguió con los ojos cuando se inclinó cerca de su cabeza para sacar las hierbas.
– Es el trébol oloroso -dijo.
– Tiene un lindo perfume -agregó Anna con voz ahogada.
– Es el mejor perfume en todo Minnesota. -Sólo entonces pudo tragar- ¡Oh!, Anna, era para darte la bienvenida pero después de dejarlo pensé que, tal vez, no debí haberlo hecho. Pensé… -Miró el trébol en sus manos-. Pensé que te asustaría.
– No… no, no me asustó.
Pero su cuerpo se estremeció a tal punto, que la manta también se sacudió. Karl se volvió hacia el hogar y arrojó allí las hierbas. Anna observó cómo ardían; iluminaron la habitación momentáneamente y destacaron la silueta de Karl. Las manos en las caderas, el hombre estudiaba el fuego mientras la muchacha estudiaba su espalda. Luego, él se inclinó para amontonar el carbón, haciendo saltar las chispas por la chimenea. Vaciló, arrodillado y perdido en sus pensamientos, mientras la iluminación del cuarto iba decreciendo hasta convertirse en un tenue fulgor. Pero ya no podía hacer nada más, no tenía adonde ir, salvo a la cama. Nervioso, se pasó la mano por el pelo.
Anna tenía los ojos fijos en el pálido resplandor del fuego, cuando Karl volvió hacia la cama y, dándole la espalda, se desvistió y se acostó a su lado. La chala volvió a crujir. El colchón cedió bajo su peso y Anna sintió una fuerza amenazante que la empujaba en su dirección. Tensó los músculos de los hombros para evitar que eso sucediera.
Estaban de espaldas, mirando fijo los troncos del techo. Por fin, Karl giró la cara hacia Anna, estudió su perfil y luego murmuró:
– Mírame, Anna, mientras todavía hay luz suficiente para ver.
Anna lo miró con los ojos muy abiertos y asustada, recordando aquella otra vez. Trató de concentrarse en la cara de Karl pero sólo volvía a su mente el vivo recuerdo de Saul McGiver junto con su terror y su vergüenza.
– Es difícil creer que, por fin, estés aquí -murmuró Karl-. Nuestro triste comienzo… quiero olvidarlo. Deseo hacer las cosas bien contigo, deseo que todo esté bien.
Anna tenía miedo hasta de tragar, más aún de hablar.
Karl se preguntó si la joven notaría su turbación. Le tomó la mano, la llevó a su pecho y la apoyó sobre su corazón agitado, tomándola por sorpresa.
“Su corazón late tan locamente como el mío”, pensó Anna sin poder creerlo.
– Eres tan joven, Anna. Diecisiete años… apenas una niña, cuando yo esperaba a una mujer.
– Diecisiete años es… es bastante -murmuró con un tono tenso.
– ¿Sabes lo que estás diciendo, Anna? -Dudaba de que ella hubiera entendido realmente.
Anna se preguntó si ella realmente había entendido.
Dijo lo que se sintió obligada a decirle a un marido que tenía todos los derechos sobre ella. Sabiendo cuál era su deber, había contestado de esa manera. Pero no sabía cuál sería la respuesta de Karl. Se sentía atrapada entre los recuerdos del pasado y el miedo al futuro. Mientras hablaran, nada sucedería, de modo que continuó:
– Conozco muchas chicas que se casaron a los diecisiete.
Pero no era verdad. Sólo conocía montones de mujeres desaliñadas, dedicadas a esa profesión y que, a los treinta, treinta y cinco o cuarenta años habían perdido toda esperanza de casarse.
– Anna, en Suecia no se hacen estas cosas: dos extraños que deciden casarse, como nosotros. Si viviéramos en Suecia, y te encontrara por primera vez en el pueblo, te compraría una cinta de seda para el pelo y quizás haríamos bromas y nos reiríamos un poco. Tendrías la oportunidad de decirte a ti misma: “Sí, creo que me gusta que Karl me regale cintas de seda” o “No aceptaré más que Karl me regale cintas de seda”. Pero si aceptaras las cintas con una sonrisa y las guardaras en el pequeño bolsillo que cuelga de tu cinturón, te llevaría a conocer a mi mor y a mi far para que vieras por ti misma de dónde vengo. Siempre pensé en cortejar a una muchacha de la misma forma en que lo hacían mis hermanos en Skane.
Acarició la mano de Anna, al recordarlo, mientras su corazón latía más aceleradamente.
Toda la opinión que Anna tenía de los hombres en este elemento -la cama- estaba influenciada por el tipo de lugar en que ella se había criado, entre personas para quienes el cuerpo era un negocio y nada más. Pero, de a poco, se iba dando cuenta de que Karl estaba tan inseguro acerca de esto como ella, y comprendía que su corazón estaba latiendo no sólo de excitación sino también de incertidumbre.
– Yo también me imaginaba algo así -admitió-, cuando era más chica.
– Claro, todas las chicas lo hacen. Pensaba casarme con una muchacha rubia con las trenzas recogidas bajo un pequeño sombrero blanco y almidonado, con pliegues profundos; una muchacha que usara un delantal bordado, con los lazos cruzados sobre la faja de la cintura, en la víspera de San Juan Bautista. Nuestras familias estarían presentes y habría baile y risas, muchas, muchas risas.
Su voz se había vuelto melancólica, pensativa.
Anna también se estaba poniendo melancólica. Pero bien sabía que no deseaba tener nada que ver con el baile y las risas que ella había observado en sus tiernos años. Estaban totalmente fuera del entorno afectivo que rodeaba a Karl en su patria. Anna nunca tuvo un sombrero almidonado, ni un delantal de niña con lazos cruzados; en su pueblo, los jóvenes nunca la cortejaron ni le regalaron cintas; nunca le sonrieron ni la invitaron a su casa para que conociera a sus padres. No era una joven afecta a los ataques de autocompasión, pero en ese momento debió controlarse para no caer en uno.
Pero Karl era buen mozo y honesto y sincero, y el murmullo de su voz en la oscuridad invitaba a Anna a expresar en voz alta algunos de sus sueños de niña.
– Soñaba con casarme en St. Mark. Siempre me sentí bien en St. Mark. A veces, soñaba que me casaría con un soldado de botas altas, galones y charreteras.
– ¿Un soldado, Anna? -Karl sabía que estaba lejos de ser un soldado.
– Bueno, siempre había soldados por Boston. A veces los veía pasar.
Todo se aquietó; las sombras de la noche y la mano de Karl también se aquietaron.
– Aquí no hay soldados -dijo Karl, desilusionado.
– Tampoco hay trenzas rubias -replicó Anna, tímidamente, volviendo a sorprender a su esposo.
Karl tragó saliva.
– Pienso que me las puedo arreglar sin trenzas rubias -murmuró.
Anna sintió agitarse el pecho de Karl bajo su palma. A pesar de su aparente cordialidad, temía darle la respuesta que su esposo esperaba, aunque un soldado con charreteras era lo que más lejos estaba de su mente en ese momento.
Karl giró sobre su lado de la cama y la miró de frente.
– Creo que voy demasiado rápido, Anna, lo siento. -Tomó la mano de su esposa y la besó en la palma; sus labios tibios, su aliento suave la rozaron por un breve instante; luego apoyó esa mano sobre la almohada, en el mismo lugar que antes habían ocupado las hojas de trébol-. Pero estuve tanto tiempo solo, Anna… No tenía a nadie con quien hablar, nadie a quien tocar, nadie que me tocara. Hubo momentos en que creí morir. A veces hacía entrar a la cabra, cuando se desataban las ventiscas del invierno, y hablaba con ella, y también hablo con los caballos. Hace bien tocar su hocico aterciopelado o acariciar las orejas de la cabra, pero no es lo mismo. Siempre soñé con tener alguien más con quien hablar, con escuchar otra voz que no fuera el balido de mi cabra.
Se llevó nuevamente la mano de Anna a los labios pero de una manera diferente, como si su calor fuera para él la salvación. Hizo que los dedos acariciaran sus labios y recorrieran su cara de un modo tal, que Anna se sintió glorificada, sabiendo que no lo merecía. Karl susurró con voz ronca:
– Oh, Anna, Anna, ¿sabes qué bien me hace el contacto de tus dedos?
Luego, Karl presionó la palma contra su mejilla. Era tibia y suave, y Anna recordó su aspecto al percibir el contorno. Las yemas de sus dedos rozaron las cejas, enseguida, los párpados cerrados. Allí notó Anna un débil temblor, y deseó que hubiera luz para poder captar esa visión tan sorprendente: un hombre que guardaba en su interior una emoción tan profunda.
– Nunca supe… nunca me contaste todas estas cosas en tus cartas.
– Pensé que te ahuyentaría. Anna, no quiero atemorizarte. Eres casi una niña y yo estuve solo demasiado tiempo.
– Pero yo hice un pacto, Karl -dijo con determinación.
– Sin embargo, estás temblando, Anna.
– Tú también -murmuró ella.
“Sí”, pensó Karl, “tiemblo un poco de ansiedad, un poco de timidez, otro poco de temor a espantarla”. Era su primera vez y él quería que fuera por mutuo consentimiento; más aún: por mutuo amor. Podía esperar un tiempo para lograr esas cosas de ella, pero había estado demasiado tiempo solo para no llevarse nada esa noche. Le rodeó la nuca con una mano, le acarició el mentón con el pulgar, maravillado ante la tersura de su piel comparada con la suya.
– ¿Me permites que te bese, Anna?
– Un hombre no necesita permiso para besar a su propia mujer -susurró.
Karl se apoyó sobre un codo y le acarició los labios con el pulgar, deseando que no se mostrara tan temerosa.
Anna estaba tensa esperando que viniera la peor parte. Pero no fue así. Todo era diferente con Karl. Diferente el modo en que esperó y la tocó suavemente primero, como para asegurarle que no le haría daño. Diferente cuando se le acercó con cuidado, haciendo que la chala sonara con un tono confidencial. Diferente cuando, con el pulgar todavía sobre sus labios, le dio tiempo a decir que no. Diferente cuando tocó apenas los labios de Anna con los suyos.
No hubo ni fuerza ni lucha ni temor; sólo un ligero contacto de la carne con la carne, una unión de alientos, una introducción. Y su nombre, “Anna”, susurrado sobre su boca como nunca nadie antes lo había pronunciado. Los dedos de Karl se hundieron tiernamente en su pelo, detrás de la cabeza, mientras ella comprendía nuevas cosas acerca de este hombre.
Con paciencia, Karl esperó alguna respuesta de Anna. La muchacha adelantó apenas el mentón y acercó aún más sus labios a los de Karl. Otra vez los labios se unieron, más tibios, más cercanos, permitiendo que Anna se aflojara al confiar más en él.
Por primera vez, Anna se sintió deseosa de responder a un hombre. Pero cuando Karl deslizó la mano por sus costillas, la joven se puso rígida, incapaz de controlar esa reacción. Karl apartó su boca de la de Anna, preocupado por hacer lo correcto, pues notó que la muchacha se protegía el pecho con los brazos.
– Anna, no deseo apurarte. Ahora tenemos tiempo, si es que no lo tuvimos antes.
Aunque aliviada, Anna se sintió tonta y torpe. El corazón le saltaba en el pecho, mientras buscaba, desesperada, algo que decir. Sentía, todavía sobre ella, el aliento tibio de Karl acariciándole el rostro. Tenía olor a jabón de afeitar y a tabaco pero sus labios tenían un ligero sabor a pétalos de rosa.
“¿Cómo puedo temerle a un hombre que tiene gusto a rosas?”, pensó. Sin embargo, estaba temerosa; sabía muy bien lo que los hombres les hacían a las mujeres. Este hombre, con toda su fuerza, podría hacerlo con comodidad, si quisiera. En cambio, se apartó, y ella ya no sintió el soplo de su aliento en la nariz.
– Lo… lo lamento, Karl -dijo. Luego agregó, vacilante-: Gracias.
La desilusión lo embargó. Pero, aun así, acarició la piel aterciopelada de su mejilla con el dedo índice calloso, en un gesto breve y tranquilizador.
– Tenemos mucho tiempo. Duerme ahora, Anna.
Enseguida se acostó en su lado de la cama, sin poder relajarse porque ahora sabía cómo era el contacto de su piel.
Anna giró sobre su lado, enfrentando la pared, se acurrucó y se arropó con la manta. Pero un extraño sentimiento la invadió, como si hubiera hecho algo mal y no sabía qué. Se sintió como antes, cuando se había puesto a llorar. Finalmente, se volvió un poco, miró por arriba de su hombro y murmuró:
– Buenas noches, Karl.
– Buenas noches, Anna -dijo él con voz apagada.
Pero para Karl no fue una buena noche. Estaba más tieso que una estatua; deseaba saltar de la cama, salir a correr en el aire húmedo de la noche y refrescarse; hablar a los caballos, sumergir la cabeza en la fuente de agua helada del manantial, ¡no sabía bien qué! Se quedó, en cambio, inmóvil, desvelado, porque ahora sentía el roce de la piel de Anna, el gusto de su lengua, el peso de su cuerpo diminuto que dejaba su huella en la otra mitad del colchón de chala. “¿Cuánto tiempo?”, se preguntó, con tristeza. “¿Cuánto tiempo me llevará cortejar a mi propia esposa?”