143157.fb2 Mujeres Audaces - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

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Capítulo 8

– ¿Sigues empleada? -le dijo Riley a Nell cuando regresaron a la oficina.

– Por supuesto -dijo Nell-. ¿Cómo está Pastelillo de Azúcar?

Ante el sonido de su nombre, la perra salió arrastrándose de la oficina de Riley, temblando y cojeando, como si fuera un estuche envuelto en cachemira.

– ¿Qué le hiciste? -preguntó Nell, alterada.

– Absolutamente nada -dijo Riley-. La dejé sola para ir a vigilar a Lynnie, y cuando regresé hacía esto. No le presté atención y cambió de actitud. Lo hace para lograr efecto.

– No es cierto. Ha sido maltratada. -Nell se agachó para tomar a Pastelillo de Azúcar entre los brazos, pero la perra gimió y rodó sobre la alfombra oriental, con sus patas pequeñas y regordetas apuntando hacia un costado, patética con sus puños blancos-. ¿Pastelillo de Azúcar? ¿Qué te pasa?

– Si esta perra fuera humana, estaría saltando adelante de los ómnibus, pidiendo que la atropellaran. -Riley la miró-. No me voy a hacer el bobo contigo, cariño, pero la pelirroja sí. Sácale todas las galletitas que puedas.

– Ese no es…

– Dale una galletita para perros -dijo Riley.

– ¿Galletita? -le dijo Nell a la perra, y Pastelillo de Azúcar giró la cabeza y la miró lastimosamente. Nell buscó en el escritorio y tomó una galletita-. Toma, bebé. Está bien.

Pastelillo de Azúcar la miró durante un largo y dramático momento. Después tomó la galletita cuidadosamente con la boca, le dirigió a Nell una última mirada anhelante, giró y la devoró con un deleite salvaje.

– Se robó un perro que no había sido maltratado -dijo Gabe.

– Él la llamó perra -dijo Nell desde el piso, indignada.

– Bueno, técnicamente, eso es lo que es -dijo Riley.

– Y tenía un aspecto lamentable. -Nell miró a Pastelillo de Azúcar, que estaba lamiendo la alfombra en busca de los últimos pedacitos de galletita-. Estaba traumatizada.

Pastelillo de Azúcar levantó la cabeza y los miró a todos, luego la dejó caer entre los hombros, y gimió.

– ¿Ahora qué? -dijo Gabe, y la perra le hizo una caída de ojos, temblando a sus pies.

– Marlene Dietrich hacía eso con las pestañas en las películas, justo antes de desvalijar a un hombre -dijo Riley-. Lo único que necesita esta perra es un cinturón y un sombrero.

– La engañaron, niña -le dijo Gabe a Nell-. Es un riesgo laboral tener a esa perra por aquí. Devuélvala. -Bajó la vista para observar a Pastelillo de Azúcar y agregó-: Preferiblemente en medio de la noche.

– Eso sería una buena idea -intervino Riley-, salvo que la afeitó, la tiñó de negro y la vistió con Ralph Lauren. Ni su propia madre la reconocería.

– ¿La afeitó? -suspiró Gabe-. No me diga por qué. Sólo sáquela de aquí.

– Antes de que me olvide -le dijo Riley a Nell-. Llamó Suze Campbell. Le dije que la perra estaba bien. -Miró a Pastelillo de Azúcar-. Mentí, por supuesto.

– ¿Suze qué? -dijo Nell, sorprendida.

– Dysart -dijo Gabe, dirigiendo una mirada de exasperación a Riley, y luego entró en su oficina.

Pastelillo de Azúcar levantó la cabeza y lo miró con interés y en ese momento, cuando evidentemente se dio cuenta de que los ojos de los otros seguían sobre ella, volvió a derrumbarse.

– ¿Cómo conoces el apellido de soltera de Suze? -dijo Nell.

– Así que ahora Gabe te llama «niña», ¿verdad? -Riley la miró levantando las cejas-. ¿Qué hiciste? ¿Le pusiste droga en la cerveza?

– Hablamos -dijo Nell, proyectando la barbilla hacia adelante-. Él se dio cuenta de la sabiduría de mis actos.

– Te hizo prometer cambiar tus actos o te echaría -dijo Riley.

Nell bajó la barbilla.

– Eso también. ¿Entonces cómo conoces…?

– Bueno, yo, por mi parte, me alegro de que te quedes -dijo Riley y Nell le sonrió, sintiéndose mejor que en varios meses. En la alfombra, a los pies de ambos, sufriendo profundamente de falta de atención, Pastelillo de Azúcar gimió y le hizo una caída de ojos a Riley sobre su hocico largo y marrón.

– ¿Estás segura de que no ha sido maltratada? -preguntó Nell-. Actúa muy raro.

– Galletita -le dijo Riley a la perra, y la caída de ojos pasó a máxima velocidad. Él le dio una galletita y ella volvió a rodar para sostenerla entre las garras y la mordió hasta hacerla desaparecer-. Estoy seguro. -Recogió la caja de galletitas y agregó-: Vamos, Marlene. Vuelve a tu escondite por si alguien viene a buscarte, aunque sólo Dios sabe por qué alguien querría hacerlo.

– ¿Marlene? -dijo Nell.

– No pienso llamar Pastelillo de Azúcar a nada -dijo Riley-. Es obsceno.

La perra los miró sin parpadear un momento y después rodó hasta ponerse de pie, examinó la alfombra para asegurarse de no haberse olvidado ninguna miga, y entró trotando a la oficina de Riley, bajando un poco la velocidad sólo para hacerle otra caída de ojos antes de entrar.

– No puedo creerlo -dijo Nell.

– Causo ese efecto en muchas mujeres -dijo Riley.

– Un momento -dijo Nell-. ¿Cómo conoces…?

Pero Riley ya había cerrado la puerta.

– Bueno, eso es interesante -le dijo Nell a nadie en particular y volvió a trabajar.

Nell caminó hacia el almacén el día siguiente porque era sábado, y no quería hablar con Suze. Si se quedaba en el departamento, Suze pasaría, y no tenía permitido decirle nada, no podía decir «¿Cómo voy a hacerle preguntas a Margie sobre su mamá?»; ni siquiera podía decir: «¿Debería hacerle preguntas a Margie sobre su mamá?»

Examinó el problema desde todos los ángulos posibles mientras recorría los pasillos de Big Bear, recogiendo pimientos amarillos y espinaca fresca y papas Yukon Gold y tomates tan maduros que brillaban. Los colores eran asombrosos y agregó más cosas, fideos de verdura y ajo fileteado y cebollas rojas y blancas y amarillas. De pronto todo se veía bien, y ella estaba muerta de hambre.

Recién cuando llegó a la caja recordó que había ido caminando. Todos esos colores resultaron pesados, y a dos cuadras de la tienda tuvo que dejar las bolsas en el piso para sacar los dedos de las asas de plástico. Mientras se los masajeaba, miró a su alrededor. Como la mayoría de las calles del Barrio Alemán, estaba llena de árboles y casas con ladrillos a la vista y cercos de hierro forjado, pero ésta en particular se veía familiar. Cuando llegó a la esquina se dio cuenta de la razón: era la encrucijada del callejón en el que vivía Lynnie. Se acercó para ver si Lynnie estaba y vio la puerta de su dúplex totalmente abierta y una mujer desconocida en el angosto umbral.

Nell volvió a levantar las bolsas y fue a ver qué pasaba.

El departamento de Lynnie parecía vacío. Parte de los muebles seguían allí, pero estaban a punto de ser trasladados a una camioneta que decía mudanzas en toda la ciudad. Nell se hizo a un lado cuando un tipo sacó una silla, y después subió las escaleras rumbo a la mujer del umbral, sintiéndose extrañamente agraviada, como si una amiga se hubiera mudado sin avisarle.

– Hola -dijo y señaló la puerta abierta.

– Dos dormitorios, ochocientos por mes -dijo la mujer, y Nell se dio cuenta de que era la vecina del otro lado del dúplex-. ¿Quiere verlo?

– Sí -dijo Nell, planeando averiguar más sobre el paradero de Lynnie, y entró en el departamento detrás de la mujer, y puso las bolsas en el piso para descansar los dedos.

La encargada, Doris, vivía en la otra mitad del dúplex y no sabía nada sobre Lynnie excepto que había dejado una nota en su puerta la noche anterior diciendo que se iba y que Doris podía quedarse con el resto del alquiler del mes. Doris no estaba feliz con la idea de que Lynnie se hubiera ido de golpe, y le molestaba aún más que la compañía de mudanzas hubiera venido y le hubiera arruinado la posibilidad de dormir hasta tarde un sábado a la mañana, pero, como ella misma lo dijo, no era una persona melancólica.

– Soy de esas personas que hablan del vaso medio lleno -dijo, con el aspecto de alguien a quien se le acababa de morir la mejor amiga-. No puedo evitar mirar el lado bueno de las cosas.

Nell había asentido, sin escucharla ni una sola vez después de averiguar todo lo que sabía de Lynnie, porque el departamento comenzaba a atraerla. Era un dúplex común, abajo la sala de estar y la cocina y dos dormitorios arriba. Pero la sala era lo suficientemente grande como para que cupiera el juego de comedor de su abuela, y la cocina tenía puertas de vidrio en las alacenas, y los dormitorios eran verdaderos dormitorios con puertas, y el baño tenía azulejos blancos y negros de los cuarenta. Miró por la puerta trasera y vio un patio minúsculo con un cerco. A Marlene le encantaría.

Vio las bolsas de comida en el piso de la sala, más comida de que la que había consumido durante todo el mes anterior, y tuvo ganas de lavar las verduras en la vieja pileta de porcelana de la cocina y poner sus platos en los gabinetes vidriados, cortar tomates en la mesada y comer papas con vinagre en el minúsculo umbral mientras veía pasar el barrio. Sintió ganas de ver cosas y sentir el sabor de cosas y tocar cosas, y sintió ganas de hacerlo allí.

– Tengo un perro -dijo ella.

– Novecientos -dijo Doris-, siempre que apruebe las averiguaciones de solvencia.

– Ochocientos y le hago un cheque por los primeros tres meses ahora -dijo Nell-. No va a tener que poner un aviso por el departamento. Ni siquiera tendrá que limpiarlo.

– No sé -dijo Doris-. Un perro.

– Es una perra salchicha, se llama Marlene, y duerme mucho.

Media hora después, entró en su antiguo departamento y encontró a Marlene sentada al lado de la puerta, como si la hubieran encerrado durante días.

– Tenemos una casa nueva -le dijo a la perra-. Con patio cercado. Varias habitaciones para correr. Te va a encantar.

– Todavía no entiendo por qué quieres este lugar -dijo Suze el día siguiente, en el medio de las cajas de Nell.

– Porque lo elegí yo, no tú y Jack. -Nell recorrió el departamento con la mirada como si se tratase de un palacio-. Porque por fin estoy haciendo cosas por mi cuenta.

– Está bien -dijo Suze, sintiéndose poco apreciada.

– Oye, todavía adoro el sofá que me encontraste, y Marlene está absolutamente loca por tu mantilla de chenille -dijo Nell-. No puedo sacársela.

Suze miró a Marlene, que se recostaba lánguidamente sobre el sofá encima de una prenda de chenille color índigo que costaba cuatrocientos dólares.

– Es bueno saber eso.

– ¿Podríamos desempacar las porcelanas ahora por favor? -dijo Margie.

Jase entró de espaldas por la puerta de adelante cargando un extremo de la mesa para el comedor de Nell y cuando apareció el otro extremo, después de muchas discusiones y movimientos y gemidos, estaba sostenido por la chica que lo había acompañado en el camión de la mudanza. Él le había gritado a ella toda la tarde que tuviera cuidado al descargar las cajas o que se lastimaría, que lo esperara, que esperara un momento con cualquier cosa que fuera pesada, mientras ella se reía y levantaba todo sin siquiera transpirar, y Suze había pensado: ¿Alguna vez yo fui tan joven?

Y entonces recordó: ella había sido exactamente así de joven cuando se había casado.

Dios mío, pensó, viéndolos en ese momento discutir dónde poner la mesa. Son como cachorritos. Y así era yo.

– ¿Estás bien, tía Suze? -dijo Jase.

Suze asintió.

– No podría estar mejor.

– Sólo queda la ropa -dijo la rubia.

– Sí, correcto, Lu -dijo Jase-; como si mi madre no tuviera una tonelada. -La empujó suavemente por la puerta, riéndose de ella, y ella le hizo un gesto y le devolvió el empujón.

Margie recorrió el departamento con la mirada.

– ¿Vas a seguir durmiendo en el sofá ahora que tienes un dormitorio de verdad?

– No -dijo Nell-. Voy a comprar una cama de verdad.

El sofá es una cama de verdad, pensó Suze, pero dijo:

– Si quieres, puedo darte la cama de nuestro segundo cuarto de huéspedes. De todas maneras nunca tenemos segundos huéspedes.

– Maravilloso -dijo Nell y fue a decirle a Jase que tenía otro trabajo que hacer.

– Además también te puse algunas de mis ropas en el camión -dijo Suze cuando regresó, pero Nell no la oyó; estaba camino a la cocina para abrir los antiguos gabinetes vidriados y tocar los vidrios como si fueran algo maravilloso. Suze salió rumbo al camión para ayudar con las últimas cajas. Puso un pie en el escalón de la parte trasera y en ese momento levantó la mirada.

Jase estaba besando a Lu en la caja del camión, las manos firmes sobre el trasero de ella. No era el beso de un niño, y Suze se quedó sin aliento. Jase no debía ser lo suficientemente adulto como para besar a nadie así, pero lo era. Era tres años mayor de lo que había sido ella cuando se casó.

– ¿Qué pasó con mi ropa? -gritó Nell desde el umbral, y Suze le contestó a alto volumen:

– Yo la traigo. -Y dio un golpe en el costado del camión y después apartó los ojos hasta que se subió.

Jase le pasó una caja a Lu y dijo:

– Trabaja si quieres que me quede contigo. -Y ella respondió:

– Te quedarías conmigo en cualquier caso. -Le dedicó una sonrisa a Suze cuando bajó del camión con la caja, tan segura de sí misma y feliz y joven que Suze sintió la envidia en los huesos.

Cuando Jase y Lu se marcharon llevándose el camión vacío para ir a buscar la segunda cama de huéspedes de Suze, ésta entró en el departamento y encontró a Nell y a Margie desempacando las porcelanas. Nell le pasó una pieza envuelta en papel de burbuja, y Suze la desenvolvió cuidadosamente, tratando de no deprimirse por Jase y Lu. Debería sentirse feliz por ellos. Era una persona horrible.

Cuando sacó el último envoltorio y miró la tetera que tenía en las manos, Suze quedó tan alarmada que se olvidó de su desazón. Era redonda en los bordes y plana a ambos lados, y tenía un paisaje pintado, una escena inquietante con un extraño árbol con forma de burbuja y dos tristes casitas, de cuyas puntiagudas chimeneas salía un humo que se arremolinaba lúgubremente. La parte de abajo de la tetera era azul, un pequeño arroyo entre dos colinas altas, que separaban para siempre las casas del árbol.

– Pensé que tus cosas tenían flores -dijo Suze-. Nunca había visto esto antes.

– Estaba en el estante de arriba -dijo Nell-. Jamás la usé.

– Flores de azafrán -dijo Margie, frunciendo el entrecejo-. Era eso. -Miró las tres cajas que decían «porcelana» y dijo-: Esto no puede ser todo.

– Es mi parte -dijo Nell-. Tim se quedó con el resto después del divorcio.

– ¿Qué? -Margie abrió grandes los ojos. -¿Se llevó tus porcelanas?

– No son más que platos -dijo Suze.

– Son sus porcelanas -insistió Margie, y Suze recordó las diez mil millones de piezas de cerámica Franciscan Desert Rose que Margie tenía y dijo:

– Claro. Sus porcelanas.

– Y él se quedó con más de la mitad -dijo Margie-. Tú tenías estantes llenos.

Suze dirigió la mirada a la tetera que tenía en las manos.

– ¿Qué es todo esto, de todas formas? Yo sólo recuerdo las flores.

– Es toda porcelana inglesa art decó -dijo Nell.

– ¿Art decó? -dijo Margie.

– De las décadas del 20 y del 30 -dijo Suze, todavía fascinada por la tetera-. Muy geométrica, colores fuertes, diseños estilizados. -La miraron como si hubiera dicho algo extraño, y ella explicó-: Historia del Arte 2. Conozco las partes introductorias de todo.

Nell asintió.

– Es de la familia de mi mamá, de Inglaterra. Esa tetera es Clarice Cliff, mi segundo modelo favorito. Se llama Secretos.

– No entiendo por qué Tim se quedó con mucho más -dijo Margie.

– Las cosas que a mí me gustaban eran las caras -dijo Nell-. Como el juego de té Secretos. Tiene treinta y cuatro piezas y fue tasado en siete mil dólares.

– Oh, Dios mío -dijo Margie, examinando más atentamente la tetera que Suze aferraba.

Suze se la pasó a Nell.

– Tómala, por favor.

Nell la recogió y la puso en el espacio para las porcelanas.

– ¿Y tú te quedaste con las porcelanas de tu madre, Margie? -preguntó, y Suze la miró con dureza. Catorce años antes Nell había sido la que le había dicho que las preguntas sobre la madre de Margie estaban prohibidas.

– No -dijo Margie-. ¿Qué es esto? -Tenía en las manos la tetera que acababa de desempacar, una jarra redonda color durazno con lunas crecientes grabadas.

– Susie Cooper -dijo Nell-. Para nada tan cara. Es parte de su línea europea. Ella tenía su propio taller de alfarería a fines de los 20 y seguía diseñando en la década del 80.

– Duró bastante. -Margie hizo un gesto de aprobación al recipiente Cooper que tenía en las manos.

– Sus piezas tenían los mejores diseños -dijo Nell-. Incluso tenía sus propios talleres de alfarería. Pero Clarice hacía cosas hermosas. -Nell desenvolvió otro recipiente-. Este es Stroud, mi diseño favorito. Sólo la banda verde en el exterior y el adorno en el fondo.

El recipiente era color crema con una ancha banda verde dividida en dos partes iguales en la esquina inferior izquierda por un pequeño cuadrado con un paisaje en el interior: una nube suave, una casa de techo anaranjado, un árbol verde y regordete, y dos colinas curvas; un mundo minúsculo y perfecto.

Un mundo minúsculo y perfecto. Así era Nell, arreglando todo en su vida y después manteniéndolo. Si pudiera, se aseguraría de que las nubes del cielo se vieran exactamente así. Ordenadas y confortables. Suze volvió a mirar el recipiente para la crema.

– Y éste se llama Secretos.

Nell se acomodó y asintió nuevamente.

– Era el favorito de mi mamá. -Miró a Margie un momento y después prosiguió-: Creo que es autobiográfico. Según los rumores, Clarice tenía un romance con su jefe, el dueño de los talleres de porcelana.

Margie se enderezó en el asiento, lanzando un pequeño gemido.

– Eso es terrible. Debe de haber sido una mujer horrible, que se roba el marido de otra.

Suze trató de no mosquearse. Incluso después de catorce años, seguía siendo un tema delicado.

– Eso es lo peor que una mujer puede hacer -dijo Margie, visiblemente disgustada-. Es imperdonable.

– Margie -dijo Nell-. Ten piedad.

Margie levantó la mirada.

– Oh, no tú, Suze. -Frunció el entrecejo mirando la jarra para crema de Suze, y ésta se la pasó a Nell-. Pero esa mujer de los Secretos, bueno, en serio. Se enganchó a su jefe casado. -Miró el plato Susie Cooper y dijo-: Dime que Susie no era así.

– Susie fue leal y práctica hasta el fin -respondió Nell-. Casada y con un hijo.

– Bien. Una buena esposa. -Margie le pasó el recipiente a Nell y comenzó a desempacar más.

Suze pensó: además era dueña de su propia compañía, y comenzó a sentir un intenso desagrado por Susie. Desenvolvió una azucarera Secretos, con cuidado de no rayar el árbol con forma de burbuja o el calmo mar azul de la parte inferior. Pobre Clarice. Amó a un hombre casado, trabajaba todo el día para él, sabiendo que no podrían estar juntos, probablemente rechazada por todas las buenas esposas que tenía alrededor, sin poder empezar jamás su propia compañía porque debía quedarse con el hombre que amaba.

– ¿Qué pasó con Clarice? -dijo, mirando con gran pesar las dos casas solitarias.

– Cuando ella tenía alrededor de cuarenta años, la esposa de su jefe se murió y él se casó con ella y vivieron felices para siempre.

A los cuarenta. Si ése hubiera sido su caso, ella tendría que haber esperado otros diez años por Jack. ¿Lo habría hecho? ¿Volvería a hacer todo de vuelta? ¿En qué clase de persona se habría convertido si no se hubiese casado? No pienses en eso.

– Bueno, bien por Clarice -dijo Suze y le pasó la azucarera a Nell.

– Espera, tengo estatuitas de ellas.

Comenzó a sacar piezas envueltas de la caja y las puso en el suelo hasta que encontró lo que estaba buscando, y le pasó un paquete envuelto en papel de burbuja a cada una de sus amigas.

– ¿Quién es ésta? -dijo Suze, sacando el envoltorio de la suya, y Nell la miró y dijo:

– Susie Cooper.

Susie estaba sentada sobre una construcción de arcilla que tenía un plato floreado detrás, con el aspecto de una estilizada Mary Poppins en un conservador traje color malva, las rodillas recatadamente juntas, con un sombrero de ala ancha en la cabeza.

– Bonita -dijo Margie, desenvolviendo el de ella con más lentitud.

Práctica, pensó Suze, con un desagrado definitivo.

– Oh -dijo Margie.

La estatuita de Margie estaba ubicada sobre una plataforma de arcilla que tenía detrás un plato con un paisaje; sus tobillos estaban cruzados y su corto vestido verde con escote en V dejaba ver sus rodillas. Miraba por encima del hombro con la espalda arqueada y un brillo en los ojos.

Suze sonrió:

– Clarice.

– No la quiero. Déjame ver a Susie -le dijo Margie a Suze, y ésta aceptó el intercambio, sonriéndole a la descocada Clarice, la chica que quería pasarlo bien con su alfarería poco práctica y el amante casado. Tal vez debería haber seguido siendo una amante, pensó. Tal vez no estaba hecha para ser la Suze casada en que se había convertido, tal vez había nacido para ser como Clarice, tratando de pasarlo bien.

Por supuesto que ahora era demasiado tarde. Le entregó la estatuita de Clarice a Nell y vio cómo la guardaba.

– A todas les fue verdaderamente bien -dijo Nell, acomodando a Clarice en el estante-. Todas tenían un trabajo que adoraban y se destacaron en él.

– Trabajo -dijo Suze y sintió una abrumadora envidia por Susie y Clarice y la alfarería, y Margie y su casa de té, e incluso por Nell y su trabajo de secretaria. Tal vez podría tomar clases de alfarería. O ir a una escuela de cocina. A Jack le gustaría.

Salvo que estaba cansada de estudiar.

Desenvolvió más Secretos, tratando de no pensar de qué otra cosa estaba cansada. Tenía una buena vida. Todo estaba bien.

– ¿Qué pasa? -dijo Nell, y Suze se volvió para decirle que estaba bien y la vio mirando a Margie.

El plato en la mano de Margie tenía una rosa pintada en el medio. Era bonita, pero Margie la miraba como si tuviera calaveras.

– ¿Margie? -dijo Suze.

– Mi mamá tenía porcelanas como ésta -dijo-. No este modelo, pero con rosas.

Su mamá. Suze miró a Nell, que parecía angustiada. Esto es lo que intentabas hacer antes, pensó; tratabas de hacer que Margie hablara de su madre; y por primera vez en la vida, se enojó con Nell.

– ¿Quieres el plato? -dijo Nell-. No es parte de un juego. Se llama Patricia Rose. Es uno de los de Susie. -Siguió hablando, los ojos enfocados en la cara de Margie, pero la expresión de ésta no cambió, y por fin dijo-: ¿Qué pasa, Margie?

– Ella los rompió -dijo Margie por fin-. Eran las porcelanas de mi abuela Ogilvie, verdaderamente caras, y ella las había guardado durante años y sólo las usaba para las fiestas y entonces mi papá le dijo que era aburrida y se fue, y ella estaba allí con todas esas porcelanas.

– ¿Margie? -dijo Suze, estirando la mano.

– Y un día llegué a casa para asegurarme de que ella estuviera bien porque había quedado tan callada desde que papá se había ido. Y cuando llegué, ella estaba vestida con sus mejores prendas, con sus joyas, rompiendo los platos con un martillo.

– Yo me siento de esa manera respecto del Legado Dysart -dijo Suze, tratando de disminuir la tensión-. Me gustaría darles un mazazo a esas cosas.

– Me asusté, y papá llamó y le dije que tenía que venir de inmediato, y él discutió conmigo, me dijo que tenía que llevar a mamá al hospital, y mientras estaba hablando con él, ella fue al garaje y se pegó un tiro -dijo Margie, mirando el plato fijamente.

Suze sintió frío.

– Oh, cariño -dijo y rodeó a Margie con sus brazos, abrazando su suave cuerpecito, y, con suavidad, Nell tomó el plato de las manos de Margie y dijo:

– Lo siento tanto, Margie. En serio.

– Le di las porcelanas a la nueva esposa de mi papá -dijo Margie, su voz amortiguada por el hombro de Suze-. En realidad las odiaba, pero tuvo que quedárselas porque a mi padre le pareció un buen gesto de mi parte, como una forma de darle la bienvenida a la familia. Yo sentía ganas de vomitar cada vez que las veía. -Inspiró profundamente-. Sólo espero que Olivia las herede, eso espero.

Suze endureció los brazos alrededor de ella.

– Margie… -comenzó a decir Nell.

– Estaba tan asustada por ti -le dijo Margie desde los brazos de Suze-. Tenía el mismo aspecto que tú, como que no podía entender qué había pasado. Y además tú no querías desempacar tus porcelanas…

– Están casi todas desempacadas -dijo Nell para calmarla-. Yo haré el resto, no, nosotras haremos el resto más tarde. Lo haremos juntas y no se va a romper nada. Estoy bien, Margie. No lo estaba, pero ahora estoy bien. No creerías toda la comida que tengo en la heladera, y la como, por Dios, no puedo parar de comer, todo tiene un gusto tan rico.

Margie inhaló, y Suze dijo:

– Bueno, detente, porque yo he limpiado mis armarios y te traje toda clase de ropa que a mí ya no me entra. El azul fuerte va a quedarte maravilloso.

Margie se enderezó un poco.

– ¿Nell con azul fuerte? -dijo dudando, pero dejó la porcelana sin mirar atrás para ir al cuarto de arriba con Nell, y Suze tomó el plato Patricia Rose y lo escondió en el rincón más profundo del armario, lo más lejos de Margie que pudo.

Un poco más tarde, mientras Margie miraba con el entrecejo fruncido su propia imagen con un pulóver rosado en el espejo de Nell, Suze siguió a Nell hacia abajo para dejar entrar a Jase y Lu que traían la segunda cama para huéspedes.

– Puse el plato en el fondo del armario -dijo Suze-. Eso fue demasiado aterrador. Ella miró la rosa y se soltó.

– Más aterrador de lo que crees -dijo Nell-. ¿Alguna vez te preguntaste por qué Margie tiene tantas piezas de cerámica de precio moderado cuando podría comprar porcelanas de verdad?

– No -dijo Suze-. No pienso tanto en platos.

– Piénsalo ahora -dijo Nell-. Franciscan Desert Rose.

– Diez millones de piezas -dijo Suze, horrorizada-. Oh, Dios. ¿Deberíamos decirle algo a Margie?

– No, no deberíamos -dijo Nell-. En los últimos dieciocho meses me he vuelto una gran fanática de las estrategias de supervivencia. Dejémosla con su arcilla.

– Me encanta este pulóver -dijo Margie, bajando las escaleras con uno de los pulóveres rosados de Suze después de que Jase y Lu subieron con el marco de la cama-. Especialmente el color. ¿Qué vas a hacer con toda esta ropa? Tus armarios son pequeños.

– No lo sé -respondió Nell, claramente agradecida por el cambio de tema-. Tomaré las que quiero ahora mismo y guardaré el resto en un depósito, supongo.

– En mi sótano -dijo Margie-. Porque me encanta probarme estas cosas. Cuando estoy de traje, soy como tú; cuando estoy con estos pulóveres, soy como Suze.

Sonaba anhelante, así que Suze le dijo:

– Llévate también mis cosas. Después haremos una fiesta de pijamas en tu casa y por una noche intercambiaremos nuestras personalidades.

– Buena idea. Ahora, ¿quién quiere café? -dijo Nell, con voz exageradamente animada. Te sientes culpable, pensó Suze y la perdonó.

Alguien golpeó a la puerta, y Suze fue a atender mientras Margie decía:

– Sí, por favor. ¿Dónde está mi cartera? Tengo el termo allí.

Leche de soja, pensó Suze. Personalmente, me vendría bien un whisky. Después abrió la puerta y vio a Riley McKenna, más grande y más rubio de lo que ella recordaba, mirándola con la boca abierta sin poder creerlo, y pensó: Mejor uno doble.

– Es una broma -dijo él-. ¿Cómo diablos llegaste aquí?

– Vine en auto -dijo Suze-. ¿Cuál es tu problema?

– Una vieja amiga vivía aquí -dijo él-. Vine a ver si estaba.

– Si tu vieja amiga es Nell, está desempacando. -Suze retrocedió-. Pasa a saludar.

– ¿Nell alquiló esta casa? -Riley sacudió la cabeza mientras entraba-. Era otra la persona que vivía acá hace dos días.

– Bueno, la gente cambia -dijo Suze y cerró la puerta, observándolo mientras esquivaba las cajas de la sala de estar para llegar a Nell. Desde atrás parecía un Robert Mitchum rubio. Desde adelante, claro, era Babyface Nelson, pero se veía muy de cine negro de espaldas, ancho y fuerte y algo amenazador. No era alguien con quien una querría encontrarse en un callejón oscuro. Bueno, quizás.

Se sentó y habló y rió con ellas, coqueteando con Nell y haciendo ruborizar a Margie, y Suze casi sintió pena por Budge cuando vino a buscar a Margie. Budge trató con calidez a Suze, con cortesía a Riley y con frialdad a Nell, que había corrompido a Margie consiguiéndole un trabajo en The Cup, pero todo el tiempo sus ojos iban de Margie a Riley y otra vez a su mujer, como si supiera que Riley le llevaba más de quince centímetros de estatura y tenía diez años menos que él. «Tenemos que ir a casa», le dijo por fin a Margie, y cargaron las cajas de ropa extra en la camioneta de Budge. Después Margie se marchó, mirando anhelante por encima del hombro cuando Budge le sostuvo la puerta, como un paje en vez de un amante. Es un pelele, pensó Suze, temeroso de forzar el momento y su futuro porque sabía que Margie diría: «Eso no es lo que yo quiero para nada».

Esa noche, más tarde, cuando Suze regresó a su casa, le habló a un sospechoso Jack de la mudanza, de la completa limpieza que Nell pensaba darle a la casa antes de que se encontraran el martes para terminar de desempacar el resto de las cosas, de Margie y del plato, de Marlene con la mantilla de chenille, del maravilloso revuelto frito que Nell hizo y comió casi la mitad, pero no mencionó a Riley.

La cuestión era que a Jack no le gustaba tanto el cine negro como a ella.

Mientras Suze le daba a Jack una versión abreviada de la velada, Marlene descansaba a los pies de la segunda cama de huéspedes de Suze, envuelta en la mantilla de chenille de Nell, evidentemente recuperada de la mudanza.

– Mira todo el sitio que tienes para correr -dijo Nell, tratando de distraerse de la culpa que sentía por Margie. En ese momento se acordó de que Marlene no corría. Volvió a hundirse en las almohadas y observó a la perra que se estiraba y se cubría más profundamente con la mantilla. Nell se había acostumbrado a pensar en ella como si fuera una niña pequeña, manipuladora y mal educada, pero Marlene era un animal, con uñas y dientes, aunque estuviera cubierta por la mantilla de chenille, y en otros tiempos sus ancestros habían corrido libres. Tal vez debería llevarla al parque, pensó Nell, para que redescubra su lado salvaje.

Marlene se dio cuenta de que Nell la estaba observando y le hizo una caída de ojos.

Nell sacudió la cabeza. El único lugar en que cualquier ancestro de Marlene había corrido libremente era el Canyon Ranch.

Marlene echó la cabeza hacia atrás y gimió un poco.

– ¿Galletita? -dijo Nell inexpresivamente.

Marlene gimió con más fuerza.

Nell se levantó y se dirigió a la cocina, y se sobresaltó cuando oyó que golpeaban la puerta. Puso una galletita para Marlene en el bolsillo de su pijama y fue a mirar a través de la cortina de encaje que Suze había colocado en la ventana.

Gabe estaba allí, alto y oscuro en la noche, y ella sintió que un escalofrío le corría la espalda de sólo mirarlo.

Para ser un escalofrío, era bastante cálido.

No seas estúpida, Nell, se dijo y abrió la puerta:

– Hola. ¿Se perdió?

– Un regalo para inaugurar la casa -dijo él, entregándole una botella de Glenlivet-. Riley me dijo que usted había ocupado este lugar.

Ella se hizo a un lado para que él pudiera entrar, y recordó, tarde, que llevaba unos antiquísimos pijamas de franela que Jase le había regalado para navidad cuando él tenía diez años.

– Lindo pijama -dijo él-. ¿Lo tiene hace mucho?

– Supongo que quiere un trago de esto -dijo Nell y fue a buscar vasos.

– Lo que realmente quiero es que me diga que Lynnie dejó un montón de cosas -respondió Gabe, siguiéndola a la cocina-. Riley revisó la basura el viernes y no había nada que nos sirviera, y luego esta mañana descubrimos que se mudó. Creo que Dios me debe algo bueno en este caso.

Se detuvo cuando ella giró con los vasos en la mano.

– ¿Qué? -dijo ella, tratando de descifrar la forma en que la miraba.

Él sacudió la cabeza y tomó uno de los vasos; se veía atractivo en el medio de la cocina de ella, como si perteneciera allí. Tal vez se debía a que el dúplex tenía una atmósfera de época. Los gabinetes blancos eran de la década del 40, al igual que los cuadrados blancos y negros del piso, el mismo período que la oficina de Gabe con todos esos muebles de la Segunda Guerra Mundial. Incluso se parecía un poco a una estrella de cine de los cuarenta, pensó ella; tenía ese aspecto de William Powell, sólo que más alto y ancho y tenso y sin bigote.

– ¿Entonces no encontró nada cuando se mudó? -dijo Gabe, y Nell regresó al 2000.

– Todavía no revisé todo -respondió Nell-. Pero no había nada en ninguno de los cajones o alacenas que hemos abierto hasta ahora.

Gabe levantó el vaso.

– Salud.

Bebió un poco de whisky escocés y luego se recostó contra la mesada, sonriéndole, y después de un minuto ella dijo:

– Termínela; no voy a volver a caer en esa trampa.

– ¿Qué?

– Esos largos silencios que usted deja caer sobre las personas para que ellas las llenen y se incriminen a sí mismas.

Gabe le sonrió.

– ¿Algo en particular que quisiera confesar?

Ella pensó, Margie, y volvió a sentirse para el demonio.

– Suéltelo -dijo él.

– Estoy enojada con usted -dijo ella-. Hoy le hice preguntas a Margie sobre su mamá y fue horrible. No volveré a hacerlo. -Regresó a la sala de estar para sentarse en el sofá y beber whisky.

Él la siguió y tomó una silla para ponerse frente a ella.

– Cuéntemelo.

Nell le contó todo mientras él bebía el escocés, y cuando terminó, dijo:

– Me siento como el demonio. Debería haber visto la cara de Suze cuando le pregunté a Margie sobre los platos de su mamá.

– Helena estaba vestida con sus mejores galas y tenía sus joyas puestas -dijo Gabe.

Nell asintió.

– Entonces es cierto que se suicidó. -Gabe suspiró y se acomodó en la silla, y ella lo miró con irritación.

– Suena aliviado.

– Lo estoy. Temía que hubiera sido asesinada.

– ¿Asesinada? -dijo Nell-. ¿Qué está sucediendo?

– El título del auto tenía la fecha de dos semanas después de la muerte de la madre de Margie. Y no hay registros de ningún caso en el que mi padre estuviera trabajando para Trevor en esa época; además él le hubiera pasado una factura si todo estaba bien.

– Oh -dijo Nell.

Gabe asintió.

– Todavía no sabemos por qué Trevor le entregó el auto, pero por lo menos no fue por ayudarlo a ocultar un homicidio.

Nell reflexionó.

– Y usted piensa que todo esto está relacionado con el chantaje a O & D. Y con Lynnie.

– Es una posibilidad.

Nell suspiró.

– No me gustaría tener su trabajo. Con razón usted ha tenido esa actitud horrible toda la semana.

– Oiga -dijo Gabe-. Yo creo que me he mostrado muy abierto, considerando su prontuario.

– Me ha tratado como un bastardo -dijo Nell-. Pero tiene razón, me lo merecía.

– No, no es cierto. Usted tiene razón. He tenido una actitud horrible.

– ¿Entonces cómo es cuando no tiene una actitud horrible? -dijo Nell, acomodándose para dar sorbos a su trago.

– Bastante parecido -dijo Gabe-. Lo haces a mi manera o te marchas.

– Eso le molestó, ¿no? -Nell sacudió la cabeza, recordando-. Ella era algo especial. Sabe, en el Banco, cuando me ofreció ser su socia, casi quise aceptar. Era verdaderamente seductora. No dejaba de decirme que si trabajáramos juntas haríamos muchísimo daño.

– Me lo dijo -contestó Gabe-. Fue la parte que menos me gustó.

– La cuestión es que me caía bien -prosiguió Nell, recordando la energía aguda y vibrante de Lynnie-. Sabía que no era lo correcto, pero en verdad me cayó bien. Estaba tan llena de vida. No permitía que ningún tipo la deprimiera. Yo quería ser como ella.

– ¿Puedo decirle gracias en nombre del resto de mi género por no haberse sumado a ella? Eso sí que sería una pesadilla. -Bajó de un trago el resto de su whisky mientras ella lo miraba con el entrecejo fruncido.

– Oh, muchas gracias. ¿Podría por favor recordar que estoy de su lado? -Lo miró, dispuesta a la batalla, y se encontró con sus ojos.

No eran hostiles.

– No sólo lo recuerdo -dijo él-. Cuento con ello.

Después de un largo momento en el que ella trató de recordar de qué estaban hablando, él puso su vaso en el suelo y dijo:

– Se hizo tarde y yo estoy manteniéndola despierta.

Nell lo siguió hasta la puerta, y él se volvió cuando ella la abrió.

– Sólo una sugerencia: tal vez no sea conveniente que le abra la puerta a desconocidos en pijama.

– Sabía que era usted -dijo Nell-. Y esto tapa todo lo que tengo. Lo que no es mucho.

Gabe sacudió la cabeza y salió hacia la noche, y Nell cerró la puerta y subió al dormitorio para meterse en la cama con Marlene. La perra la miró con un dolor inimaginable en los ojos.

– Oh, cierto, te debo una galletita. -La sacó del bolsillo y se la mostró a la perra.

Los ojos de Marlene estaban semicerrados y parecía que estaba exhalando su último aliento.

– Lamento haber tardado tanto -dijo Nell, sin dejar de sostener la galletita-. Vino el jefe. Se veía muy atractivo, debo agregar. Y aquí estoy yo con mi pijama viejo. Se quejó. Tal vez debería comprarme uno nuevo. Más vistoso.

Los ojos semicerrados de Marlene ahora parecían más una expresión de desprecio que de agonía.

– Tienes razón-dijo Nell-. ¿Qué posibilidades hay de que él vuelva a pasar después de la hora de dormir? -Se estiró más para darle la galletita a la perra, y Marlene apartó la cara, superada por la situación.

– O la tomas o la pierdes -dijo Nell, y Marlene la tomó con suavidad y se acostó de espaldas, contemplando penosamente el espacio-. Mastica -dijo Nell, y Marlene cedió y volvió a girar y devoró la galletita. Después suspiró y se acomodó en la mantilla, y Nell se inclinó hacia adelante y dio palmadas en la cama al lado de ella-. Ven aquí, bebé.

Marlene extendió su larga nariz, consideró el lugar, y volvió a echarse donde estaba.

– Oh, gracias -dijo Nell, y acomodó la mantilla en la cama, a su lado.

Marlene suspiró y se puso de pie, arrastrando su largo cuerpo hacia la cama, y cayó sobre la mantilla de chenille contra el estómago de Nell.

– Ahí está -dijo Nell, rascándola detrás de la oreja mientras el animal se acomodaba a su lado-. ¿No es mejor así?

Marlene bostezó, pero no le hizo una caída de ojos, por lo que Nell consideró que era un gesto de asentimiento.

– Somos mujeres orgullosas e independientes, Marlene -dijo Nell, tratando de no pensar en Gabe, de pie y peligroso en la oscuridad-. No necesitamos a los hombres.

Marlene la miró con un desprecio infinito y después enterró su rostro en la mantilla y se durmió.